Cuando me dijeron que iba a llegar una practicante de veterinaria a la finca, no le di mucha importancia. A mí esas visitas de estudiantes siempre me han parecido más un trámite que otra cosa: llegan con botas nuevas, cuadernito en mano, se asustan con cualquier mugre y se van sin aprender nada. Pero con esta muchacha fue distinto desde el principio.
Se llamaba Daniela. Venía de la universidad de Montería y, según el veterinario que nos ayuda con el ganado, era una de las más aplicadas. Pero cuando se bajó de ese carro la primera tarde, con su pantalón ajustado lleno de tierra hasta la pantorrilla y el cabello amarrado en una moña desordenada, lo primero que pensé no fue en lo aplicada que era, sino en lo buena que estaba.
Tendría unos 24 años, morena clara, con unos labios gruesos, unos ojos oscuros y vivos, y un cuerpo que se notaba trabajado, no de gimnasio, sino de caminar campo, de bregar con animales. Y aunque andaba vestida con su pinta de faena, había algo en su forma de mirar, de sonreír de medio lao, que me descolocó desde el primer día.
—Buenas tardes —me dijo al bajarse—. ¿Usted es Andrés?
—El mismo. Bienvenida —le respondí, extendiéndole la mano—. ¿Te ayudo con algo?
—Tranquilo, que yo me las arreglo. Si me vas a ayudar, que sea a conocer bien las vacas —me soltó con una risa bajita.
No pude evitar sonreír. Esa vaina me gustó. Tenía carácter, pero también un tonito juguetón que me dejó pensativo. Pasó la tarde caminando con el veterinario por el corral, anotando cosas, revisando ubres, tomando fotos. Yo la miraba de reojo desde el porche, haciéndome el ocupado con unos papeles. Pero la verdad, no podía dejar de seguirle el paso. Esa manera en la que se agachaba sin pena, la forma en que se limpiaba el sudor del cuello con el dorso de la mano… esa mujer tenía algo que se metía bajo la piel.
Por la noche, cenamos en la mesa larga del comedor. Le ofrecí una cerveza, y ella aceptó sin problema. Nos pusimos a hablar de todo un poco: la universidad, los animales, el calor. Me cayó bien. Y al mismo tiempo, me empezó a calentar. Había algo en su forma de hablar: directa, sin pelos en la lengua, pero con ese tonito de quien sabe que te está tentando.
—¿Y vos vivís solo acá? —me preguntó de la nada.
—Sí, ya hace rato.
—Qué rico… tener toda esta tranquilidad. Aunque a mí me da miedo aburrirme.
Me miró fijo mientras se terminaba la cerveza. Yo me hice el loco, pero esa frase quedó flotando en el ambiente.
Los días siguientes fueron parecidos. Yo me iba con ella al corral, no tanto por supervisar, sino por verla en acción. Daniela se metía entre el ganado como si llevara años en eso. A veces se agachaba a revisar una pezuña, y ese pantalón se le estiraba tanto que podía verle perfectamente la forma del culo. Y yo allá, con una verga medio parada dentro del jean, aguantando como un huevón.
Un día en particular, recuerdo que el calor estaba jodiendo más de la cuenta. Ella andaba sudada, con la camiseta pegada al cuerpo, y al moverse se le marcaban los pezones a través del algodón. Era imposible no verlos. Yo sudaba también, pero de pura ansiedad. En un momento, se limpió la cara con un trapo y me dijo:
—¿No tenés agua allá en tu casa? Me estoy secando por dentro.
—Claro, vamos —le dije, y la guié hasta el porche. Le pasé un termo con hielo—. Tomá, eso está frío.
—Uy, qué delicia… —lo pegó en su cuello y cerró los ojos—. Vos no sabés lo bien que se siente esto.
Yo no dije nada, pero me le quedé mirando. Y ella lo notó. Me miró con una cejita levantada.
—¿Qué pasó, Andrés? ¿No estás acostumbrado a ver mujeres sudadas o qué?
Solté una risa corta.
—No es eso… pero pocas veces veo a una que sude y se vea tan… interesante.
Ella sonrió. Me miró por unos segundos, y luego entró a lavarse las manos en el lavadero de la cocina. Me quedé parado ahí, viéndola de espaldas, viendo cómo se le marcaban las nalgas bajo ese pantalón ya mojado de tanto sudor. Se volteó y me sorprendió mirándola.
—Si tenés algo que decirme, decilo. Me estresa cuando se quedan callados —dijo, medio seria, medio provocando.
—¿Y si te digo que desde que llegaste no he podido dejar de mirarte?
—Te creo —dijo sin titubear—. Me he dado cuenta.
Se quedó callada, bajó la mirada y luego volvió a subirla, directo a mis ojos.
—¿Y te gusta lo que ves?
Yo no respondí. Di un paso hacia ella. El ambiente se volvió denso, caliente, como si todo estuviera a punto de explotar.
—Mucho —le dije en voz baja.
Ella no se movió. Solo me miró, respirando hondo. Sus ojos bajaron hasta mi cintura, donde la erección ya se notaba sin vergüenza. Dio un paso hacia mí, y en vez de besarme, pasó de largo, rozándome el brazo.
—Voy a bañarme. Si te animás, el baño tiene espacio pa’ dos —dijo antes de perderse por el pasillo.
Yo me quedé ahí, con la respiración pesada, sabiendo que ya no había vuelta atrás. Lo que había empezado como una simple práctica, se estaba convirtiendo en un deseo imposible de disimular.
Entré a la casa con el corazón latiendo en la garganta. El sonido de la ducha llenaba el silencio de esa noche caliente. El baño quedaba al fondo, pero desde donde estaba podía ver que la puerta estaba entreabierta. Una luz amarillenta se escapaba por la rendija, y con ella, el vapor y el olor del jabón recién abierto.
