Era un sábado caluroso de enero en Buenos Aires, y yo, Nazarena, de 25 años, feminista de clase media baja, iba en el colectivo a la casa de una amiga. Las tres de la tarde y el bondi iba hasta las manos, gente apretada, ese olor a perfume barato mezclado con el tufo del asfalto caliente.
Me había puesto una remera blanca sueltita, sin mangas, con un corpiño negro abajo —nada de sostén con aro, que eso es opresión capitalista—, una calza negra ajustada y mi tanga favorita: negra, con brillitos grises adelante y un moñito diminuto que siempre me hacía sentir sexy. Iba parada, agarrada del pasamanos, tratando de no rozarme con nadie, pero en estos viajes es imposible.
De repente, lo sentí: un roce en el culo. **"¿Fue sin querer?"**, pensé, tratando de no paranoiquear. Pero ahí estuvo de nuevo, más firme, una mano que no se disimulaba. Giré un poco la cabeza, disimulando, y lo vi: un tipo de unos 30-40 años, trajeado, como si viniera de laburar en alguna oficina turbia. Respiré hondo, quise decir algo, pero antes de que pudiera reaccionar, sentí como una metiendo su mano adentro de mi y calza y tanga, lentamente, hasta que sentí **el dedo**.
Sí, **el dedo**. Justo ahí, en el *anillo*, presionando como si tuviera llave. Apreté los cachetes al instante, pero él insistió, y entre la presión de la calza y lo ajustado de la tanga, sentí cómo la punta se colaba adentro. **"¡No puede ser!"**, pero ahí estaba, ese dolorcito que se mezclaba con algo más, algo que me hacía morder el labio.
Y entonces… **aflojé**. No sé por qué, pero lo hice. Dejé que ese dedo entrara, que se moviera despacio, que me explorara como si mi cuerpo fuera su territorio. Cinco minutos, debe haber sido eso, pero se sintieron eternos. El colectivo seguía su marcha, la gente hablando, nadie notando nada. Yo ahí, con la cara caliente, el corazón a mil y la bombacha empapada.
Cuando empezó a sacarlo, sentí el aire frío contra mi piel, y luego sus dedos ajustándome la tanga, metiéndomela bien en el orto, como marcando territorio. Un suspiro se me escapó, y cuando levanté la vista, él ya se estaba yendo, bajándose en la próxima parada como si nada.
Yo me quedé ahí, con el culo todavía sensible, la tanga clavada y una mezcla de bronca y culpa. **¿Por qué no grité? ¿Por qué no lo escraché?** Pero también, en el fondo, esa sensación que no quería admitir: **me había gustado**.
El colectivo siguió su camino, y yo me aferré al pasamanos, sintiendo cómo el moñito de mi tanga seguía ahí, recordándome lo que había pasado. **Una más del montón**, pensé. Pero esta vez, una que no supo —o no quiso— defenderse.
**Y así llegué a lo de mi amiga, con el corazón en la garganta y un secreto sucio entre las nalgas.**
Me había puesto una remera blanca sueltita, sin mangas, con un corpiño negro abajo —nada de sostén con aro, que eso es opresión capitalista—, una calza negra ajustada y mi tanga favorita: negra, con brillitos grises adelante y un moñito diminuto que siempre me hacía sentir sexy. Iba parada, agarrada del pasamanos, tratando de no rozarme con nadie, pero en estos viajes es imposible.
De repente, lo sentí: un roce en el culo. **"¿Fue sin querer?"**, pensé, tratando de no paranoiquear. Pero ahí estuvo de nuevo, más firme, una mano que no se disimulaba. Giré un poco la cabeza, disimulando, y lo vi: un tipo de unos 30-40 años, trajeado, como si viniera de laburar en alguna oficina turbia. Respiré hondo, quise decir algo, pero antes de que pudiera reaccionar, sentí como una metiendo su mano adentro de mi y calza y tanga, lentamente, hasta que sentí **el dedo**.
Sí, **el dedo**. Justo ahí, en el *anillo*, presionando como si tuviera llave. Apreté los cachetes al instante, pero él insistió, y entre la presión de la calza y lo ajustado de la tanga, sentí cómo la punta se colaba adentro. **"¡No puede ser!"**, pero ahí estaba, ese dolorcito que se mezclaba con algo más, algo que me hacía morder el labio.
Y entonces… **aflojé**. No sé por qué, pero lo hice. Dejé que ese dedo entrara, que se moviera despacio, que me explorara como si mi cuerpo fuera su territorio. Cinco minutos, debe haber sido eso, pero se sintieron eternos. El colectivo seguía su marcha, la gente hablando, nadie notando nada. Yo ahí, con la cara caliente, el corazón a mil y la bombacha empapada.
Cuando empezó a sacarlo, sentí el aire frío contra mi piel, y luego sus dedos ajustándome la tanga, metiéndomela bien en el orto, como marcando territorio. Un suspiro se me escapó, y cuando levanté la vista, él ya se estaba yendo, bajándose en la próxima parada como si nada.
Yo me quedé ahí, con el culo todavía sensible, la tanga clavada y una mezcla de bronca y culpa. **¿Por qué no grité? ¿Por qué no lo escraché?** Pero también, en el fondo, esa sensación que no quería admitir: **me había gustado**.
El colectivo siguió su camino, y yo me aferré al pasamanos, sintiendo cómo el moñito de mi tanga seguía ahí, recordándome lo que había pasado. **Una más del montón**, pensé. Pero esta vez, una que no supo —o no quiso— defenderse.
**Y así llegué a lo de mi amiga, con el corazón en la garganta y un secreto sucio entre las nalgas.**
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