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Compendio III
LA PROMESA IV
Como mencioné anteriormente, tuve que inventar una mentira convincente para mi madre. Sé que suena ridículo. Marisol y yo somos padres y adultos, aun así, la opinión de mi madre todavía lleva el peso de la ley. Hay algo en la idea de decepcionarla que nos hace sentir incómodos.
Por lo que le dije que un antiguo compañero de trabajo mío, Mario, estaba celebrando su décimo aniversario de matrimonio con su esposa, Isidora, y habían reservado un viaje en crucero. Le dije que ellos se embarcaban el sábado, por lo que saldría el miércoles por la noche hacia la costa para despedirme de ellos: un viaje rápido, donde pasaría el rato con antiguos compañeros y volvería el jueves por la tarde.

En realidad, lo último que supe de Mario fue que efectivamente se casó con Isidora y se fueron a vivir al sur, donde tienen 3 hijos. Pero fuera de eso, hemos roto contacto.

Aun así, Marisol me apoyó sin dudar, quizás demasiado animosa. Estaba entusiasmada con la idea de invitar a salir a su prima Pamela, llevarla a algún lugar especial y subirle los ánimos. Mi ruiseñor quiere a su prima tanto como a sus hermanas, al punto que a veces me preocupa si tendré algún límite con su familia.
Cuando nos sentamos y le conté a mi madre, ella solo me miró en silencio, ilegible, como un detector de mentiras humano. Pude sentir mi estómago apretarse y mi rostro palidecer ante su escrutinio.
> Compórtate. – me dijo con calma, no creyéndome una sola palabra.
Marisol saltó en mi defensa, insistiendo que me merecía un descanso: que había sido un esposo y padre devoto durante nuestra estadía. Que me había ganado este pequeño paseíto. Pero mi madre solo nos contempló, su mirada pesada con un juicio silencioso. Parecía que estábamos siendo examinados por alguien que ya sabía la verdad, pero aun así nos estaba dando la dignidad para mentirle.
Cuando volvimos a casa, Marisol y yo nos relajamos como si hubiésemos pasado una prueba imposible. Marisol me besó suavemente y sonrió.
+ Solo cuídala mucho. – me pidió con una sonrisa y una vocecita dulce. – Asegúrate que lo pase bien.

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Los tacos de Pamela resonaban sobre el pavimento, haciendo eco en las calles silenciosas. El aire se sentía tibio, llevando la leve esencia a ajo y albahaca de los manjares que degustamos en el restaurant. Se apegó a mi brazo al notar una pareja pasar, su busto presionando cálidamente mi antebrazo, como si también fuéramos una pareja. Sus ojos negros me miraron coquetos, tomando mi mano y entrelazándola en sus dedos.

Mi agarre era firme y mi sonrisa era sincera. A pesar de la diferencia de edad, siempre la había tratado de proteger y respetar, haciéndola sentir deseada. Pamela se daba cuenta de cómo mis ojos se enfocaban en el movimiento de sus caderas agraciadas. La luz de los postes parecía jugar con las sombras sobre su piel, demarcando la perfección de sus curvas de la manera más tentadora posible. Nuestros corazones se aceleraban a medida que nos acercábamos a su casa.
Desde la calle, la casa de Pamela todavía mantenía esa elegancia silenciosa que recordaba: firme, cuadrada y digna, como una mujer que ha envejecido con estilo sin necesitar seguir las nuevas tendencias. Ubicada en un vecindario antiguo e histórico, donde las veredas solían tener leves fisuras y los árboles eran podados frecuentemente, la casa en sí no había cambiado mucho, pero una década deja huellas que puedes distinguir si sabes dónde mirar.
La fachada seguía siendo de estuco gris pálido y ahumado, probablemente del smog de los vehículos, bordeada de sencillos adornos blancos alrededor de las ventanas. Las escaleras todavía tenían esa baranda de hierro forjado, que antes era negra y brillante, pero ahora se veía más sucia con polvo y algunos toques de oxido asomándose en las bisagras. En la puerta, el buzón se veía mejor cuidado, la caja luciendo más brillante que el resto de la casa, en un tono rojo que robaba la atención. Y la puerta seguía siendo de roble, oscura y pesada, en un tono verde oscuro, con la manija de latón todavía brillante y pulida, manteniendo la elegancia de la primera vez que la visité.
En el fondo, la casa seguía siendo igual de pretenciosa e inflexible, como lo era Lucía cuando vivía en ella, como si el hecho de ubicarse en un barrio histórico le diera la excusa para ser arrogante. Pero ahora, era la casa de Pamela y algo más cálida por ello.
Al acercarnos a la fachada, la tensión se hizo palpable. El silencio estaba repleto de deseos silenciosos y promesas sobre lo que habría de ocurrir. Mi mano se deslizó hacia su cintura, guiándola por las escaleras mientras palpaba la suavidad de su cuerpo a través de la tela, ocasionándole escalofríos y nerviosismo.

