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La noche en los Bosques de Palermo estaba helada, pero yo tenía un calor adentro que no me lo apagaba nadie. Bajé de la camioneta despacito, con el corazón latiendo a mil, y lo sentí a él, a mi marido, que me miraba fijo desde el asiento, con esa mezcla de deseo y morbo que tanto me calienta. Caminé moviendo bien las caderas, haciéndome la trola, porque sabía que eso era lo que más lo excitaba.
No tardó nada en frenar un auto al lado mío. El tipo bajó el vidrio y largó la tarifa, rápido, como esos que están más calientes que el motor. Le sonreí con picardía y, sin decir nada, le señalé con la cabeza que se estacione ahí, al lado de la camioneta, donde mi hombre no se perdía un detalle.
Subí al auto, cerrando la puerta con cuidado, pero dejando el vidrio un poco bajo. Quería que el frío entrara y me erizara la piel, pero más quería que él, desde la camioneta, pudiera escuchar, pudiera ver. Me acomodé de costado, dejando que un pie con taco sobresaliera bien por la ventanilla. Lo movía despacito, marcando el ritmo, ese vaivén que sabía que lo volvía loco. El coche empezó a mecerse apenas, ese movimiento que decía todo sin necesidad de mostrar nada.
Yo sentía cómo me ardía el cuerpo, sabiendo que él lo estaba mirando todo, que sus ojos estaban fijos en mi pierna, en mi pie que se balanceaba, en el auto que se sacudía apenas. El aire frío me quemaba la cara, pero el calor de la situación me incendiaba.
Cuando todo terminó, bajé del auto con las piernas temblando, con el corazón a punto de explotar. Caminé despacito hasta la camioneta, lo miré y vi en sus ojos todo el fuego que había acumulado viéndome. Apenas me subí, no me dijo ni una palabra: se tiró sobre mí y empezó a chuparme toda, desesperado, como si necesitara saciarse de ese morbo que habíamos compartido. Sus manos me recorrían y su boca no se despegaba de mí, como si quisiera quedarse con cada gota de lo que había pasado.
Y yo ahí, perdida entre el placer, el frío de la noche que ya no sentía y las ganas locas de volver a repetir todo, de volver a perderme en esa oscuridad, en ese juego que nos prende fuego los dos, que nos une como nada más en el mundo.
Ya lo venimos charlando entre los dos, con esas miradas cómplices que nos prendieron fuego desde esa noche en Palermo. Y ahora tenemos el plan: la próxima vez lo vamos a hacer distinto, más atrevido todavía.
La idea es simple pero mortal: vamos a esperar un finde que no haga tanto frío, una noche bien oscura, de esas donde las luces de los autos apenas iluminan lo justo. Vamos a ir con la camioneta a un rincón más escondido de la zona, un lugar donde no pase tanto auto seguido, pero donde igual se arrimen los que buscan lo que nosotros sabemos ofrecer.
Yo voy a estar vestida como a él más le gusta: pollerita corta, los tacos que lo vuelven loco, una campera que apenas tape lo que tiene que tapar para no llamar la atención de más de entrada. Y lo voy a hacer esperar, lo voy a hacer mirarme mientras camino despacito entre los árboles, con ese paso bien de trola, sabiendo que me observa, que se le incendia la sangre.
Esta vez la idea es que el auto que frene lo haga más cerca todavía, al lado de la camioneta, que el tipo ni se imagine que mi marido está ahí, viendo todo, disfrutando de la escena. Voy a subir, como la otra vez, dejando el vidrio un poco bajo, dejando que el aire entre, que la noche nos envuelva, que él desde la camioneta pueda ver el vaivén, pueda escuchar, pueda morirse de morbo y ganas.
Pero esta vez, cuando todo termine, él no va a esperar que vuelva a la camioneta. Va a bajar y se va a acercar al auto, y sin que el tipo entienda nada, me va a agarrar ahí mismo, me va a devorar con la boca, con las manos, con todo. Y yo voy a estar entregada, encendida, sabiendo que no hay nada que nos excite más que ese fuego compartido, ese juego sucio que es solo nuestro.
Ya lo tenemos decidido. Ahora es cuestión de esperar la noche justa que no haga tanto frío. Porque sabemos que lo vamos a repetir. Y esta vez, va a ser todavía mejor.

