
Hola… mi nombre ya lo saben de otras confesiones: soy Mariela, tengo 35 años, casada, madre de tres hijas, y con un deseo que no se apaga: el de no ser fiel.
Muchos me ven como la señora correcta, la madre atenta, la esposa dedicada. Pero la verdad es que debajo de esa fachada hay una mujer que late, que se moja, que necesita sentirse deseada y usada. Yo no elegí ser solo madre y esposa; elegí también ser mujer, provocadora, caliente.
En mi barrio ya no soy un misterio: soy la puta. Y me encanta. Bajo a colgar la ropa sin sostén, camino con shorts cortos, juego con las miradas. Los hombres se quedan duros cuando paso, las mujeres cuchichean diciendo que me visto para provocar. Y tienen razón. Me gusta saber que me miran, me calienta imaginar que alguno se masturba pensando en mí, que fantasean con meterme la pija mientras sonrío como la vecina amable.
Todo estalló una tarde de verano. El calor era insoportable, bajé al patio con un short diminuto y una remera que se me pegaba al cuerpo. Mientras colgaba unas sábanas escuché la voz de Martín, el hijo del matrimonio de la esquina, recién separado, unos treinta y pocos años, con esa mirada descarada que siempre me había puesto nerviosa.
—¿Quiere ayuda, vecina? —me dijo con una sonrisa torcida.
—Creo que puedo sola… —le contesté, pero me mordí el labio y dejé que me mirara bien, con mis pezones marcados bajo la tela húmeda.
Se acercó igual. Levantó el balde con la ropa mojada, sus brazos tensos, su olor a transpiración y colonia barata mezclado con el mío. Yo sentí cómo mi entrepierna latía.
—Gracias, sos un caballero —le dije, rozándole la mano al pasarle un broche. Me miró fijo, sin disimular.
—Usted enloquece a más de uno en el barrio, Mariela —me soltó, como si me desnudara de golpe.
Yo sonreí.
—¿Y vos? —le susurré—. ¿También te la cascás pensando en mí?
No dijo nada. Su respiración lo delató. Lo tomé de la mano y lo arrastré al garaje, donde la penumbra nos cubría. Cerré la puerta a medias, dejando apenas un rayo de luz. Me apoyé contra la pared, levanté mi remera y dejé mis pechos al descubierto.
—Tocame, Martín… hacelo.
Me agarró con desesperación, como si hubiera esperado años ese momento. Su boca me devoraba los pezones mientras sus manos bajaban mi short. Yo gemía sin miedo, sabiendo que algún vecino podía escucharme. Ese riesgo me mojaba más.
—Sabía que eras puta… —me susurró contra la piel.
—Soy tu puta, la de todos —le contesté jadeando.
Me dio vuelta y me apretó contra la pared, bajó mi ropa interior y sentí cómo su verga dura me abría. Grité, no de dolor, sino de puro placer. Me cogía con fuerza, agarrándome del pelo, y yo pedía más, rogaba que no parara. Mis uñas se clavaban en la pared mientras su cuerpo me golpeaba sin compasión.
—Dámela toda… así, fuerte… haceme tuya —le gemía como una perra.
El sudor caía por mi espalda, mis piernas temblaban, y yo me sentía más viva que nunca. No era la esposa fiel, no era la madre ejemplar. Era la puta del barrio, usada como siempre había querido.
Cuando acabó dentro mío, me quedé temblando, con el corazón acelerado y las piernas aún abiertas. Me miró, jadeando, como sorprendido de lo que habíamos hecho.
—Vecina… esto no puede quedar acá —dijo.
Y yo sonreí, acomodándome la ropa.
—Claro que no… apenas estamos empezando.
Desde ese día entendí que ya no había vuelta atrás. Que mi destino era ser la fantasía prohibida de todos, la vecina que calienta, la esposa infiel, la madre ardiente. La puta del barrio. Y que cada vez que bajara a colgar la ropa, algún vecino estaría esperando su turno para probarme.

Su mirada era un mensaje silencioso: soy madre, esposa… pero también soy puta, y disfruto de que todos lo sepan solo en sus fantasías.

ya no era solo la vecina deseada… era la mujer cogida por todos, la esposa y madre que se dejaba disfrutar, la puta del barrio.

7 comentarios - La puta del barrio