Nos costó bastante. A todos. Nos llevó varios meses. La adaptación, digo.
Betina seguía siendo la estrella. Nuestra estrella. La mujer hermosa de mi macho hermoso. Lo mío era mas bien un rol de reparto, en esa dinámica, pero me sentaba bien y me gustaba. Me hacía feliz. Yo tenía prohibido coger con Betina. Eso fue desde el día uno. Era la mujer que complacía a Mario y eso me complacía a mí. Sí podíamos besarnos, abrazarnos. Darnos placer con nuestras bocas, todo eso sí. Inclusive aparentar que todavía éramos marido y mujer, si Betina quería salir a algún lugar conmigo o yo con ella. Pero el sexo ya no me pertenecía. No con ella, al menos.
Yo lo complacía a mi hombre cuando queríamos, cuando podíamos. Mario no quería que lo hiciéramos delante de los chicos, por razones obvias, así que teníamos que rebuscarnosla un poco. Pero lo disfrutabamos. Generalmente en el taller, cuando Betina y los chicos estaban al lado en casa. Me encantaba complacer a mi hombre ahí, en el cuartito, solos los dos. Diciéndonos en voz alta todo lo que no podíamos decirnos en otro lugar. Haciéndonos fuerte lo que no podíamos hacer en casa.
Todos los Tonelli se mudaron a nuestra casa, eventualmente. A los chicos les hicimos una linda habitación en el cuartito extra. Ayudando todos con un poco de plata, les compramos dos camas y acondicionamos bien el cuarto. Quedó bien. Mucho mejor que donde dormían en la casa de Mario. Yo dormía en el sillón. La verdad que no me molestaba, era realmente cómodo y dormía muy bien ahí. A mi nunca me había gustado, no del todo, el intentar dormir pegado, en contacto físico con otra persona. Me costaba mucho caer dormido así. Pero solo no tenía problema.
Betina dormía con Mario en su cuarto, donde debía estar. En su lugar, que era en el lecho con su hombre, con su macho. Yo me sonreía a solas desde el living cuando la escuchaba gemir bajito desde el cuarto, imaginándome lo hermoso que Mario se la debía estar cogiendo. Y así vivíamos. Así éramos felices. Algunos de nuestros vecinos de la cuadra no quisieron saber nada de nada, una vez que se enteraron o adivinaron lo que estaba pasando en nuestra casa, y se fueron alejando y tratándonos distinto. A la mayoría no les importó.
Pero tardamos meses, realmente, hasta que pudimos encontrar una vida, una rutina y una forma de hacer las cosas que nos resultó cómoda a todos. Hasta a los chicos. Pero al final pudimos.
Los viernes nos gustaban a todos. Era como una especie de recreo que se había formado, casi sin querer, donde todos la pasabamos bien. Los viernes, después de cenar y al acostarnos, Betina se iba al cuarto de los chicos a darles las buenas noches. Y con eso quiero decir, darles las mejores noches posibles.
Hacía tiempo ya que nos había dicho, feliz y sonriente, que de vez en cuando tenía sexo con Mateo o a veces, algún día cuando podían y estaban solos, lo complacía con una linda mamada. Y Mario estaba feliz por partida doble. Porque su hijo finalmente no se había hecho puto, como yo, y también por todos los detalles que Betina, pícara, le contaba de lo lindo que se la cogía Mateo y cuanto le gustaba a ella también. Tiene un corazón de oro, Betina. Siempre dispuesta a ayudar y a hacer feliz a la gente. Al principio no, pero pronto esos viernes comenzó a atender a Diego también. No había que dejar de lado al más chico, que no se sintiera excluido. Creo que Mario también estaba contento con eso, con la especie de terapia anti-gay que era Betina y que le iba a servir a Diego también.
Y por supuesto, los dos pendejos disfrutaban que ni te cuento. No podían esperar a que llegaran los viernes para pasar un lindo par de horas en su cuarto con Betina. Con su nueva mamá-novia.
