Ésta es la historia de cómo fue que le terminé robando la mujer al boludazo de mi vecino. Ésto pasó hace algunos años, cuando yo tenía 30 recién cumplidos. Me llamo Ricardo y obviamente todo el mundo me dice Ricky.
Si, ya sé, nombre de estilista viejo y puto. Lo sé. Pero nada que ver. Soy fotógrafo, no peluquero, y no soy puto, pese a los intentos de algunos de mis clientes en algún pasado lejano que mejor no reflotar ahora. Lo de viejo, no. Todavía soy joven.
La historia creo que debe empezar desde el mismísimo principio, por cómo se fue dando la cosa. Siempre me había llamado la atención la fotografía y el cine, desde chico que era cinéfilo. Mi plan cuando terminara la secundaria era estudiar para ser director de fotografía y trabajar en la industria. Era mi sueño. Pero bueno, por cómo se fueron dando las cosas económicamente en mi familia en mi último año de la secundaria tuve que empezar a trabajar para ayudar un poco, aunque sea para costear mis propios gastos con lo que ganaba y aliviarles un poco el tema a mis viejos, ya que soy el mayor de tres hermanos.
Tuve laburos de todo, desde atender un kiosco hasta trabajar en un supermercado, pero la vida por suerte mi hizo un guiño cuando una noche cenando en casa, por esas cosas del azar mi papá dijo que lo había llamado ese día un viejo compañero de su secundaria, después de casi décadas sin contacto, que estaba muy contento de haber vuelto a hablar con él.
Cuando mi viejo dijo el nombre del tipo casi que me atraganté. El compañero de mi viejo era Atilio Vernaci, un fotógrafo de puta madre que en el ambiente era muy conocido y había trabajado en varias películas nacionales. Un crack. Le rogué a mi viejo que por favor me pusiera en contacto con él, aunque fuera para conocerlo y sacarme una foto.
Mi viejo me sonrió y al otro fin de semana me llevó con él a visitar el estudio de Atilio, con la excusa del reencuentro con su compañero. Yo estaba, no sé, como el pibe que se ligó una visita al vestuario de su club de fútbol, algo así. Cuando lo conocí a Atilio me pareció un tipo muy copado, se lo veía con la calma y la calidez de un tipo recontra experimentado.
La cuestión es que mi viejo le había dicho que a mí me apasionaba la fotografía también. Luego de charlar un rato con Atilio entre los tres, me ofreció si no quería empezar a ir algunas horas al estudio para ir aprendiendo el arte al lado de él, o por ahí ayudarlo con algunas cosas si él estaba pasado de trabajo. Por supuesto que acepté sin pensarlo. Era una oportunidad única.
Así a mis 18 años ya estaba trabajando y aprendiendo al lado de un verdadero maestro del arte, un tipo reconocido internacionalmente. La cartera de clientes que tenía Atilio sería la envidia de cualquier fotógrafo y ni hablar de su trayectoria. Aprendí muchísimo al lado de él. Y como él veía que el arte de la fotografía me gustaba en serio, me iba enseñando cada vez más y más. Yo no me cansaba de aprender.
Estuve cinco años con Atilio a su lado, trabajando y aprendiendo. Esos cinco años de trabajo y aprendizaje en serio, con las manos en la masa, me dieron una preparación mejor que la que podría haberme dado cualquier escuela. Al final de esos años, yo ya estaba hecho un fotógrafo en serio, pese a mi corta edad. El último año, para probar, Atilio que ya estaba medio cansado de todo por su edad me dejó que me hiciera cargo de más cosas en el estudio. Prácticamente lo manejabamos mitad y mitad.
Una noche estaba con él en el estudio, nos estábamos tomando unos tragos luego del día laboral (a los dos nos gustaba bastante escabiar, hay que decir la verdad), cuando me dijo que él ya estaba pensando en su retiro. Que se estaba sintiendo cada vez más viejo y cansado, que quería viajar un poco y disfrutar de la vida mientras todavía lo podía hacer. Cómo él no tenía hijos, y a ninguno de sus familiares realmente le interesaba, me dijo que estaba pensando en dejarme el trabajo del estudio y los clientes a mí, eventualmente.
A mi me agarró un escalofrío. No podía creer la oportunidad, pero enseguida me sentí con un peso enorme. Él me calmó un poco y me dijo que su retiro no iba a ser inmediato, que iba a seguir ahí en el estudio pero sólo quizás para ayudarme y aconsejarme un poco. Que no iba a desaparecer y soltarme la mano hasta que yo no estuviera listo para encargarme de las cosas solo.
