
En un barrio caluroso y ruidoso, vivía Roxy, una mujer de curvas generosas, piel morena y un carácter de acero. Tenía 29 años, un hijo pequeño al que criaba sola, y la fama en el vecindario de ser una mamá luchona: trabajadora, directa, y con una sensualidad tan natural que hasta los hombres casados bajaban la mirada cuando ella pasaba en short y musculosa por la vereda.
Uno de los vecinos que más la miraba era Ezequiel, un chico de 20 años, flaco, tímido, que vivía con su madre al lado. Siempre saludaba a Roxy con respeto, pero cada vez que la veía agacharse a colgar ropa, con esa tanga asomando entre sus nalgas enormes y firmes, se le endurecía sin remedio.
Una tarde calurosa, mientras Roxy lavaba la moto en la vereda, Ezequiel pasaba con una bolsa de pan.
—Hola, Zeki —le dijo ella, escupiéndose la espuma de los labios—, ¿no me hacés un favorcito?
—Sí… sí, decime.
—Se me trancó la persiana del fondo, no la puedo subir. Si podés mirar eso…
Ezequiel tragó saliva y asintió. Entró detrás de ella, tratando de no mirar ese culazo mojado que brillaba con el agua y el jabón.
—Es en la pieza —dijo Roxy, entrando al cuarto y abanicándose con una toalla—. Está dura, como que no sube. ¿Podés?
Mientras él revisaba la persiana, Roxy se quitó la remera empapada, dejando ver un corpiño ajustado que apenas contenía sus senos. Ezequiel lo notó por el reflejo en el vidrio y casi se le cae el alma.
—¿Querés agua? —preguntó ella con voz baja, caminando hacia él.
—No, gracias… ya termino.
Pero Roxy no quería que terminara nada. Lo miró fijamente, se acercó por detrás y deslizó una mano por su cintura.
—¿Vos me mirás mucho, ¿verdad? —le susurró al oído.
Ezequiel se quedó mudo.
—Tranqui, no te voy a morder… a menos que te guste.
Y sin más, lo empujó suave contra la pared y se agachó. Le bajó los pantalones y encontró su pene duro. Lo tomó con una mano, lo lamió como si saboreara un helado en verano, y luego lo devoró lentamente, metiéndolo en su boca caliente y húmeda, con una maestría que lo dejó temblando.
Ezequiel no podía creerlo. La mamá luchona del barrio le estaba chupando la pija, con ganas, con ruido, con deseo.
—Tranquilo, nene, que esto recién empieza —le dijo Roxy, poniéndose de pie y bajándose el short y la tanga—. Ahora me toca a mí.

Se sentó sobre él, y enterró su pija dentro de su concha, con un gemido y comenzó a cabalgarlo, fuerte, húmeda, moviendo esas caderas como solo una mujer con experiencia sabe hacerlo. Su cuerpo sudado brillaba, sus tetas saltaban libres, y sus uñas le marcaban la espalda.
—¡Dale, nene, haceme tuya! —gemía, salvaje, montándolo sin descanso.
Ezequiel le chupaba las tetas, la sujetó de las nalgas, se lo metía hasta el fondo, sintiéndola apretada, ardiente, intensa.
Después la tomó por detrás, la puso en cuatro sobre la cama y le dio sin piedad. El sonido de los cuerpos chocando se mezclaba con los gemidos de Roxy.
—¡Más fuerte! ¡Así! ¡Dámelo todo, nene! —gritaba ella, mientras él se hundía una y otra vez en esa mujer explosiva.

