Anoche salí a cenar con las chicas en un resto copado del centro, de esos que tienen luces tenues y el vino te pega rápido. Estábamos a full, boludeando, contando anécdotas y riéndonos como locas. Entre los tragos y las pavadas, se nos hicieron las mil y pico. Ya estaba medio en pedo, pero de ese pedo lindo, donde te sentís la reina del mundo. Nos despedimos con abrazos y promesas de repetir, y yo, como siempre, pedí un taxi para volver a casa. No me iba a poner a caminar a esas horas, menos con los tacos que me estaban matando.
El taxi llegó volando, un Fiat medio viejito pero limpio. Me tiré en el asiento de atrás y el taxista, un tipo grandote, morocho, con una barba recortada que le daba un aire de macho interesante, me miró por el retrovisor. “¿A dónde, linda?”, me tiró con una voz grave que me hizo arquear una ceja. Le di la dirección y arrancamos. No sé cómo mierda pasó, pero empezamos a charlar y la cosa se puso zarpada rápido. Yo, con el vino encima, le seguí el juego. Él me contaba pavadas de sus noches laburando, y yo le tiraba alguna indirecta, de esas que te salen cuando estás en esa vibra. “¿Siempre sos tan charlatán o solo conmigo?”, le dije, y él se rió, con una mirada que me dio un cosquilleo en la panza.
Para cuando llegamos a mi depto, yo ya estaba en modo puta total. No sé si fue el alcohol, las ganas de joder o qué, pero me pintó una idea loca. Antes de bajar, lo miré fijo y le tiré: “Che, ¿querés subir a tomar algo o te vas a seguir dando vueltas por ahí?”. El tipo me clavó los ojos, como calibrando si iba en serio. “Bueno, pero un toque, que sigo laburando”, dijo, y apagó el motor. Ya está, pensé, esta noche va a ser para el recuerdo.
Entramos a casa y la cosa ya estaba caliente de entrada. Le ofrecí una birra, pero ni la tocó. Nos miramos y, sin decir nada, nos empezamos a comer la boca como si no hubiera mañana. Sus manos me apretaban el culo con ganas, y yo me pegué a él, sintiendo cómo su pija ya estaba dura contra mi pierna. “Qué rápido arrancaste, papá”, le dije, riéndome, y él me contestó con un gruñido que me puso la piel de gallina.
Lo llevé al sillón del living, porque no había tiempo ni ganas de subir a la pieza. Me saqué el vestido negro que llevaba, quedándome en ropa interior, y le tiré una sonrisa mientras sacaba un forro de mi cartera. Siempre tengo uno a mano, porque una buena petera como yo no se arriesga. “Primero te la chupo, pero con esto puesto”, le dije, mostrándole el preservativo. Me arrodillé frente a él, le bajé el pantalón y me encontré con una pija bien parada, lista para la acción. Le puse el forro con cuidado, pero rápido, y empecé a jugar. Primero despacito, pasándole la lengua por la punta, sintiendo el látex calentito contra mi boca. Él suspiró hondo, y yo, como buena puta, me la mandé entera, chupando con ganas, subiendo y bajando, mientras mi mano le apretaba la base. Cada tanto lo miraba a los ojos, porque me encanta ver cómo se desarman cuando les doy un pete de esos que no olvidan. Él me agarraba el pelo, no muy fuerte, pero lo justo para que sintiera que tenía el control. Yo seguía, acelerando, metiéndomela hasta la garganta, haciendo esos ruiditos que sé que los vuelven locos.
Después de un buen rato, me miró con la cara transpirada y me dijo: “Subí, quiero cogerte ya”. Me paré, me saqué la bombacha y el corpiño, y me trepé encima de él, todavía en el sillón. Me senté despacio, dejando que su pija me llenara de a poco, sintiendo cada centímetro abrirme. “La concha tuya”, murmuré, empezando a moverme, primero suave, disfrutando el roce, esa presión rica que te hace cerrar los ojos. Él me agarraba el culo con las dos manos, apretándome contra él, y yo me hamacaba, subiendo y bajando, dejando que mi concha se lo tragara entero. Nos besábamos a full, con lengua, mordidas, todo descontrolado. El sillón crujía, pero me importaba un carajo.
De pronto, quise cambiar. Me apoyé en el respaldo, con el culo bien parado, y le dije: “Dale, cogeme vos ahora”. Él no se hizo rogar. Se puso atrás, me agarró de las caderas y me la mandó de una, con el forro bien puesto. Cada embestida me hacía gemir como loca, y él no se quedaba atrás, gruñendo como si estuviera descargando todo el estrés del día. “Qué concha rica tenés”, me dijo, y yo, en mi modo puta de mierda, le contesté: “Y vos qué pija, papá, no pares”. Él siguió, dándome duro, y yo sentía que me iba a partir en dos del placer. Me tocaba la concha con una mano mientras él me cogía, y el combo me llevó al cielo. El orgasmo me pegó fuerte, me temblaron las piernas y grité como si no hubiera vecinos. Él siguió un par de embestidas más, hasta que se vino con un gemido grave, apretándome el culo con fuerza.
Nos quedamos un segundo en pausa, respirando como si hubiéramos corrido una maratón. Después, entre risas, se vistió rápido. “Sos una loca, vos”, me dijo, dándome un beso corto pero intenso. Lo acompañé a la puerta, todavía en bolas, con esa sensación de “misión cumplida” que me encanta. “Volvé cuando quieras, taxista”, le tiré, guiñándole un ojo. Él se rió, subió al auto y se mandó mudar.