Así que tan sólo a mis 23 años quedé a cargo del estudio y del negocio. Para hacerme las cosas más fáciles contraté a un par de chicos, estudiantes de fotografía, de forma part-time para que me ayudaran con ésto o lo otro. Lo fuí llevando bastante bien, debo reconocerlo, y Atilio estuvo siempre ahí cuando lo necesitaba con algún trabajo o algún consejo, hasta que finalmente el viejo colgó los botines oficialmente y se fué a viajar por el mundo con su mujer. Siempre me mandaba fotos de los lugares que visitaban, nunca dejamos de estar en contacto.
Gracias a los clientes que me quedaron y al prestigio del estudio que yo sabía mantener muy bien, tengo que reconocer que en esos años me llené de plata. Pero me llené mucho de plata. Ojo que eso fue fruto de laburar seis días a la semana, a veces hasta siete. Hice mucha guita, si, pero la hice laburando y rompiéndome el lomo. Mis mejores clientes eran agencias de modelos y de casting de Estados Unidos y de Europa, que me contrataban para hacerles books artísticos a sus estrellas o para promocionar algunas de sus producciones. Pagaban en dólares o en euros y gracias a la reputación del estudio que había construído por tantos años Atilio, pagaban lo que yo les decía y punto. Se me ocurría a veces cobrarles cualquier barbaridad, aunque sea para ver cuando me dirían que no, pero nunca pasaba. Pagaban lo que yo les pedía.
Laburé así muchos años. Cuando no atendía a esos clientes del exterior, siempre estaba haciendo algún book para alguna agencia de modelos de acá, o a veces para clientes muy selectos y con mucha guita, para alguno de sus casamientos o fiestas de quince. Esos también, con tal de complacer a su nueva esposa o a su hija, pagaban cualquier cosa.
Si, ya sé que están pensando en lo que debo haber cogido en esos años, entre tanta modelo y jovencita que pasaba por el estudio. Siempre está la mística esa del fotógrafo que se coge a la modelo, las producciones que van subiendo de tono hasta que ninguno de los dos aguanta más… todo eso. Y, la pura verdad, es que algo de eso siempre hubo. No es tan mito como parece. Las minas que son profesionales de verdad, digo modelos top y eso, son muy lindas, muy simpáticas y siempre amables con los fotógrafos, pero no pasa de ahí. El hecho de sacarse fotos es algo de su laburo que tienen que hacer, así lo ven ellas y así lo entendemos nosotros también.
Pero con las otras minas… las que quizás están un par de escalones por abajo, o por ahí mujeres que no están acostumbradas a ser fotografiadas, a ser el centro de atención… a ellas les pega mucho más el morbo y como que les sube la libido. Lo veía todo el tiempo en las producciones. Minas que por ahí llegaban a la mañana al estudio, tímidas y mojigatas, y a la tarde ya se ponían ellas mismas en bolas y entre risas sugiriendo ellas mismas poses hasta directamente pornográficas. Pasaba todo el tiempo.
Y claro que a veces yo lo aprovechaba. Para que lo voy a negar. Pretender que un pibe de 25 años, hetero, rodeado todos los días de ese nivel de minas y en esa situación… bueno. Pretender que no hiciera nada era bastante naif. Si estaba al palo todo el tiempo. No voy a decir que comía así todos los días, porque nada que ver, pero sí puedo decir que comía muy bien de vez en cuando.
Hasta estaba de novio con una chica que había conocido justamente en el estudio, un día que fue a hacerse un pequeño book. Susan, una modelito de 21 años, una rubia flaquita y hermosa. Simpática. Pegamos onda y bueno, se dió para seguir la relación.
Para la época que cumplí mis 29, sin embargo, todo había cambiado. No fue por la típica, la de la mala situación económica del país ni nada de eso. Al contrario. Ese era el problema, que estaba absolutamente tapadisimo de trabajo. Había contratado una chica más de ayudante y ni aun así dábamos abasto. Me empezó a comer el estrés y la carga laboral que no disminuía. Si, estaba ganando plata en carretillas gracias a mis clientes de afuera, pero la verdad que yo no estaba bien. Hacía años que no me tomaba vacaciones y me sentía horrible todo el tiempo. Cansado, desganado y ladrándole a mis ayudantes que, pobres, laburaban bien y no tenían nada que ver.