Cuando terminaron, ella lo abrazó por detrás y le susurró:
—Ahora ya sabés por qué nadie me olvida.
Ezequiel, desnudo, sudado y jadeando, apenas pudo asentir.
Pasaron algunos días desde que Roxy se comió a Ezequiel. El chico andaba medio perdido, embobado, sin poder sacársela de la cabeza. Pero ella, mamá luchona al fin, seguía con su vida: lavar, cocinar, ir al súper, criar al nene… aunque por dentro, el fuego seguía ardiendo.
Una siesta calurosa, mientras colgaba ropa en el patio, se acercó Don Armando, el vecino del fondo. Un tipo de casi 50, con plata, separado, medio misterioso. Tenía una Hilux, aire en toda la casa y hasta piscina. Roxy lo conocía de vista, pero nunca le había dado mucha bola.
—Buenas tardes, Roxy… —dijo él, apoyado en el tapial—. Te veo siempre tan trabajadora. Yo estaba pensando…
Ella lo miró de reojo, ajustándose la tanga que asomaba por el pantaloncito corto.
—¿Pensando qué?
—Que no es justo que tengas que andar sola con todo esto. Si necesitás algo… una mano, o plata, o lo que sea… yo estoy.
Ella se rió, seca.
—¿Y qué pedís a cambio?
Armando sonrió.
—Solo que me dejes disfrutar un rato de lo que ya disfrutan otros… —y sus ojos bajaron a las caderas de Roxy, descarado.
Ella no se ofendió. Lo miró fijo. La calentaba ese tipo de juego.
—¿Y qué me ofrecés?
—Dinero. Comodidad. Aire acondicionado, si querés. Llevo a tu nene al cole. Pero vos me das lo que nadie más me da.
Ella cruzó de brazos. Estaba mojada. No por miedo, sino por morbo.
—¿Querés que te lo dé ya o te espero en tu casa?
Minutos después, Roxy entraba en la casa de Armando. Aire helado, piso limpio, perfume caro. Él le sirvió una copa de vino y ella, sin decir palabra, se sacó la remera.
—¿Así de directa sos?
—¿Querías algo, no?
Se arrodilló, le bajó el pantalón y se metió su pija en la boca como una reina del placer. Lo lamió lento, lo acarició con los labios, lo metió hasta el fondo mientras lo miraba a los ojos.
—No sabés lo que te metiste, viejo —le susurró.
Luego se subió a la mesada, se abrió de piernas, y lo invitó con dos dedos.

Armando no esperó. La penetró con fuerza y se la dio como hacía tiempo no lo hacía con nadie, profundo, con hambre, agarrándola de las caderas mientras ella gemía fuerte, sin vergüenza.
—¡Eso! ¡Dame más! —gritaba Roxy, sintiéndose deseada, usada, caliente.
Cambiaron de posición, la puso en cuatro sobre el sofá, y la tomó como una fiera. El sonido de sus cuerpos chocando se mezclaba con la respiración acelerada.
—Sos mía ahora —le dijo él jadeando.
—Soy de quien me haga acabar —respondió ella, y lo empujó, se subió encima y lo cabalgó con furia hasta hacerlo gritar.
Al terminar, ella se vistió tranquila. En la mesa, un sobre con plata y una llave.
—La plata es por hoy. La llave… por si querés venir cuando tengas ganas.
Roxy sonrió, lo miró fijo y le dijo:
—Ahora tengo dos hombres en el barrio que no se me aguantan… y ninguno me pone límites.
Y se fue caminando, con las caderas bamboleando y el ego por las nubes.
Una tarde, Roxy salió a tirar la basura en shortcito apretado y musculosa sin corpiño. Ni imaginaba que alguien la observaba desde hacía días.
Se llamaba Damián. El nuevo inquilino del barrio. Vivía solo, alto, tatuado, mirada intensa, un poco tosco… y con una energía oscura que lo hacía intrigante. Roxy lo había cruzado un par de veces, pero él siempre la devoraba con los ojos. Esta vez, se animó.
—Hola, vecinita. Te ves… provocativa hoy.
Ella sonrió.
—¿Y vos qué sabés cómo me veo todos los días?
—Porque te miro siempre… ¿Y sabés qué? Te quiero para mí.
Roxy se rió, pero algo en su tono le dio escalofríos. Damián no era como Ezequiel ni como Armando. Este no pedía permiso. Este tomaba.
—¿Te hacés la viva con todos? —preguntó él, acercándose—. ¿Te gusta calentar al barrio? Te vi entrando a la casa del viejo… también con el pendejo ese. Sos una puta, ¿no?
Roxy se quedó seria, pero en lugar de ofenderse, se calentó. Esa palabra en su tono… la encendía.
—¿Y si lo fuera?
Damián no contestó. La tomó del brazo, la arrastró hasta su puerta, la cerró, y la empujó contra la pared.
—Ahora vas a ser mi puta. Solo mía.
Le arrancó la remera, le mordió el cuello, le bajó el short de un tirón y la levantó como si no pesara nada.
—Mirá lo mojada que estás, mamita… —le dijo al oído—. Una puta caliente esperando que le den duro.
Roxy jadeaba. No podía creer cómo ese bruto le dominaba el cuerpo.
—¡Dale, hacelo! ¡Dame todo! —le gritó.
Damián la puso contra la mesa, le abrió las piernas de un golpe, y le metió la pija sin avisar, duro, profundo, salvaje. La casa temblaba con cada embestida. Ella gritaba sin filtro.