• Dime, cariño, ¿Por qué me invitaste a cenar? – Preguntó con esa voz española sedosa, todavía incrédula de lo que le acababa de decir en el restaurant.
La miré con una sonrisa amable.
- Pues… como te dije, siempre he creído que los niños deben venir desde un lugar de amor. – le respondí humildemente, en un tono casual.
Mis palabras la hicieron sonreír. Y curiosamente, se puso coqueta y seductora como cuando era una escolar.
• Pero no estás enamorado de mí. – protestó juguetona, buscando mis ojos.
- No de una manera que importe. – le respondí con respeto. – No me malentiendas. Te encuentro la mujer más sexy que he conocido… y sí, te amo… pero si comparas mi amor por ti con el que siento por Marisol, es una burda comparación.
Pamela me miró decepcionada, pero me entendía. Ella quiere a Marisol también. Pero al final de cuentas, decidí casarme con mi ruiseñor y tener 4 hijos.
Cuando se lo conté a Marisol, le dije que su prima es de ese tipo de mujeres especiales que puedes imaginarte armando tu vida con ella. Mientras que Izzie y Aisha son sensuales y atractivas, mujeres como Emma, Hannah (tengo que hacerme tiempo para narrar la última semana de “soltero de verano”) y Pamela te hacen pensar en cómo sería tener hijos con ellas. Claro está que cuando estoy con Marisol, eso pierde sentido, ya que sigo loco y adicto por mi esposa.

Al llegar a la puerta de su casa, abrió el cerrojo con manos temblorosas. Una vez que entramos, nos recibió la tibia luz de una lámpara en la esquina. El cuarto olía levemente a velas de vainilla que, al parecer, a Pamela le gusta encender para relajarse a solas.
La sujeté por la cintura, mirándola a los ojos y la besé. Pamela parecía deshacerse en mis manos. Podía darme cuenta por el revoloteo de su lengua lo mucho que me había esperado y finalmente, me tenía en sus labios.

Mi lengua bailaba junto a la suya, saboreando la dulzura de su saliva. La acerqué a mí, mis manos explorando sus curvas, palpando la tibieza de sus carnes.
Al instante, Pamela me detuvo reaccionando.
• ¡Pervertido! – me repelió, riéndose. – Siempre baboseando por mis tetas.
Me retiré, riendo suavemente, contemplando su escote solo para incomodarla.
- ¡No puedes culparme! ¡Son enormes! – le respondí desafiante.

Pero a pesar de todo, noté a Pamela excitada. Era algo en su mirada, un tanto gatuna que me indicaba lo caliente que se sentía. Ahora que lo pienso, pocas veces que la vi con otros tipos la veía poniendo esa clase de ojos.

Empecé a acariciar su espalda, desabrochando su sostén con un simple movimiento, el cual pareció estallar de la presión contenida. La prenda cayó, revelando su amplio busto, el cual rebotó levemente con un inesperado suspiro. Los palpé, sintiendo su suavidad y peso, antes de bajar mi cabeza para besar y chupar sus pezones. La sensación le causó golpes de placer que le llegaban a la médula, haciendo que sus piernas vacilaran.
• Sabes que… los de tu esposa son del mismo tamaño… - comentó en una voz suave, cohibida, notando mi erección creciendo.
- ¡Lo sé! Pero los tuyos son sorprendentes, también. – le dije, prácticamente babeando por sus pezones.

La tomé en brazos, llevándola a su antiguo dormitorio fácilmente. La suavidad de su busto presionaba mi pecho, el calor entre nosotros mezclándose. La acosté en su cama, donde empecé a sacar mi camisa, a la que mi modesto torso le llamó la atención por la forma en que me admiraba.

