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Gotas Puras de Deseo Prohibido 3

Gotas Puras de Deseo Prohibido 3

Me senté, sintiendo el aire caliente y la humillación sutil de la reprimenda de la señora. La frustración me carcomía. Quería que todo siguiera, que mi cuerpo ardiera, pero la interrupción había sido total. Hundida en el asiento, intenté calmar mi respiración, aunque el calor persistía en mi vientre y entre mis muslos.

No pasó mucho tiempo antes de que notara un movimiento. Un señor se acercó y se paró frente a mí, demasiado cerca, considerando el espacio disponible. Su mirada era descarada, directa a mis ojos, pero sabía que me estaba desnudando con la vista. Intenté desviar la mirada, pero una extraña y creciente presión en mi hombro derecho me impidió moverme.

Era una sensación pesada, firme, que se iba haciendo más evidente con cada balanceo del autobús. No era una mano, no era un codo. El roce era inconfundible, una protuberancia que se presionaba contra la tela de mi blusa, justo donde mi hombro se unía al cuello. Era él, el hombre, arrimando su verga a mi hombro.

Mi cuerpo se tensó al instante. Una ola de calor me invadió de golpe, más intensa que las anteriores, subiendo desde mi conchita hasta mi pecho y garganta. La vergüenza se mezcló con una punzada de excitación innegable. Estaba en un espacio público, sentada, bajo la mirada de otros, y un hombre estaba haciendo esto. No podía moverme, no quería moverme. La presión aumentaba y disminuía con el movimiento del autobús, cada vez más audaz. Mi corazón latía desbocado, y la humedad entre mis piernas se volvió un diluvio silencioso. Mi mente gritaba "no", pero mi cuerpo, mi jodido y perverso cuerpo, gemía en un silencio ensordecedor.

La presión de su miembro contra mi hombro se intensificaba con cada vaivén del autobús. Mi mente estaba en un torbellino, una batalla entre el shock y el deseo. Podría haber gritado, podría haberme levantado, pero mi cuerpo estaba clavado al asiento, electrizado. El aire se sentía espeso, cargado de una tensión que solo yo parecía percibir. Mis ojos se mantuvieron fijos en el frente, mi rostro una máscara de calma, pero por dentro, un huracán se desataba.

Un pulso ardiente recorría mi vientre, una sensación que conocía de la noche en mi habitación, pero ahora magnificada por el riesgo, por la cercanía de otros cuerpos, por el descaro de ese hombre. Sentía cómo mi conchita se hinchaba aún más, latiendo al compás de mi corazón desbocado. La humedad en mi tanga hilo se volvió un goteo constante. Era una excitación que me arrastraba, una perversidad que jamás imaginé desea

En lugar de alejarme, hice lo que mi cuerpo me pedía, lo que mi curiosidad anhelaba. Con un movimiento apenas perceptible, incliné ligeramente mi hombro hacia él, aumentando la presión. No lo miré, no le di ninguna señal obvia, pero mi pequeño gesto era una invitación silenciosa, una complicidad velada en medio de la aglomeración. Era mi manera de decir: "sé lo que haces, y no me detengo.

El sutil movimiento de mi hombro fue mi apuesta. La presión contra mí se hizo un poco más audaz, más confiada, una respuesta silenciosa a mi invitación. El hombre no dijo nada de inmediato, pero el roce se volvió constante, firme, un pulso lento que se sincronizaba con el mío. Mi corazón martilleaba en mis oídos, y el ardor entre mis piernas era casi insoportable.

Entonces, giré ligeramente la cabeza y lo miré, manteniendo una expresión de inocencia.

"Disculpe, señor," dije con una voz suave, "está muy apretado aquí, ¿verdad? ¿Va lejos?"

Mi pregunta era sencilla, pero mis ojos, que subieron por su cuerpo antes de fijarse en los suyos, estaban cargados de un subtexto que solo él, y quizás yo, podíamos entender. Su rostro era inexpresivo, pero sus ojos brillaban con una astucia.

