Capítulo 3: La playa donde lo hablamos
Después de lo que pasó en su casa, seguimos viéndonos todo el tiempo. Era verano, de esos calores que te derriten, y nos la pasábamos yendo a la playa, comiendo helados que se chorreaban en la mano, o boludeando en la plaza hasta que se hacía de noche. Todo era risas, miradas y roces que me dejaban la piel en llamas. Nico me encantaba, cada día más, con esa forma de mirarme que me hacía sentir como si fuera la única mina en el mundo. Pero —siempre hay un pero— él tenía 22 y yo 17, y se notaba que él quería algo más. Yo no había pasado de los manoseos, algunos más intensos que otros, como esa tarde en su sillón donde terminé montada encima suyo, pero nunca habíamos ido más allá. Y aunque tenía unas ganas locas de él, también me frenaba algo, no sé bien qué. Igual, en el fondo, creía que si no le daba eso que él buscaba, lo nuestro no iba a durar mucho.
Una tarde en la playa lo hablamos. Habíamos ido solos esa vez, sin amigos ni nadie que nos interrumpiera. El sol estaba fuerte, el mar brillaba como un espejo, y nosotros nos habíamos tirado sobre unas rocas lisas cerca de la orilla, con una manta que apenas nos cubría del calor que subía de la piedra. Yo estaba recostada de lado, con un short cortito y la parte de arriba de la bikini, y él estaba apoyado en un codo, mirándome mientras jugaba con una piedrita entre los dedos. Estábamos callados, escuchando las olas, pero se sentía esa tensión que venía creciendo desde hacía días. Cada tanto me rozaba la pierna con la mano, como al pasar, y yo le devolvía una sonrisa, pero no decía nada.
“Che, Emma”, arrancó de repente, tirando la piedrita al agua, “¿qué onda con nosotros?”. Me quedé mirándolo, un poco sorprendida, porque no me esperaba que largara así de una. “¿Qué onda qué?”, le tiré, sentándome un poco más derecha, como para ganar tiempo. Él se rió, pero no era una risa de joda, era más bien nerviosa. “No sé, digo… nos vemos todo el tiempo, está todo zarpado entre vos y yo, pero siempre quedamos ahí, ¿no?”. Me miró fijo, y yo sentí que se me subía el calor a la cara, no por el sol, sino por lo que estaba diciendo.
“¿Ahí dónde?”, le pregunté, haciéndome un poco la boluda, aunque sabía perfectamente a qué se refería. Nico se acercó más, apoyando una mano en la roca cerca de mi pierna, y me dijo bajito: “Sabés de qué hablo, linda. Los besos, los manoseos… está todo buenísimo, pero yo quiero más con vos”. Su voz tenía un tono que me mataba, mezcla de ganas y algo más serio, como si realmente le importara lo que yo pensara. Me quedé callada un segundo, mirando el mar, porque no sabía bien cómo contestarle. Tenía ganas, claro que sí, me moría por él cada vez que me tocaba, pero también me daba cosa dar ese paso.
“Yo también quiero, Nico”, le dije al final, girándome para mirarlo a los ojos, “no es que no me pinte, ¿eh? Es que… no sé, nunca fui más allá con nadie”. Me salió sincero, y él suavizó la cara, como si entendiera algo que no había dicho antes. “¿En serio?”, me preguntó, y yo asentí, un poco avergonzada, aunque no sabía por qué. “No es que no me gustás, me encantás, lindo, pero me da cosa apurarme y que después no sea lo que espero, ¿entendés?”. Él se acercó más, rozándome la pierna con los dedos, y me dijo: “No te voy a apurar, Emma, pero me volvés loco, no sabés cuánto”.
Nos quedamos mirándonos un rato, y el aire entre nosotros se puso pesado, de ese pesado rico que te hace querer saltarle encima. Me acerqué yo esta vez, apoyándole una mano en el pecho, y le dije: “Dame un poco de tiempo, ¿sí? Pero no pienses que no quiero, porque sí quiero, y mucho”. Él sonrió, esa sonrisa que me derretía, y me agarró la mano que tenía en su pecho, apretándola suave. “Todo el tiempo que necesites, linda, pero no me hagas sufrir demasiado, eh”, me tiró, medio en joda, medio en serio. Me reí y lo empujé suave contra la roca, quedándome casi encima suyo, y le di un beso corto pero intenso, de esos que dicen más que las palabras.
Nos quedamos un rato más en las rocas, charlando pavadas y robándonos besos, pero esa charla me dejó pensando. Sabía que él no iba a esperar para siempre, y yo tampoco quería que esto se enfriara. Nico me gustaba demasiado, y las ganas que tenía de él no paraban de crecer.
