
El vuelo 792 de Madrid a Cancún iba casi lleno. Clase ejecutiva estaba en silencio, y en el pasillo central se deslizaba ella: Valeria, la azafata más deseada de la aerolínea.
Uniforme ajustado, falda corta, moño en el cuello. Ojos verdes. Caderas de infarto. Y un modo de caminar que dejaba a más de uno sin aliento.

Él, Alejandro, viajaba solo. Camisa blanca abierta en el cuello, barba de tres días, y una mirada descarada. Desde que la vio servir el primer café, no dejó de observarla. Y ella… también lo notó.
En el segundo servicio, Valeria se inclinó más de la cuenta al acercarse.
—¿Algo más que pueda ofrecerle, señor? —le preguntó con voz dulce.
Alejandro le sostuvo la mirada, directo.
—¿Aceptas propinas… en forma de invitación?
Valeria sonrió, sin ruborizarse.
—Depende del lugar y la hora.
—Mi hotel tiene piscina privada… y una cama enorme. Llegamos a las 19:30. ¿Hora suficiente?
Ella se inclinó un poco más, dejando que su escote hablara.
—Si estás en la fila de salida, soy la primera en bajar.
Al llegar, él la esperaba junto al coche con una sonrisa. Ella había cambiado el uniforme por un vestido rojo corto y sandalias de tacón.
Subieron al ascensor sin hablar. Pero en cuanto se cerró la puerta de la suite, Valeria lo empujó contra la pared, lo besó con furia, y comenzó a desabotonarle la camisa.
—Te he deseado desde el aire —susurró.
Alejandro bajó el cierre de su vestido, dejándola en lencería negra. La miró con hambre: cuerpo tonificado, pechos firmes, piernas largas, mirada voraz.
—Entonces vamos a aterrizar como se debe —dijo él, tomándola por la cintura y alzándola.
La llevó a la cama. La desvistió lentamente. Se arrodilló y comenzó a besarle los muslos, subiendo, acariciando con lengua. Valeria jadeaba, con las manos en su cabello.

—Más… ahí… sí…
Cuando estuvo completamente húmeda, se bajó el pantalón, liberando su erección, él se colocó sobre ella y le penetró la concha de una embestida. Valeria arqueó la espalda.
—¡Dios! ¡Qué rico la tienes…!
Alejandro comenzó a moverse con ritmo, lento y profundo. Ella lo envolvía con sus piernas, sus uñas marcaban su espalda.
—Más fuerte… dame todo…
Las embestidas se volvieron salvajes, húmedas, con golpes sordos contra la piel. Ella se montó sobre él luego, cabalgando su pija como si estuviera en plena turbulencia. Sus tetas rebotaban, sus gemidos llenaban la habitación.
—Dámelo en la boca —ordenó de pronto, bajándose de un salto.
Se arrodilló frente a la cama y abrió la boca. Alejandro no tardó. Acabó con un gemido, llenándole la lengua y el rostro. Ella lo saboreó mirándolo a los ojos, lamiéndose los labios con descaro.
—Eso es primera clase —dijo ella, limpiándose con un dedo que luego chupó lentamente.
Pasaron la noche entre sábanas sudadas, duchas calientes y sexo en el balcón con vista al mar. Cuando ella se fue en la mañana, dejó una nota:
“El vuelo de regreso es el lunes. Espero que vueles conmigo… otra vez.”
El vuelo de regreso salía a medianoche.
Alejandro abordó con una sonrisa pícara, y no tuvo que buscarla: Valeria lo esperaba justo a la entrada del avión. Llevaba su uniforme nuevamente, el cabello recogido, labios rojos.
—Bienvenido a bordo, señor… otra vez en primera clase —dijo ella, casi susurrando.
—Espero que haya turbulencias —respondió él, mirándole las piernas con descaro.
Durante las primeras horas del vuelo, todo parecía normal. Pero la tensión crecía. Cada vez que pasaba a servirle, Valeria lo rozaba más de la cuenta. Él respondía con miradas sucias, gestos sutiles.
Al llegar la madrugada, con las luces atenuadas y los pasajeros dormidos, Valeria se acercó por detrás y le dejó una nota en la bandeja:
“Baño de popa. 10 minutos.”
El baño era pequeño, pero el deseo enorme. Cuando Alejandro entró, ella lo esperaba de espaldas, levantando la falda. Sin hablar, él la sujetó por las caderas y bajó su tanga.
—¿Así me extrañaste? —susurró ella.

Él la penetró de inmediato, con una fuerza contenida. Ella se tapaba la boca con una mano para no gritar, mientras su otra mano se apoyaba contra la pared del baño, aguantando cada embestida.
El ruido del avión ahogaba los gemidos. Él la tomó del cuello con una mano, la acercó, y le mordió el lóbulo mientras la cogía con más profundidad. Valeria temblaba, sus piernas al borde del colapso.
Cuando acabaron, jadeando, se miraron en el espejo empañado.
—Esto no termina aquí —dijo él, besándola otra vez.
Y no terminó.

Una hora después, se anunció una escala técnica de emergencia en una pequeña isla del Caribe por un desperfecto menor. Los pasajeros fueron alojados en un hotel cercano, y el destino volvió a alinear las cosas: a Valeria y Alejandro les tocó compartir habitación.
—¿Coincidencia? —bromeó él al entrar.
—No. Orden mía —dijo ella, quitándose la chaqueta.
Valeria se desnudó sin apuro. Se acercó a él en lencería. Lo empujó al borde de la cama, se arrodilló, y comenzó a chuparle la pija con lujuria, profunda, lenta, sintiéndolo endurecerse por completo en su boca.
—No he dejado de pensar en esto —murmuró entre succión y succión.
Luego se subió sobre él, cara a cara, introduciéndo su pene, en su concha, montándolo con ritmo perfecto. Alejandro la sujetó por la cintura, le besó las tetas, chupó sus pezones mientras ella cabalgaba fuerte, mojada, desatada.
—¡Más! ¡No pares! —gritaba ella, ya sin control.
Él la tomó, la lanzó de espaldas, y le abrió las piernas al borde de la cama, embistiéndo su concha con todo su peso. Valeria gemía como nunca, con las manos en su cuello, pidiendo que no la suelte, que le dé más.
—Acaba en mí. ¡Hazlo ya!
Él empujó hasta las bolas, una y otra vez, hasta llenarla por completo. Cayeron exhaustos, sudados, satisfechos.
A la mañana siguiente, ella lo besó con dulzura.
—Vuelve a volar conmigo. Siempre.
Alejandro la miró, sonriendo.
—Ahora tengo una nueva razón para viajar… y no tiene nada que ver con el destino.


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