"Sí, señorita, bastante," respondió con una voz grave, y sentí cómo la presión de su verga contra mi hombro se intensificaba, un claro asentimiento a mis palabras. "Pero no me quejo, así uno va más acompañado." Una sonrisa se dibujó en sus labios, una que no llegaba a ser vulgar, pero que prometía.

Entonces, sus ojos bajaron por mi cuerpo, demorándose en mis piernas, descaradamente expuestas por los shorts de licra. Subió la mirada de nuevo, y su voz se hizo un poco más ronca.

"Con todo respeto, señorita, es usted muy bonita." Hizo una pausa, y la presión en mi hombro se volvió más insistente. "Y tiene unas piernotas hermosas. ¿A qué se dedica una señorita tan... llamativa como usted?"

Una risa casi inaudible escapó de mis labios. Él no sabía que mi "trabajo" era simplemente existir en mi burbuja de privilegio. Pero hoy, mi dedicación había tomado un giro inesperado.

"Gracias, señor," respondí, sintiendo cómo mi voz se volvía un susurro excitado. "Pues... me dedico a vivir mi vida, a veces busco experiencias nuevas." Dejé que el significado se filtrara, una invitación abierta a su juego.

"Creo que aquí me bajo," dije, mi voz apenas un susurro cargado de una excitación apenas contenida. Con un movimiento calculado, me levanté del asiento. Sabía lo que venía, y mi cuerpo se tensó en anticipación.

Apenas me puse de pie, sentí cómo el hombre aprovechaba el breve espacio. Su verga se restregó con una intensidad descarada contra mis nalgas, una presión firme y caliente a través de la delgada tela de los shorts. Era un contacto total, sin impedimentos, y en lugar de alejarme, empujé ligeramente hacia atrás, sintiendo cómo su miembro se hundía más profundamente entre mis nalgas, la punta caliente y dura contra mi piel sensible. Mi respiración se cortó, y un gemido ahogado se atascó en mi garganta.

Casi al instante, otra persona se abalanzó sobre el asiento que había dejado vacío, ocupando el lugar y forzando al hombre aún más contra mí. Me sentía emparedada entre su cuerpo y la nueva persona que ocupaba mi asiento, atrapada en ese roce intenso y delicioso.

"Aquí no es," logré decir, mi voz apenas un susurro, mientras sentía la presión continua de su verga contra mi culo, inmovilizada por la multitud. "Pero ahora me han ganado el lugar."

El hombre no se movió. Su cuerpo seguía pegado al mío, su verga presionando con insistencia. "Parece que el destino nos quiere juntos un poco más, señorita," respondió con una voz apenas audible, sutil, pero el mensaje de su miembro en mi trasero era claro y rotundo.

Mi cuerpo se arqueó casi imperceptiblemente contra el suyo, respondiendo a la presión innegable. La vergüenza se había disuelto por completo, reemplazada por un ardor que me quemaba desde adentro. Las palabras de la señora se sentían a kilómetros de distancia; ahora solo existía el aquí y el ahora, la multitud que nos aprisionaba y su verga firme contra mis nalgas.

"Parece que sí," respondí, mi voz ahora era apenas un suspiro ronco, casi un gemido que la multitud ahogaba. Me incliné un poco más hacia atrás, buscando un contacto más profundo, un roce que la tela de mi short de licra no pudiera contener. "Y a mí me parece... que no me molesta en absoluto que me haya ganado el lugar así."

Mis palabras eran una invitación descarada, una confesión de mi propio morbo. Sentí cómo su miembro se movía un poco más, una respuesta silenciosa y urgente a mi atrevimiento. Podía sentir el calor, la protuberancia dura y viva, presionando justo en la línea de mis glúteos, buscando la entrada de mi tanga hilo. La adrenalina se disparó, y mi conchita, ya empapada, palpitaba con una fuerza que amenazaba con hacerme perder el control en medio del autobús. Quería más. Quería sentirlo sin la barrera de la tela.