En ese par de horitas, o a veces más, era cuando yo aprovechaba que era viernes de recreo también y me acostaba con Mario en el cuarto, en la cama grande, fuera de la vista de los chicos que estaban por demás ocupados. A veces mi hombre me cogía y me hacía sentir su mujer, a veces nada mas se la chupaba y otras veces nada mas nos quedabamos abrazados, besándonos y charlando nuestras cosas.
Recuerdo un viernes a la noche que fue típico casi, como eran casi todos nuestros viernes. Yo estaba en la cama con Mario, desnudos los dos. Todavía sentía la sensación hermosa de la leche que me había dejado en el culo hacía un rato. Pero ahora estábamos calmos y relajados. Mi hombre me abrazó de atrás, con esos brazos divinos, me acariciaba y me estrujaba contra él. Me daba besitos suaves en el hombro y yo le suspiraba bajito mi placer.
Los dos estábamos escuchando, con mucha atención, lo que pasaba al otro lado del pasillo en el cuarto de los chicos.
“Para mí los chicos primero…”, le dije suavecito, besándole una de sus manos que yo tenía en la mía.
“No, para mi Beti.”, me contestó suave al oído.
Así jugábamos, nos apostabamos sumas ridículas de plata que ninguno tenía, para entretenernos. Apostamos a ver si podíamos oír quien hacía acabar primero a quien en el otro cuarto. Yo siempre decía que iba a ser alguno de los chicos, confiando en mi hermosa Betina y sus encantos. Mario, padre orgulloso, quería sentir que los hijos hacían acabar bien a su hembra primero, que ella no iba a aguantar.. Había llegado un momento que parecíamos una casa de apuestas online, con desafíos cada vez más ridículos, como tratar de adivinar que se decían, en qué posición estarían… parecíamos estar haciendo esas apuestas rebuscadas sobre en qué minuto se iba a anotar un gol con la pierna izquierda y ese tipo de desafíos.
A veces ganaba yo, a veces él. La mayoría del tiempo él. Yo ya le debía como seis millones de dólares, pero nadie llevaba la cuenta. Una vez, otro viernes, no ese, en la oscuridad de nuestro cuarto nos miramos cómplices y entre risitas nos levantamos. Salimos de casa y sigilosamente en la oscuridad de la noche, dimos la vuelta a la casa y nos pusimos a espiar por la ventana de los chicos. Nunca lo queríamos hacer, la verdad, ese era el tiempo de ellos tres. Su tiempo privado. Pero no pudimos aguantarnos.
Discretamente los vimos desde afuera, por suerte tenían el velador prendido. Sobre una de las camitas estaba, de rodillas y manos sobre el colchón, la suave figura delgada de Betina, ya desnuda para ellos. Delante de ella, Mateo se había recostado contra la pared, medio sentado, y con una mano le acariciaba el pelo a Betina mientras le guiaba la cabeza, haciéndole subir y bajar la boca sobre su pija. Atrás de Betina se le había puesto Diego y casi nos morimos de risa con Mario. Se la había montado como una garrapata. Ya Diego estaba bastante grande. Con suaves empujoncitos de sus caderas le estaba llenando el culo de pija a Betina, pero el chico tenía puesta una cara de placer, mordiéndose los labios y disfrutando de la sensación y el esfuerzo que a nosotros nos mató.
Nos quedamos mirando ahí, fisgoneando un rato. Eran hermosos los tres.
Mario les había dicho a los chicos, y también a Betina, que la conchita de ella estaba vedada. Que la vagina de Betina era solo para él, para evitar accidentes. No lo dijo expresamente, pero nos quedó bien claro, clarísimo, a todos nosotros que si alguien iba a embarazar a mi mujer iba a ser él. Los chicos lo aceptaron gustosos. Betina nos contaba a veces de las cosas que hacía con ellos esos viernes de recreo en su cuarto. Nos contaba como le encantaba chuparles las pijas, sentir como le hacían tragar su semen o pintarle la cara. Los chicos, por supuesto, encantados de la vida. Se recuperaban un poco y tenían un segundo round, que era lo que habíamos espiado aquella vez, seguramente.
