
—¿Quién es Santiago? —repitió Martín, con la voz dura.
Clara se quedó quieta, apenas envuelta en una sábana.
—Es… un ex. Alguien que no entiende que ya fue.
Martín se cruzó de brazos. El teléfono aún brillaba sobre la mesita, mostrando el último mensaje:
> "Sabés que yo sí te amaba de verdad. ¿Qué hacés cogiendo con un desconocido?"
—¿Y por qué te escribe eso? —preguntó Martín, sintiendo el veneno del celo morderle el pecho.
Clara lo miró con fuego.
—Porque me vio. Nos vio. Subí una historia, y ahí estabas vos… Tuve mi vida antes de vos, ¿o esperabas una virgen?
—No. Pero tampoco esperaba que un tipo te escribiera así.
Ella se acercó, desnuda, desafiándolo con la mirada.
—¿Estás celoso, papi?
—Sí. Me jode pensar que alguien te tocó antes que yo. Me jode que aún crea que puede volver.
—Pero no puede —susurró ella, pegando su cuerpo al de él—. Porque ahora soy tuya.
Martín no dijo nada. Solo la empujó contra la pared. La besó con furia. Le mordió los labios, le apretó las tetas con rabia. Clara respondió igual: arañándolo, frotándose contra su pija dura.
—Decime que no pensás en él —le gruñó Martín, metiéndole los dedos en la vagina.
—No pienso en nadie más que en vos —dijo ella, jadeando—. ¡Y quiero que me lo demuestres, ya, con tu leche!
Martín la llevó a la cama como un animal en celo. La puso en cuatro, le escupió la concha y le metió la pija entera de un solo empujón.

—¡Aahhh! ¡Sí, así, rompeme, haceme olvidar a todos! —gritó Clara, clavándole las uñas en el colchón.
La cogió con rabia, con las bolas, chocando con sus nalgas, como si le cobrara una traición que nunca existió. Cada embestida era un reclamo, cada gemido una disculpa.
Después la tiró de espaldas y la penetró otra vez, mirándola a los ojos.
—Nadie te va a coger como yo. ¿Lo entendés? Mientras le clavaba la pija en la concha, una y otra vez.

—¡Sí, papi! ¡Sos el único que me llena, que me parte, que me hace acabar así!
Ella se vino gimiendo. Y él la llenó de leche segundos después, hundiéndose hasta el fondo.
Quedaron abrazados, sudados, con el corazón galopando en el pecho.
—No quiero que ese tipo vuelva a molestarte —murmuró él, acariciándole el pelo.
—Yo me encargo. Ya no me interesa. Solo vos.
Martín le besó, aún jadeando.
Y entendió que, aunque el sexo era fuego, lo que lo tenía atrapado era ella entera.
Eran casi las ocho de la noche. Clara salía de la ducha, con una camiseta suelta de Martín y el pelo mojado. El timbre sonó.
—¿Esperás a alguien? —preguntó ella, extrañada.
—No —respondió él, asomándose al portero eléctrico—. Pero hay alguien en la puerta que dice conocerte.
Clara se puso pálida.
—No jodas… ¿Es Santiago?
Martín no respondió. Bajó, abrió la puerta… y ahí estaba.
Alto, prolijo, con una sonrisa forzada en la cara.
—Vengo a hablar con Clara. No va a ser mucho —dijo, sin saludar.
—Ella no quiere hablar contigo —contestó Martín, seco, firme.
—Quiero escucharlo de su boca, no de la del tipo que se la está cogiendo.
Fue un segundo. Un crujido.
Martín le metió un puñetazo en la mandíbula que lo tiró contra la pared.
—Salí de acá antes que te parta en serio, pelotudo.
Clara bajó justo a tiempo para ver cómo Santiago se levantaba con la cara ensangrentada y retrocedía, humillado.
—No vuelvas más —le gritó ella—. No sos nada para mí.
Cuando la puerta se cerró, la adrenalina se transformó en otra cosa. En lujuria. En salvajismo. En un deseo que hervía por dentro.
Martín la acorraló contra la pared del hall. La besó como si quisiera devorarla.
—¿Vos sos mía, no?
—Tuya, papi. Solo tuya.
—Entonces vamos arriba. Ya. Y le dio una nalgada
No llegaron a la cama.
Apenas entraron, él la levantó, le bajó la bombacha y le metió dos dedos. Clara gemía desesperada.

—¡Cógeme así, sin pensar! ¡Necesito sentirte adentro, que me recuerdes por qué nunca volvería con ese idiota!
Martín se bajó el pantalón y se la metió ahí mismo, en la concha, de pie, mientras la sostenía contra la pared, las piernas de ella enredadas en su cintura.
Después la tiró sobre la mesa, la puso en cuatro y le dio sin piedad. Le tiró del pelo, le mordió la espalda, le llenó la concha de golpes de cadera hasta hacerla chorrear.
—¡Haceme tuya otra vez, marcame, que me duela mañana!
—Te voy a dejar tan usada que no vas a poder ni pensar en otro —le gruñó él.
Le escupió el culo y se lo metió con fuerza. La cogía duro. Ella gritó de puro placer, temblando, con la cara contra la madera, los ojos húmedos de puro goce.