Tomé la decisión de parar por un tiempo. Dejar de tomar trabajos aunque fuera por un mes o dos, para irme a algún lado y poder desenchufarme en serio. De verdad que lo estaba necesitando. Dejé de agendarme trabajos nuevos y nos dedicamos por meses a sacarnos de encima los laburos que ya teníamos comprometidos, hasta poder llegar a un punto de tener la agenda totalmente limpia. Y si no se podía totalmente limpia, entonces dejarla lo suficientemente liviana para que sólo nos quedaran trabajos simples y fáciles, que los podría hacer cualquiera de los chicos mientras yo me desenchufaba por ahí.
Eso tardó unos meses, pero por suerte lo pude lograr. Ni bien pude, dejé el estudio a cargo de uno de los chicos, Manu, que estuvo conmigo desde el principio, hice las valijas y me fuí. Me había comprado hacía años una casa en un barrio cerrado muy a las afueras de Mendoza y siempre me había parecido una pena que no la había podido disfrutar bien todavía, más allá que algún que otro fin de semana largo muy de vez en cuando. Ahora sí, tenía toda la intención de irme ahí un par de meses y si me pintaba quedarme tirado en la pileta los dos meses, pues lo haría.
Cuando llegué y me instalé, enseguida me cambió la cara. Yo mismo lo noté. Estaba solo ahí pero me sentía tan bien, tan pronto. Sin las presiones del laburo, sin tener que prestarle atención a mi novia que estaba trabajando en Buenos Aires, nada de eso. Era yo, mi casa, el silencio y la vista lejana de la cordillera que me encantaba. Sin embargo, al llegar noté que la casa que estaba pegada a la mía estaba vacía. Sabía que ahí vivía una pareja de jubilados, a quienes veía las pocas veces que había podido ir. Pero ahora estaba limpia y vacía. Le pregunté a uno de los encargados del barrio que onda y me dijo que la pareja de jubilados la había vendido y que se estaba por mudar otro matrimonio en algún momento.
A los tres días los vi llegar con su camioneta y como a la media hora llegó también el camioncito de la mudanza con sus cosas. Tenía vecinos nuevos. Mucha bola no les dí en ese momento. No quería joderlos porque sé lo molesto que puede ser que te jodan cuando estás en el medio de una mudanza. Así que los dejé descargar sus cosas en paz, yo estaba tirado en casa disfrutando de no hacer nada frente a la TV.
Después que se puso el sol salí al jardín de atrás y empecé a prender el fuego para hacerme unos patys en la parrilla, que ya me estaba picando el estómago. Ahí fue cuando mi vecino me debe haber visto y se vino a saludarme desde su jardín. A las propiedades las separaba una pequeña cerca de madera y alambre nada más, así que nos presentamos y nos quedamos charlando ahí, cada uno de su lado mientras yo estaba vigilando el fuego y las hamburguesas.
Se llamaba Alejandro el tipo. Tenía más de 50 años ya. Era ingeniero agrónomo y la verdad un pelotudazo. No me cayó bien de entrada. A ver, no hizo nada mal el tipo, no dijo nada para ofenderme ni nada de eso. Al contrario, se esforzaba por caer bien, pero a veces hay gente con la que tenés química y otras con las que no. Se reía como un imbécil, no sé. A veces algunas personas tienen una risa insoportable. Bueno, Alejandro era uno de esos. Tenía una onda sobradora al hablar que me ponía los pelos de punta, porque yo sabía muy bien que se estaba mandando la parte, como se dice. Chapeando al pedo con ésto y con lo otro. Era el típico tipo que quería cagar más alto que lo que le daba el culo, hablando lisa y llanamente. Medio cincuentón, canoso y dientudo, juro que me hacía acordar a Ungenio de Condorito el hijo de puta.

Igual nos quedamos charlando ahí porque qué otra cosa iba a hacer? A la mujer no la había visto más allá de lo poco que la ví a la distancia, desde mi living, a través de los ventanales de su casa mientras ella estaba adentro desempacando y arreglando las cosas de su mudanza. Era una morocha que así a la distancia no me había llamado la atención para nada. Pero, la verdad, para nada, por lo poco que la pude ver.
Hasta que apareció. Mientras yo estaba charlando con el imbécil del marido y vigilando que no se me quemaran las hamburguesas, ella finalmente salió a su jardín y se vino para donde estábamos nosotros para saludar y presentarse. Ahí fue cuando la pude ver de cerca, cuando conocí por fin a Laura. Y la verdad que… wow.