La noche en los Bosques de Palermo estaba helada, pero yo tenía un calor adentro que no me lo apagaba nadie. Bajé de la camioneta despacito, con el corazón latiendo a mil, y lo sentí a él, a mi marido, que me miraba fijo desde el asiento, con esa mezcla de deseo y morbo que tanto me calienta. Caminé moviendo bien las caderas, haciéndome la trola, porque sabía que eso era lo que más lo excitaba.
No tardó nada en frenar un auto al lado mío. El tipo bajó el vidrio y largó la tarifa, rápido, como esos que están más calientes que el motor. Le sonreí con picardía y, sin decir nada, le señalé con la cabeza que se estacione ahí, al lado de la camioneta, donde mi hombre no se perdía un detalle.
Subí al auto, cerrando la puerta con cuidado, pero dejando el vidrio un poco bajo. Quería que el frío entrara y me erizara la piel, pero más quería que él, desde la camioneta, pudiera escuchar, pudiera ver. Me acomodé de costado, dejando que un pie con taco sobresaliera bien por la ventanilla. Lo movía despacito, marcando el ritmo, ese vaivén que sabía que lo volvía loco. El coche empezó a mecerse apenas, ese movimiento que decía todo sin necesidad de mostrar nada.
Yo sentía cómo me ardía el cuerpo, sabiendo que él lo estaba mirando todo, que sus ojos estaban fijos en mi pierna, en mi pie que se balanceaba, en el auto que se sacudía apenas. El aire frío me quemaba la cara, pero el calor de la situación me incendiaba.
Cuando todo terminó, bajé del auto con las piernas temblando, con el corazón a punto de explotar. Caminé despacito hasta la camioneta, lo miré y vi en sus ojos todo el fuego que había acumulado viéndome. Apenas me subí, no me dijo ni una palabra: se tiró sobre mí y empezó a chuparme toda, desesperado, como si necesitara saciarse de ese morbo que habíamos compartido. Sus manos me recorrían y su boca no se despegaba de mí, como si quisiera quedarse con cada gota de lo que había pasado.
Y yo ahí, perdida entre el placer, el frío de la noche que ya no sentía y las ganas locas de volver a repetir todo, de volver a perderme en esa oscuridad, en ese juego que nos prende fuego los dos, que nos une como nada más en el mundo.
Ya lo venimos charlando entre los dos, con esas miradas cómplices que nos prendieron fuego desde esa noche en Palermo. Y ahora tenemos el plan: la próxima vez lo vamos a hacer distinto, más atrevido todavía.
La idea es simple pero mortal: vamos a esperar un finde que no haga tanto frío, una noche bien oscura, de esas donde las luces de los autos apenas iluminan lo justo. Vamos a ir con la camioneta a un rincón más escondido de la zona, un lugar donde no pase tanto auto seguido, pero donde igual se arrimen los que buscan lo que nosotros sabemos ofrecer.
Yo voy a estar vestida como a él más le gusta: pollerita corta, los tacos que lo vuelven loco, una campera que apenas tape lo que tiene que tapar para no llamar la atención de más de entrada. Y lo voy a hacer esperar, lo voy a hacer mirarme mientras camino despacito entre los árboles, con ese paso bien de trola, sabiendo que me observa, que se le incendia la sangre.
Esta vez la idea es que el auto que frene lo haga más cerca todavía, al lado de la camioneta, que el tipo ni se imagine que mi marido está ahí, viendo todo, disfrutando de la escena. Voy a subir, como la otra vez, dejando el vidrio un poco bajo, dejando que el aire entre, que la noche nos envuelva, que él desde la camioneta pueda ver el vaivén, pueda escuchar, pueda morirse de morbo y ganas.
Pero esta vez, cuando todo termine, él no va a esperar que vuelva a la camioneta. Va a bajar y se va a acercar al auto, y sin que el tipo entienda nada, me va a agarrar ahí mismo, me va a devorar con la boca, con las manos, con todo. Y yo voy a estar entregada, encendida, sabiendo que no hay nada que nos excite más que ese fuego compartido, ese juego sucio que es solo nuestro.
Ya lo tenemos decidido. Ahora es cuestión de esperar la noche justa que no haga tanto frío. Porque sabemos que lo vamos a repetir. Y esta vez, va a ser todavía mejor.
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