Parte 4: Una frase, y todo cambió
A la mañana siguiente, el departamento olía a café y tostadas.
Nico se despertó temprano.
Mariana seguía durmiendo en la habitación.
Y Julieta… ya estaba despierta.
Estaba en la cocina, de espaldas, preparando el desayuno.
Vestida como siempre: sobria, prolija, con una camisa beige metida dentro de un pantalón de tela.
Pero el ambiente… no era el mismo.
Nico la miraba desde el pasillo.
Quería pasar derecho.
Pero algo lo ataba.
Como si ese cuerpo serio, ese andar elegante, lo tuviera hipnotizado.
Como si la escena de anoche siguiera abierta.
Julieta se dio vuelta.
Lo vio.
Le sonrió.
Una sonrisa mínima.
Distinta.
Casi privada.
—¿Dormiste bien? —preguntó con su voz suave, esa que usaba con sus alumnos cuando los descolocaba con una pregunta inesperada.
Nico asintió.
—Sí…
todo bien.
Ella dejó la taza sobre la mesa.
Lo miró fijo.
Y ahí lo dijo.
Sin levantar la voz.
Sin alterar la calma.
Solo con precisión quirúrgica.
—Cuando toques mis cosas…
intentá dejarlas como estaban.
Me gusta saber cuándo alguien se mete.
Y anoche, lo noté.
Nico se congeló.
La cara caliente.
La garganta cerrada.
No pudo responder.
Solo la miró.
Ella también lo miraba.
Sin enojo.
Sin pudor.
Con poder.
Con una promesa muda.
—Igual… —agregó, mientras le daba la espalda—
hay tangas que se dejan encontrar.
Y otras…
que hay que ganarse.
Y con eso,
Julieta volvió a lo suyo.
Pero Nico ya no era el mismo.
Ahora lo sabía:
ella jugaba.
Ella lo veía.
Y lo tenía donde quería.
A la mañana siguiente, el departamento olía a café y tostadas.
Nico se despertó temprano.
Mariana seguía durmiendo en la habitación.
Y Julieta… ya estaba despierta.
Estaba en la cocina, de espaldas, preparando el desayuno.
Vestida como siempre: sobria, prolija, con una camisa beige metida dentro de un pantalón de tela.
Pero el ambiente… no era el mismo.
Nico la miraba desde el pasillo.
Quería pasar derecho.
Pero algo lo ataba.
Como si ese cuerpo serio, ese andar elegante, lo tuviera hipnotizado.
Como si la escena de anoche siguiera abierta.
Julieta se dio vuelta.
Lo vio.
Le sonrió.
Una sonrisa mínima.
Distinta.
Casi privada.
—¿Dormiste bien? —preguntó con su voz suave, esa que usaba con sus alumnos cuando los descolocaba con una pregunta inesperada.
Nico asintió.
—Sí…
todo bien.
Ella dejó la taza sobre la mesa.
Lo miró fijo.
Y ahí lo dijo.
Sin levantar la voz.
Sin alterar la calma.
Solo con precisión quirúrgica.
—Cuando toques mis cosas…
intentá dejarlas como estaban.
Me gusta saber cuándo alguien se mete.
Y anoche, lo noté.
Nico se congeló.
La cara caliente.
La garganta cerrada.
No pudo responder.
Solo la miró.
Ella también lo miraba.
Sin enojo.
Sin pudor.
Con poder.
Con una promesa muda.
—Igual… —agregó, mientras le daba la espalda—
hay tangas que se dejan encontrar.
Y otras…
que hay que ganarse.
Y con eso,
Julieta volvió a lo suyo.
Pero Nico ya no era el mismo.
Ahora lo sabía:
ella jugaba.
Ella lo veía.
Y lo tenía donde quería.
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