Si, ya sé, nombre de estilista viejo y puto. Lo sé. Pero nada que ver. Soy fotógrafo, no peluquero, y no soy puto, pese a los intentos de algunos de mis clientes en algún pasado lejano que mejor no reflotar ahora. Lo de viejo, no. Todavía soy joven.
La historia creo que debe empezar desde el mismísimo principio, por cómo se fue dando la cosa. Siempre me había llamado la atención la fotografía y el cine, desde chico que era cinéfilo. Mi plan cuando terminara la secundaria era estudiar para ser director de fotografía y trabajar en la industria. Era mi sueño. Pero bueno, por cómo se fueron dando las cosas económicamente en mi familia en mi último año de la secundaria tuve que empezar a trabajar para ayudar un poco, aunque sea para costear mis propios gastos con lo que ganaba y aliviarles un poco el tema a mis viejos, ya que soy el mayor de tres hermanos.
Tuve laburos de todo, desde atender un kiosco hasta trabajar en un supermercado, pero la vida por suerte mi hizo un guiño cuando una noche cenando en casa, por esas cosas del azar mi papá dijo que lo había llamado ese día un viejo compañero de su secundaria, después de casi décadas sin contacto, que estaba muy contento de haber vuelto a hablar con él.
Cuando mi viejo dijo el nombre del tipo casi que me atraganté. El compañero de mi viejo era Atilio Vernaci, un fotógrafo de puta madre que en el ambiente era muy conocido y había trabajado en varias películas nacionales. Un crack. Le rogué a mi viejo que por favor me pusiera en contacto con él, aunque fuera para conocerlo y sacarme una foto.
Mi viejo me sonrió y al otro fin de semana me llevó con él a visitar el estudio de Atilio, con la excusa del reencuentro con su compañero. Yo estaba, no sé, como el pibe que se ligó una visita al vestuario de su club de fútbol, algo así. Cuando lo conocí a Atilio me pareció un tipo muy copado, se lo veía con la calma y la calidez de un tipo recontra experimentado.
La cuestión es que mi viejo le había dicho que a mí me apasionaba la fotografía también. Luego de charlar un rato con Atilio entre los tres, me ofreció si no quería empezar a ir algunas horas al estudio para ir aprendiendo el arte al lado de él, o por ahí ayudarlo con algunas cosas si él estaba pasado de trabajo. Por supuesto que acepté sin pensarlo. Era una oportunidad única.
Así a mis 18 años ya estaba trabajando y aprendiendo al lado de un verdadero maestro del arte, un tipo reconocido internacionalmente. La cartera de clientes que tenía Atilio sería la envidia de cualquier fotógrafo y ni hablar de su trayectoria. Aprendí muchísimo al lado de él. Y como él veía que el arte de la fotografía me gustaba en serio, me iba enseñando cada vez más y más. Yo no me cansaba de aprender.
Estuve cinco años con Atilio a su lado, trabajando y aprendiendo. Esos cinco años de trabajo y aprendizaje en serio, con las manos en la masa, me dieron una preparación mejor que la que podría haberme dado cualquier escuela. Al final de esos años, yo ya estaba hecho un fotógrafo en serio, pese a mi corta edad. El último año, para probar, Atilio que ya estaba medio cansado de todo por su edad me dejó que me hiciera cargo de más cosas en el estudio. Prácticamente lo manejabamos mitad y mitad.
Una noche estaba con él en el estudio, nos estábamos tomando unos tragos luego del día laboral (a los dos nos gustaba bastante escabiar, hay que decir la verdad), cuando me dijo que él ya estaba pensando en su retiro. Que se estaba sintiendo cada vez más viejo y cansado, que quería viajar un poco y disfrutar de la vida mientras todavía lo podía hacer. Cómo él no tenía hijos, y a ninguno de sus familiares realmente le interesaba, me dijo que estaba pensando en dejarme el trabajo del estudio y los clientes a mí, eventualmente.
A mi me agarró un escalofrío. No podía creer la oportunidad, pero enseguida me sentí con un peso enorme. Él me calmó un poco y me dijo que su retiro no iba a ser inmediato, que iba a seguir ahí en el estudio pero sólo quizás para ayudarme y aconsejarme un poco. Que no iba a desaparecer y soltarme la mano hasta que yo no estuviera listo para encargarme de las cosas solo.