—Decime que soy el único.
—¡Sos el único!
—Decime que soy el que te coje mejor.
—¡Sos el que más me hace acabar!
—Eso quería escuchar, puta hermosa —gruñó él, y la siguió cogiendo con rabia, mientras le decía cosas sucias al oído—. Te voy a llenar toda la concha, vas a salir goteando por la vereda.
La puso en cuatro, la nalgueó fuerte, la agarró del pelo y la tomó con toda su furia. Roxy gemía como nunca antes. Ese tipo la trataba como nadie, la dominaba, la poseía, y ella… lo disfrutaba como una enferma.

Cuando él terminó, quedó recostado con ella encima, los dos jadeando, sudados, desbordados de sexo.
—No te quiero con ningún otro —le dijo él, mirándola fijo—. Sos mía, ¿entendés? De ahora en más, mía.
Ella lo miró con una sonrisa perversa.
—Y si no quiero…
Damián apretó los dientes.
—Entonces voy a hacer que quieras, cada vez que te ponga en cuatro.
Ella se rió y se relamió los labios.
Otra noche, Roxy estaba sola en casa. El nene dormía desde hacía rato, y la televisión sonaba bajito mientras ella doblaba ropa en shortcito y una camiseta vieja sin sostén. Sus pezones sobresalían por la tela delgada. Afuera, la noche era densa, húmeda.
De pronto, golpes en la puerta. Fuerte. Impacientes.
Era Damián. Desde que la había visto salir en remera y crocs, el tipo no la dejaba en paz.
Pero esta vez... algo en su mirada era diferente.
—¿Qué hacés? —preguntó ella, sorprendida por la hora.
—No me contestás los mensajes. ¿Estás escondiéndote, Roxy?
Ella frunció el ceño, pero antes de poder decir algo, Damián entró, cerrando la puerta tras él. La miró de arriba abajo, el pecho agitado.
—Estoy cansado de esperarte. ¿Sabés cuántas veces me hiciste paja en la cabeza con ese culo? ¿Sabés cuántas noches me tuve que pajear pensando en vos?
Roxy se mordió el labio, con ese calor entre las piernas que solo él le provocaba. Se cruzó de brazos, con una mezcla de rabia y morbo.
—¿Y si me lo merezco? ¿Qué vas a hacer?
Él se acercó como un toro en celo, la tomó de la nuca y la besó con furia. La empujó contra la pared y le bajó el short de un tirón.
—Vas a ver lo que te merecés, putita.
La alzó de un solo movimiento, le abrió las piernas y le metió la pija en la concha con brutalidad. Ella gemía, aferrada a sus hombros, recibiéndolo entero, sintiendo cómo la abría por dentro.
—Decime quién te coge así —gruñía él mientras la embestía—. ¿Ese viejo que te paga? ¿O el boludo de tu ex?
Ella no podía ni hablar. Le arañaba la espalda, con los ojos cerrados, mordiéndose los labios.
—¿Quién tiene la pija más grande, Roxy? ¡Decime!
—¡Vos, la tuya! ¡Tu pija, Damián, me rompé todaaa!
La bajó al piso y la puso en cuatro sobre el sofá. Le abrió las nalgas con las dos manos y la volvió a penetrar, ahora más salvaje.

