Apenas una endija
Mauro y Constanza llevaban juntos más de quince años. Tenían un hijo en edad escolar, trabajos exigentes, un departamento luminoso en Palermo y una manera casi perfecta de repartirse las tareas. Se querían bien. Se acompañaban. Desde afuera, eran una pareja sólida, envidiable incluso. Y en parte lo eran: sabían leerse en lo cotidiano, tomar decisiones juntos, calmarse mutuamente cuando uno estaba al borde.
Pero en la intimidad algo se había endurecido. No era ausencia de amor ni de afecto. Era otra cosa. Como si el cuerpo —el deseo— se hubiera ido quedando sin lugar. A Constanza parecía no afectarle: estaba cómoda con la frecuencia, con el modo. Si a veces lo notaba a Mauro más distante o callado, lo atribuía al estrés o al insomnio. Incluso cuando intentaron renovar la conexión, fue ella quien trajo ideas: un taller de tantra, una clase de masaje tántrico con otros, respiraciones, miradas sostenidas. A Mauro no lo tocó nada de eso. Sintió que lo alejaban más. Que el deseo, para él, estaba en otra parte. No en ese escenario cuidado y espiritual, sino en lo oscuro, lo inesperado, lo que aún no tenía nombre.
Esa noche estaban acostados. Coti con el celular, con la cabeza apenas ladeada hacia la pantalla. Leía alguna nota o mensaje, en silencio. Mauro, también con el suyo, ya no sabía si por distracción o por reflejo. Habían hablado poco, solo lo necesario. El hijo dormía desde hacía rato. El aire acondicionado emitía un zumbido constante, casi hipnótico.
Mauro se levantó —como todas las noches— para hacer la ronda final: cerrar persianas, apagar luces, revisar ventanas. Era parte del ritual. Algo que había ido tomando el lugar de otros gestos que antes también ocurrían antes de dormir.
El departamento estaba en penumbra. Desde el living, se veía el edificio de enfrente: una construcción moderna de hormigón, con líneas limpias y ventanas generosas. Muchos de los departamentos tenían cortinas roller o black-outs, pero no todos. A veces, en los últimos meses, Mauro había presenciado sin buscarlo escenas íntimas que le quedaban dando vueltas mucho después: una mujer besando el cuello de su pareja mientras lo ayudaba a quitarse la remera; un abrazo largo, con las luces apagadas; una silueta desnuda caminando hacia la cocina a medianoche. Nada explícito. Nada que pudiera contarse. Solo eso que se ve cuando nadie lo está mostrando.
Unos días atrás había notado que en el quinto piso, uno más abajo que el suyo, se había mudado una pareja joven. Todavía no tenían cortinas. El departamento parecía nuevo: muebles escasos, cajas, una alfombra enrollada en un rincón. Esa noche, cuando bajó las luces y se acercó a la ventana, ellos estaban ahí.
Sobre el sillón, casi en penumbra, abrazados, besándose con lentitud. Como si no hubiera nada más en el mundo. Mauro sintió pudor. Miró rápido hacia atrás, aunque sabía que nadie lo veía. Dudó un segundo, y bajó la persiana. Pero no del todo. Dejó apenas una rendija. Una franja angosta por donde entraba una línea de luz. Y a través de esa línea, los vio.
Estaban en el sillón.
Él sentado con las piernas abiertas, el torso inclinado hacia atrás, los brazos estirados sobre el respaldo como si no esperara nada más del mundo. Ella sobre él, de costado primero, con un top fino que le marcaba los pezones y una bombacha gris de algodón algo floja, que dejaba ver la línea hundida de las caderas. Se besaban con una lentitud deliberada, como si masticaran el tiempo, como si no tuvieran que dormir, madrugar ni cuidar a nadie. Ella le pasó la lengua por la comisura de los labios y después se le metió encima con un movimiento ágil y ensayado. Lo montó, pero de espaldas.

Eso solo lo sacudió.
Mauro sintió un latido agudo, físico, como si le hubieran tocado un nervio directamente en el pecho. Ella se acomodó sin pudor, con las piernas dobladas a cada lado de su cuerpo, el culo perfectamente encajado contra él. No podía verse el detalle exacto, pero el gesto era claro. Lo que hacían no era un juego: cogían. Cogían sin miedo. Sin pensar que alguien podía mirar.
Se quedó así unos segundos, quieta. Él le agarró la cintura y deslizó los pulgares por la línea de la espalda, hacia arriba, lento, como si la reconociera a ciegas. Entonces empezó a moverse. Despacio. Como si se balanceara sobre una idea, como si controlara el ritmo desde la médula. No había urgencia, ni violencia. Era otra cosa: esa cadencia confiada, precisa, de quien se sabe deseado.
