Capítulo 26: La calma que no me creí
El día después de mi cumple fue un desastre. Me desperté con la cabeza a punto de explotar, la boca seca y el cuerpo como si me hubiera pasado un tren por encima. La casa estaba patas para arriba: vasos de plástico tirados por el patio, restos de comida, y mi vieja limpiando, no muy contenta, aunque no me dijo nada. Ayudé un poco, juntando vasos y arrastrando una bolsa de basura, pero la resaca me mataba, así que volví a la cama y me tiré como muerta. No quería pensar en la noche anterior, pero los flashes me pegaban igual: bailando con las chicas, rompiendo el patio con risas y perreo, los besos con Nico que me calentaban, el Fernet que no paraba de correr. Pero lo del garage fue otra cosa. Primero con Matías, esa seña que le hice sin pensarlo, chupándosela hasta que me llenó la boca de leche. Y minutos después, llevando a Nico al mismo lugar, haciendo lo mismo, con el morbo quemándome viva, sabiendo que acababa de estar con otro. ¿Qué carajo me pasaba? Era como si esa Emma zarpada hubiera tomado el control y yo no supiera cómo pararla.Estaba tirada, con el celular apagado, cuando lo prendí por curiosidad. Había un mensaje de Matías: “Bebota, me volviste loco anoche, ¿cuándo nos vemos otra vez?”. Ese cosquilleo de siempre quiso aparecer, pero estaba tan rota que no pude reaccionar. Lo leí y lo dejé ahí, sin contestar. No tenía cabeza para pensar en él, en Nico, ni en nada. Solo quería dormir y que la resaca me diera un respiro. Pero ese mensaje se me quedó clavado, como una espina que no sabía si quería sacar.Al otro día, con la cabeza un poco más clara, volví a verlo. Pensé en todo: la boda, la lengua de Matías entre mis piernas, el departamento donde me cogió hasta dejarme temblando, y ahora el garage, primero con él y después con Nico, todo en una noche. No sé por qué, pero sentí que tenía que frenar. Le escribí, corto y claro: “Mati, todo bien, pero dejémoslo por acá”. No contestó de una, y cuando lo hizo, fue un “Ok” seco, como si le hubiera jodido. Supuse que se enojó, pero no me importó demasiado. Ya estaba, no quería seguir con ese juego.Volví a ser la novia de Nico, pero de verdad. Llevábamos siete meses juntos, desde ese verano donde todo arrancó, y después del cumple quise enganchar con él de nuevo. Nos veíamos seguido, íbamos a su casa o salíamos a tomar algo, y el sexo estaba bueno otra vez, no como antes que a veces era puro trámite. Me cogía con ganas, me besaba el cuello hasta ponerme la piel de gallina, me decía “Te quiero” después, y yo le creía, o quería creérmelo. Teníamos momentos lindos: una noche hicimos una pizza que se nos quemó, pero nos la comimos igual, riéndonos como boludos; otra vez nos quedamos tirados en su cama hablando pavadas hasta que nos dio sueño. Era como si lo del garage hubiera sido un sueño, un desliz que podía dejar atrás.Nada raro pasó en las semanas que siguieron, o al menos nada que valga la pena contar. Seguía yendo al gimnasio con mis calzas negras y mi remerita ajustada, entrenando sin buscar nada, aunque las miradas de los tipos no paraban. Me portaba bien, esquivaba las indirectas con una sonrisa y seguía mi rutina. Nico parecía contento, yo también, y por un momento pensé que podía ser así, que la Emma que se mandaba cagadas se iba a quedar quieta. Hasta que un día, mientras comíamos unas milanesas en su casa, me miró y me dijo, medio en serio, medio en joda, “Me jode un poco que vayas así al gimnasio”.Me quedé dura, con el tenedor a medio camino. “¿Así cómo?”, le tiré, aunque sabía de qué hablaba. Y ahí empezó algo nuevo, un ruido que no me esperaba, como si la calma que me estaba comprando no fuera tan sólida.