Me acerqué despacio, sin decir nada. Daniela no me había llamado, pero había dejado esa puerta así por algo. Desde afuera, pude ver su silueta tras el vidrio empañado: su espalda delgada, las curvas de sus caderas, el cabello mojado cayéndole por la espalda. La escena era tan provocadora que sentí el pulso en la punta del pipí.
—¿Te vas a quedar ahí toda la noche mirando o vas a entrar? —dijo de repente, con esa voz paisa suavecita pero cargada de intención.
No respondí. Empujé la puerta y entré. El baño estaba cálido, todo olía a jabón y a piel mojada. Daniela se giró apenas, cubriéndose con la mano, pero sin apurarse por esconderse del todo.
—Ay, tan caballero que sos… viniste a alcanzarme la toalla, ¿o qué?
—Vine a quitarte lo que queda de vergüenza —le respondí sin pensar.
Ella soltó una risa baja, con picardía. Dio un paso atrás, dejándome espacio para entrar a la ducha. Me quité la ropa sin quitarle los ojos de encima. Ella me miraba sin pena, como quien ya había decidido todo.
El agua caía tibia, resbalando por su cuerpo. Me acerqué y se la recorrí con las manos, desde el cuello hasta la cintura, despacio, deteniéndome en cada curva, en cada rinconcito mojado que me llenaba las manos de calor. Su piel olía a mezcla de jabón y sudor reciente, ese sudor espeso del campo, de faena, que tanto me excitaba. Pasé la nariz por su cuello, por detrás de la oreja, y ese aroma me hizo cerrar los ojos.
—Huy, Andrés… no hagás eso, parce… —murmuró bajito, con la voz entrecortada—. Me vas a derretir.
Le mordí el hombro con suavidad, y ella pegó su cuerpo al mío. Sentí sus tetas suaves aplastadas contra mi pecho, el monte de su pubis rozándome, la verga ya dura frotándosele entre las piernas.
—Eso es lo que querías, ¿cierto? —le susurré al oído.
—Mmm… sí… desde que llegué. Pero no pensé que fueras tan bravo.
Nos besamos. Despacio al principio, luego con más hambre. Me apretaba el cuello con una mano, mientras con la otra se agarraba de la pared para no caerse. Le recorrí la espalda, le agarré las nalgas mojadas con fuerza, y ella gemía bajito, mordiéndome el labio.
—Andrés… ay… meté los dedos, sin pena —me pidió, entre jadeos.
Lo hice. La toqué por detrás, sintiendo cómo se abría, cómo temblaba al sentir mis dedos dentro de ella. Estaba mojada, caliente, palpitante. Me sorprendió que no se depilara del todo; tenía ese vello suave, natural, que me pareció tan excitante.
La pegué contra la pared y le subí una pierna. Se la metí despacio, sintiéndola cerradita, acogedora, húmeda. Ella soltó un gemido largo, tapándose la boca con la mano.
—¡Uy, gonorrea! ¡Así sí me matás!
Me empujaba con fuerza contra su cuerpo. Me mordía el cuello, me lamía la oreja. El agua seguía cayendo, mezclándose con el sudor, con los gemidos, con el olor intenso de su cuerpo mojado. Me bajé un poco y le besé el ombligo, la parte baja del vientre, y luego fui bajando hasta su monte suave. La lengua se me perdió entre sus pliegues, y ella se deshacía contra la pared.
—No pares, no pares… —decía con la voz rota—. Me encanta eso… ay, Andrés…
Después de un rato, la senté sobre el lavamanos. Le abrí las piernas y la cogí de la cintura. Me la metí con fuerza, mirándola a los ojos. Ella me rodeó con las piernas, se mordía los labios, me pedía más.
—Dámelo todo, papi… toda esa verga… sí, así…
Sentía cómo apretaba por dentro, cómo su cuerpo reaccionaba a cada embestida. Y en medio de todo, entre el sudor, el vapor, y los cuerpos enredados, ese olor único: su olor, entre dulce y salado, animal, potente. Me tenía vuelto loco.
Cuando estuve a punto de venirme, se bajó, se arrodilló en el piso mojado y se la metió en la boca sin pedir permiso. Me la chupó con hambre, con maña. Me miraba mientras lo hacía, con esos ojos negros brillantes. Me vine dentro de su boca, con un gemido ahogado. Ella se tragó todo y se limpió los labios con la mano.
—Ahora sí… práctica completa —dijo, sonriendo como si nada.
Después de esa noche en la ducha, la cosa entre Daniela y yo cambió sin que tuviéramos que decir nada. No fue que nos volviéramos novios ni nada de eso, pero ya el ambiente tenía otro sabor. Nos buscábamos con la mirada, con el cuerpo, como si estuviéramos jugando a provocarnos a cada rato.
Al otro día, me la encontré temprano en el corral, echándole sal a las vacas, con una camiseta blanca pegada al cuerpo y una pantaloneta vieja, de esas flojas que dejan ver los calzones cuando se agacha. Y se agachaba con toda la intención. Yo estaba tomando café en la terraza y no le quitaba los ojos de encima.
Se volteó y me pilló mirándola. Sonrió con picardía.
—¿Qué mirás tanto? ¿Nunca habías visto una mujer trabajar?
—Nunca una que me dejara tan loco.
—Tan bobo… —dijo riéndose, pero con esa cara de que le encantaba que se lo dijera.
Pasaron unos días así, con indirectas, con toques disimulados, hasta que un viernes, cuando ya la mayoría del personal se había ido, ella me mandó un mensaje:
"Estoy sola en el cuarto. Si te aburrís allá, vení a ver Netflix…"
Me demoré cinco minutos en llegar. Ella estaba en la cama, acostada boca abajo, con una camiseta vieja mía y unos panties azulitos, de esos que se pegan al cuerpo. Tenía las piernas abiertas y los pies sucios del polvo de la finca. Solo esa imagen ya me tenía vuelto mierda.
—Vení, tráeme cremita pa' los pies —me dijo sin mirarme, con ese tonito paisa que sonaba más provocador que nunca—. Hoy caminé mucho.
