
El consultorio del sexólogo olía a café. Nos plantamos ahí, yo con las manos transpiradas y Lucía sentada en el borde del sillón, esos tetas suyas apretadas en un vestido que le pintaba las curvas como si fuera un grafiti. La mina era un monumento, pero desde que lo nuestro se enfrió, vivía cruzada de brazos como si yo fuera un desconocido.
—Mirá, doc —empecé, rascándome la nuca—, la posta es que no entiendo. Laburo ocho horas, llego cansado, pero a la noche me da por mirarla y… la quiero, ¿sabés? Pero ella se pone más tensa que cuerda de bajo. Dice que soy bruto, que no sé tocar. ¿Y qué mierda hago? ¿Pedir permiso para cada caricia?
El sexólogo, un tipo canoso con barba de profe de yoga, me miró sin pestañear. Lucía se ajustó el escote, colorada hasta las orejas.
—Daniel siempre va como toro —dijo ella, clavándome los ojos—. Parece que me va a desarmar en vez de… de…excitarme…de…
—¿De hacerte gozar? —corté, aunque me sonó a berrinche. Ella a veces me sacaba de quicio, pero juro que quería aprender.
El doc nos dejó respirar un segundo antes de hablar:
—¿Vos sentís que ella no te desea, Daniel?
Me mordí el labio. Claro que lo sentía. Cada vez que le pasaba una mano por la cintura, se le ponía la piel de gallina. Como si mi tacto le diera frío.
—No sé —mentí—. A veces pienso que le da asco mi cuerpo.
Lucía hizo un ruido entre ahogado y enojado.
—No es asco —susurró—. Es que… vos apretás, Daniel. Como si tuvieras miedo de que me escape.
El sexólogo señaló mi mano izquierda, que estaba cerrada en puño sin darme cuenta.
—Probá tocarla ahora. Acá, en la sala. Despacio.
Me latían las sienes de la ansiedad, pero extendí el brazo. Lucía se quedó quieta, los labios entreabiertos. Cuando mis dedos rozaron su cuello, sentí el pulso acelerado bajo la piel.
—Más suave —murmuró el doc.
Apliqué menos fuerza, como si estuviera sosteniendo un pétalo. Lucía cerró los ojos, pero esta vez no se retiró. Bajé por la clavícula, despacio, hasta el borde del escote. Ahí estaba el lunar que siempre besaba antes, cuando ella gemía en vez de contener la respiración.
—¿Así? —pregunté, con la voz ronca.
Ella asintió casi imperceptiblemente. Mis dedos temblaban, pero seguí. La tela del vestido era finita, y sentí el calor subiendo de sus pechos. Me imaginé desabrochándole el corpiño, pero no. Ahora era distinto. Era… lento.
—Bien —dijo el sexólogo—. Registrá su respuesta.
Lucía se mordió el labio, y por primera vez en meses, no fue de enojo. Un hilillo de sudor le corría entre los senos. Yo tenía la pija dura como un poste, pero también algo más: una punzada en el pecho. Como vergüenza. Como esperanza.
—La próxima —dijo el doc mientras anotaba—, trabajamos en la conexión visual. Y, Daniel…
—¿Eh?
—Dejá de culparte. El deseo no es una guerra.
Al salir, Lucía caminó un paso adelante, como siempre. Pero en el ascensor, me rozó el dorso de la mano con el meñique. No supe si fue casualidad.
En el auto, puse un tema de Cerati y ella no lo cambió. Diez semáforos hasta casa. Diez oportunidades de que alguno hablara.
Ninguno lo hizo.
Pero esa noche, cuando apagué la luz, escuché el crujido de su almohada girando hacia mí.
La segunda sesión arrancó con el doc dejando el cuaderno sobre su escritorio. Me señaló el sillón donde Lucía estaba sentada, las piernas pegadas como almejas, pero con el escote tan bajo que se le marcaban las pecas entre los senos. Yo tenía la garganta seca.
—Hoy vamos a practicar —dijo el sexólogo, sacándose el reloj de pulsera con una calma que me sacó de eje—. Daniel, ¿me permitís que le muestre cómo tocarla?
Lucía parpadeó, sorprendida. Yo me enderecé, sintiendo el cinto del jean clavándose en la panza.
—¿Cómo que mostrar? —gruñí.