Después de lo que pasó en su casa, seguimos viéndonos todo el tiempo. Era verano, de esos calores que te derriten, y nos la pasábamos yendo a la playa, comiendo helados que se chorreaban en la mano, o boludeando en la plaza hasta que se hacía de noche. Todo era risas, miradas y roces que me dejaban la piel en llamas. Nico me encantaba, cada día más, con esa forma de mirarme que me hacía sentir como si fuera la única mina en el mundo. Pero —siempre hay un pero— él tenía 22 y yo 17, y se notaba que él quería algo más. Yo no había pasado de los manoseos, algunos más intensos que otros, como esa tarde en su sillón donde terminé montada encima suyo, pero nunca habíamos ido más allá. Y aunque tenía unas ganas locas de él, también me frenaba algo, no sé bien qué. Igual, en el fondo, creía que si no le daba eso que él buscaba, lo nuestro no iba a durar mucho.
Una tarde en la playa lo hablamos. Habíamos ido solos esa vez, sin amigos ni nadie que nos interrumpiera. El sol estaba fuerte, el mar brillaba como un espejo, y nosotros nos habíamos tirado sobre unas rocas lisas cerca de la orilla, con una manta que apenas nos cubría del calor que subía de la piedra. Yo estaba recostada de lado, con un short cortito y la parte de arriba de la bikini, y él estaba apoyado en un codo, mirándome mientras jugaba con una piedrita entre los dedos. Estábamos callados, escuchando las olas, pero se sentía esa tensión que venía creciendo desde hacía días. Cada tanto me rozaba la pierna con la mano, como al pasar, y yo le devolvía una sonrisa, pero no decía nada.
“Che, Emma”, arrancó de repente, tirando la piedrita al agua, “¿qué onda con nosotros?”. Me quedé mirándolo, un poco sorprendida, porque no me esperaba que largara así de una. “¿Qué onda qué?”, le tiré, sentándome un poco más derecha, como para ganar tiempo. Él se rió, pero no era una risa de joda, era más bien nerviosa. “No sé, digo… nos vemos todo el tiempo, está todo zarpado entre vos y yo, pero siempre quedamos ahí, ¿no?”. Me miró fijo, y yo sentí que se me subía el calor a la cara, no por el sol, sino por lo que estaba diciendo.
“¿Ahí dónde?”, le pregunté, haciéndome un poco la boluda, aunque sabía perfectamente a qué se refería. Nico se acercó más, apoyando una mano en la roca cerca de mi pierna, y me dijo bajito: “Sabés de qué hablo, linda. Los besos, los manoseos… está todo buenísimo, pero yo quiero más con vos”. Su voz tenía un tono que me mataba, mezcla de ganas y algo más serio, como si realmente le importara lo que yo pensara. Me quedé callada un segundo, mirando el mar, porque no sabía bien cómo contestarle. Tenía ganas, claro que sí, me moría por él cada vez que me tocaba, pero también me daba cosa dar ese paso.
“Yo también quiero, Nico”, le dije al final, girándome para mirarlo a los ojos, “no es que no me pinte, ¿eh? Es que… no sé, nunca fui más allá con nadie”. Me salió sincero, y él suavizó la cara, como si entendiera algo que no había dicho antes. “¿En serio?”, me preguntó, y yo asentí, un poco avergonzada, aunque no sabía por qué. “No es que no me gustás, me encantás, lindo, pero me da cosa apurarme y que después no sea lo que espero, ¿entendés?”. Él se acercó más, rozándome la pierna con los dedos, y me dijo: “No te voy a apurar, Emma, pero me volvés loco, no sabés cuánto”.
Nos quedamos mirándonos un rato, y el aire entre nosotros se puso pesado, de ese pesado rico que te hace querer saltarle encima. Me acerqué yo esta vez, apoyándole una mano en el pecho, y le dije: “Dame un poco de tiempo, ¿sí? Pero no pienses que no quiero, porque sí quiero, y mucho”. Él sonrió, esa sonrisa que me derretía, y me agarró la mano que tenía en su pecho, apretándola suave. “Todo el tiempo que necesites, linda, pero no me hagas sufrir demasiado, eh”, me tiró, medio en joda, medio en serio. Me reí y lo empujé suave contra la roca, quedándome casi encima suyo, y le di un beso corto pero intenso, de esos que dicen más que las palabras.
Nos quedamos un rato más en las rocas, charlando pavadas y robándonos besos, pero esa charla me dejó pensando. Sabía que él no iba a esperar para siempre, y yo tampoco quería que esto se enfriara. Nico me gustaba demasiado, y las ganas que tenía de él no paraban de crecer.
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