Betina se les ponía en cuatro sobre alguna de las camitas, picarona, hermosa y seductora, les ofrecía, les regalaba sus caderas amplias, su culo grande y divino, coronado por esa cinturita… y los pendejos explotaban de calentura, nos decía. Primero uno y después el otro le usaban bien el culo a mi mujer y se lo llenaban lindo, de pija y de leche. Nunca, nos dijo Betina y le creímos, nunca se habían animado a desafiar el decreto del padre de penetrarla en su vagina.
Nunca, nos pareció a Mario y a mí, hasta ésta noche que estábamos abrazados escuchándolos desde nuestra cama. Esperando la resolución de nuestra apuesta. Estábamos atentos a la escucha, acariciándonos, cuando lo primero que se oyó fue la vocecita de Betina, temblorosa y llena de placer, aullando un largo orgasmazo, con el sonido apagado de nuestras puertas cerradas. Nos miramos con Mario. Unos segundos después, escuchamos los gemidos de los dos chicos, casi a la vez, sumándose a los de ella.
No lo sabíamos, no teníamos forma de comprobarlo, pero sin decirnos nada con la mirada nada más estuvimos de acuerdo. Eso había sonado sospechosamente como el sonido de una hembra bien, bien cogida, en sus dos agujeros a la vez. Y a los chicos nunca los habíamos oído tener sus orgasmos juntos. Muy sospechoso. Nos reímos y le dí un piquito a Mario, estirando el cuello para alcanzarlo. Los chicos a veces son traviesos. Betina siempre lo negó, hasta el día de hoy, pero nosotros no le creímos. Cual de las pijas había roto el decreto, eso nunca lo supimos.
Con el tiempo los chicos crecieron y se fueron de casa, para hacer su vida. Primero Mateo y un par de años después, Diego. Él sí que disfrutó ese par de años de tener a Betina solo para él los viernes, sin compartirla con el hermano mayor. Vaya que lo disfrutaba. Y Betina también. Nos dijo que Diego la tenía enorme, casi como el padre. Más grande que la de Mateo. Y yo sabía, aunque nunca lo dije, lo grande que la tenía Mateo. Así que algo de idea me daba.
Mateo terminó el colegio y se metió en la Fuerza Aérea. Mario se moría de orgullo, nunca lo había visto tan feliz. Mateo era un pibe inteligente y capaz, entró fácil y comenzó a hacer carrera allí. Lo mandaron lejos, a una base en Trelew, y de vez en cuando volvía a vernos, cuando le daban algún franco que coincidía con algún finde largo. Nos encantaba verlo de nuevo, pero nunca volvió a hacer nada con Betina.
Ya estaba mas grande, mas lindo e igual de divino. Seguía teniendo la parte sensible que por suerte el padre no le pudo destruir. Una de las veces que vino de visita, Mario nos dijo que fuéramos al taller de al lado a buscar unas cosas y mientras lo hacíamos nos quedamos charlando a solas. Mateo me dijo con una sonrisa, pidiéndome de nuevo mi silencio, que se estaba viendo con un chico de ahí cerca de la base. Sonriendo, tan feliz lo ví, me dijo que lo quería mucho. Que creía que pese a todo podrían llegar a ser más, si se daba. Casi se larga a llorar cuando me dijo lo feliz que estaba, que no podía creer lo que era poder amar así a alguien.
Nos abrazamos fuerte ahí en el taller, lejos de la vista de todo el mundo. Le di un besazo en la mejilla y, para joderlo un poco, un par de piquitos que lo hicieron cagar de risa mientras nos acariciamos suavemente. No fue sexual, fue de dos personas que se entendían sus particularidades y se querían mucho. En nuestra intimidad de esa y otras veces que volvía, Mateo siempre me decía que haber charlado conmigo aquella vez lo ayudó mucho. Que en algún momento se lo iba a decir al padre. O no, que ya era problema de él. Pero siempre me agradeció mi amor, mi cariño y mi contención cuando lo necesitó. Pendejo forro y hermoso, casi me hacía llorar a mi de la emoción siempre que me agradecía lo que había hecho por él. Sé que va a hacer muy feliz a quien tenga al lado, sea del género que sea.