—Técnica, nada más —aclaró él, las manos abiertas, como negociando con un perro bravo—. Vos vas a observar. Y después imitás.
Lucía me miró, pidiendo algo sin palabras. Asentí, aunque me temblaba la rodilla.
El doc se acercó a ella como si caminara sobre vidrios. Le apoyó dos dedos en el hombro, apenas un roce.
—¿Te molesta? —preguntó.
Ella negó, pero la piel se le puso color durazno. El tipo deslizó la mano hasta la base del cuello, despacio, como midiendo el ritmo de su respiración. Yo apreté los dientes.
—Acá —susurró el sexólogo, pasando la palma sobre el vestido de Lucía, justo donde empezaba la curva del pecho—. Presión gradual. No es agarre, es… invitación.
Lucía tragó saliva. La tela se le pegó al pezón derecho, erecto bajo la tela. El doc miró hacia mí, retando mi ego sin decir nada.
—Ahora vos —ordenó.
Me levanté como autómata. Cuando puse la mano donde él había estado, Lucía emitió un sonido que no le había escuchado en años. Un gemido corto, ahogado en la garganta.
—Más lento —murmuró el sexólogo, ahora detrás de mí, su aliento en mi nuca—. Seguí la tela, no la carne.
Avancé hacia el centro de su pecho. El corpiño de Lucía era una frontera de encaje negro. Mis dedos temblaron al rozar el borde.
—¿Puedo? —pregunté, sin reconocer mi propia voz.
Ella asintió, y cuando hundí los dedos en la tela, sintiendo el calor de su piel a través de la tela, los tres contuvimos el aire. El doc se ajustó el pantalón sin disimulo. La erección que tenía ponía en riesgo las costuras de su bragueta.
—Bien —dijo ronco—. Ahora retrocedé, Daniel. Dejala con hambre.
Lucía me siguió con la mirada, los labios brillantes. Tenía las piernas abiertas un centímetro más que antes. Yo sudaba como en un sauna, la entrepierna del jean tirando. Me dolían los huevos por la calentura. Estar tocando a mi mujer delante de otro tipo que tenía a la vez la pija parada era algo muy excitante
El sexólogo limpió sus anteojos, la voz quebrada:
—La próxima… hablamos de zonas erógenas secundarias. Rodillas, nuca, muñecas.
Lucía se levantó primero, acomodándose el vestido con dedos temblorosos. En el ascensor, el espejo me devolvió su reflejo: pelo revuelto, el rouge corrido hacia una mejilla. No hablamos.
Pero en el auto, ella puso una mano en mi muslo. No la aparté.
Manejamos en silencio, los semáforos en rojo parecían contagiarse de nuestra respiración entrecortada. No sé quién subió primero la temperatura del aire acondicionado.
La tercera sesión nos agarró con el aire espeso como sopa. El doc tenía el consultario recalentado a 30 grados y una idea, dar un giro a la terapia, hacerlo en ropa interior. Lucía no quería pero luego de una larga explicación del doctor accedió. Yo tenía mis dudas pero al fin acepté también. Ella se fue a sacar la ropa detrás de un biombo y se salió detrás del mismo en bombacha y corpiño negro, ese que le compré el día que cumplimos cinco años. Yo en boxer azul, sintiendo la verga medio inflada solo de verla sentarse en el borde de la camilla, con esa piel de leche que siempre me volvió loco.
—Hoy trabajamos con estímulos simultáneos —anunció el sexólogo, ya en calzoncillos grises que le marcaban un paquete respetable. A la mierda la modestia, parecía decir su mirada—. Daniel, vos vas a seguir mis movimientos. Literal.
Lucía se mordió el labio, las piernas entreabiertas sin querer. Se le veía el brillo entre los muslos, esa humedad que antes era sólo un recuerdo.
—¿Y si no quiere? —pregunté, aunque sabía la respuesta.
Ella agitó la cabeza, los pezones duros recortándose contra el encaje.
—Quiero —susurró.
El doc se paró a su izquierda, yo a la derecha. Su mano derecha, mi izquierda. Él empezó: dos dedos en la clavícula de Lucía, dibujando círculos. Yo copié el movimiento, tocando su hombro. Ella arqueó la espalda. Sus tetas parecían querer reventar el corpiño.