El día después de mi cumple fue un desastre. Me desperté con la cabeza a punto de explotar, la boca seca y el cuerpo como si me hubiera pasado un tren por encima. La casa estaba patas para arriba: vasos de plástico tirados por el patio, restos de comida, y mi vieja limpiando, no muy contenta, aunque no me dijo nada. Ayudé un poco, juntando vasos y arrastrando una bolsa de basura, pero la resaca me mataba, así que volví a la cama y me tiré como muerta. No quería pensar en la noche anterior, pero los flashes me pegaban igual: bailando con las chicas, rompiendo el patio con risas y perreo, los besos con Nico que me calentaban, el Fernet que no paraba de correr. Pero lo del garage fue otra cosa. Primero con Matías, esa seña que le hice sin pensarlo, chupándosela hasta que me llenó la boca de leche. Y minutos después, llevando a Nico al mismo lugar, haciendo lo mismo, con el morbo quemándome viva, sabiendo que acababa de estar con otro. ¿Qué carajo me pasaba? Era como si esa Emma zarpada hubiera tomado el control y yo no supiera cómo pararla.Estaba tirada, con el celular apagado, cuando lo prendí por curiosidad. Había un mensaje de Matías: “Bebota, me volviste loco anoche, ¿cuándo nos vemos otra vez?”. Ese cosquilleo de siempre quiso aparecer, pero estaba tan rota que no pude reaccionar. Lo leí y lo dejé ahí, sin contestar. No tenía cabeza para pensar en él, en Nico, ni en nada. Solo quería dormir y que la resaca me diera un respiro. Pero ese mensaje se me quedó clavado, como una espina que no sabía si quería sacar.Al otro día, con la cabeza un poco más clara, volví a verlo. Pensé en todo: la boda, la lengua de Matías entre mis piernas, el departamento donde me cogió hasta dejarme temblando, y ahora el garage, primero con él y después con Nico, todo en una noche. No sé por qué, pero sentí que tenía que frenar. Le escribí, corto y claro: “Mati, todo bien, pero dejémoslo por acá”. No contestó de una, y cuando lo hizo, fue un “Ok” seco, como si le hubiera jodido. Supuse que se enojó, pero no me importó demasiado. Ya estaba, no quería seguir con ese juego.Volví a ser la novia de Nico, pero de verdad. Llevábamos siete meses juntos, desde ese verano donde todo arrancó, y después del cumple quise enganchar con él de nuevo. Nos veíamos seguido, íbamos a su casa o salíamos a tomar algo, y el sexo estaba bueno otra vez, no como antes que a veces era puro trámite. Me cogía con ganas, me besaba el cuello hasta ponerme la piel de gallina, me decía “Te quiero” después, y yo le creía, o quería creérmelo. Teníamos momentos lindos: una noche hicimos una pizza que se nos quemó, pero nos la comimos igual, riéndonos como boludos; otra vez nos quedamos tirados en su cama hablando pavadas hasta que nos dio sueño. Era como si lo del garage hubiera sido un sueño, un desliz que podía dejar atrás.Nada raro pasó en las semanas que siguieron, o al menos nada que valga la pena contar. Seguía yendo al gimnasio con mis calzas negras y mi remerita ajustada, entrenando sin buscar nada, aunque las miradas de los tipos no paraban. Me portaba bien, esquivaba las indirectas con una sonrisa y seguía mi rutina. Nico parecía contento, yo también, y por un momento pensé que podía ser así, que la Emma que se mandaba cagadas se iba a quedar quieta. Hasta que un día, mientras comíamos unas milanesas en su casa, me miró y me dijo, medio en serio, medio en joda, “Me jode un poco que vayas así al gimnasio”.Me quedé dura, con el tenedor a medio camino. “¿Así cómo?”, le tiré, aunque sabía de qué hablaba. Y ahí empezó algo nuevo, un ruido que no me esperaba, como si la calma que me estaba comprando no fuera tan sólida.
0 comentarios - Capítulo 26: La calma que no me creí