Diego también eventualmente se fué. O más bien, Mario terminó amigablemente echándolo. No quería que el pendejo se acostumbrara a vivir lindo y coger parejo en casa. Tenía razón, pese a sus métodos. Se consiguió un trabajo en una empresa de transporte y se mudó a San Justo. A veces algún fin de semana volvía, para vernos y para pasarse un rato con Betina, si el padre le daba permiso.
Y siempre se lo daba. No es mal pibe Diego, para nada. Pero se nota que es bien distinto a Mateo. Diego es más como el padre. Más machón, más de que yo la tengo más larga, más brutito. Y el dulce de Mateo es más sensible, una dulzura de chico que sólo hay que saber pelar la cáscara para ver. Más inteligente también. Más en sintonía con sus sentimientos. Pero los dos son hermosos a su manera.
Al irse los chicos, a nosotros nos facilitó todo. Compramos una cama matrimonial más ancha y empezamos a dormir ahí los tres, Betina, Mario y yo. Hay tantos detalles sobre cómo hacemos las cosas y cómo nos hacemos felices que sería imposible contarlos todos. Con Betina, por ejemplo, nos encanta cuando en nuestra cama rodeamos a nuestro macho. Y entre los dos con nuestras bocas le complacemos tanto su pija erecta, sus huevos tan llenos de leche. Siempre tan llenos. Si lo hacemos acabar ahí, jugamos a limpiarnos y a lamernos la leche de la cara del otro. Es hermoso.
A veces también Mario, de lo bueno que es, nos deja a Betina y a mí jugar un poco. A querernos como lo solíamos hacer. Sin llegar a coger, por supuesto. La concha de mi mujer es de mi macho, no mía. Eso lo sé bien. Pero adoro cuando los dos nos chupamos mutuamente, como nos gustaba hacer a veces. Adoro sentir su boca suave y amante alrededor de mi verga mientras le pruebo el gusto delicioso de su conchita. A Mario le gusta mirarnos, lo entretiene. Lo calienta. A veces incluso lo calienta tanto vernos así que no aguanta más. Se pone detrás de su hembra y le da para que le sienta esa verga también. Betina se va al cielo con mi lengua y la pija de Mario. Yo para ayudarlo tampoco me puedo aguantar. Veo esos huevos enormes, tan llenos de semen, meciéndose suave frente a mi cara. Me estiro y se los empiezo a chupar. Para ayudarlo a acabar, como si necesitara ayuda con una mujer como Betina. Siempre la llena cuando estamos así, mucho y rápido, y la dulce de Betina deja que el manjar exquisito le salga despacito de su interior. A mi cara. A mi boca. Las dos lo esperan tan gustosas, tan hambrientas.
Pero hay algo que hacemos que si me vuelve loco. De placer. De felicidad. De éxtasis. Me vuelve loco de verdad, o loca, como diría Mario.
Es cuando Betina se acuesta frente a mi y abre sus piernas. Tiene esa pancita de embarazada hermosa que no puedo parar de mirar y acariciar. Yo le chupo la concha suave, amándosela y complaciendo a mi hermosa mujer. Y de pronto siento a mi hombre por detrás, presionándome su verga en el culo hasta que entra bellísima. Ya no le cuesta tanto como antes, ya no le cuesta casi nada. Me siento tan lleno de mi macho que me estremece. Y cuando mi lengua hace acabar dulcemente a mi hermosa Betina, que me pide que pare, ahí es cuando me estiro y le amo la pancita hinchada. Tratando de ya sentir y amar al bebé hermoso que tiene adentro, que Mario le hizo hace unos meses. La acaricio, la beso, hasta lamiditas le doy que a ella le hacen cosquillas y le da risa. Lo que adoro a ese bebé que no conozco. Lo que la adoro a ella. Lo que amo a mi macho, que me llena y me da tanto placer. Lo único que no puedo darle es un hijo, como Betina puede, pero todo lo demás se lo doy.
Al final de todo creo que la semilla de toda nuestra felicidad, desde un principio, la tuvo Betina. Por ser como ella es. Por marcarnos el camino, de alguna manera. Todo lo que me hizo falta para por fin ser feliz es seguir su ejemplo. El ejemplo de su corazón de oro y entregarme sin condiciones a los demás.
Si los demás son felices, yo soy feliz.