Así que tan sólo a mis 23 años quedé a cargo del estudio y del negocio. Para hacerme las cosas más fáciles contraté a un par de chicos, estudiantes de fotografía, de forma part-time para que me ayudaran con ésto o lo otro. Lo fuí llevando bastante bien, debo reconocerlo, y Atilio estuvo siempre ahí cuando lo necesitaba con algún trabajo o algún consejo, hasta que finalmente el viejo colgó los botines oficialmente y se fué a viajar por el mundo con su mujer. Siempre me mandaba fotos de los lugares que visitaban, nunca dejamos de estar en contacto.
Gracias a los clientes que me quedaron y al prestigio del estudio que yo sabía mantener muy bien, tengo que reconocer que en esos años me llené de plata. Pero me llené mucho de plata. Ojo que eso fue fruto de laburar seis días a la semana, a veces hasta siete. Hice mucha guita, si, pero la hice laburando y rompiéndome el lomo. Mis mejores clientes eran agencias de modelos y de casting de Estados Unidos y de Europa, que me contrataban para hacerles books artísticos a sus estrellas o para promocionar algunas de sus producciones. Pagaban en dólares o en euros y gracias a la reputación del estudio que había construído por tantos años Atilio, pagaban lo que yo les decía y punto. Se me ocurría a veces cobrarles cualquier barbaridad, aunque sea para ver cuando me dirían que no, pero nunca pasaba. Pagaban lo que yo les pedía.
Laburé así muchos años. Cuando no atendía a esos clientes del exterior, siempre estaba haciendo algún book para alguna agencia de modelos de acá, o a veces para clientes muy selectos y con mucha guita, para alguno de sus casamientos o fiestas de quince. Esos también, con tal de complacer a su nueva esposa o a su hija, pagaban cualquier cosa.
Si, ya sé que están pensando en lo que debo haber cogido en esos años, entre tanta modelo y jovencita que pasaba por el estudio. Siempre está la mística esa del fotógrafo que se coge a la modelo, las producciones que van subiendo de tono hasta que ninguno de los dos aguanta más… todo eso. Y, la pura verdad, es que algo de eso siempre hubo. No es tan mito como parece. Las minas que son profesionales de verdad, digo modelos top y eso, son muy lindas, muy simpáticas y siempre amables con los fotógrafos, pero no pasa de ahí. El hecho de sacarse fotos es algo de su laburo que tienen que hacer, así lo ven ellas y así lo entendemos nosotros también.
Pero con las otras minas… las que quizás están un par de escalones por abajo, o por ahí mujeres que no están acostumbradas a ser fotografiadas, a ser el centro de atención… a ellas les pega mucho más el morbo y como que les sube la libido. Lo veía todo el tiempo en las producciones. Minas que por ahí llegaban a la mañana al estudio, tímidas y mojigatas, y a la tarde ya se ponían ellas mismas en bolas y entre risas sugiriendo ellas mismas poses hasta directamente pornográficas. Pasaba todo el tiempo.
Y claro que a veces yo lo aprovechaba. Para que lo voy a negar. Pretender que un pibe de 25 años, hetero, rodeado todos los días de ese nivel de minas y en esa situación… bueno. Pretender que no hiciera nada era bastante naif. Si estaba al palo todo el tiempo. No voy a decir que comía así todos los días, porque nada que ver, pero sí puedo decir que comía muy bien de vez en cuando.
Hasta estaba de novio con una chica que había conocido justamente en el estudio, un día que fue a hacerse un pequeño book. Susan, una modelito de 21 años, una rubia flaquita y hermosa. Simpática. Pegamos onda y bueno, se dió para seguir la relación.
Para la época que cumplí mis 29, sin embargo, todo había cambiado. No fue por la típica, la de la mala situación económica del país ni nada de eso. Al contrario. Ese era el problema, que estaba absolutamente tapadisimo de trabajo. Había contratado una chica más de ayudante y ni aun así dábamos abasto. Me empezó a comer el estrés y la carga laboral que no disminuía. Si, estaba ganando plata en carretillas gracias a mis clientes de afuera, pero la verdad que yo no estaba bien. Hacía años que no me tomaba vacaciones y me sentía horrible todo el tiempo. Cansado, desganado y ladrándole a mis ayudantes que, pobres, laburaban bien y no tenían nada que ver.