Mauro se quedó inmóvil. La persiana bajada a medias, el corazón en la garganta. Un calor denso le subió desde el estómago. Miraba por esa franja de luz como si la escena le estuviera siendo dada, como un regalo enfermo. No podía mirar otra cosa.
Ella se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza en su hombro, arqueando la espalda con una naturalidad brutal. La bombacha le había quedado corrida hacia un costado. Desde su ángulo, Mauro no podía ver con nitidez los cuerpos unidos, pero el movimiento era inconfundible. El vaivén de sus caderas, la tensión en sus muslos, el modo en que él la recibía, la contenía. A veces la tomaba del pecho, a veces bajaba las manos y le apretaba el culo con una devoción casi religiosa.

Mauro sentía que no podía moverse. El corazón le martillaba el pecho. Miró hacia atrás, hacia el pasillo oscuro que llevaba al cuarto. No se oía nada. Volvió a la ventana. Afuera, la escena seguía.
La mujer se sacó el top con una sola mano. Se lo pasó por la cabeza, lo tiró al piso. El pelo revuelto, el cuello tenso. Le tomó las manos a él y se las llevó al pecho, le hizo apretar los pezones. Después se las apoyó en la panza, lo guió hacia abajo. La boca de ella se abrió como en un suspiro. Mauro no podía escuchar nada, pero la vio jadear. El tipo le hablaba al oído. Ella se reía, sin parar de moverse, como si el placer y la risa fueran lo mismo.
Sintió un golpe en la ingle, como una descarga. Se había puesto duro. Sin decidirlo. Sin tocarse todavía. Solo con mirar. El deseo le cruzaba el cuerpo como un dolor. Le ardía.
Se apretó con la palma por encima del pantalón. Muy despacio. Con el pulgar apenas marcando la forma. No podía bajar nada. Ni moverse mucho. Tenía miedo de hacer ruido, de que el crujido del piso flotante alertara a Coti. Miedo real. Porque si ella lo descubría ahí, mirando por la rendija como un voyerista idiota, con la mano en la pija, lo miraría como a un enfermo. O peor: como a un boludo. Un marido frustrado. Un pajero.
Y tal vez lo era.
Se mordió el puño un segundo. Cerró los ojos. Los abrió otra vez.
Ella se inclinaba hacia adelante ahora, apoyando las manos en las rodillas de él, mientras el cuerpo seguía hundiéndose en un ritmo más rápido. El tipo le agarraba el culo con ambas manos y la empujaba hacia él con cada embestida. No se veían detalles, pero se entendía todo. Los movimientos, el sudor, la fuerza. Se cogían con entrega. Con hambre. Como si no tuvieran que dormir nunca, ni levantarse a las siete, ni limpiar vómitos de un nene con fiebre. Como si tuvieran veinte años y la noche entera para ellos.
Mauro no sabía si lo que más lo excitaba era ella, o la imagen de él mismo cogiendo así. Lo que había sido. O lo que ya no.
Sintió que estaba por correrse. Y se detuvo. Apretó fuerte, se contuvo. Lo último que quería era acabar ahí, en medio del living, solo, como un adolescente escondido. La vergüenza le mordía el cuello, pero el deseo seguía ahí, intacto, golpeando.
La mujer se detuvo de pronto. Se bajó con una lentitud casi animal. Le besó la boca. Después se inclinó a buscar algo —quizás una manta, o el top que había tirado— y se lo puso sin mirar hacia afuera. Él se levantó, buscó un vaso, tomó un sorbo. Y en ese gesto, bajó el black-out.
La escena desapareció.
Mauro se quedó unos segundos en la oscuridad. El cuerpo tenso. La respiración entrecortada. Se pasó una mano por la cara. Sintió asco. Sentió tristeza. Y también una especie de lucidez afilada: eso, lo que había visto, no podía compartirlo. No tenía lugar en su vida con Coti. No podía ni contarle. Si intentaba, si decía algo, la mirada de ella lo iba a partir al medio.
Volvió al cuarto con el pulso en las orejas.
Coti dormía. O fingía.
Fue al baño y se masturbó con fuerza. Acabó como hacía tiempo con las imágenes todavía vivas en su cabeza. Ahora sí podría intentar dormir.
VOLVIMOS CON ESTA HISTORIA, QUE AL IGUAL QUE LA ANTERIORES TIENEN ALGO DE FICCIÓN PERO TMB DE REALIDAD.