Betina seguía siendo la estrella. Nuestra estrella. La mujer hermosa de mi macho hermoso. Lo mío era mas bien un rol de reparto, en esa dinámica, pero me sentaba bien y me gustaba. Me hacía feliz. Yo tenía prohibido coger con Betina. Eso fue desde el día uno. Era la mujer que complacía a Mario y eso me complacía a mí. Sí podíamos besarnos, abrazarnos. Darnos placer con nuestras bocas, todo eso sí. Inclusive aparentar que todavía éramos marido y mujer, si Betina quería salir a algún lugar conmigo o yo con ella. Pero el sexo ya no me pertenecía. No con ella, al menos.
Yo lo complacía a mi hombre cuando queríamos, cuando podíamos. Mario no quería que lo hiciéramos delante de los chicos, por razones obvias, así que teníamos que rebuscarnosla un poco. Pero lo disfrutabamos. Generalmente en el taller, cuando Betina y los chicos estaban al lado en casa. Me encantaba complacer a mi hombre ahí, en el cuartito, solos los dos. Diciéndonos en voz alta todo lo que no podíamos decirnos en otro lugar. Haciéndonos fuerte lo que no podíamos hacer en casa.
Todos los Tonelli se mudaron a nuestra casa, eventualmente. A los chicos les hicimos una linda habitación en el cuartito extra. Ayudando todos con un poco de plata, les compramos dos camas y acondicionamos bien el cuarto. Quedó bien. Mucho mejor que donde dormían en la casa de Mario. Yo dormía en el sillón. La verdad que no me molestaba, era realmente cómodo y dormía muy bien ahí. A mi nunca me había gustado, no del todo, el intentar dormir pegado, en contacto físico con otra persona. Me costaba mucho caer dormido así. Pero solo no tenía problema.
Betina dormía con Mario en su cuarto, donde debía estar. En su lugar, que era en el lecho con su hombre, con su macho. Yo me sonreía a solas desde el living cuando la escuchaba gemir bajito desde el cuarto, imaginándome lo hermoso que Mario se la debía estar cogiendo. Y así vivíamos. Así éramos felices. Algunos de nuestros vecinos de la cuadra no quisieron saber nada de nada, una vez que se enteraron o adivinaron lo que estaba pasando en nuestra casa, y se fueron alejando y tratándonos distinto. A la mayoría no les importó.
Pero tardamos meses, realmente, hasta que pudimos encontrar una vida, una rutina y una forma de hacer las cosas que nos resultó cómoda a todos. Hasta a los chicos. Pero al final pudimos.
Los viernes nos gustaban a todos. Era como una especie de recreo que se había formado, casi sin querer, donde todos la pasabamos bien. Los viernes, después de cenar y al acostarnos, Betina se iba al cuarto de los chicos a darles las buenas noches. Y con eso quiero decir, darles las mejores noches posibles.
Hacía tiempo ya que nos había dicho, feliz y sonriente, que de vez en cuando tenía sexo con Mateo o a veces, algún día cuando podían y estaban solos, lo complacía con una linda mamada. Y Mario estaba feliz por partida doble. Porque su hijo finalmente no se había hecho puto, como yo, y también por todos los detalles que Betina, pícara, le contaba de lo lindo que se la cogía Mateo y cuanto le gustaba a ella también. Tiene un corazón de oro, Betina. Siempre dispuesta a ayudar y a hacer feliz a la gente. Al principio no, pero pronto esos viernes comenzó a atender a Diego también. No había que dejar de lado al más chico, que no se sintiera excluido. Creo que Mario también estaba contento con eso, con la especie de terapia anti-gay que era Betina y que le iba a servir a Diego también.
Y por supuesto, los dos pendejos disfrutaban que ni te cuento. No podían esperar a que llegaran los viernes para pasar un lindo par de horas en su cuarto con Betina. Con su nueva mamá-novia.
En ese par de horitas, o a veces más, era cuando yo aprovechaba que era viernes de recreo también y me acostaba con Mario en el cuarto, en la cama grande, fuera de la vista de los chicos que estaban por demás ocupados. A veces mi hombre me cogía y me hacía sentir su mujer, a veces nada mas se la chupaba y otras veces nada mas nos quedabamos abrazados, besándonos y charlando nuestras cosas.