Tomé la decisión de parar por un tiempo. Dejar de tomar trabajos aunque fuera por un mes o dos, para irme a algún lado y poder desenchufarme en serio. De verdad que lo estaba necesitando. Dejé de agendarme trabajos nuevos y nos dedicamos por meses a sacarnos de encima los laburos que ya teníamos comprometidos, hasta poder llegar a un punto de tener la agenda totalmente limpia. Y si no se podía totalmente limpia, entonces dejarla lo suficientemente liviana para que sólo nos quedaran trabajos simples y fáciles, que los podría hacer cualquiera de los chicos mientras yo me desenchufaba por ahí.
Eso tardó unos meses, pero por suerte lo pude lograr. Ni bien pude, dejé el estudio a cargo de uno de los chicos, Manu, que estuvo conmigo desde el principio, hice las valijas y me fuí. Me había comprado hacía años una casa en un barrio cerrado muy a las afueras de Mendoza y siempre me había parecido una pena que no la había podido disfrutar bien todavía, más allá que algún que otro fin de semana largo muy de vez en cuando. Ahora sí, tenía toda la intención de irme ahí un par de meses y si me pintaba quedarme tirado en la pileta los dos meses, pues lo haría.
Cuando llegué y me instalé, enseguida me cambió la cara. Yo mismo lo noté. Estaba solo ahí pero me sentía tan bien, tan pronto. Sin las presiones del laburo, sin tener que prestarle atención a mi novia que estaba trabajando en Buenos Aires, nada de eso. Era yo, mi casa, el silencio y la vista lejana de la cordillera que me encantaba. Sin embargo, al llegar noté que la casa que estaba pegada a la mía estaba vacía. Sabía que ahí vivía una pareja de jubilados, a quienes veía las pocas veces que había podido ir. Pero ahora estaba limpia y vacía. Le pregunté a uno de los encargados del barrio que onda y me dijo que la pareja de jubilados la había vendido y que se estaba por mudar otro matrimonio en algún momento.
A los tres días los vi llegar con su camioneta y como a la media hora llegó también el camioncito de la mudanza con sus cosas. Tenía vecinos nuevos. Mucha bola no les dí en ese momento. No quería joderlos porque sé lo molesto que puede ser que te jodan cuando estás en el medio de una mudanza. Así que los dejé descargar sus cosas en paz, yo estaba tirado en casa disfrutando de no hacer nada frente a la TV.
Después que se puso el sol salí al jardín de atrás y empecé a prender el fuego para hacerme unos patys en la parrilla, que ya me estaba picando el estómago. Ahí fue cuando mi vecino me debe haber visto y se vino a saludarme desde su jardín. A las propiedades las separaba una pequeña cerca de madera y alambre nada más, así que nos presentamos y nos quedamos charlando ahí, cada uno de su lado mientras yo estaba vigilando el fuego y las hamburguesas.
Se llamaba Alejandro el tipo. Tenía más de 50 años ya. Era ingeniero agrónomo y la verdad un pelotudazo. No me cayó bien de entrada. A ver, no hizo nada mal el tipo, no dijo nada para ofenderme ni nada de eso. Al contrario, se esforzaba por caer bien, pero a veces hay gente con la que tenés química y otras con las que no. Se reía como un imbécil, no sé. A veces algunas personas tienen una risa insoportable. Bueno, Alejandro era uno de esos. Tenía una onda sobradora al hablar que me ponía los pelos de punta, porque yo sabía muy bien que se estaba mandando la parte, como se dice. Chapeando al pedo con ésto y con lo otro. Era el típico tipo que quería cagar más alto que lo que le daba el culo, hablando lisa y llanamente. Medio cincuentón, canoso y dientudo, juro que me hacía acordar a Ungenio de Condorito el hijo de puta.

Igual nos quedamos charlando ahí porque qué otra cosa iba a hacer? A la mujer no la había visto más allá de lo poco que la ví a la distancia, desde mi living, a través de los ventanales de su casa mientras ella estaba adentro desempacando y arreglando las cosas de su mudanza. Era una morocha que así a la distancia no me había llamado la atención para nada. Pero, la verdad, para nada, por lo poco que la pude ver.
Hasta que apareció. Mientras yo estaba charlando con el imbécil del marido y vigilando que no se me quemaran las hamburguesas, ella finalmente salió a su jardín y se vino para donde estábamos nosotros para saludar y presentarse. Ahí fue cuando la pude ver de cerca, cuando conocí por fin a Laura. Y la verdad que… wow.

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