Cuando acabó, Martín le acabó en la boca. Clara tragó todo, como siempre, con la lengua afuera, sonriendo.
—Ahora sí —dijo ella—. Me sentís más tuya que nunca, ¿no?
Martín la abrazó, aún jadeando.
—No es solo el sexo. Sos vos. No pienso dejar que nadie te toque. Y no me pienso ir de tu vida.
Ella lo miró, emocionada.
—Entonces quedate. Para siempre.
Y en silencio, sin palabras, se dijeron todo. Porque lo que había empezado como un roce en un bus, ya era una adicción compartida
Tres días después del altercado, la policía llegó al departamento. Martín, con una toalla en la cintura, se encontró con dos agentes en la puerta.
—¿Martín González?
—Sí… ¿pasa algo?
—Está denunciado por agresión física. Necesitamos que nos acompañe.
Clara apareció detrás, en shock.
—¡No, no puede ser! ¡Esto es por Santiago! ¡Él empezó!
Los agentes no discutieron. Solo lo esposaron y se lo llevaron.
Horas después, Clara logró contactarse con Santiago. Lo encontró en un bar, sentado, como si nada.
—¿Sos un hijo de puta! ¡¿Querés arruinarle la vida?! —le gritó.
Santiago sonrió, tranquilo.
—Solo quiero hablar… Y arreglarlo.
—¿Cómo?
Él se inclinó, la mirada oscura.
—Retiro la denuncia… si me das una noche más. Solo una. Como antes. Vos sabés que nos entendíamos. Y no me digas que no extrañás cómo te cogía.
Clara se quedó helada.
—Estás enfermo.
—No —dijo él, acariciándole la mano—. Estoy enamorado. Y no puedo con la idea de que te cojas a otro tipo mientras él me deja la cara rota.
Se levantó, dejó dinero en la mesa.
—Pensalo. Si esta noche venís, mañana a primera hora retiro todo. Si no, que tu noviecito se prepare para tener antecedentes.
Clara volvió al departamento sola. Se metió al baño, se miró al espejo.
Martín estaba en una celda por defenderla.
Santiago pedía su cuerpo a cambio.
Y ella… estaba temblando de furia. De rabia. Pero también de deseo reprimido.
Marcó un número.
—Santiago. A las diez. Pero esto termina hoy.
Esa noche, Clara apareció con un vestido negro corto. El escote, criminal. La mirada, como una bomba a punto de explotar.
Santiago la recibió con una copa.
—Sabía que ibas a venir.
—No hables —dijo ella—. Solo cogeme. Y después borrate para siempre.
Él la besó con desesperación. La desnudó, la llevó al sofá, le besó y chupó las tetas, le abrió las piernas, y le devoró la concha como si estuviera muriéndose de sed.

Clara jadeaba, cerrando los ojos, pero pensando en Martín. Saco la pija y se lo enterro de golpe, cada embestida que le daba Santiago era como un castigo que ella aceptaba por amor.
—¡Te extrañaba así! —gritó él, metiéndosela duro en la concha y apretandole las tetas.
—Callate y acabá —dijo ella, entre dientes.
Él acabó dentro, jadeando, agotado.
—Nunca me vas a olvidar, Clara.
Ella se levantó, se vistió.
—Ya lo hice. Y no me vuelvas a buscar. Retirá la denuncia mañana. O te juro que me encargo de arruinarte.
Al día siguiente, Martín salió libre.
Clara lo abrazó fuerte, casi llorando.
—¿Qué pasó? —preguntó él.
—Nada que importe ya. Estás libre. Y yo soy toda tuya.
Martín la miró. Algo en ella había cambiado. Pero también algo más fuerte se encendía entre los dos.
—Vamos a casa —dijo él—. Quiero cogerte hasta que olvides lo que sea que te duele.
Clara asintió. Sabía que esa noche, el amor y el sexo iban a arder como nunca antes.
La puerta del departamento se cerró con un golpe seco. Clara tiró su bolso en el suelo. Martín la agarró de la cintura como un animal.
—Necesito cogerte. Ya.
Ella lo besó sin decir nada, con desesperación. El deseo acumulado, la angustia, la culpa… todo se mezclaba. Y estallaba en ese roce de lenguas, de dientes, de manos que se aferraban como si fueran a perderse otra vez.
Martín la alzó, la llevó directo a la cocina, la sentó sobre la mesada fría y le abrió las piernas. Clara estaba con la concha mojada.