Fui al baño, saqué un tarrito de crema humectante y me senté al borde de la cama. Le agarré un pie, chiquito, suave, y empecé a untarle la crema, despacio. Tenía las plantas un poquito ásperas, sucias por el trabajo, pero ese olor natural que subía desde sus dedos me nublaba la cabeza.
—Ufff… así sí provoca venir a Netflix —dije, con voz ronca, bajando la cabeza hasta olerle los dedos con descaro.
Ella se quedó quieta. Solo me miró por encima del hombro y soltó una risita.
—¿Te gustan mis pies cochinos o qué?
—No están cochinos… están deliciosos.
Le pasé la lengua por el talón, por los deditos, y ella tembló. Le mordí el dedo gordo y luego lo metí en mi boca, chupándoselo con ganas. Ella gimió bajito.
—Ay, Andrés… qué enfermo tan rico…
Le fui besando los dos pies, oliéndole entre los dedos, sintiendo ese aroma espeso que mezclaba el sudor con la crema y un poquito de tierra. Me subí un poco, hasta las pantorrillas, y le levanté la camiseta. No llevaba brasier. Su espalda era una delicia morena. Y los panties… estaban húmedos en la parte de abajo, con una mancha oscura que me decía todo.
—¿Y eso? —le pregunté, metiendo los dedos entre las nalgas para tocarle por encima de la tela.
—Yo también tengo fetiches, papi —dijo mordiéndose los labios—. Me mojé desde que me chupaste el dedo.
Le bajé el panty despacio, y un olor tibio y delicioso me golpeó en la cara: era su olor íntimo, fuerte, puro, con ese toque animal que tanto me enloquece. La abrí con los dedos, y la lengua se me fue directo pa' allá, como si supiera el camino. Se la lamí sin afán, metiendo la nariz entre sus labios, oliéndola como quien se droga con eso.
—¡Ay, hijueputa! —gritó sin pena—. Me vas a hacer venir así, no seas malo…
Ella temblaba, sudaba, gemía como una loquita. Le metí dos dedos mientras le chupaba el clítoris, y me empujaba la cabeza con fuerza. Se vino gritando, apretándome las orejas con las piernas.
Después se volteó, con la cara sudada y los ojos prendidos. Me miró fijo.
—Ahora te toca a vos. Y no me vas a decir que no.
Se agachó frente a mí, me bajó los pantalones y me agarró la verga como si fuera un premio.
—Esta cosa me tiene soñando desde la primera vez, ¿sabés?
Me la lamió desde la base hasta la cabeza, y luego me la metió completa, despacio, mirándome mientras la chupaba. Me tenía agarrado de las bolas, sobándolas con la otra mano. Era una mamada con cariño, con hambre, con maña.
—No me avises cuando te vayas a venir, ¿oí? —dijo, mirándome desde abajo—. Me gusta la sorpresa.
Y así fue. Me vine dentro de su boca, y ella no se apartó ni un segundo. Se lo tragó todo, me limpió con la lengua y luego me dio un beso con sabor a pecado.
—Yo sabía que esa finca iba a dar buenas experiencias —dijo, acostándose a mi lado, sudada, satisfecha.
Desde ese primer revolcón en el cuarto de huéspedes, algo en mí se quedó vibrando con el recuerdo de su cuerpo, su olor, y ese gemido ahogado que soltó justo cuando se vino conmigo adentro. Pero no era sólo eso. Daniela tenía algo más: esa mezcla entre inocencia y malicia, entre la niña buena que venía a practicar en la finca y la mujer que se soltaba en la cama como si llevara años deseándolo. Y a mí eso me tenía loco.
Después de ese día, las cosas entre nosotros cambiaron sutilmente. No es que habláramos de lo que pasó, pero las miradas, los roces, la forma como me hablaba bajito cuando estábamos solos… todo cargado de intención.
Una tarde, después de una jornada dura marcando becerros, ella llegó sudada, con la cara roja del sol y el overol manchado. Se quitó las botas en la entrada de la cocina y yo quedé ahí mismo, pillándole los pies descalzos mientras caminaba sobre el piso frío. Sus deditos se movían relajados, con ese polvito del trabajo encima, y yo me mordí los labios disimuladamente. Se agachó a recoger algo y el pantalón se le estiró entre las nalgas, marcándole la forma. Yo me acomodé el pantalón. Ya estaba empalmado.
—¿Qué mirás? —me soltó, sin verme, con ese acento paisa y una risita burlona.
—Tus patas —le respondí sin pena—. Estás vuelta nada, pero así te ves más rica.
Ella me miró de reojo, con esa expresión de coqueteo que solo ella sabía poner, y levantó un pie, mostrándome la planta sucia con un gesto juguetón.
—¿Te gustan así cochinas?
—Me encantan.
No dijo nada, pero se fue caminando más lento, como si me provocara. En la noche, cuando se metió a bañar, yo aproveché que había dejado la ropa sucia en una silla. Ahí estaban sus panties del día, sudados, mojados por delante. Los tomé con cuidado, como si fueran un tesoro. Los olí profundo, cerrando los ojos, sintiendo ese aroma entre ácido y dulce, con un toque a trabajo duro y deseo contenido. Me hice una paja ahí mismo, con esos calzones contra mi nariz, pensando en su cara cuando se viniera otra vez.
Al día siguiente, mientras limpiábamos unos corrales, ella se me acercó sudando otra vez, y me dijo al oído:
—Anoche me soñé contigo… estabas lamiéndome los pies. Me desperté caliente.
Yo tragué saliva.
—No fue un sueño —le dije, medio en serio—. Te tengo entre ceja y ceja desde que llegaste.
—¿Y eso?
—Es que vos tenés un olor que me tiene rayado… esa mezcla tuya entre campo, sudor y cuca mojada.
Se rió como si le diera pena, pero no se alejó. Ese mismo día, por la tarde, mientras ella se duchaba, fui y toqué la puerta del baño.