—Este culo es mío, ¿me escuchás? Nadie más te va a tocar. Sos mi puta personal. De nadie más. Mía.
Ella gemía como una perra en celo, se lo pedía más fuerte. Hasta que él, jadeando, escupió su pija y se lo metió por el culo. Sin aviso.
—¡Damiáaaan! —gritó ella, con los ojos en blanco—. ¡Me duele! ¡Me duele rico!
—Callate y abrí bien ese culo. Vas a sentir lo que es un macho de verdad.
La cogió así, con una mano apretándole el cuello y la otra apretándole las tetas. Se la reventó sin parar, con palabras sucias al oído:
—Decime que sos mi puta.
—¡Soy tu putaaa!
—Decime que solo mi pija te llena.
—¡Solo la tuya, papi, solo vos me llenás!
Cuando la sacó, la tiró al piso, le abrió las tetas con las dos manos y le hizo una rusa salvaje, acabándole en la cara, en la boca, en los cachetes.
Ella lo lamió como una loba. Jadeante. Temblando.
Damián se dejó caer al lado de ella. No dijo nada por un rato. La miraba como si fuera suya... y lo era.
—No te quiero ver con nadie más. Vos sos mía, Roxy. Te voy a marcar si hace falta.
Ella lo miró de reojo, entre excitación y miedo.