QUE LA DISFRUTEN. YA SABEN, DEN PUNTOS Y COMENTEN.
parte 2 http://www.poringa.net/posts/relatos/6048003/Mis-vecinos-cogiendo-2.html
Mauro y Constanza llevaban juntos más de quince años. Tenían un hijo en edad escolar, trabajos exigentes, un departamento luminoso en Palermo y una manera casi perfecta de repartirse las tareas. Se querían bien. Se acompañaban. Desde afuera, eran una pareja sólida, envidiable incluso. Y en parte lo eran: sabían leerse en lo cotidiano, tomar decisiones juntos, calmarse mutuamente cuando uno estaba al borde.
Pero en la intimidad algo se había endurecido. No era ausencia de amor ni de afecto. Era otra cosa. Como si el cuerpo —el deseo— se hubiera ido quedando sin lugar. A Constanza parecía no afectarle: estaba cómoda con la frecuencia, con el modo. Si a veces lo notaba a Mauro más distante o callado, lo atribuía al estrés o al insomnio. Incluso cuando intentaron renovar la conexión, fue ella quien trajo ideas: un taller de tantra, una clase de masaje tántrico con otros, respiraciones, miradas sostenidas. A Mauro no lo tocó nada de eso. Sintió que lo alejaban más. Que el deseo, para él, estaba en otra parte. No en ese escenario cuidado y espiritual, sino en lo oscuro, lo inesperado, lo que aún no tenía nombre.
Esa noche estaban acostados. Coti con el celular, con la cabeza apenas ladeada hacia la pantalla. Leía alguna nota o mensaje, en silencio. Mauro, también con el suyo, ya no sabía si por distracción o por reflejo. Habían hablado poco, solo lo necesario. El hijo dormía desde hacía rato. El aire acondicionado emitía un zumbido constante, casi hipnótico.
Mauro se levantó —como todas las noches— para hacer la ronda final: cerrar persianas, apagar luces, revisar ventanas. Era parte del ritual. Algo que había ido tomando el lugar de otros gestos que antes también ocurrían antes de dormir.
El departamento estaba en penumbra. Desde el living, se veía el edificio de enfrente: una construcción moderna de hormigón, con líneas limpias y ventanas generosas. Muchos de los departamentos tenían cortinas roller o black-outs, pero no todos. A veces, en los últimos meses, Mauro había presenciado sin buscarlo escenas íntimas que le quedaban dando vueltas mucho después: una mujer besando el cuello de su pareja mientras lo ayudaba a quitarse la remera; un abrazo largo, con las luces apagadas; una silueta desnuda caminando hacia la cocina a medianoche. Nada explícito. Nada que pudiera contarse. Solo eso que se ve cuando nadie lo está mostrando.
Unos días atrás había notado que en el quinto piso, uno más abajo que el suyo, se había mudado una pareja joven. Todavía no tenían cortinas. El departamento parecía nuevo: muebles escasos, cajas, una alfombra enrollada en un rincón. Esa noche, cuando bajó las luces y se acercó a la ventana, ellos estaban ahí.
Sobre el sillón, casi en penumbra, abrazados, besándose con lentitud. Como si no hubiera nada más en el mundo. Mauro sintió pudor. Miró rápido hacia atrás, aunque sabía que nadie lo veía. Dudó un segundo, y bajó la persiana. Pero no del todo. Dejó apenas una rendija. Una franja angosta por donde entraba una línea de luz. Y a través de esa línea, los vio.
Estaban en el sillón.
Él sentado con las piernas abiertas, el torso inclinado hacia atrás, los brazos estirados sobre el respaldo como si no esperara nada más del mundo. Ella sobre él, de costado primero, con un top fino que le marcaba los pezones y una bombacha gris de algodón algo floja, que dejaba ver la línea hundida de las caderas. Se besaban con una lentitud deliberada, como si masticaran el tiempo, como si no tuvieran que dormir, madrugar ni cuidar a nadie. Ella le pasó la lengua por la comisura de los labios y después se le metió encima con un movimiento ágil y ensayado. Lo montó, pero de espaldas.

Eso solo lo sacudió.
Mauro sintió un latido agudo, físico, como si le hubieran tocado un nervio directamente en el pecho. Ella se acomodó sin pudor, con las piernas dobladas a cada lado de su cuerpo, el culo perfectamente encajado contra él. No podía verse el detalle exacto, pero el gesto era claro. Lo que hacían no era un juego: cogían. Cogían sin miedo. Sin pensar que alguien podía mirar.
Se quedó así unos segundos, quieta. Él le agarró la cintura y deslizó los pulgares por la línea de la espalda, hacia arriba, lento, como si la reconociera a ciegas. Entonces empezó a moverse. Despacio. Como si se balanceara sobre una idea, como si controlara el ritmo desde la médula. No había urgencia, ni violencia. Era otra cosa: esa cadencia confiada, precisa, de quien se sabe deseado.