—¿Quién? —preguntó.
—Yo. Abrime.
—Estoy encuera, bobo.
—Por eso mismo.
Y me abrió. Estaba envuelta en una toalla pequeña, con el pelo mojado y las piernas brillantes de agua. Yo me acerqué sin decir nada y le bajé la toalla. No dijo ni pío. Solo me dejó verla. Tenía la piel erizada, el ombligo lleno de goticas. Me agaché y le olí la cuca sin tocarla. Un olor fuertecito, sabroso, como a hembra lista. Ella se estremeció.
—Eso me da pena, Andrés…
—No tenés nada de qué apenarte. Me encanta cómo olés. Toda vos.
Y empecé a besarle los muslos, lento, mientras ella se apoyaba contra la pared. Le agarré los pies, aún húmedos, y los llevé a mi cara. La lengua me salió sola, lamiéndole los dedos, saboreando entre medio. Ella gemía bajito.
—Hijueputa, Andrés… eso me prende una gonorrea.
La subí al lavamanos y la empecé a chupar. Se venía como si no tuviera fondo. Me dejó lamerle la cuca, el culo, los pies. Todo. Ella misma me ofrecía las partes como si supiera que eran mi debilidad.
—Decime, ¿qué más te gusta? —preguntó después, con la cara toda roja del deseo.
—¿Querés saber la verdad?
—Decime pues.
—Me mata metértelo por el culo.
Se puso seria un segundo.
—Uy no, Andrés… eso me da miedo… nunca lo he hecho.
—No te lo voy a meter a la brava, tranquila. Si se da, se da. Pero algún día quiero probarte ahí. Despacito.
—¿Y si me duele?
—No lo hacemos si no querés. Pero te aseguro que si te relajás y te mojo bien, vas a terminar pidiéndomelo.
No dijo nada más. Solo me besó. Un beso con lengua y con una entrega diferente.
Pasaron dos días. Ella me empezó a provocar más, dejándome verla cuando se cambiaba, dejándome sus panties por ahí, oliendo a ella. Y yo le seguía el juego, sin forzar nada.
Hasta que una noche, mientras la tenía montada encima, cabalgándome en el sofá de la sala, sudando y gimiendo como una perra en celo, me dijo bajito:
—Hoy sí… quiero que lo hagás…
—¿Estás segura?
—Sí… pero suave. Tengo susto.
La bajé con cuidado, le abrí las nalgas y le escupí el huequito. Se estremeció. Le metí un dedo con delicadeza, lubricándola con saliva. Ella gemía con miedo y con deseo.
—Relajate, bebé… si te duele, paro.
—Dale pues…
Cuando sentí que su cuerpo se abría un poco, le puse la puntita. Entró con dificultad, pero sin rechazo. Ella soltó un gritico.
—Suave… ay, Andrés…
—Tranquila… te lo meto poquito.
Fui entrando lento, respirando con ella, agarrándole los muslos, besándole los pies para distraerla. Al rato, ya se lo estaba metiendo todo, y ella misma empujaba hacia atrás.
—Hijueputa… eso se siente distinto… pero rico.
—Estás divina, negra… te estoy rompiendo el culito y te gusta…
Y ella solo gemía, con una mano en su cuca, pajeándose al ritmo de las embestidas.
Nos vinimos juntos. Yo adentro de su culo, y ella mojando el sofá. Quedamos sudados, abrazados, oliendo a sexo y a campo.
—Eso no lo había hecho nunca, Andrés…
—Ya ves. Todo contigo es nuevo pa' los dos.
Quedamos tirados en ese sofá como si nos hubieran dejado sin batería. El ventilador del techo apenas movía el aire caliente, pero igual yo sentía la piel de Daniela pegada a la mía como si fuéramos una sola cosa. Tenía su cabeza sobre mi pecho, y yo le acariciaba el pelo mojado de sudor. Seguía con el culito abierto, temblorosa, pero con una sonrisa tímida en la boca.
—Hijueputa… me dejaste temblando —me dijo bajito, como si no quisiera que nadie más la oyera.
—Yo también quedé loco… —le respondí mientras le sobaba la espalda—. No sabés lo que se sintió tenerte así, tan mía.
Ella se quedó callada un rato. Solo se oía su respiración lenta, ese silencio que se siente bonito después de algo bien hecho. De pronto me miró, con los ojos medio cerrados, y me soltó:
—¿Vos sabés que nunca pensé hacer eso con nadie? Me parecía sucio, raro… pero con vos fue distinto.
—¿Sí?
—Sí… no sé. Me sentí cuidada. Deseada… hasta amada, hijueputa. No sé qué tenés, Andrés, pero me hacés sentir como si fuera la mujer más buena del mundo.
Yo me la quedé viendo un rato. Esa cara suya, entre dulce y despelucada, con la piel brillando por el sudor, los labios partidos de tanto morderlos, los pies sucios y lindos encima mío… me dieron ganas de besarla otra vez. Y lo hice. Un beso lento, con cariño, sin afán.
—Tal vez es que sí sos la más buena —le dije en voz baja, casi sin aire.
—Ay no me digás eso que me vas a enamorar…
—¿Y qué tiene de malo?
Se rió, escondiendo la cara en mi pecho como si le diera pena.
—Tiene que me devuelvo a Medellín en unas semanas… y me da cosa dejar algo así botado.
—Pues entonces no lo botemos. Esto no es solo sexo, Daniela. Con vos es diferente… te lo juro.
—¿Sí? ¿Y qué es entonces?
—Es esa cosa que uno no planea. Que aparece así, en medio de la finca, del sudor, de los becerros… y termina uno cogiéndole gusto a tus olores, a tus panties, a tu risa… y hasta a tus silencios.
Ella me miró otra vez, seria, con los ojos brillantes.
—Vos estás más loco que yo…
—Sí… loco por vos.
