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por las calles de la ciudad

Era una noche de mierda, de esas que el calor te pega como piña en la nuca. Yo manejaba mi taxi, un Fiat Siena que ya pedía jubilación, por las calles de Palermo, con el aire acondicionado roto y el olor a nafta metido en las fosas nasales. La radio escupía un tango viejo, pero yo estaba más pendiente de las luces de los semáforos y de no chocarme a algún pelotudo en bicicleta.
En una esquina de Juan B. Justo, una mina levantó la mano. Frené en seco, casi me llevo puesto un contenedor de basura. Ella se subió atrás, con un vestido negro cortito que dejaba poco a la imaginación. Pelo largo, oscuro, y un perfume dulzón que llenó el auto. “A San Telmo, por favor”, dijo, con una voz suave pero con ese tonito porteño que te clava. Asentí, la miré por el retrovisor y arranqué.
Mientras manejaba por Corrientes, ella empezó a hablar. Que venía de una fiesta, que estaba medio borracha, que el novio la había plantado. Yo le seguía la corriente, tirando algún chiste boludo para sacarle una sonrisa. Pero en un momento, la cosa cambió. “¿Sabés qué? Estoy harta de los giles”, soltó, y se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en el respaldo de mi asiento. Sentí su aliento en la nuca, y juro que se me puso la piel de gallina.
“Pará un toque, ¿eh?”, dije, medio nervioso, mientras doblaba por una calle más oscura cerca de Plaza Dorrego. Ella se rió, una risa medio salvaje, y me dijo: “Pará vos, taxista. ¿O me vas a decir que no tenés ganas?”. No sé qué carajo me pasó, pero apagué el motor en un callejón donde no había un alma. Me di vuelta y la vi, con los ojos brillándole como si fuera una leona lista para el ataque.
Se pasó al asiento del copiloto en un movimiento rápido, como si ya lo tuviera planeado. “Vení, boludo, no te hagas el santo”, me dijo, y me agarró de la remera. Yo no pensé, no había tiempo para pensar. La besé con hambre, con los labios chocando como si el mundo se fuera a acabar. Ella me devolvió el beso, metiéndome la lengua hasta el fondo, y sus manos ya estaban desabrochándome el cinturón.
En dos segundos, el vestido de ella estaba arrugado en la cintura, y yo tenía la pija dura como cemento. “Dale, cogeme ya”, me dijo, subiéndose encima mío, con las piernas abiertas sobre el asiento. El espacio era una mierda, el volante me clavaba la espalda, pero no me importaba. La agarré de las caderas y la bajé de un tirón, metiéndosela hasta el fondo. Ella soltó un gemido que retumbó en el auto, y empezó a moverse como loca, subiendo y bajando, con las tetas rebotando contra mi cara.
“Más fuerte, la concha de tu madre”, me gritó, y yo le di con todo, empujando desde abajo mientras ella se agarraba del apoyacabezas. El auto se movía como si tuviera vida propia, los amortiguadores chirriando como en una película berreta. Le chupé el cuello, le mordí el lóbulo de la oreja, y ella me arañó la espalda, dejándome marcas que iba a sentir al día siguiente.
Estábamos en nuestro mundo, sudando como cerdos, con el vidrio empañado y el olor a sexo llenando el taxi. “Me vengo, boludo, me vengo”, jadeó, y se apretó contra mí, temblando como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Yo no aguanté más, la saqué justo a tiempo y acabé en su panza, con un gruñido que salió de lo más hondo.
Nos quedamos ahí, jadeando, con el silencio pesado del callejón. Ella se limpió con un pañuelo que sacó de su cartera, se bajó el vestido y me miró con una sonrisa torcida. “Sos un animal, taxista”, dijo, y se volvió a pasar al asiento de atrás como si nada. “Llevame a San Telmo, dale, que se me hace tarde”.
Arranqué el auto, con la cabeza en cualquier lado, y la dejé en la esquina de Defensa. Me tiró un billete de cien, me guiñó un ojo y se bajó. No me dijo su nombre, y yo no se lo pregunté. Mientras manejaba de vuelta a Palermo, con el taxi oliendo a ella, supe que esa noche no me la iba a olvidar nunca.

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