A la mañana siguiente, después de aquella cogida salvaje que la dejó temblando, Roxy se despertó con el cuerpo adolorido pero satisfecha. Salió en bata, fue a preparar el desayuno para su hijo, y después empezó a limpiar la casa.
Más tarde, Damián volvió. Traía medialunas y un jugo en la mano. Sonreía como si nada.
—¿Y el niño? —preguntó mientras se sentaba en la silla, con la panza desnuda y la mirada de macho territorial.
—Durmiendo la siesta —respondió ella, todavía con la bata, sin sostén.
Él se acercó, la besó y le susurró:
—Tenemos que hablar, Roxy. Yo no quiero más vueltas. Te quiero solo para mí. Pero el nene… tenés que dejarlo con la abuela. Con vos quiero otra vida. Sin tanto ruido. Sin tanto quilombo.
Ella lo miró de reojo. Se separó de su cuerpo.
—¿Cómo dijiste?
—Eso, que el niño está de más. Yo te quiero a vos, no a él. No quiero ser padre, menos de uno que no es mio. No me rompas los huevos. Dejalo con tu madre, hacé tu vida conmigo y listo.
El silencio fue pesado. Duro. Como un golpe.
—¿Vos querés cogerme, Damián? —le dijo ella con voz baja— ¿Querés que te abra las piernas, que te deje hacerme lo que quieras? Entonces aprendé algo: yo soy mamá antes que todo. Mi hijo no es un estorbo. Es mi vida.
Damián se cruzó de brazos. Molesto.
—No seas dramática. Te hago acabar como nadie y te quejás por un detalle.
Ella lo empujó.
—¿Un detalle? ¿Mi hijo es un “detalle” para vos?
—¡Sí! ¡Porque me volvés loco! ¡Porque no quiero compartirte con nadie, ni siquiera con esa criatura! Quiero que seas mía, solo mía.
La bronca la desbordó. Se quitó la bata, quedó desnuda frente a él, desafiante, pero con los ojos llenos de furia.
—¿Sabés qué, Damián? Te equivocaste de mujer. Andate. No quiero verte por un buen tiempo.
Él se quedó callado. Pero la mirada era de obsesión pura. Se fue, dando un portazo.
Esa noche, con el corazón revuelto, Roxy agarró una mochila, le puso ropa al nene dormido y cruzó la calle. Tocó la puerta de Ramiro, su amigo de 43 años El único que la trataba con respeto.
—¿Roxy? ¿Qué pasó?
—¿Puedo quedarme acá esta noche, Ramiro? No me siento segura. Y no quiero estar sola.
Él le hizo lugar enseguida. Preparó la cama para el nene y un té caliente para ella. Roxy se sentó en el sofá, tapada con una frazada.
—Gracias, Ramiro. No sabés lo que valoro esto.
El la miró con cariño, con ternura. Pero también con esa chispa escondida que alguna vez encendió.
—Lo que necesites, acá estoy. Y vos sabés… que yo nunca te trataría como una puta. Sos mujer, madre, y una belleza… Y eso merece respeto.
Ella lo miró. Los ojos se le humedecieron. Se inclinó, le tomó la mano, y se la besó.
—Gracias por hacerme sentir mujer… sin tener que bajarme la ropa.
El sonrió, pero sus ojos brillaban con deseo contenido.
Roxy lo sabía. Y quizá, después de tanta locura… también lo necesitaba a él.
Al día siguiente Roxy volvió a su casa. Apenas empujó la puerta, supo que algo no andaba bien.
—¿Y esto…?
Damián estaba sentado en el sillón, con las piernas abiertas, el rostro serio, y una mirada que quemaba. Se había metido a su casa sin permiso, otra vez. Pero esa vez no tenía expresión de juego, ni sonrisa. No. Tenía hambre. De ella.
—¿Qué hacés acá? —preguntó, ella.
—Esperándote —dijo él, levantándose lentamente, con esa musculatura tensa que la hacía temblar—. No puedo más, Roxy. Me tenés loco, ¿entendés?
Ella intentó apartarse, pero él la tomó de la cintura y la pegó contra su pecho.
—¿Y el nene? —preguntó, sin mirarlo a los ojos.
—En casa de tu amigo, ¿no? —dijo él, bajándole el cierre de la campera—. Perfecto.
Sin darle tiempo a más, la empujó suavemente contra el sillón, le alzó la pollera y se arrodilló entre sus piernas. Roxy jadeó cuando sintió su lengua golosa y desesperada en su vagina, hundirse entre sus pliegues húmedos.

—Damián… —susurró, entrecerrando los ojos— estás enfermo…
—No —respondió él, lamiéndola con fuerza, mientras le abría las piernas con más violencia—. Estoy hambriento de vos. Sos mía. Solo mía.
Ella se retorcía, gimiendo con fuerza, con los ojos bien abiertos y las manos agarrándole el cabello.
Él se incorporó, se sacó el cinturón, y sin avisar, la hizo arrodillarse. Ella ya sabía lo que venía. Le mamó la pija como una perra en celo, dejando caer la baba, mirándolo con esa mirada lujuriosa que solo él conocía.
—Eso, mamita… —dijo él, empujándole la cabeza—. Chupá. ¿Quién te hace sentir así? ¿Quién tiene la pija más rica? ¿Eh?
—Vos, Damián… —gemía ella entre succión y succión—. Vos me volvés loca…
La levantó, la llevó al sillón y la puso en cuatro. Le lamio la concha y se agarró la pija y se la metió de una, haciéndola gritar.
—Ahhh… ¡así no! —gimió ella, pero su cuerpo decía otra cosa.
Él la taladró con fuerza, con esas embestidas brutales que la hacían suplicar y gozar al mismo tiempo. Le jaló el cabello, le apretó las tetas, le habló sucio al oído, la abofeteó fuertemente las nalgas mientras se la clavaba hasta el fondo.
—¿Quién es tu macho, eh? —le decía—. ¿Quién te rompe el culo como te gusta?
—¡Vos, vos, carajo! —gritó ella, entre placer y desesperación.
Y sél escupió sus dedos, se los pasó por la entrada prohibida, y la tomó por el culo, mientras le frotaba el clítoris. Ella gritó, se tensó, pero no se resistió. Le encantaba.

