“El agua sabía a deseo”
El hotel estaba escondido entre palmeras, silente tras sus muros blancos y ventanas abiertas al sol de la tarde. La suite tenía una alberca privada, rodeada de velas aromáticas encendidas, reflejadas en el agua como lenguas de fuego danzantes. Afuera, el cielo se fundía con el mar.
Lucía, con 42 años, se había deslizado al agua con la naturalidad de quien conoce su poder. Su piel aún húmeda brillaba bajo la luz dorada, y cada movimiento suyo era una invitación sin palabras. Martín, su esposo, estaba sentado en la orilla con una copa de vino, observándola. Su mirada tenía la calma de la experiencia y el deseo contenido de quien espera el momento exacto para actuar.
Entonces ella llegó.
Alondra.
Veinte años recién cumplidos, con la irreverencia suave de la juventud y una mirada que oscilaba entre la curiosidad y el fuego. Había sido una coincidencia, o eso decían. Una conversación compartida en el bar del hotel, una copa, una risa que duró más de lo necesario, una propuesta apenas susurrada.
—¿Estás segura? —había preguntado Lucía, la noche anterior.
Y Alondra, con un leve temblor en los labios, había asentido.
Esa tarde, con un vestido blanco que caía como pétalos de seda, Alondra entró al área de la alberca. El silencio se volvió más denso. Lucía salió del agua y fue hacia ella, sin decir palabra, tomándola de la mano con una seguridad casi maternal y profundamente seductora.
La piel de Alondra se erizó bajo el primer contacto. Lucía la miró a los ojos, como si pudiera leer cada deseo sin que fuera necesario decirlo. Martín se incorporó, cruzando lentamente el espacio entre ellos, dejando la copa a un lado. Observaba, no con posesión, sino con una devoción casi artística.
La tensión era una cuerda de seda a punto de romperse.
Lucía bajó los tirantes del vestido de Alondra con ternura. No había prisa. Todo era lento, cargado de una electricidad deliciosa. Alondra temblaba, no de miedo, sino por la intensidad del momento. Como si el aire mismo estuviera cargado de deseo.
Los tres, juntos, se sumergieron en el agua templada.
La alberca se volvió un espacio suspendido fuera del tiempo. No hacían falta palabras. Había miradas que ardían, roces bajo el agua que dibujaban mapas invisibles, suspiros que llenaban el espacio como música sutil.
Lucía guiaba, con la experiencia de quien sabe leer los cuerpos. Martín complementaba con la fuerza serena de quien sabe sostener el deseo sin romperlo. Alondra, entre ambos, descubría nuevas formas de respirar, de sentir, de perderse y encontrarse.
La noche cayó lentamente sobre ellos.
Y el agua, tibia, ya no sabía a cloro.
Sabía a deseo compartido
El hotel estaba escondido entre palmeras, silente tras sus muros blancos y ventanas abiertas al sol de la tarde. La suite tenía una alberca privada, rodeada de velas aromáticas encendidas, reflejadas en el agua como lenguas de fuego danzantes. Afuera, el cielo se fundía con el mar.
Lucía, con 42 años, se había deslizado al agua con la naturalidad de quien conoce su poder. Su piel aún húmeda brillaba bajo la luz dorada, y cada movimiento suyo era una invitación sin palabras. Martín, su esposo, estaba sentado en la orilla con una copa de vino, observándola. Su mirada tenía la calma de la experiencia y el deseo contenido de quien espera el momento exacto para actuar.
Entonces ella llegó.
Alondra.
Veinte años recién cumplidos, con la irreverencia suave de la juventud y una mirada que oscilaba entre la curiosidad y el fuego. Había sido una coincidencia, o eso decían. Una conversación compartida en el bar del hotel, una copa, una risa que duró más de lo necesario, una propuesta apenas susurrada.
—¿Estás segura? —había preguntado Lucía, la noche anterior.
Y Alondra, con un leve temblor en los labios, había asentido.
Esa tarde, con un vestido blanco que caía como pétalos de seda, Alondra entró al área de la alberca. El silencio se volvió más denso. Lucía salió del agua y fue hacia ella, sin decir palabra, tomándola de la mano con una seguridad casi maternal y profundamente seductora.
La piel de Alondra se erizó bajo el primer contacto. Lucía la miró a los ojos, como si pudiera leer cada deseo sin que fuera necesario decirlo. Martín se incorporó, cruzando lentamente el espacio entre ellos, dejando la copa a un lado. Observaba, no con posesión, sino con una devoción casi artística.
La tensión era una cuerda de seda a punto de romperse.
Lucía bajó los tirantes del vestido de Alondra con ternura. No había prisa. Todo era lento, cargado de una electricidad deliciosa. Alondra temblaba, no de miedo, sino por la intensidad del momento. Como si el aire mismo estuviera cargado de deseo.
Los tres, juntos, se sumergieron en el agua templada.
La alberca se volvió un espacio suspendido fuera del tiempo. No hacían falta palabras. Había miradas que ardían, roces bajo el agua que dibujaban mapas invisibles, suspiros que llenaban el espacio como música sutil.
Lucía guiaba, con la experiencia de quien sabe leer los cuerpos. Martín complementaba con la fuerza serena de quien sabe sostener el deseo sin romperlo. Alondra, entre ambos, descubría nuevas formas de respirar, de sentir, de perderse y encontrarse.
La noche cayó lentamente sobre ellos.
Y el agua, tibia, ya no sabía a cloro.
Sabía a deseo compartido
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