Y se volvió a reír, de esas risas que nacen del pecho. Me besó de nuevo, más lento todavía. Nos quedamos ahí un rato largo, sin decir mucho más, mientras la noche se nos metía por las rendijas, tibia, húmeda, con el olor a campo, a sexo… y a promesa.
Se llamaba Daniela. Venía de la universidad de Montería y, según el veterinario que nos ayuda con el ganado, era una de las más aplicadas. Pero cuando se bajó de ese carro la primera tarde, con su pantalón ajustado lleno de tierra hasta la pantorrilla y el cabello amarrado en una moña desordenada, lo primero que pensé no fue en lo aplicada que era, sino en lo buena que estaba.
Tendría unos 24 años, morena clara, con unos labios gruesos, unos ojos oscuros y vivos, y un cuerpo que se notaba trabajado, no de gimnasio, sino de caminar campo, de bregar con animales. Y aunque andaba vestida con su pinta de faena, había algo en su forma de mirar, de sonreír de medio lao, que me descolocó desde el primer día.
—Buenas tardes —me dijo al bajarse—. ¿Usted es Andrés?
—El mismo. Bienvenida —le respondí, extendiéndole la mano—. ¿Te ayudo con algo?
—Tranquilo, que yo me las arreglo. Si me vas a ayudar, que sea a conocer bien las vacas —me soltó con una risa bajita.
No pude evitar sonreír. Esa vaina me gustó. Tenía carácter, pero también un tonito juguetón que me dejó pensativo. Pasó la tarde caminando con el veterinario por el corral, anotando cosas, revisando ubres, tomando fotos. Yo la miraba de reojo desde el porche, haciéndome el ocupado con unos papeles. Pero la verdad, no podía dejar de seguirle el paso. Esa manera en la que se agachaba sin pena, la forma en que se limpiaba el sudor del cuello con el dorso de la mano… esa mujer tenía algo que se metía bajo la piel.
Por la noche, cenamos en la mesa larga del comedor. Le ofrecí una cerveza, y ella aceptó sin problema. Nos pusimos a hablar de todo un poco: la universidad, los animales, el calor. Me cayó bien. Y al mismo tiempo, me empezó a calentar. Había algo en su forma de hablar: directa, sin pelos en la lengua, pero con ese tonito de quien sabe que te está tentando.
—¿Y vos vivís solo acá? —me preguntó de la nada.
—Sí, ya hace rato.
—Qué rico… tener toda esta tranquilidad. Aunque a mí me da miedo aburrirme.
Me miró fijo mientras se terminaba la cerveza. Yo me hice el loco, pero esa frase quedó flotando en el ambiente.
Los días siguientes fueron parecidos. Yo me iba con ella al corral, no tanto por supervisar, sino por verla en acción. Daniela se metía entre el ganado como si llevara años en eso. A veces se agachaba a revisar una pezuña, y ese pantalón se le estiraba tanto que podía verle perfectamente la forma del culo. Y yo allá, con una verga medio parada dentro del jean, aguantando como un huevón.
Un día en particular, recuerdo que el calor estaba jodiendo más de la cuenta. Ella andaba sudada, con la camiseta pegada al cuerpo, y al moverse se le marcaban los pezones a través del algodón. Era imposible no verlos. Yo sudaba también, pero de pura ansiedad. En un momento, se limpió la cara con un trapo y me dijo:
—¿No tenés agua allá en tu casa? Me estoy secando por dentro.
—Claro, vamos —le dije, y la guié hasta el porche. Le pasé un termo con hielo—. Tomá, eso está frío.
—Uy, qué delicia… —lo pegó en su cuello y cerró los ojos—. Vos no sabés lo bien que se siente esto.
Yo no dije nada, pero me le quedé mirando. Y ella lo notó. Me miró con una cejita levantada.
—¿Qué pasó, Andrés? ¿No estás acostumbrado a ver mujeres sudadas o qué?
Solté una risa corta.
—No es eso… pero pocas veces veo a una que sude y se vea tan… interesante.
Ella sonrió. Me miró por unos segundos, y luego entró a lavarse las manos en el lavadero de la cocina. Me quedé parado ahí, viéndola de espaldas, viendo cómo se le marcaban las nalgas bajo ese pantalón ya mojado de tanto sudor. Se volteó y me sorprendió mirándola.
—Si tenés algo que decirme, decilo. Me estresa cuando se quedan callados —dijo, medio seria, medio provocando.
—¿Y si te digo que desde que llegaste no he podido dejar de mirarte?
—Te creo —dijo sin titubear—. Me he dado cuenta.
Se quedó callada, bajó la mirada y luego volvió a subirla, directo a mis ojos.
—¿Y te gusta lo que ves?
Yo no respondí. Di un paso hacia ella. El ambiente se volvió denso, caliente, como si todo estuviera a punto de explotar.
—Mucho —le dije en voz baja.
Ella no se movió. Solo me miró, respirando hondo. Sus ojos bajaron hasta mi cintura, donde la erección ya se notaba sin vergüenza. Dio un paso hacia mí, y en vez de besarme, pasó de largo, rozándome el brazo.
—Voy a bañarme. Si te animás, el baño tiene espacio pa’ dos —dijo antes de perderse por el pasillo.
Yo me quedé ahí, con la respiración pesada, sabiendo que ya no había vuelta atrás. Lo que había empezado como una simple práctica, se estaba convirtiendo en un deseo imposible de disimular.
Entré a la casa con el corazón latiendo en la garganta. El sonido de la ducha llenaba el silencio de esa noche caliente. El baño quedaba al fondo, pero desde donde estaba podía ver que la puerta estaba entreabierta. Una luz amarillenta se escapaba por la rendija, y con ella, el vapor y el olor del jabón recién abierto.
Me acerqué despacio, sin decir nada. Daniela no me había llamado, pero había dejado esa puerta así por algo. Desde afuera, pude ver su silueta tras el vidrio empañado: su espalda delgada, las curvas de sus caderas, el cabello mojado cayéndole por la espalda. La escena era tan provocadora que sentí el pulso en la punta del pipí.
