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Los Cuatro Ancianos. Parte 1

  La primera luna de miel de Manuel la pasó en el cuartel de alistamiento forzoso, justo antes de marchar para la guerra civil. Fue algo que lamentó muchísimo pues tuvo que ir a la guerra todavía virgen, y peor lo pasó fingiendo durante los tres años siguientes que no lo era ante sus compañeros. En la luna de miel de su segundo matrimonio pudo estar con su esposa, pero tuvieron que conformarse con un fin de semana de acampada a varios kilómetros de casa. Su hijo y su nuera tendrían más suerte. A la mañana siguiente irían al aeropuerto rumbo a París.
  Pasada la medianoche José entró pletórico con su mujer en brazos a la casa. Las risas y la alegría explosionaron dentro de cada rincón y lograron que Manuel esbozara una sonrisa. Su hijo apenas podía cargar con su mujer, pero no la soltó en ningún momento. Isabel se agarraba por su hombro temerosa de caer. El largo traje de novia iba barriendo el suelo y José no paraba de trastabillar al caminar con ella en brazos. Manuel se acercó hasta ellos para al menos intentar retirar el velo de su nueva nuera.
  Isabel llevaba el pelo recogido en un galante moño muy elaborado. Varios mechones de pelo claro y grueso le caían por la frente y su rostro, y su sonrisa, resplandecían. Estaba más guapa que nunca. José también llevaba un elegante traje oscuro, chaleco con grabados llamativos y una corbata a juego.
  —¡Papá! —exclamó José alzando la voz —. Pero qué haces despierto a estas horas. Es más de medianoche.
  La voz de José sonaba poco clara y se trababa al formular las palabras. Era evidente que estaba muy borracho.
  —Sí, más de medianoche. Los vecinos se van a molestar si sigues gritando tanto —le recordó.
  —Oh, vamos papá. Es el día de mi boda —lamentó sin bajar en ningún momento la voz —. Y tú deberías estar durmiendo ya… se suponía que te habías ido del banquete antes para que pudieras descansar.
  —Tu padre tiene razón —añadió Isabel, muy borracha también, mientras buscaba el apoyo del suelo ante los incesantes temblores de los brazos de su marido —. No podemos armar tanto escándalo.
  José volvió a coger a su mujer en brazos ante la sorpresa de ella y lanzó varias risotadas estridentes.
  —¡Qué se enteren que me acabo de casar con la mujer más hermosa del país! 
  José entró hacia el interior de la casa como un toro cojo. Avanzó a trompicones y justo en mitad de la sala se resbaló. Manuel reaccionó lo más rápido que pudo y la agarró de la falda del vestido para impedir que se cayera, pero ésta cedió y se rompió. La pareja de recién casados quedó tirada en el suelo. Él a un lado boca arriba y ella a unos centímetros. Entonces Isabel comenzó a reírse sin parar. Pronto José se unió a las risas y finalmente Manuel suspiró aliviado. Mientras la pareja se reía Manuel se fijó en el vestido lamentando que se hubiera roto. La falda se había agrietado en una amplia abertura que llegaba hasta por encima de las rodillas, dejando parte de las largas piernas de Isabel al descubierto. Llevaba ropa interior de encaje blanca, con un liguero a juego que se pegaba a su piel. Desde esa posición Manuel pudo ver las tangas de su nuera, pero desvió la mirada cuando sintió su miembro reaccionar violentamente. 
  Manuel se acercó hasta ella y la ayudó a levantarse. Cuando Isabel se puso de pie, sin demasiada agilidad dado su estado de embriaguez, volvió a resbalar ligeramente, pero Manuel la atrajo para sí y la sujetó juntando su entrepierna con la cadera de ella. El viejo no supo si Isabel se dio cuenta del estado de su miembro, pero el roce, aunque fue apenas un instante, consiguió que estuviera a punto de llegar al orgasmo.
  —¿Estás bien? —preguntó Manuel.
  —Sí, pero demasiado borracha…
  José se levantó y la cogió por los hombros mientras le daba un largo beso en la mejilla. Manuel fue hasta el minibar y extrajo la botella de vino más cara que tenía.
  —Entonces echaos una copa más antes de ir al dormitorio.
  —¿Eh? —cuestionó José —. No, papá. Nosotros nos vamos ya a lo nuestro.