Cuando terminó, la dejó desplomada en el sillón, sudada, con el cuerpo temblando.
Se agachó, le levantó el rostro y le dijo:
—Esto ya no es un juego, Roxy. Quiero que te vengas conmigo. Ya no voy a tolerar que nadie más te toque. Sos mía. Elegí.
Ella lo miró jadeando, en silencio, con la respiración agitada y la mirada perdida.

Roxy no entendía nada. La patrullera se alejaba, y en su interior, Damián era sujetado por los oficiales. Había intentado meterse de nuevo a su casa, furioso, paranoico. Ramiro estaba ahí justo a tiempo.
—No podía permitir que ese tipo se te acerque más —dijo Ramiro, mientras la abrazaba con fuerza—. Lo tuve que denunciar por violento, y además tiene antecedentes… y esta vez se le acabó la suerte.
Ella se quedó en silencio. Agradecida, pero rota. El morbo, el deseo, la obsesión… todo eso la había arrastrado a un infierno del que por poco no salía.
Ramiro se quedó mirándola unos segundos.
—Roxana, escuchame bien —dijo, serio—. Me voy de esta ciudad. Ya no tengo nada acá. Me ofrecieron un trabajo mejor en el norte, y voy con mis hijos.
Ella lo miró, sorprendida.
—¿Y por qué me lo contás?
Él la tomó de la mano.
—Porque quiero que vengas conmigo. Me gustás. Siempre me gustaste. Sos fuego… pero también sos un problema. Y yo ya no estoy para quilombos. Si venís, es con tu hijo, claro. Lo voy a cuidar como a uno mío. Pero vos tenés que cambiar. Nada de andar de cama en cama, ni hacerte la puta. Tienes que dejar el puterio ¿Entendés? Si querés una vida nueva, tenés que elegirla de verdad.
Roxy tragó saliva. Se le nublaron los ojos.
—¿Y vos me vas a dar lo que necesito?
Ramiro la miró con esa mirada de hombre firme, dominante, pero tierno.
—Te voy a dar techo, futuro… y si me calentás como sé que sabés hacerlo, también te voy a coger como nunca te cogieron. Pero solo yo. Vos y yo, Roxy. ¿Aceptás?
Ella no respondió con palabras.
Se acercó. Le besó los labios. Despacio. Luego más fuerte. Se quitó la remera, mostrando su cuerpo generoso, marcado por los excesos, pero aún irresistible.
—Demostrame entonces que vale la pena dejar todo —le dijo con voz ronca.
Él la levantó como a una muñeca. La apoyó contra la pared. Le arrancó el short con rabia y le metió la pija ahí mismo, con todo su peso, con la fuerza de un macho que sabía lo que quería.

—¿Así te gusta, putita, mi pija en tu concha? —le susurraba al oído mientras embestía fuerte—. Esta es la última vez que me la hacés dudar. Te voy a dejar seca, para que nunca más pienses en otro.
—¡Sí! —gimió ella—. Cogeme, Dame todo, Ramiro… todo…
Ella lo montó después, como queriendo probar que aún podía dominarlo, pero él no se lo permitió. La puso boca abajo, le levantó las nalgas, y se la metió por atrás, en su concha caliente, mientras le decía al oído:
—Dejá de ser una puta callejera… y convertite en mi mujer.
Ella temblaba, gimiendo, perdida entre placer, dolor y un deseo de redención que nunca había sentido.

Cuando terminaron, sudados, desnudos, tirados en la cama, ella lo miró y dijo:
—Vamos. Me voy con vos. Pero tenés que seguir haciéndome esto... seguido.
Él sonrió, besándole los labios con fuerza.
—Tranquila, putita mía. Lo mejor recién empieza.


1 comentarios - La Mamá Luchona