—¿Te vas a quedar ahí toda la noche mirando o vas a entrar? —dijo de repente, con esa voz paisa suavecita pero cargada de intención.
No respondí. Empujé la puerta y entré. El baño estaba cálido, todo olía a jabón y a piel mojada. Daniela se giró apenas, cubriéndose con la mano, pero sin apurarse por esconderse del todo.
—Ay, tan caballero que sos… viniste a alcanzarme la toalla, ¿o qué?
—Vine a quitarte lo que queda de vergüenza —le respondí sin pensar.
Ella soltó una risa baja, con picardía. Dio un paso atrás, dejándome espacio para entrar a la ducha. Me quité la ropa sin quitarle los ojos de encima. Ella me miraba sin pena, como quien ya había decidido todo.
El agua caía tibia, resbalando por su cuerpo. Me acerqué y se la recorrí con las manos, desde el cuello hasta la cintura, despacio, deteniéndome en cada curva, en cada rinconcito mojado que me llenaba las manos de calor. Su piel olía a mezcla de jabón y sudor reciente, ese sudor espeso del campo, de faena, que tanto me excitaba. Pasé la nariz por su cuello, por detrás de la oreja, y ese aroma me hizo cerrar los ojos.
—Huy, Andrés… no hagás eso, parce… —murmuró bajito, con la voz entrecortada—. Me vas a derretir.
Le mordí el hombro con suavidad, y ella pegó su cuerpo al mío. Sentí sus tetas suaves aplastadas contra mi pecho, el monte de su pubis rozándome, la verga ya dura frotándosele entre las piernas.
—Eso es lo que querías, ¿cierto? —le susurré al oído.
—Mmm… sí… desde que llegué. Pero no pensé que fueras tan bravo.
Nos besamos. Despacio al principio, luego con más hambre. Me apretaba el cuello con una mano, mientras con la otra se agarraba de la pared para no caerse. Le recorrí la espalda, le agarré las nalgas mojadas con fuerza, y ella gemía bajito, mordiéndome el labio.
—Andrés… ay… meté los dedos, sin pena —me pidió, entre jadeos.
Lo hice. La toqué por detrás, sintiendo cómo se abría, cómo temblaba al sentir mis dedos dentro de ella. Estaba mojada, caliente, palpitante. Me sorprendió que no se depilara del todo; tenía ese vello suave, natural, que me pareció tan excitante.
La pegué contra la pared y le subí una pierna. Se la metí despacio, sintiéndola cerradita, acogedora, húmeda. Ella soltó un gemido largo, tapándose la boca con la mano.
—¡Uy, gonorrea! ¡Así sí me matás!
Me empujaba con fuerza contra su cuerpo. Me mordía el cuello, me lamía la oreja. El agua seguía cayendo, mezclándose con el sudor, con los gemidos, con el olor intenso de su cuerpo mojado. Me bajé un poco y le besé el ombligo, la parte baja del vientre, y luego fui bajando hasta su monte suave. La lengua se me perdió entre sus pliegues, y ella se deshacía contra la pared.
—No pares, no pares… —decía con la voz rota—. Me encanta eso… ay, Andrés…
Después de un rato, la senté sobre el lavamanos. Le abrí las piernas y la cogí de la cintura. Me la metí con fuerza, mirándola a los ojos. Ella me rodeó con las piernas, se mordía los labios, me pedía más.
—Dámelo todo, papi… toda esa verga… sí, así…
Sentía cómo apretaba por dentro, cómo su cuerpo reaccionaba a cada embestida. Y en medio de todo, entre el sudor, el vapor, y los cuerpos enredados, ese olor único: su olor, entre dulce y salado, animal, potente. Me tenía vuelto loco.
Cuando estuve a punto de venirme, se bajó, se arrodilló en el piso mojado y se la metió en la boca sin pedir permiso. Me la chupó con hambre, con maña. Me miraba mientras lo hacía, con esos ojos negros brillantes. Me vine dentro de su boca, con un gemido ahogado. Ella se tragó todo y se limpió los labios con la mano.
—Ahora sí… práctica completa —dijo, sonriendo como si nada.
Después de esa noche en la ducha, la cosa entre Daniela y yo cambió sin que tuviéramos que decir nada. No fue que nos volviéramos novios ni nada de eso, pero ya el ambiente tenía otro sabor. Nos buscábamos con la mirada, con el cuerpo, como si estuviéramos jugando a provocarnos a cada rato.
Al otro día, me la encontré temprano en el corral, echándole sal a las vacas, con una camiseta blanca pegada al cuerpo y una pantaloneta vieja, de esas flojas que dejan ver los calzones cuando se agacha. Y se agachaba con toda la intención. Yo estaba tomando café en la terraza y no le quitaba los ojos de encima.
Se volteó y me pilló mirándola. Sonrió con picardía.
—¿Qué mirás tanto? ¿Nunca habías visto una mujer trabajar?
—Nunca una que me dejara tan loco.
—Tan bobo… —dijo riéndose, pero con esa cara de que le encantaba que se lo dijera.
Pasaron unos días así, con indirectas, con toques disimulados, hasta que un viernes, cuando ya la mayoría del personal se había ido, ella me mandó un mensaje:
"Estoy sola en el cuarto. Si te aburrís allá, vení a ver Netflix…"
Me demoré cinco minutos en llegar. Ella estaba en la cama, acostada boca abajo, con una camiseta vieja mía y unos panties azulitos, de esos que se pegan al cuerpo. Tenía las piernas abiertas y los pies sucios del polvo de la finca. Solo esa imagen ya me tenía vuelto mierda.
—Vení, tráeme cremita pa' los pies —me dijo sin mirarme, con ese tonito paisa que sonaba más provocador que nunca—. Hoy caminé mucho.
Fui al baño, saqué un tarrito de crema humectante y me senté al borde de la cama. Le agarré un pie, chiquito, suave, y empecé a untarle la crema, despacio. Tenía las plantas un poquito ásperas, sucias por el trabajo, pero ese olor natural que subía desde sus dedos me nublaba la cabeza.