  —Vamos hijo, es un rioja muy caro que reservaba para momentos especiales, y ya la he abierto. 
  José miró a su nueva mujer y esta asintió encogiéndose de hombros. Manuel le dio la botella a su hijo para que fuera sirviéndose, y mientras él se dispuso a encender el fuego de la chimenea. Ya nunca lo encendían salvo para navidad.
  Los tres se sentaron en torno a la pequeña mesa de cristal de la sala, frente al fuego, en los que Manuel puso frutos secos de tentempié. Transcurrieron los minutos rápidamente mientras José e Isabel contaban historias de cómo se conocieron.
  —… y entonces me atreví a pedírselo. Pensé que haría el idiota, pues jamás creí que estuviera a mi alcance…
  —José… —la increpó ella mientras colocaba su mano sobre la de él con gesto cariñoso.
  —Siempre se sentaba sola a la hora del almuerzo, sin nadie con quien hablar. Nuestros compañeros de trabajo pensaban que eras autista o algo así.
  Tanto ella como él rieron por el comentario, pero ahora las risas eran menos enérgicas y venían junto con gestos cansados. El fuego chispeaba con la madera húmeda y la tele, que había sido encendida con volumen bajo, había comenzado a poner videoclips de canciones.
  —Solo era tímida. Siempre me ha costado abrirme a los demás— confesó —. Además, odiaba ese trabajo de secretaria.
  —Ya no tendrás que volver a hacerle las fotocopias a ese imbécil de Sánchez. Con mi sueldo viviremos bien, y si tengo que coger dos trabajos para que vivas como una reina lo haré.
  —Oh cariño, no hace falta que cojas dos trabajos –le dijo mientras le besaba —. Te quiero también en casa.
  —Sois muy afortunados —dijo Manuel mientras le sonreía —. Tu madre habría estado muy orgullosa, hijo.
  —Es una pena que hoy no esté aquí —se apenó él.
  —Sí. Ella siempre quiso verte con una mujer de provecho. Un poco más y habría visto su deseo cumplido.
  Ese último comentario provocó que se hiciera el silencio en la sala y los tres percibieron la música del televisor. 
  —¿Cómo fue tu boda, papá? —preguntó finalmente José.
  —Pues nada que ver con la vuestra —aseguró él —. Como era mi segundo matrimonio, y había un poco de polémica con que tu madre y yo nos lleváramos quince años, tuvimos que ir a casarnos a una pequeña parroquia en Getafe. No hubo traje de novia, ni damas de honor, y el banquete lo pasamos tu madre, yo, y un par de amigos en un bar.
  —Qué triste —lamentó Isabel entrecerrando los ojos por el sueño.
  —Era otra época. No sabéis la suerte que tenéis de vivir en mil novecientos noventa.
  —Lo importante no es como es la boda, sino como es el matrimonio —lo consoló José.
  —Muy cierto, hijo. Muy cierto.
  —Brindemos por eso —añadió Isabel con la cabeza dándole vueltas.
  Los tres levantaron sus copas y dieron un buen trago. Manuel comenzó a sentirse borracho y descubrió que habían apurado casi toda la botella.
  —Me alegra que nuestra familia haya crecido, al menos para nosotros —indicó Manuel para luego reírse sin remedio —. En la iglesia, aparte de tus amigos, estaba yo solo como familia del lado del novio. Si al menos hubiéramos podido llenar una mesa en el banquete.
  —Tú ya comes por cuatro papá —aseguró José a lo cual le siguieron las risas de los tres.
  —Espero… que mi madre te haya hecho sentir cómodo… en la mesa —deseó Isabel con la voz ya casi inteligible por la borrachera —. Mi tía María no paró de hacerte ojitos…
  Una vez más las risas invadieron la sala y Manuel más que nadie. Vació la botella en las tres copas y volvió a brindar.
  —Por tu familia, que ahora es la nuestra.
  Los tres bebieron un generoso trago de vino y justo en ese momento en la televisión emitieron el videoclip de una balada que estaba causando furor. Los tres se quedaron escuchándola embobados. José apoyó la cabeza en la base del sillón que tenía cerca e Isabel comenzó a entrecerrar los ojos. Manuel también escuchó la canción con toda la atención que pudo, pero poco a poco el sueño le fue venciendo, y antes de que la canción acabara los tres ya dormían.