Recuerdo un viernes a la noche que fue típico casi, como eran casi todos nuestros viernes. Yo estaba en la cama con Mario, desnudos los dos. Todavía sentía la sensación hermosa de la leche que me había dejado en el culo hacía un rato. Pero ahora estábamos calmos y relajados. Mi hombre me abrazó de atrás, con esos brazos divinos, me acariciaba y me estrujaba contra él. Me daba besitos suaves en el hombro y yo le suspiraba bajito mi placer.
Los dos estábamos escuchando, con mucha atención, lo que pasaba al otro lado del pasillo en el cuarto de los chicos.
“Para mí los chicos primero…”, le dije suavecito, besándole una de sus manos que yo tenía en la mía.
“No, para mi Beti.”, me contestó suave al oído.
Así jugábamos, nos apostabamos sumas ridículas de plata que ninguno tenía, para entretenernos. Apostamos a ver si podíamos oír quien hacía acabar primero a quien en el otro cuarto. Yo siempre decía que iba a ser alguno de los chicos, confiando en mi hermosa Betina y sus encantos. Mario, padre orgulloso, quería sentir que los hijos hacían acabar bien a su hembra primero, que ella no iba a aguantar.. Había llegado un momento que parecíamos una casa de apuestas online, con desafíos cada vez más ridículos, como tratar de adivinar que se decían, en qué posición estarían… parecíamos estar haciendo esas apuestas rebuscadas sobre en qué minuto se iba a anotar un gol con la pierna izquierda y ese tipo de desafíos.
A veces ganaba yo, a veces él. La mayoría del tiempo él. Yo ya le debía como seis millones de dólares, pero nadie llevaba la cuenta. Una vez, otro viernes, no ese, en la oscuridad de nuestro cuarto nos miramos cómplices y entre risitas nos levantamos. Salimos de casa y sigilosamente en la oscuridad de la noche, dimos la vuelta a la casa y nos pusimos a espiar por la ventana de los chicos. Nunca lo queríamos hacer, la verdad, ese era el tiempo de ellos tres. Su tiempo privado. Pero no pudimos aguantarnos.
Discretamente los vimos desde afuera, por suerte tenían el velador prendido. Sobre una de las camitas estaba, de rodillas y manos sobre el colchón, la suave figura delgada de Betina, ya desnuda para ellos. Delante de ella, Mateo se había recostado contra la pared, medio sentado, y con una mano le acariciaba el pelo a Betina mientras le guiaba la cabeza, haciéndole subir y bajar la boca sobre su pija. Atrás de Betina se le había puesto Diego y casi nos morimos de risa con Mario. Se la había montado como una garrapata. Ya Diego estaba bastante grande. Con suaves empujoncitos de sus caderas le estaba llenando el culo de pija a Betina, pero el chico tenía puesta una cara de placer, mordiéndose los labios y disfrutando de la sensación y el esfuerzo que a nosotros nos mató.
Nos quedamos mirando ahí, fisgoneando un rato. Eran hermosos los tres.
Mario les había dicho a los chicos, y también a Betina, que la conchita de ella estaba vedada. Que la vagina de Betina era solo para él, para evitar accidentes. No lo dijo expresamente, pero nos quedó bien claro, clarísimo, a todos nosotros que si alguien iba a embarazar a mi mujer iba a ser él. Los chicos lo aceptaron gustosos. Betina nos contaba a veces de las cosas que hacía con ellos esos viernes de recreo en su cuarto. Nos contaba como le encantaba chuparles las pijas, sentir como le hacían tragar su semen o pintarle la cara. Los chicos, por supuesto, encantados de la vida. Se recuperaban un poco y tenían un segundo round, que era lo que habíamos espiado aquella vez, seguramente.
Betina se les ponía en cuatro sobre alguna de las camitas, picarona, hermosa y seductora, les ofrecía, les regalaba sus caderas amplias, su culo grande y divino, coronado por esa cinturita… y los pendejos explotaban de calentura, nos decía. Primero uno y después el otro le usaban bien el culo a mi mujer y se lo llenaban lindo, de pija y de leche. Nunca, nos dijo Betina y le creímos, nunca se habían animado a desafiar el decreto del padre de penetrarla en su vagina.
