La ducha no lavó el recuerdo, solo intensificó el deseo. Bajo el chorro de agua, mis dedos se deslizaron por mi conchita, aún hinchada y palpitante. Las imágenes se superponían: el apretujón del autobús, el roce descarado de su verga, la mano experta sobre mi short, y el clímax que me había consumido. La vergüenza había sido efímera, eclipsada por la memoria del placer crudo.
Al salir del baño, mi piel aún perlada de humedad, me dirigí directamente a mi cama. Mi cuerpo, traicionero y deseoso, me guiaba. Mis dedos temblaban mientras me quitaba la toalla, dejando mi cuerpo al descubierto, aún con el rastro del olor corporal que me había avergonzado en el taxi, pero que ahora me parecía un afrodisíaco. La tanga hilo, desechada en el suelo del baño, seguía empapada, un testimonio silencioso de mi abandono.
Me recosté en el colchón, las piernas ligeramente abiertas, la mente obsesionada con la sensación de la mano de aquel hombre. Mi propia mano encontró su camino, con una urgencia renovada. Esta vez, no había tela, no había barreras. Mis dedos exploraron mi conchita, que se abría y pulsaba con cada toque. Recordé la presión de su verga en mi trasero, y me giré ligeramente, apretando una almohada entre mis nalgas, buscando replicar la sensación. El placer era instantáneo, una ola que subía con cada caricia, cada recuerdo de lo prohibido.
Mis gemidos, antes ahogados en el autobús, ahora resonaban libremente en la soledad de mi habitación. Me movía, me retorcía, empujando mi pelvis contra mis dedos, contra la almohada, reviviendo cada segundo del morbo del autobús. El líquido brotaba sin control, empapando las sábanas bajo mí. Estaba en mi propia órbita de placer, esclava de un deseo que acababa de descubrir en su forma más perversa. No me importaba el control; solo quería más de esa sensación ardiente y liberadora.
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