  Manuel se despertó en un instante con dolor de espalda. Se encontraba completamente desubicado, pero apenas necesitó unos segundos para darse cuenta de que estaba en el salón. El fuego de la chimenea estaba ya solamente en brasas, y la tele seguía prendida retransmitiendo la teletienda. Manuel miró al reloj, todavía con la vista borrosa, y pudo ver que marcaban las tres de la madrugada. José dormía apoyado en la base del sillón individual. Isabel sin embargo estaba en una posición muy incómoda. Tenía la cabeza ladeada con el cuello torcido al no tener respaldo, y su espalda también estaba en mala posición. Manuel entonces tragó saliva y comenzó a sentir sudores fríos. Isabel tenía las piernas abiertas y se le podía ver, gracias al surco producido en el traje, el tanga y el ligero. Los labios de su conejo se marcaban completamente en la fina tela del tanga y Manuel casi podía palpar, a pesar de la distancia, el jugoso néctar que allí se escondía. Su miembro comenzó a crecer en sus pantalones, como una fiera enjaulada que comienza a vislumbrar la libertad. Llevó su mano a su entrepierna solo para recolocarse el pene entre los calzoncillos, pero luego no quiso retirarla. Se la apretó, se la masajeó y se estrujó el cabezón mientras trataba de contenerse.
  Manuel se preguntaba cómo era posible que su hijo hubiera tenido tanta suerte. Él había sido más apuesto que él en su juventud, y a pesar de casarse dos veces nunca tuvo semejante fortuna. Entonces negó con la cabeza, quitó la mano de su entrepierna, y se hizo prometer que se contendría. Aun así, Manuel pensó que no podía dejar a su nuera en esa posición, por lo que se levantó y cogió a Isabel en brazos. Pesaba bastante, pero se sorprendió la facilidad con la que la podía cargar a juzgar por las incomodidades que había tenido su hijo para ello. Al sostenerla la mano derecha sujetaba el culo y se sorprendió tratando de sentir algo a través del contacto. Entonces sintió el aliento de la mujer en su cuello y su miembro comenzó a palpitar de nuevo. Dio un par de pasos hasta el largo sillón y dejó a su nuera en él con mucho cuidado. 
  Las largas piernas de Isabel y la exquisita ropa interior de encaje se seguían viendo con claridad en el sillón, sobre todo estando de pie junto a ella. Manuel sintió un deseo incontrolable y se bajó la cremallera. Se sacó el pene completamente erecto y se lo apretujó. Tenía el corazón a mil y por un momento pensó que le daría un infarto. Pero al ver las delicadas piernas de su nuera su deseo no dejó de acrecentarse y se comenzó a tocar. Jaló su pene de arriba abajo y sintió como el cosquilleo de la masturbación lo embriagaba. Continuó sin detenerse y se sintió descontrolado. Acercó su pene al rostro de Isabel, pero manteniendo la suficiente distancia como para no tocarla con nada. De la punta de su miembro ya se expedía un poco de líquido preseminal, por lo que Manuel tuvo cuidado de controlarse y no eyacular de repente en el rostro de ella. Miró rápidamente hacia atrás para asegurarse de que su hijo seguía dormido, y justo al comprobarlo sintió una mano agarrando su pene. Giró la cabeza y vio cómo su nuera, con los ojos cerrados y aparentemente adormilada, metía el pene en su boca lentamente. Manuel se quedó estático.
  Isabel no había sentido el olor a miembro viril con tanta intensidad nunca. Muy borracha y adormilada sintió percibir, solo con su olfato, el pene de su marido. No podría haber asegurado donde se encontraba, ni el momento ni en lugar, pero su cuerpo reaccionó y se metió el pene tan adentro en su boca que casi entra por la garganta. Siguió chupando vorazmente como si quisiera desgastar a base de lametazos la polla erecta, como si de un chupete se tratara. Tragó y la sensación de placer fue acrecentada por el sopor. Se sacó el pene de su boca inconscientemente para poder respirar mejor.
  —Oh… José… —susurró ella.
