Capítulo 2: Secretos Ocultos
El tiempo pasaba, y Miguel encontraba cada vez más difícil ocultar sus deseos. Su mente estaba constantemente llena de imágenes de su madre, y cada día se sentía más atrapado en su propia fantasía. Erica, ajena a todo, seguía con su vida diaria, trabajando y cuidando de Miguel con el mismo amor y dedicación de siempre.
Una mañana, mientras Erica se preparaba para ir a trabajar, Miguel se asomó por la puerta de su habitación. Su madre, aún en ropa interior, se estaba vistiendo frente al espejo. Miguel observó cómo se ponía el sujetador, sus manos acariciando suavemente sus senos antes de ajustar las tiras. La visión de su madre, con su piel suave y sus curvas perfectas, lo dejó sin aliento. Su corazón latía con fuerza, y sintió una oleada de deseo que lo invadía por completo.
Erica, ajena a la mirada de su hijo, se puso una blusa y una falda, su cuerpo moviéndose con una gracia natural que hipnotizaba a Miguel. Él se quedó allí, observando cada detalle, desde la forma en que sus senos se movían bajo la tela hasta la curva de sus caderas. Su mente se llenó de imágenes eróticas, y su cuerpo respondió con una excitación intensa.
Esa noche, mientras Erica se preparaba para dormir, Miguel decidió arriesgarse. Se acercó a su habitación en silencio, con el corazón latiendo con fuerza. La puerta estaba entreabierta, y él echó un vistazo. Erica estaba sentada en la cama, con una toalla envolviendo su cuerpo. Lentamente, se levantó y dejó caer la toalla, revelando su cuerpo desnudo. Miguel contuvo la respiración, sus ojos recorriendo cada curva y cada línea de su madre.
Erica se movió hacia el espejo, y Miguel pudo ver su reflejo. Sus senos, firmes y perfectos, y su vagina, cubierta por un pequeño triángulo de vello, lo dejaron sin aliento. Se imaginó tocándola, acariciando su piel suave, y sintiendo su calor. Su excitación crecía con cada segundo, y su mente se llenaba de fantasías eróticas.
De repente, Erica se dio la vuelta y lo sorprendió. "Miguel, ¿qué haces aquí?" preguntó, su voz llena de sorpresa y confusión. Miguel, avergonzado, tartamudeó una excusa y salió corriendo, su corazón latiendo con fuerza. Se encerró en su habitación, donde se dejó llevar por sus fantasías una vez más, imaginando a su madre en los brazos de otro hombre, deseando ser él quien la tocara y la hiciera suya.
Erica, inocente de los deseos de su hijo, continuó con su vida. A veces, notaba a Miguel mirándola de una manera que la incomodaba, pero lo atribuía a la adolescencia y a las hormonas descontroladas. Nunca se le pasó por la mente que su hijo pudiera desearla de la manera en que lo hacía. Para ella, Miguel era su pequeño, su protector, y nunca imaginó que sus pensamientos pudieran ser tan oscuros y eróticos.
En la casa, la tensión sexual entre madre e hijo crecía con cada día. Miguel, incapaz de controlar sus deseos, se encontraba cada vez más a menudo espiando a su madre. Veía sus senos, su vagina, y cada parte de su cuerpo, imaginando cómo sería tocarla, besarla, y hacerla suya. Erica, ajena a todo, seguía con su vida, ajena a la tormenta de emociones que se desarrollaba a su alrededor.
El tiempo pasaba, y Miguel encontraba cada vez más difícil ocultar sus deseos. Su mente estaba constantemente llena de imágenes de su madre, y cada día se sentía más atrapado en su propia fantasía. Erica, ajena a todo, seguía con su vida diaria, trabajando y cuidando de Miguel con el mismo amor y dedicación de siempre.
Una mañana, mientras Erica se preparaba para ir a trabajar, Miguel se asomó por la puerta de su habitación. Su madre, aún en ropa interior, se estaba vistiendo frente al espejo. Miguel observó cómo se ponía el sujetador, sus manos acariciando suavemente sus senos antes de ajustar las tiras. La visión de su madre, con su piel suave y sus curvas perfectas, lo dejó sin aliento. Su corazón latía con fuerza, y sintió una oleada de deseo que lo invadía por completo.
Erica, ajena a la mirada de su hijo, se puso una blusa y una falda, su cuerpo moviéndose con una gracia natural que hipnotizaba a Miguel. Él se quedó allí, observando cada detalle, desde la forma en que sus senos se movían bajo la tela hasta la curva de sus caderas. Su mente se llenó de imágenes eróticas, y su cuerpo respondió con una excitación intensa.
Esa noche, mientras Erica se preparaba para dormir, Miguel decidió arriesgarse. Se acercó a su habitación en silencio, con el corazón latiendo con fuerza. La puerta estaba entreabierta, y él echó un vistazo. Erica estaba sentada en la cama, con una toalla envolviendo su cuerpo. Lentamente, se levantó y dejó caer la toalla, revelando su cuerpo desnudo. Miguel contuvo la respiración, sus ojos recorriendo cada curva y cada línea de su madre.
Erica se movió hacia el espejo, y Miguel pudo ver su reflejo. Sus senos, firmes y perfectos, y su vagina, cubierta por un pequeño triángulo de vello, lo dejaron sin aliento. Se imaginó tocándola, acariciando su piel suave, y sintiendo su calor. Su excitación crecía con cada segundo, y su mente se llenaba de fantasías eróticas.
De repente, Erica se dio la vuelta y lo sorprendió. "Miguel, ¿qué haces aquí?" preguntó, su voz llena de sorpresa y confusión. Miguel, avergonzado, tartamudeó una excusa y salió corriendo, su corazón latiendo con fuerza. Se encerró en su habitación, donde se dejó llevar por sus fantasías una vez más, imaginando a su madre en los brazos de otro hombre, deseando ser él quien la tocara y la hiciera suya.
Erica, inocente de los deseos de su hijo, continuó con su vida. A veces, notaba a Miguel mirándola de una manera que la incomodaba, pero lo atribuía a la adolescencia y a las hormonas descontroladas. Nunca se le pasó por la mente que su hijo pudiera desearla de la manera en que lo hacía. Para ella, Miguel era su pequeño, su protector, y nunca imaginó que sus pensamientos pudieran ser tan oscuros y eróticos.
En la casa, la tensión sexual entre madre e hijo crecía con cada día. Miguel, incapaz de controlar sus deseos, se encontraba cada vez más a menudo espiando a su madre. Veía sus senos, su vagina, y cada parte de su cuerpo, imaginando cómo sería tocarla, besarla, y hacerla suya. Erica, ajena a todo, seguía con su vida, ajena a la tormenta de emociones que se desarrollaba a su alrededor.
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