Nunca, nos pareció a Mario y a mí, hasta ésta noche que estábamos abrazados escuchándolos desde nuestra cama. Esperando la resolución de nuestra apuesta. Estábamos atentos a la escucha, acariciándonos, cuando lo primero que se oyó fue la vocecita de Betina, temblorosa y llena de placer, aullando un largo orgasmazo, con el sonido apagado de nuestras puertas cerradas. Nos miramos con Mario. Unos segundos después, escuchamos los gemidos de los dos chicos, casi a la vez, sumándose a los de ella.
No lo sabíamos, no teníamos forma de comprobarlo, pero sin decirnos nada con la mirada nada más estuvimos de acuerdo. Eso había sonado sospechosamente como el sonido de una hembra bien, bien cogida, en sus dos agujeros a la vez. Y a los chicos nunca los habíamos oído tener sus orgasmos juntos. Muy sospechoso. Nos reímos y le dí un piquito a Mario, estirando el cuello para alcanzarlo. Los chicos a veces son traviesos. Betina siempre lo negó, hasta el día de hoy, pero nosotros no le creímos. Cual de las pijas había roto el decreto, eso nunca lo supimos.
Con el tiempo los chicos crecieron y se fueron de casa, para hacer su vida. Primero Mateo y un par de años después, Diego. Él sí que disfrutó ese par de años de tener a Betina solo para él los viernes, sin compartirla con el hermano mayor. Vaya que lo disfrutaba. Y Betina también. Nos dijo que Diego la tenía enorme, casi como el padre. Más grande que la de Mateo. Y yo sabía, aunque nunca lo dije, lo grande que la tenía Mateo. Así que algo de idea me daba.
Mateo terminó el colegio y se metió en la Fuerza Aérea. Mario se moría de orgullo, nunca lo había visto tan feliz. Mateo era un pibe inteligente y capaz, entró fácil y comenzó a hacer carrera allí. Lo mandaron lejos, a una base en Trelew, y de vez en cuando volvía a vernos, cuando le daban algún franco que coincidía con algún finde largo. Nos encantaba verlo de nuevo, pero nunca volvió a hacer nada con Betina.
Ya estaba mas grande, mas lindo e igual de divino. Seguía teniendo la parte sensible que por suerte el padre no le pudo destruir. Una de las veces que vino de visita, Mario nos dijo que fuéramos al taller de al lado a buscar unas cosas y mientras lo hacíamos nos quedamos charlando a solas. Mateo me dijo con una sonrisa, pidiéndome de nuevo mi silencio, que se estaba viendo con un chico de ahí cerca de la base. Sonriendo, tan feliz lo ví, me dijo que lo quería mucho. Que creía que pese a todo podrían llegar a ser más, si se daba. Casi se larga a llorar cuando me dijo lo feliz que estaba, que no podía creer lo que era poder amar así a alguien.
Nos abrazamos fuerte ahí en el taller, lejos de la vista de todo el mundo. Le di un besazo en la mejilla y, para joderlo un poco, un par de piquitos que lo hicieron cagar de risa mientras nos acariciamos suavemente. No fue sexual, fue de dos personas que se entendían sus particularidades y se querían mucho. En nuestra intimidad de esa y otras veces que volvía, Mateo siempre me decía que haber charlado conmigo aquella vez lo ayudó mucho. Que en algún momento se lo iba a decir al padre. O no, que ya era problema de él. Pero siempre me agradeció mi amor, mi cariño y mi contención cuando lo necesitó. Pendejo forro y hermoso, casi me hacía llorar a mi de la emoción siempre que me agradecía lo que había hecho por él. Sé que va a hacer muy feliz a quien tenga al lado, sea del género que sea.
Diego también eventualmente se fué. O más bien, Mario terminó amigablemente echándolo. No quería que el pendejo se acostumbrara a vivir lindo y coger parejo en casa. Tenía razón, pese a sus métodos. Se consiguió un trabajo en una empresa de transporte y se mudó a San Justo. A veces algún fin de semana volvía, para vernos y para pasarse un rato con Betina, si el padre le daba permiso.