Me tiré en la cama, con el cuerpo todavía vibrando, y pensé: “Esto va directo a Poringa, porque esta petera no se guarda una noche así”. Ya extrañaba contarles mis aventuras.
El taxi llegó volando, un Fiat medio viejito pero limpio. Me tiré en el asiento de atrás y el taxista, un tipo grandote, morocho, con una barba recortada que le daba un aire de macho interesante, me miró por el retrovisor. “¿A dónde, linda?”, me tiró con una voz grave que me hizo arquear una ceja. Le di la dirección y arrancamos. No sé cómo mierda pasó, pero empezamos a charlar y la cosa se puso zarpada rápido. Yo, con el vino encima, le seguí el juego. Él me contaba pavadas de sus noches laburando, y yo le tiraba alguna indirecta, de esas que te salen cuando estás en esa vibra. “¿Siempre sos tan charlatán o solo conmigo?”, le dije, y él se rió, con una mirada que me dio un cosquilleo en la panza.
Para cuando llegamos a mi depto, yo ya estaba en modo puta total. No sé si fue el alcohol, las ganas de joder o qué, pero me pintó una idea loca. Antes de bajar, lo miré fijo y le tiré: “Che, ¿querés subir a tomar algo o te vas a seguir dando vueltas por ahí?”. El tipo me clavó los ojos, como calibrando si iba en serio. “Bueno, pero un toque, que sigo laburando”, dijo, y apagó el motor. Ya está, pensé, esta noche va a ser para el recuerdo.
Entramos a casa y la cosa ya estaba caliente de entrada. Le ofrecí una birra, pero ni la tocó. Nos miramos y, sin decir nada, nos empezamos a comer la boca como si no hubiera mañana. Sus manos me apretaban el culo con ganas, y yo me pegué a él, sintiendo cómo su pija ya estaba dura contra mi pierna. “Qué rápido arrancaste, papá”, le dije, riéndome, y él me contestó con un gruñido que me puso la piel de gallina.
Lo llevé al sillón del living, porque no había tiempo ni ganas de subir a la pieza. Me saqué el vestido negro que llevaba, quedándome en ropa interior, y le tiré una sonrisa mientras sacaba un forro de mi cartera. Siempre tengo uno a mano, porque una buena petera como yo no se arriesga. “Primero te la chupo, pero con esto puesto”, le dije, mostrándole el preservativo. Me arrodillé frente a él, le bajé el pantalón y me encontré con una pija bien parada, lista para la acción. Le puse el forro con cuidado, pero rápido, y empecé a jugar. Primero despacito, pasándole la lengua por la punta, sintiendo el látex calentito contra mi boca. Él suspiró hondo, y yo, como buena puta, me la mandé entera, chupando con ganas, subiendo y bajando, mientras mi mano le apretaba la base. Cada tanto lo miraba a los ojos, porque me encanta ver cómo se desarman cuando les doy un pete de esos que no olvidan. Él me agarraba el pelo, no muy fuerte, pero lo justo para que sintiera que tenía el control. Yo seguía, acelerando, metiéndomela hasta la garganta, haciendo esos ruiditos que sé que los vuelven locos.
Después de un buen rato, me miró con la cara transpirada y me dijo: “Subí, quiero cogerte ya”. Me paré, me saqué la bombacha y el corpiño, y me trepé encima de él, todavía en el sillón. Me senté despacio, dejando que su pija me llenara de a poco, sintiendo cada centímetro abrirme. “La concha tuya”, murmuré, empezando a moverme, primero suave, disfrutando el roce, esa presión rica que te hace cerrar los ojos. Él me agarraba el culo con las dos manos, apretándome contra él, y yo me hamacaba, subiendo y bajando, dejando que mi concha se lo tragara entero. Nos besábamos a full, con lengua, mordidas, todo descontrolado. El sillón crujía, pero me importaba un carajo.
De pronto, quise cambiar. Me apoyé en el respaldo, con el culo bien parado, y le dije: “Dale, cogeme vos ahora”. Él no se hizo rogar. Se puso atrás, me agarró de las caderas y me la mandó de una, con el forro bien puesto. Cada embestida me hacía gemir como loca, y él no se quedaba atrás, gruñendo como si estuviera descargando todo el estrés del día. “Qué concha rica tenés”, me dijo, y yo, en mi modo puta de mierda, le contesté: “Y vos qué pija, papá, no pares”. Él siguió, dándome duro, y yo sentía que me iba a partir en dos del placer. Me tocaba la concha con una mano mientras él me cogía, y el combo me llevó al cielo. El orgasmo me pegó fuerte, me temblaron las piernas y grité como si no hubiera vecinos. Él siguió un par de embestidas más, hasta que se vino con un gemido grave, apretándome el culo con fuerza.
Nos quedamos un segundo en pausa, respirando como si hubiéramos corrido una maratón. Después, entre risas, se vistió rápido. “Sos una loca, vos”, me dijo, dándome un beso corto pero intenso. Lo acompañé a la puerta, todavía en bolas, con esa sensación de “misión cumplida” que me encanta. “Volvé cuando quieras, taxista”, le tiré, guiñándole un ojo. Él se rió, subió al auto y se mandó mudar.
Me tiré en la cama, con el cuerpo todavía vibrando, y pensé: “Esto va directo a Poringa, porque esta petera no se guarda una noche así”. Ya extrañaba contarles mis aventuras.
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