—Ufff… así sí provoca venir a Netflix —dije, con voz ronca, bajando la cabeza hasta olerle los dedos con descaro.
Ella se quedó quieta. Solo me miró por encima del hombro y soltó una risita.
—¿Te gustan mis pies cochinos o qué?
—No están cochinos… están deliciosos.
Le pasé la lengua por el talón, por los deditos, y ella tembló. Le mordí el dedo gordo y luego lo metí en mi boca, chupándoselo con ganas. Ella gimió bajito.
—Ay, Andrés… qué enfermo tan rico…
Le fui besando los dos pies, oliéndole entre los dedos, sintiendo ese aroma espeso que mezclaba el sudor con la crema y un poquito de tierra. Me subí un poco, hasta las pantorrillas, y le levanté la camiseta. No llevaba brasier. Su espalda era una delicia morena. Y los panties… estaban húmedos en la parte de abajo, con una mancha oscura que me decía todo.
—¿Y eso? —le pregunté, metiendo los dedos entre las nalgas para tocarle por encima de la tela.
—Yo también tengo fetiches, papi —dijo mordiéndose los labios—. Me mojé desde que me chupaste el dedo.
Le bajé el panty despacio, y un olor tibio y delicioso me golpeó en la cara: era su olor íntimo, fuerte, puro, con ese toque animal que tanto me enloquece. La abrí con los dedos, y la lengua se me fue directo pa' allá, como si supiera el camino. Se la lamí sin afán, metiendo la nariz entre sus labios, oliéndola como quien se droga con eso.
—¡Ay, hijueputa! —gritó sin pena—. Me vas a hacer venir así, no seas malo…
Ella temblaba, sudaba, gemía como una loquita. Le metí dos dedos mientras le chupaba el clítoris, y me empujaba la cabeza con fuerza. Se vino gritando, apretándome las orejas con las piernas.
Después se volteó, con la cara sudada y los ojos prendidos. Me miró fijo.
—Ahora te toca a vos. Y no me vas a decir que no.
Se agachó frente a mí, me bajó los pantalones y me agarró la verga como si fuera un premio.
—Esta cosa me tiene soñando desde la primera vez, ¿sabés?
Me la lamió desde la base hasta la cabeza, y luego me la metió completa, despacio, mirándome mientras la chupaba. Me tenía agarrado de las bolas, sobándolas con la otra mano. Era una mamada con cariño, con hambre, con maña.
—No me avises cuando te vayas a venir, ¿oí? —dijo, mirándome desde abajo—. Me gusta la sorpresa.
Y así fue. Me vine dentro de su boca, y ella no se apartó ni un segundo. Se lo tragó todo, me limpió con la lengua y luego me dio un beso con sabor a pecado.
—Yo sabía que esa finca iba a dar buenas experiencias —dijo, acostándose a mi lado, sudada, satisfecha.
Desde ese primer revolcón en el cuarto de huéspedes, algo en mí se quedó vibrando con el recuerdo de su cuerpo, su olor, y ese gemido ahogado que soltó justo cuando se vino conmigo adentro. Pero no era sólo eso. Daniela tenía algo más: esa mezcla entre inocencia y malicia, entre la niña buena que venía a practicar en la finca y la mujer que se soltaba en la cama como si llevara años deseándolo. Y a mí eso me tenía loco.
Después de ese día, las cosas entre nosotros cambiaron sutilmente. No es que habláramos de lo que pasó, pero las miradas, los roces, la forma como me hablaba bajito cuando estábamos solos… todo cargado de intención.
Una tarde, después de una jornada dura marcando becerros, ella llegó sudada, con la cara roja del sol y el overol manchado. Se quitó las botas en la entrada de la cocina y yo quedé ahí mismo, pillándole los pies descalzos mientras caminaba sobre el piso frío. Sus deditos se movían relajados, con ese polvito del trabajo encima, y yo me mordí los labios disimuladamente. Se agachó a recoger algo y el pantalón se le estiró entre las nalgas, marcándole la forma. Yo me acomodé el pantalón. Ya estaba empalmado.
—¿Qué mirás? —me soltó, sin verme, con ese acento paisa y una risita burlona.
—Tus patas —le respondí sin pena—. Estás vuelta nada, pero así te ves más rica.
Ella me miró de reojo, con esa expresión de coqueteo que solo ella sabía poner, y levantó un pie, mostrándome la planta sucia con un gesto juguetón.
—¿Te gustan así cochinas?
—Me encantan.
No dijo nada, pero se fue caminando más lento, como si me provocara. En la noche, cuando se metió a bañar, yo aproveché que había dejado la ropa sucia en una silla. Ahí estaban sus panties del día, sudados, mojados por delante. Los tomé con cuidado, como si fueran un tesoro. Los olí profundo, cerrando los ojos, sintiendo ese aroma entre ácido y dulce, con un toque a trabajo duro y deseo contenido. Me hice una paja ahí mismo, con esos calzones contra mi nariz, pensando en su cara cuando se viniera otra vez.
Al día siguiente, mientras limpiábamos unos corrales, ella se me acercó sudando otra vez, y me dijo al oído:
—Anoche me soñé contigo… estabas lamiéndome los pies. Me desperté caliente.
Yo tragué saliva.
—No fue un sueño —le dije, medio en serio—. Te tengo entre ceja y ceja desde que llegaste.
—¿Y eso?
—Es que vos tenés un olor que me tiene rayado… esa mezcla tuya entre campo, sudor y cuca mojada.
Se rió como si le diera pena, pero no se alejó. Ese mismo día, por la tarde, mientras ella se duchaba, fui y toqué la puerta del baño.
—¿Quién? —preguntó.
—Yo. Abrime.
—Estoy encuera, bobo.
—Por eso mismo.