Y siempre se lo daba. No es mal pibe Diego, para nada. Pero se nota que es bien distinto a Mateo. Diego es más como el padre. Más machón, más de que yo la tengo más larga, más brutito. Y el dulce de Mateo es más sensible, una dulzura de chico que sólo hay que saber pelar la cáscara para ver. Más inteligente también. Más en sintonía con sus sentimientos. Pero los dos son hermosos a su manera.
Al irse los chicos, a nosotros nos facilitó todo. Compramos una cama matrimonial más ancha y empezamos a dormir ahí los tres, Betina, Mario y yo. Hay tantos detalles sobre cómo hacemos las cosas y cómo nos hacemos felices que sería imposible contarlos todos. Con Betina, por ejemplo, nos encanta cuando en nuestra cama rodeamos a nuestro macho. Y entre los dos con nuestras bocas le complacemos tanto su pija erecta, sus huevos tan llenos de leche. Siempre tan llenos. Si lo hacemos acabar ahí, jugamos a limpiarnos y a lamernos la leche de la cara del otro. Es hermoso.
A veces también Mario, de lo bueno que es, nos deja a Betina y a mí jugar un poco. A querernos como lo solíamos hacer. Sin llegar a coger, por supuesto. La concha de mi mujer es de mi macho, no mía. Eso lo sé bien. Pero adoro cuando los dos nos chupamos mutuamente, como nos gustaba hacer a veces. Adoro sentir su boca suave y amante alrededor de mi verga mientras le pruebo el gusto delicioso de su conchita. A Mario le gusta mirarnos, lo entretiene. Lo calienta. A veces incluso lo calienta tanto vernos así que no aguanta más. Se pone detrás de su hembra y le da para que le sienta esa verga también. Betina se va al cielo con mi lengua y la pija de Mario. Yo para ayudarlo tampoco me puedo aguantar. Veo esos huevos enormes, tan llenos de semen, meciéndose suave frente a mi cara. Me estiro y se los empiezo a chupar. Para ayudarlo a acabar, como si necesitara ayuda con una mujer como Betina. Siempre la llena cuando estamos así, mucho y rápido, y la dulce de Betina deja que el manjar exquisito le salga despacito de su interior. A mi cara. A mi boca. Las dos lo esperan tan gustosas, tan hambrientas.
Pero hay algo que hacemos que si me vuelve loco. De placer. De felicidad. De éxtasis. Me vuelve loco de verdad, o loca, como diría Mario.
Es cuando Betina se acuesta frente a mi y abre sus piernas. Tiene esa pancita de embarazada hermosa que no puedo parar de mirar y acariciar. Yo le chupo la concha suave, amándosela y complaciendo a mi hermosa mujer. Y de pronto siento a mi hombre por detrás, presionándome su verga en el culo hasta que entra bellísima. Ya no le cuesta tanto como antes, ya no le cuesta casi nada. Me siento tan lleno de mi macho que me estremece. Y cuando mi lengua hace acabar dulcemente a mi hermosa Betina, que me pide que pare, ahí es cuando me estiro y le amo la pancita hinchada. Tratando de ya sentir y amar al bebé hermoso que tiene adentro, que Mario le hizo hace unos meses. La acaricio, la beso, hasta lamiditas le doy que a ella le hacen cosquillas y le da risa. Lo que adoro a ese bebé que no conozco. Lo que la adoro a ella. Lo que amo a mi macho, que me llena y me da tanto placer. Lo único que no puedo darle es un hijo, como Betina puede, pero todo lo demás se lo doy.
Al final de todo creo que la semilla de toda nuestra felicidad, desde un principio, la tuvo Betina. Por ser como ella es. Por marcarnos el camino, de alguna manera. Todo lo que me hizo falta para por fin ser feliz es seguir su ejemplo. El ejemplo de su corazón de oro y entregarme sin condiciones a los demás.
Si los demás son felices, yo soy feliz.
1 comentarios - Corazón de Oro - Parte 7 (fin)