"No hay mejor lugar, señorita," respondió su voz grave, apenas audible sobre el ruido del autobús. La presión de su verga contra mi trasero se hizo aún más intensa, como si sus palabras tuvieran un peso físico. "Aparte, usted ya se acomodó... y muy bien acomodada."

Mi risa salió ahogada, una mezcla de placer y desafío. Las palabras de la señora y el mundo exterior se habían desvanecido por completo; solo existía la tensión entre nuestros cuerpos, la silenciosa danza de nuestros deseos en medio de la multitud.

"Es que uno siempre busca el mejor sitio para sentirse cómoda, ¿verdad, señor?" susurré de vuelta, mi voz más ronca de lo que jamás había escuchado. Me pegué aún más a él, mis nalgas empujando hacia su miembro, invitándolo a una presión más profunda, más íntima. "Y, la verdad, aquí me siento increíblemente bien... ajustada."

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Mis nalgas, firmes y redondas, se movían con la intención de apretar más, de absorber cada milímetro de su verga contra mí. Era un baile silencioso, un vaivén constante, donde yo empujaba hacia atrás y él respondía con una presión insistente hacia adelante. Podía sentir el calor de su cuerpo a través de la tela, la dureza que se moldeaba a la hendidura de mi trasero, y un gemido se ahogaba en mi garganta con cada movimiento.

Sabía que él era un señor feo, mal vestido y con un olor a sudor que debería haberme repelido. Mi mente consciente registraba cada detalle poco atractivo, pero no importaba. Nada importaba. La idea de que fuera él, un desconocido, en un autobús lleno, quien me estuviera haciendo esto, me excitaba de una manera perversa que superaba cualquier noción de asco o decoro. Mi cuerpo solo respondía al placer crudo, a la audacia del momento, a la transgresión de las normas que me habían asfixiado. Quien fuera, su anonimato y su atrevimiento eran parte del juego, parte del morbo que me consumía.

El vaivén de nuestros cuerpos en el autobús era una danza silenciosa, un acuerdo entre dos extraños. El hombre, sintiendo mi respuesta, mi empuje, percibió la invitación. Su mano se movió sigilosamente, con una destreza que solo la práctica en la aglomeración podría dar.

Primero, me tocó el culo, una caricia que se demoró más de lo permitido, deslizándose por la curva de mi nalga con una firmeza que me hizo jadear internamente. Luego, su mano se aventuró por mis piernas, ascendiendo lentamente por el muslo desnudo, rozando el borde de mis shorts de licra. Mi piel se erizó con cada milímetro que subía.

La multitud nos protegía, nos ocultaba en su anonimato. Finalmente, con una audacia que me dejó sin aliento, su mano se detuvo y se posó por encima de la tela de mi conchita. No era un roce accidental, sino una presión directa, un toque intencional que se sentía a través delgada tela del short. Mi cuerpo se arqueó de nuevo, casi buscando la sensación, una explosión de calor que me recorrió de pies a cabeza. Mis ojos se cerraron por un instante, y la humedad entre mis piernas se volvió incontrolable.
Sin decir una palabra, mi cuerpo simplemente dejó que continuara. Cada fibra de mi ser se concentró en la mano de aquel hombre, en el roce de sus dedos sobre la licra fina de mis shorts, justo en la zona más sensible. Estaba al borde, al puto borde del clímax, una sensación tan intensa que sentía que mi cuerpo se iba a partir.