Y me abrió. Estaba envuelta en una toalla pequeña, con el pelo mojado y las piernas brillantes de agua. Yo me acerqué sin decir nada y le bajé la toalla. No dijo ni pío. Solo me dejó verla. Tenía la piel erizada, el ombligo lleno de goticas. Me agaché y le olí la cuca sin tocarla. Un olor fuertecito, sabroso, como a hembra lista. Ella se estremeció.
—Eso me da pena, Andrés…
—No tenés nada de qué apenarte. Me encanta cómo olés. Toda vos.
Y empecé a besarle los muslos, lento, mientras ella se apoyaba contra la pared. Le agarré los pies, aún húmedos, y los llevé a mi cara. La lengua me salió sola, lamiéndole los dedos, saboreando entre medio. Ella gemía bajito.
—Hijueputa, Andrés… eso me prende una gonorrea.
La subí al lavamanos y la empecé a chupar. Se venía como si no tuviera fondo. Me dejó lamerle la cuca, el culo, los pies. Todo. Ella misma me ofrecía las partes como si supiera que eran mi debilidad.
—Decime, ¿qué más te gusta? —preguntó después, con la cara toda roja del deseo.
—¿Querés saber la verdad?
—Decime pues.
—Me mata metértelo por el culo.
Se puso seria un segundo.
—Uy no, Andrés… eso me da miedo… nunca lo he hecho.
—No te lo voy a meter a la brava, tranquila. Si se da, se da. Pero algún día quiero probarte ahí. Despacito.
—¿Y si me duele?
—No lo hacemos si no querés. Pero te aseguro que si te relajás y te mojo bien, vas a terminar pidiéndomelo.
No dijo nada más. Solo me besó. Un beso con lengua y con una entrega diferente.
Pasaron dos días. Ella me empezó a provocar más, dejándome verla cuando se cambiaba, dejándome sus panties por ahí, oliendo a ella. Y yo le seguía el juego, sin forzar nada.
Hasta que una noche, mientras la tenía montada encima, cabalgándome en el sofá de la sala, sudando y gimiendo como una perra en celo, me dijo bajito:
—Hoy sí… quiero que lo hagás…
—¿Estás segura?
—Sí… pero suave. Tengo susto.
La bajé con cuidado, le abrí las nalgas y le escupí el huequito. Se estremeció. Le metí un dedo con delicadeza, lubricándola con saliva. Ella gemía con miedo y con deseo.
—Relajate, bebé… si te duele, paro.
—Dale pues…
Cuando sentí que su cuerpo se abría un poco, le puse la puntita. Entró con dificultad, pero sin rechazo. Ella soltó un gritico.
—Suave… ay, Andrés…
—Tranquila… te lo meto poquito.
Fui entrando lento, respirando con ella, agarrándole los muslos, besándole los pies para distraerla. Al rato, ya se lo estaba metiendo todo, y ella misma empujaba hacia atrás.
—Hijueputa… eso se siente distinto… pero rico.
—Estás divina, negra… te estoy rompiendo el culito y te gusta…
Y ella solo gemía, con una mano en su cuca, pajeándose al ritmo de las embestidas.
Nos vinimos juntos. Yo adentro de su culo, y ella mojando el sofá. Quedamos sudados, abrazados, oliendo a sexo y a campo.
—Eso no lo había hecho nunca, Andrés…
—Ya ves. Todo contigo es nuevo pa' los dos.
Quedamos tirados en ese sofá como si nos hubieran dejado sin batería. El ventilador del techo apenas movía el aire caliente, pero igual yo sentía la piel de Daniela pegada a la mía como si fuéramos una sola cosa. Tenía su cabeza sobre mi pecho, y yo le acariciaba el pelo mojado de sudor. Seguía con el culito abierto, temblorosa, pero con una sonrisa tímida en la boca.
—Hijueputa… me dejaste temblando —me dijo bajito, como si no quisiera que nadie más la oyera.
—Yo también quedé loco… —le respondí mientras le sobaba la espalda—. No sabés lo que se sintió tenerte así, tan mía.
Ella se quedó callada un rato. Solo se oía su respiración lenta, ese silencio que se siente bonito después de algo bien hecho. De pronto me miró, con los ojos medio cerrados, y me soltó:
—¿Vos sabés que nunca pensé hacer eso con nadie? Me parecía sucio, raro… pero con vos fue distinto.
—¿Sí?
—Sí… no sé. Me sentí cuidada. Deseada… hasta amada, hijueputa. No sé qué tenés, Andrés, pero me hacés sentir como si fuera la mujer más buena del mundo.
Yo me la quedé viendo un rato. Esa cara suya, entre dulce y despelucada, con la piel brillando por el sudor, los labios partidos de tanto morderlos, los pies sucios y lindos encima mío… me dieron ganas de besarla otra vez. Y lo hice. Un beso lento, con cariño, sin afán.
—Tal vez es que sí sos la más buena —le dije en voz baja, casi sin aire.
—Ay no me digás eso que me vas a enamorar…
—¿Y qué tiene de malo?
Se rió, escondiendo la cara en mi pecho como si le diera pena.
—Tiene que me devuelvo a Medellín en unas semanas… y me da cosa dejar algo así botado.
—Pues entonces no lo botemos. Esto no es solo sexo, Daniela. Con vos es diferente… te lo juro.
—¿Sí? ¿Y qué es entonces?
—Es esa cosa que uno no planea. Que aparece así, en medio de la finca, del sudor, de los becerros… y termina uno cogiéndole gusto a tus olores, a tus panties, a tu risa… y hasta a tus silencios.
Ella me miró otra vez, seria, con los ojos brillantes.
—Vos estás más loco que yo…
—Sí… loco por vos.
Y se volvió a reír, de esas risas que nacen del pecho. Me besó de nuevo, más lento todavía. Nos quedamos ahí un rato largo, sin decir mucho más, mientras la noche se nos metía por las rendijas, tibia, húmeda, con el olor a campo, a sexo… y a promesa.
3 comentarios - Daniela, la veterinaria paisa