
Su nombre era Gabriel, un fotógrafo que recorría el Amazonas capturando imágenes de culturas indígenas para un libro. Llevaba semanas navegando en canoa, comiendo poco, durmiendo en hamacas, hasta que encontró lo que buscaba: una tribu aislada, sin contacto moderno, con costumbres ancestrales y mujeres de belleza salvaje.
Fue recibido como un huésped sagrado. Alto, blanco, les parecía un ser mitológico. Pero lo que más llamó su atención fue ella: Zanira, la hija del chamán, con curvas hipnóticas, la piel color miel, trenzas largas y un pecho enorme cubierto solo por un collar de semillas rojas.
Esa noche hubo ceremonia. Lo ungieron con aceites, lo envolvieron en humo de hierbas, y le colocaron el collar de fuego, símbolo de fertilidad y entrega. Nadie le explicó nada. Solo le dijeron: “Si ella te lo pone, ya no hay marcha atrás”.
Horas después, en una choza apartada, Zanira apareció. Desnuda. Caminó en silencio, con los pechos pesados moviéndose suavemente con cada paso. Su concha brillaba húmeda bajo la luz del fuego.

—El collar está sobre ti —susurró—. Te pertenezco esta noche. Pero no será suave. —Se arrodilló y tomó su cinturón.
Gabriel estaba duro desde que la vio entrar. Ella le bajó el pantalón y su pija saltó como una lanza erecta. Sin esperar, Zanira se lo metió en la boca de golpe, profunda, tragándolo hasta el fondo. No chupaba, lo devoraba. Lo miraba a los ojos mientras babeaba, con la garganta vibrando, ahogándose en su pija.
—¿Esto te gusta, forastero? —dijo al sacarla, jadeando—. Aún no has probado lo real.
Le untó un ungüento espeso en la cabeza del pene, caliente como lava, con aroma a frutas y especias. La sensación fue brutal: el calor aumentó la sensibilidad al límite, cada roce dolía de placer. Zanira se montó, con fuerza, dejando que toda su humedad lo tragara.
—¡Puta madre! —gruñó Gabriel.
Ella reía, brincando como una yegua salvaje. Sus tetas enormes golpeaban su pecho, y cada rebote hacía sonar las semillas del collar como un tambor. Gabriel la sujetó del culo firme y empezó a empujar desde abajo, dándole con fuerza, con ganas de romperla en dos.
—¡Más! ¡Más fuerte! ¡Dame todo lo que traes de tu mundo! —gritaba ella.
Gabriel la volteó sobre una manta, la puso en cuatro, y sin piedad le metió la pija de nuevo, ahora desde atrás. Le dio nalgadas que hacían eco en la choza. Ella gemía, se mordía el brazo para no gritar tanto. Cuando intentó respirar, él le metió dos dedos en la boca, luego uno en su culo, al tiempo que la embestía sin freno.

—¿Así cogen en tu tribu? —gruñó él—. Pues así se despiden en la mía.
La sacó justo antes de acabar. Zanira se giró, se abrió el collar sobre los pechos, y Gabriel descargó sobre ellos con brutalidad. Chorros espesos bañaron su piel caliente. Ella los frotó con gusto, masajeando sus tetas mientras lo miraba, relamiéndose.

—Ahora llevas mi fuego dentro —dijo—. Y yo, el tuyo.
Él no durmió esa noche. Y al amanecer, pidió quedarse una semana más.
Para hacer más fotos, claro…
O eso dijo.

La selva seguía húmeda por la lluvia de la tarde. Gabriel aún tenía el sabor de Zanira en la piel, su semen seco en el pecho, y el recuerdo ardiente de su noche brutal. Pero no sabía que en la tribu, una mujer no bastaba para saciar al forastero.
Esa tarde, mientras comía fruta junto a la choza del chamán, otra joven se le acercó.
Aluma.
Más delgada que Zanira, pero con unos muslos anchos y una mirada desafiante. Iba semidesnuda, con una tela transparente colgando entre sus piernas, y las tetas al aire, redondos, firmes, perfectos. Llevaba un frasco de cerámica en la mano, idéntico al que había usado Zanira.

Sin decir palabra, se arrodilló ante él, abrió el frasco y untó el contenido en su pija dormida.
El calor fue inmediato. La mezcla afrodisíaca ardía con un fuego que le recorría los nervios. Su erección fue tan rápida que le dolió.
Ella lo miró y le lamió la punta con provocación.
—Si puedes alcanzarme… soy tuya.
Y salió corriendo. Desnuda. Saltando entre raíces y arbustos como un animal. El tambor tribal comenzó a sonar de inmediato, con un ritmo grave y profundo. Los hombres formaban un círculo y gritaban, celebrando. Era la Yaraka, la cacería sexual.
Gabriel, empalmado, embriagado por el ungüento y la excitación, corrió tras ella, con la pija latiendo como una lanza roja, guiado por el tambor.
La selva era espesa, húmeda, caliente. Veía su silueta entre los árboles. Su culo redondo rebotaba con cada zancada, sus risas agudas eran la trampa perfecta. Las hojas lo cortaban, el barro le pegaba al cuerpo, pero él no se detenía. Estaba loco.
Entonces, la vio.
En medio de un claro sagrado.
Un ídolo de piedra, tallado con símbolos de fertilidad. Un falo gigante erguido, y sobre él, Aluma, abierta de piernas, esperándolo. Su concha brillaba entre los muslos, y sus dedos separaban los labios con descaro.