—¿Tan mojada estabas por mí?
—Por vos… por todo —jadeó ella—. Cogeme. Haceme tuya otra vez.
Sin quitarle el vestido, le bajó la tanga, bajó su pantalón y le metió la pija de golpe. Clara gritó de puro placer.
—¡Dios… eso! ¡Sí! ¡Partime, papi!
Martín la cogía como si necesitara marcar territorio. Las embestidas eran profundas, rítmicas, brutales. La sujetaba del cuello, la escupía, la hacía suya sin piedad.
Después la bajó al suelo, la puso en cuatro y le abrió el culo con los dedos.
—Quiero cogerte por todos lados. Te extrañé demasiado.
—¡Entonces hacelo! ¡Metémela donde quieras!
El lubricante era natural. Se la metió en el culo con fuerza, mientras Clara gemía como poseída.
—¡Más fuerte! ¡No pares! ¡Quiero acabar así, sucia, llena de vos!
Martín le tiró del pelo, la llenó de golpes de cadera, la nalgueaba.
Clara se la sacó, dio vuelta, arrodillada, y le chupó la pija aún caliente, tragando su leche con una sonrisa temblorosa.

—Te amo… —le dijo él, jadeando.
Ella lo miró. Tragó saliva.
—Martín… te tengo que contar algo.
El silencio cayó como una bomba.
—¿Qué cosa?
Clara se sentó en la silla, desnuda, abrazando sus rodillas.
—Santiago retiró la denuncia… pero me pidió algo a cambio. Quiso… una última vez.
Martín palideció.
—¿Y lo hiciste?
Clara asintió, con lágrimas.
—Lo hice por vos. No podía dejarte preso. Me sentí usada, sucia… Pero sabía que si vos salías, todo podía seguir. No quería perderte.
Martín la miró largo rato. Se sentó frente a ella. Le acarició el pelo.
—No sé qué hacer con esto… Me duele. Pero también sé que nadie hizo algo así por mí jamás.
—Perdoname… —susurró ella.
Martín se inclinó, le besó la frente.
—No quiero perderte. Pero necesitás prometerme que nunca más vas a sacrificarte así. A partir de ahora, todo lo enfrentamos juntos. ¿Sí?
Clara asintió, llorando.
—Sí. Solo vos. Para siempre.
Y esa noche, volvieron a cogerse. No con furia. Con amor. Con fuego. Con ternura salvaje.
Porque después de tanto, ya no había marcha atrás.
Pasaron tres meses desde la noche en que Clara le confesó todo.
Desde entonces, Martín y ella se reconstruyeron. Sin apuros. Cogían como animales, sí. Pero también cocinaban juntos, se duchaban riéndose, se buscaban con miradas cómplices. Hacían el amor en la cama y el desayuno en la cocina. Se sabían completos, imperfectos, pero elegidos.
Una tarde, mientras Clara salía de la ducha envuelta en una toalla, Martín recibió una llamada.
—¿González? Lo llamamos de una multinacional. Vimos su perfil. Tenemos una propuesta en firme: dirección de área, triple salario, y traslado a España.
Él colgó, con el corazón latiendo fuerte.
Esa noche, la invitó a cenar. Velas, vino, comida casera. Clara se rió.
—¿Qué estás tramando, papi?
—Algo que nunca imaginé hacer.
Sacó una cajita. Roja. La abrió. Un anillo.
Clara se tapó la boca, sorprendida. Temblando.
—Clara… todo esto empezó en un asiento de bus. Hoy, después de cogerte como un enfermo, besarte como un loco, y amarte como un idiota… solo quiero una cosa.
Se arrodilló.
—¿Querés ser mi esposa? ¿Irte conmigo a España? ¿Empezar de cero, con todo?
Clara no dudó.
—¡Sí! ¡Sí, carajo! ¡Claro que sí!
Saltó sobre él, lo besó, lo tumbó al suelo, y en segundos le bajó el pantalón.
—Tengo que cogerte como tu mujer, ¿no?
Se la metió en la boca hasta el fondo, lo dejó temblando, lo excitó al límite y luego se montó sobre él, completamente desnuda, frotando su clítoris con la base de su pija antes de metérsela por completo.

—Ahora soy tuya. Oficialmente —susurró—. Y si alguna española intenta tocarte, le arranco el pelo.
Martín la agarró de la cintura, la embistió desde abajo, haciéndola gritar.
—Sos mía. Para siempre.
La cabalgó hasta dejarla sin aliento, la puso en cuatro sobre la alfombra, le dio anal como le gustaba, y acabó en su espalda, jadeando, con el anillo aún en el dedo.
Clara se giró, sonrió con lágrimas de risa y emoción.
—Este asiento, papi… el mío… siempre va a estar al lado tuyo.
Martín la besó.
Y todo lo que alguna vez fue deseo, culpa, rabia o sexo, ahora era algo más fuerte. Amor. Del bueno. Del que no se olvida nunca.


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