Su corazón se aceleró. Pamela había dormido con muchos tipos, pero solamente yo logré robar su corazón. Cuando me saqué los boxers, soltó un suspiro. Aunque sé que no era el más grande que ella tuvo, estaba lo suficientemente dotado para ella y además, ella no había estado con nadie más por un buen tiempo, por lo que me tenía muchas ganas. Sin mencionar, por supuesto, que la idea que haríamos el amor hasta dejarla embarazada la entusiasmaba.
Nos besamos con pasión, nuestras lenguas bailando juntas mientras que nuestras manos exploraban nuestros cuerpos. Yo palpaba la curva de sus caderas, la hinchazón de sus pechos, y la suavidad de su estómago, el cual Pamela esperaba que se hinchara con el bebé que deseaba con desesperación.
No pudo contener sus ganas, sujetando mi pene entre sus manos, apretándolo suavemente. Solté un suspiro, a medida que ella enrollaba mi grosor.
• ¡Joder, la tienes tan dura! ¿Tan caliente te pongo, pichón? – preguntó en un susurro, su voz cargada con lujuria.
Solo la miré a los ojos, reconociendo silenciosamente sus palabras. Me posicioné entre sus piernas, con mi pene erecto con orgullo y listo. Con el movimiento que a Marisol fascina, le hice a un lado sus pantaletas negras y me deslicé dentro de ella, llenándola por completo.
Pamela sintió como si perdiera su virginidad de nuevo. Esta vez, mucho más placentera que con el mojón de su padre. El grosor de mi pene la estiraba deliciosamente. Pamela sentía mojarse por mí, un fuego incontrolable creciendo dentro de ella.

• ¡Ahh, Marco! – suspiró al empezarme a moverme dentro de ella, sus caderas meciéndose en un ritmo lento y calmado.
Nos volvimos a besar, sedientos el uno por el otro. Mis tibias manos estrujaban sus pechos y notaba la forma que se derretía por mí. Sus caderas se mecían para darme la bienvenida.
Sus uñas se enterraban en las sábanas, sus ojos bien cerrados a medida que mi pene rozaba los puntos sensibles en su interior. Los trenes de orgasmos que ella sentía empezaron a armarse, creciendo en un placer que parecía resonar en todo su cuerpo.
Contemplé su rostro, viendo la pasión, lujuria y sensualidad que estuvo escondiendo por años. Mis embestidas se hicieron más profundas y forzadas, a lo que ella clamaba gozosa. Sé que quería que le diera un bebé, pero también quería demostrarle que era mucho más que un vientre sexy para mí.
Bajé mi mano y encontré su clítoris, rozándolo suavemente en un círculo lento y pausado, haciéndola estremecer. Abrió los ojos como una explosión, una mirada de sorpresa y placer, comprendiendo lo que yo intentaba hacer.

Sintió una marejada de orgasmos golpearle constantemente. Ante sus ojos, yo le parecía increíble. Todos sus sentidos sobrepasados por mis caricias y mi ritmo.
Mi pulgar estimuló su botón en perfecta sincronía con sus caderas. Pamela sabía que aprendí las formas para hacerla acabar y no me estaba conteniendo.
• ¡Ah, carajos, Marco! – gimió mi “Amazona Española”, en esa voz sensual que me pone como toro, su cuerpo estremeciéndose en la cama.
Su vagina estrujaba mi pene, tratando de drenar mi leche con desesperación. Sus pechos rebotaban desbocados, mientras que mis caderas la embestían como una avalancha.
• ¡Marco, ahh! – gritó desesperada, sintiéndome cómo me hinchaba dentro de ella. - ¡Ostias, me voy a venir otra vez!
Su voz fueron un catalizador para mí, mis embestidas volviéndose más vigorosas, más demandantes. Nuestros ojos se prendaron, la intensidad de nuestras miradas haciéndole sentir la única mujer en mi mundo. Su dormitorio empezó a girar a medida que las olas de placer empezaron a llegar, amenazando con ahogarnos en una tormenta de placer.

Mi respiración se volvió agitada, mis músculos tensos. Sentía que me faltaba poco, pero luchaba por contenerme. La idea de llenarla con mi semilla, de darle el hijo que ella deseaba, me tenía entre ascuas. Y con una potente embestida final, me vine en su interior, mi pene latiendo con mi corrida.
Nuestros cuerpos permanecieron pegados una vez que nuestro clímax cesó, nuestros corazones latiendo sincronizados. Me acerqué hacia ella y besé su cuello, pudiendo sentir su pulso acelerado bajo mis labios.
• ¡Ostias, tío! ¡Eres increíble! ¡El mejor con el que he cogido! – susurró en un tono suave, pero lleno de admiración genuina.
- ¡Gracias! – Le susurré, besando su mejilla con la voz agitada. – Pero todavía no terminamos, ¿Cierto?
Pamela sonrió, sabiendo a lo que me refería. Nos habíamos puesto de acuerdo en que lo intentaríamos hasta que se embarazara. No me molestaba. De hecho, me entusiasmaba la idea de pasar la noche con ella.
Una vez que pudimos separarnos, Pamela se dobló hacia mi pene y lo limpió con su boca. Se notaba que me había extrañado. Su estilo era completamente distinto al de Marisol. Aunque mi ruiseñor me da mamadas constantes, el estilo de Pamela era sorprendente. Ambas me deseaban de maneras diferentes.