Mi respiración se volvió errática, casi inexistente. Cada vaivén del autobús, cada empujón de la gente, intensificaba el contacto de su verga contra mi trasero y el de su mano en mi conchita. Mis piernas temblaban incontrolablemente, y mi mente no podía pensar en nada más que el placer crudo y abrumador. No importaba la fealdad del hombre, ni el sudor, ni el lugar. Mi única realidad era la fantasía que se hacía realidad en ese instante, en medio de la aglomeración. Era exactamente lo que había buscado, y superaba cualquier expectativa. Mis nalgas se apretaban en un espasmo involuntario, buscando más presión, mientras sentía cómo mi cuerpo se preparaba para explotar.

La mano del hombre se hizo más insistente, los dedos bailando sobre la fina tela de mis shorts, justo encima de mi clítoris hinchado. El vaivén de nuestros cuerpos se intensificó, y con cada empuje de mis nalgas contra su miembro, sentía que el control se me escapaba por completo.

Entonces, su voz ronca se deslizó en mi oído, apenas un susurro que la algarabía del autobús no podía opacar. "Estás empapada, ¿verdad, preciosa? Completamente mojada." Sus palabras eran crudas, descaradas, una confirmación explícita de lo que ya sentía, y el morbo de escucharlo lo hizo todo aún más intenso. "Así me gusta... que te guste tanto."

Esa última frase fue el detonante. Su mano se apretó, y sentí un último y profundo roce de su verga contra mí. Mis músculos se contrajeron violentamente, un espasmo incontrolable que recorrió todo mi cuerpo. Mis piernas se tensaron, mi espalda se arqueó imperceptiblemente, y un gemido agudo se escapó de mis labios, ahogado por el ruido del bus.

La ola de placer me inundó, una explosión caliente y húmeda que se derramó entre mis piernas. El clímax me golpeó con una fuerza abrumadora, liberando toda la tensión acumulada. Sentí cómo mis músculos se relajaban, exhaustos, mientras un hilo de líquido cálido seguía su camino por mi muslo. Mi fantasía se había cumplido, y de la manera más perversa y pública que pude haber imaginado.

La explosión de placer me dejó temblando, pero la realidad regresó con una bofetada fría. Había llegado al clímax, en un autobús lleno, con un desconocido. El morboso placer dio paso a una ola de vergüenza punzante. Tenía que salir de allí.

Intenté separarme del hombre, mi cuerpo aún laxo por la excitación, pero él no me dejó. Su miembro seguía presionado contra mí, como si no quisiera soltarme. La gente seguía empujando, y él aprovechaba cada vaivén para mantenerme pegada. Forcé con todas mis fuerzas, empujando con mis manos contra su pecho, hasta que finalmente logré deslizarme de su agarre. Me abrí paso entre la multitud con prisa febril, mis piernas temblaban bajo el short mojado.

Apenas las puertas del autobús se abrieron en la siguiente parada, bajé corriendo. Respiraba con dificultad, el aire frío de la calle un alivio y una bofetada al mismo tiempo. Necesitaba desaparecer. Con la mano temblorosa, llamé un taxi.

El taxista no ayudó en nada. Sus ojos no dejaban de verme por el retrovisor, una mirada morbosa que confirmaba mis peores temores. Sentía que el taxi entero se inundaba con mi olor corporal, una mezcla de sudor, excitación y la prueba de lo que acababa de ocurrir. La vergüenza me quemaba el rostro. En cuanto el taxi se detuvo cerca de mi casa, pagué a toda prisa y bajé corriendo, casi tropezando, sintiéndome expuesta y sucia.

Al llegar a mi casa, mi refugio, me dirigí directamente a mi cuarto. Necesitaba la privacidad, el agua, la distancia de lo que acababa de hacer. Tomé un baño rápidamente, dejando que el agua caliente intentara lavar la sensación de las manos ajenas y el calor de su cuerpo. Pero mientras el agua corría por mi piel, las imágenes de lo ocurrido, el roce, las palabras, el clímax, comenzaron a reproducirse en mi mente. Y de nuevo, la excitación burbujeó. La vergüenza inicial se disipó, reemplazada por un deseo familiar y poderoso. Quería volver a repetir esto.

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