Mauro se quedó inmóvil. La persiana bajada a medias, el corazón en la garganta. Un calor denso le subió desde el estómago. Miraba por esa franja de luz como si la escena le estuviera siendo dada, como un regalo enfermo. No podía mirar otra cosa.
Ella se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza en su hombro, arqueando la espalda con una naturalidad brutal. La bombacha le había quedado corrida hacia un costado. Desde su ángulo, Mauro no podía ver con nitidez los cuerpos unidos, pero el movimiento era inconfundible. El vaivén de sus caderas, la tensión en sus muslos, el modo en que él la recibía, la contenía. A veces la tomaba del pecho, a veces bajaba las manos y le apretaba el culo con una devoción casi religiosa.

Mauro sentía que no podía moverse. El corazón le martillaba el pecho. Miró hacia atrás, hacia el pasillo oscuro que llevaba al cuarto. No se oía nada. Volvió a la ventana. Afuera, la escena seguía.
La mujer se sacó el top con una sola mano. Se lo pasó por la cabeza, lo tiró al piso. El pelo revuelto, el cuello tenso. Le tomó las manos a él y se las llevó al pecho, le hizo apretar los pezones. Después se las apoyó en la panza, lo guió hacia abajo. La boca de ella se abrió como en un suspiro. Mauro no podía escuchar nada, pero la vio jadear. El tipo le hablaba al oído. Ella se reía, sin parar de moverse, como si el placer y la risa fueran lo mismo.
Sintió un golpe en la ingle, como una descarga. Se había puesto duro. Sin decidirlo. Sin tocarse todavía. Solo con mirar. El deseo le cruzaba el cuerpo como un dolor. Le ardía.
Se apretó con la palma por encima del pantalón. Muy despacio. Con el pulgar apenas marcando la forma. No podía bajar nada. Ni moverse mucho. Tenía miedo de hacer ruido, de que el crujido del piso flotante alertara a Coti. Miedo real. Porque si ella lo descubría ahí, mirando por la rendija como un voyerista idiota, con la mano en la pija, lo miraría como a un enfermo. O peor: como a un boludo. Un marido frustrado. Un pajero.
Y tal vez lo era.
Se mordió el puño un segundo. Cerró los ojos. Los abrió otra vez.
Ella se inclinaba hacia adelante ahora, apoyando las manos en las rodillas de él, mientras el cuerpo seguía hundiéndose en un ritmo más rápido. El tipo le agarraba el culo con ambas manos y la empujaba hacia él con cada embestida. No se veían detalles, pero se entendía todo. Los movimientos, el sudor, la fuerza. Se cogían con entrega. Con hambre. Como si no tuvieran que dormir nunca, ni levantarse a las siete, ni limpiar vómitos de un nene con fiebre. Como si tuvieran veinte años y la noche entera para ellos.
Mauro no sabía si lo que más lo excitaba era ella, o la imagen de él mismo cogiendo así. Lo que había sido. O lo que ya no.
Sintió que estaba por correrse. Y se detuvo. Apretó fuerte, se contuvo. Lo último que quería era acabar ahí, en medio del living, solo, como un adolescente escondido. La vergüenza le mordía el cuello, pero el deseo seguía ahí, intacto, golpeando.
La mujer se detuvo de pronto. Se bajó con una lentitud casi animal. Le besó la boca. Después se inclinó a buscar algo —quizás una manta, o el top que había tirado— y se lo puso sin mirar hacia afuera. Él se levantó, buscó un vaso, tomó un sorbo. Y en ese gesto, bajó el black-out.
La escena desapareció.
Mauro se quedó unos segundos en la oscuridad. El cuerpo tenso. La respiración entrecortada. Se pasó una mano por la cara. Sintió asco. Sentió tristeza. Y también una especie de lucidez afilada: eso, lo que había visto, no podía compartirlo. No tenía lugar en su vida con Coti. No podía ni contarle. Si intentaba, si decía algo, la mirada de ella lo iba a partir al medio.
Volvió al cuarto con el pulso en las orejas.
Coti dormía. O fingía.
Fue al baño y se masturbó con fuerza. Acabó como hacía tiempo con las imágenes todavía vivas en su cabeza. Ahora sí podría intentar dormir.
VOLVIMOS CON ESTA HISTORIA, QUE AL IGUAL QUE LA ANTERIORES TIENEN ALGO DE FICCIÓN PERO TMB DE REALIDAD.
QUE LA DISFRUTEN. YA SABEN, DEN PUNTOS Y COMENTEN.
parte 2 http://www.poringa.net/posts/relatos/6048003/Mis-vecinos-cogiendo-2.html
3 comentarios - Mis vecinos cogiendo
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