Pero entonces, se detuvo y me dio esa mirada que, en otros tiempos, era su carta de presentación para seducir a cualquier tipo.
• No me vas a dejar con las ganas, ¿Cierto, pichón? – consultó en ese tono saleroso, rematándome con un guiño, sus labios brillando con mi semen.
Estaba duro, erecto y listo. La tomé por la cintura y empecé a meterla como perrito.
Por supuesto que no podía decirle que no…
Los gemidos de Pamela fueron ahogados por la almohada que mordió. Cerró los ojos, soltando un gemido de placer. Podía sentir cómo mi pene empujaba sobre su suave y húmeda vagina y Pamela no podía aguantar las ganas porque la volviera a llenar otra vez.
La metí de golpe y Pamela soltó un ruidoso suspiro. Esa vez, le di con mayor intensidad, guiado por mis propios de deseos y la emoción de lo prohibido. El sonido de mis testículos azotando su maravilloso y esponjoso trasero llenaban el dormitorio, dando un tono crudo y carnal a nuestro acto sexual que ninguno de los dos habíamos experimentado por un buen tiempo.

Pamela estaba encantada. Había estado solo con un puñado de amantes tras nuestra partida, pero yo seguía siendo el único al que ella había llevado a su dormitorio. A medida que nos íbamos acercando más y más, esas crudas emociones surgieron de nuevo.
Deslicé mi mano espalda abajo, moviendo mi mano en torno a su cintura mientras la iba bombeando. Mi otra mano, en lo que al principio parecía un abrazo, en realidad buscaba encontrar su botón, estimulando con precisión y llevándola hasta el límite.
Para Pamela, mi toque era celestial. No tenía dudas en su mente que, durante nuestra separación, yo había estado con otras mujeres aparte de Marisol, y de alguna manera, eso la prendía incluso más.
• ¡Oh, Marco! – Gimió, meciendo su trasero hacia mí, instándome a meterla más adentro. - ¡Cógeme rico, cariño!

Y ahí podía darme cuenta de que Pamela podía ser tierna. Durante su juventud, era una fuerza incontrolable, hablando pestes a medio mundo. Pero conmigo, Pamela podía ser tan tierna como una gatita: ronroneando cuando contenta, rasguñando cuando enojada. Y la amaba a mi manera.
• ¡Mhm, sí! ¡Justo así, pichón! – comentó en una voz mezclada con placer y ganas.
Le empecé a dar más duro, mi mano apretando su trasero a medida que la bombeaba más profundo. El ruido pomposo de nuestros cuerpos colisionando se hizo más intenso, los azotes de nuestros cuerpos marcando el ambiente.
Pamela estaba gozosa, sus pechos meciéndose de tal forma que sus pezones dolían. A diferencia de otros, yo podía hacerla consciente de su belleza. Muchos tipos habían coqueteado con ella, pero de alguna manera, solo yo la había sentir diferente. Para Pamela, había algo en mis toques cariñosos, en mis agarrones, en mis embestidas, que simplemente se sentía mejor. Pamela se sentía amada. Respetada. Cuidada. Y para ella, no podía tener suficiente de ese sentimiento.
Proseguimos por horas, explorando diversas posiciones, diferentes ángulos, cada sensación que podíamos imaginar. Habíamos hecho el amor anteriormente, pero esa vez fue diferente. Fue más cruda, apasionada e intensa. Estábamos haciendo el amor con un propósito.
Cuando finalmente terminamos colapsando en la cama, los dos jadeando y nuestros cuerpos cubiertos de sudor, el amor entre nosotros seguía. Otros hombres en la vida de Pamela solo se vestían y se marchaban. Pero yo no. Me acurrucaba con ella y, por supuesto, estrujaba sus pechos. Pero a Pamela no le importaba. De alguna manera, sentir mi pene reposar entre sus muslos le resultaba relajante. Y dejando que nuestro cansancio y satisfacción nos llenaran, nos quedamos dormidos.

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