—Tómame como una bestia, blanco. Aquí. Sobre el dios.
Gabriel se lanzó sin pensar. La sujetó por las caderas, la alzó y la montó de golpe. Entró hasta el fondo en un solo movimiento. Aluma gritó y lo rodeó con las piernas. El tambor no paraba. La tribu lo había seguido hasta la selva, formaban un círculo alrededor del claro. Pero no importaba.
Gabriel la cogía con una violencia ceremonial. Cada embestida hacía chocar su cuerpo contra la piedra caliente. La crema ardía, su pija vibraba de placer inhumano. Le lamía los pezones, le mordía el cuello, le metía el dedo en el culo mientras la cogia como si la selva lo poseyera.
—¡Más! ¡Haz que grite el dios! —gritaba ella.
La puso boca abajo sobre la piedra y se la metió de nuevo desde atrás en la concha. Sus huevos golpeaban su clítoris con cada golpe. Su pija salía y entraba chorreando. El calor, los tambores, el olor a tierra y sudor, todo se mezclaba en un éxtasis salvaje.

—¡Ahí va! ¡ todo! —rugió Gabriel.
Y explotó dentro de ella, con una corrida tan fuerte que se le nubló la vista. Aluma temblaba, con el semen goteando de su concha sobre la piedra sagrada.
Los miembros de la tribu aplaudieron. Algunos comenzaron a danzar alrededor, como parte del rito. La selva estaba viva, caliente, testigo de una caza que terminó en triunfo.
Aluma sonrió, aún tumbada.
—Ahora eres parte del bosque.
Y él, jadeando, pensó que quizá… jamás se iría.
La tarde cayó sobre la selva como una cortina espesa. Después de la cacería, Gabriel permaneció tumbado sobre la piedra, su cuerpo agotado, cubierto de sudor, barro y semen. Aluma dormía entre sus brazos, y los sonidos del bosque volvían lentamente, como si la selva respirara con ellos.
Fue entonces cuando lo notó.
Las inscripciones del ídolo.
No eran solo dibujos. Eran una historia. Símbolos tallados en espiral alrededor del falo de piedra. Con su linterna y su cámara, Gabriel comenzó a analizarlos, fotografiarlos, reconstruyendo el relato visual. Y lo entendió.
El ídolo no era solo un símbolo de fertilidad. Era un aviso. Un ritual de reproducción. Un sacrificio.
Cada cierto tiempo, un forastero era elegido. Lo bañaban en crema afrodisíaca, lo saciaban con placer, lo convertían en semental tribal, y cuando su simiente estaba fuerte y activa… se le entregaban las mujeres fértiles.
Su destino no era volver al mundo.
Su destino era dejar la semilla y desaparecer.
Las últimas figuras eran claras: un hombre blanco, rodeado de mujeres embarazadas… luego, enterrado bajo el ídolo, con raíces creciendo de su pecho.
—Mierda… —susurró, sintiendo un escalofrío en la espalda.
Gabriel miró el cielo. Se acercaba una tormenta. La tribu bailaba lejos, en la colina. Tenía que irse. Esa misma noche. Sin despedidas. Sin preguntas.
Pero no sin antes darse un último regalo.
Tomó el frasco de crema. Se lo guardó. Caminó hasta su choza, donde Zanira dormía, desnuda, con los pechos colgando sobre la manta. Aluma lo siguió poco después, en silencio, como si supiera que era la última vez.
Gabriel las miró a ambas.
—Una más. Solo una. Como en un sueño.
Se untó el pene con la crema espesa, lentamente, sintiendo el calor subir por las piernas, hasta la cabeza. Las chicas sonrieron, sabiendo exactamente lo que se venía. Se colocaron a cuatro patas frente a él, una junto a la otra, abiertas, chorreando.
Y Gabriel las tomó a las dos. Alternando penetraciones, embistiéndolas con furia, haciéndolas chillar, sudar, retorcerse. Las sujetó por el cuello, les mordió las nalgas, les escupió el clítoris. Zanira se montó sobre su cara mientras Aluma lo cabalgaba con furia.
Era salvaje. El sexo de la despedida.
Las hizo lamerse entre ellas. Les metió los dedos hasta que temblaban. Las llenó de semen en la boca y aún así, seguían goteando placer. En el clímax, las hizo chocar una contra otra mientras él las cogía por turnos, una en la boca y otra en el culo, hasta que reventó con un grito salvaje.

Aluma jadeaba. Zanira sonreía. Ambas manchadas, abiertas, satisfechas.
Y cuando por fin durmieron, él se levantó.
Sin ruido. Solo con su mochila, su cámara y el frasco.
Salió hacia la canoa, remó en la oscuridad, bajo la tormenta. Nunca miró atrás.
Porque en el fondo…
Sabía que si se quedaba una noche más, ya no sería libre.



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