—Despacito —indicó el sexólogo, bajando hacia el borde del corpiño. Su dedo índice rozó el lunar que yo solía morder. Yo seguí, espejo imperfecto, sintiendo cómo ella jadeaba al tener dos manos distintas recorriéndola.
—Ahora con la boca —ordenó el doc, y antes de que me quejara, aclaró—: Besos, no mordiscos.
Incliné mi cara hacia el cuello de Lucía. El tipo hizo lo mismo del otro lado. Sus labios se cerraron sobre la piel al mismo tiempo que los míos. Ella gimió, agarrándose de mis brazos.
—Sincronicen —murmuró el sexólogo, y por el rabillo del ojo vi que su entrepierna también estaba tensa, la tela deformada. Se notaba una tremenda pija bajo el bóxer.
Bajamos. Sus manos, las mías, arañando suavísimo el costado de sus senos. Lucía se sacudió, pero no dijo basta. El doc le sopló un pezón por encima de la tela; yo hice lo mismo con el otro. Ella gritó, corto, como un relámpago.
—Control —nos recordó el tipo, pero su voz sonó ronca, sudada—. Daniel, ahora la panza.
Tocamos al unísono. Mis dedos temblaban al rozar esa piel que conocía y no conocía. Ella ya no disimulaba: la bombacha empapada la delataba. El doc y yo respirábamos como locomotora, los huevos apretados, la sangre a full.
—Los muslos —indicó él.
Nos agachamos, él y yo, cada uno de un lado. Sus manos abrieron las piernas de Lucía mientras las mías trepaban desde la rodilla. Ella gimió nuestro nombre, el suyo y el mío revueltos. El doc pasó un pulgar por su entrepierna, yo copié el movimiento en el mismo segundo.
—¡Ahí! —chilló Lucía, y fue como un derrumbe. Le temblaron las piernas y acabó mientras nos agarraba de los pelos.
Nos paramos los tres al mismo tiempo. Ella con las piernas temblorosas, nosotros con las erecciones casi dolorosas. El consultorio era un infierno húmedo.
—Hasta acá —dijo el sexólogo, pero Lucía lo miró fijo, desafiante, y él corrigió—: O hasta donde ustedes digan.
En el silencio que siguió, se escuchó el zumbido del aire acondicionado, inútil. Lucía no se cubrió. Yo no me ajusté el boxer. El doc tampoco.
—La próxima… —empezó él.
-No, ahora- dijo ella y sacándose el corpiño se arrodilló entre los dos.
—Daniel… ¿me dejás? —susurró ella, rozándome la mano. No supe si hablaba de tocar, de coger, o de prender fuego la habitación.
Asentí.
Nos tomó a los dos con una mano por encima del bóxer y empezó a pajearnos mirándome a los ojos. A mí me costó no venirme ahí mismo. Luego nos sacó las vergas al unísono, tenía los dedos entrelazados en mi base mientras con la otra mano masajeaba al doc como si fuera de goma. Después, sin aviso, hundió la boca en él. El tipo cerró los ojos, maldiciendo en algún idioma que no entendí.
Yo me apoyé contra la pared, viendo cómo los labios de Lucía trabajaban al doc, húmedos, sonoros, mientras me masturbaba a mí con ritmo de tango. Hasta que, de golpe, me guió hacia sus pechos.
—Acá —jadeó, apretándome entre la carne caliente—. Movete… lento.
Le empecé a coger las tetas como si no hubiera un mañana, eso era la gloria.
El doc, ahora libre, le agarró la nuca y se la llevó de vuelta a su pija. Ella gimió, ahogada, y el sonido me hizo embestir contra sus tetas, sintiendo el roce del pezón en mi glande. No era coger, era… no sé. Un ritual. Una penitencia.
Los tres respirábamos en canon. El doc le metió los dedos en la boca, yo le mordí el hombro, Lucía gimoteaba como si estuviera rota y armada al mismo tiempo.

Hasta que los dos nos descargamos en ella, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, yo acabe entre sus tetas y el doc sobre ellas, la leche de los dos se mezcló en el pecho y la pera de mi dulce y amada esposa.
Mientras nos vestíamos el doctor dijo que seguiríamos la semana siguiente.
En el ascensor, ella se limpió los labios con el dorso de la mano. Yo conté los segundos hasta que el auto arrancara.
Ambos contamos las horas hasta que llegará la próxima sesión.
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