  Manuel, como se había imaginado, estaba siendo confundido con su hijo. Pero no le importó. No quiso detener ese momento por nada. En su lugar llevó su mano a la entrepierna de su nuera y comenzó a masajeársela con brío. Desplazó el tanga de Isabel de arriba a abajo, y de un lado a otro. La forzó metiéndoselo dentro de la vagina, elevándola de manera que parecía que se lo iba a arrancar, y estirándola tanto que ya no le cubría a su nuera sus partes pudendas. El tanga acabó tan empapado y fue tanta la tensión que sufrió que finalmente se rompió por uno de los lados. Manuel lo soltó y los restos del tanga quedaron anclados al muslo derecho de Isabel. Manuel continuó frotando el clítoris de Isabel y ella abrió más las piernas dejando ver abierto todo su coño, completamente afeitado. 
  Mientras, Isabel continuaba machacando el pene con su lengua. Ejercía presión en el cabezón y lo estrujaba con toda su mandíbula cada vez con más energía. Creía sentir como los dedos de la mano de su marido se adentraban dentro de ella cada vez con más efusividad. Isabel abrió las piernas y elevó su cadera una y otra vez sin poder contenerse. Quería gemir, pero la punta del pene le llegaba hasta la garganta y solo paraba cuando se ahogaba. Entonces sintió como un cosquilleo la embriagó de forma muy intensa. Su coño regurgitaba fuego y una sensación de orinar la asoló. Ella no la contuvo y se sintió mearse en sus piernas, en su alrededor, en su vestido. Los chorros salían sin parar y ella no dejó de mover la cadera en círculos mientras ayudaba a que la mano hiciera el trabajo.
  Manuel sintió los chorros de su nuera salpicarle en la ropa y de empaparle toda la mano. Y eso lo excitó todavía más. Sintió como la lengua de Isabel le lamía todo su miembro de arriba abajo. Y entonces percibió que quedaba muy poco para llegar al clímax. Por lo que, sin pensárselo, retiró el pene de la boca de su nuera y, tras recolocarse, se tumbó sobre ella. Isabel tenía las piernas muy abiertas y su vagina completamente dilatada así que fue casi instantáneo la unión de ambos. El anciano de sesenta y ocho años no sintió fricción cuando penetró a su nuera, pero igualmente su pene parecía querer estallar de excitación. La metió hasta el fondo desde el principio, sacudida tras sacudida, mientras liberaba la parte superior del vestido de novia. Los pechos de su nuera no eran exageradamente grandes, pero eran lo suficientemente generosos como para que no le cupieran en la gran boca a Manuel. Chupeteó el pezón con voracidad y estrujó el otro pecho con su mano.
  Isabel creyó sentir el peso de su marido y como su pene la clavó con pasión mientras recreaba la escena en su cabeza. Con su boca liberada comenzó a gemir débilmente y poco a poco fue abriendo los ojos. Tenía la visión muy borrosa y las acometidas la obligaban a volver a cerrarlos dado la poca firmeza de sus párpados en ese momento. Sin embargo, en un instante, en solo un instante, percibió que quién estaba encima de ella no era su marido, sino su suegro. La firmeza volvió a sus párpados y sus ojos se quedaron abiertos como platos, sin pestañear. Pero su mente seguía parcialmente ausente. Cada vez que era penetrada lanzaba un pequeño gemido mientras miraba a los ojos de Manuel fijamente. El anciano también la miraba y eso hizo que cada vez se la metiera con más explosividad. Finalmente, su suegro acercó su rostro al de ella y le comió la boca. Isabel cerró los ojos y sintió la lengua de su suegro entrar dentro y su propia lengua se enredó con efusividad. Sintió como la saliva de su suegro se empastaba en sus dientes y le bajaba por la garganta. Ella se tragó la lengua de su suegro mientras que con sus piernas lo atenazó por la cadera como un cangrejo atenaza a su presa. El ritmo de la penetración se había vuelto muy pausado tras el beso, pero se siguieron comiendo la boca largos minutos más. 
  Finalmente, sus lenguas se separaron y Manuel volvió a embestir. Isabel giró la cabeza de lado tratando de recobrar el aliento y fue dejando sus piernas libres sostenidas en el aire sin apoyo. Manuel continuó penetrándola, sin tanta fuerza, pero con más presión, e Isabel sintió como la punta del miembro de su suegro llegaba más adentro de lo que nada podría llegar. Los últimos movimientos de Manuel se hicieron más lentos y finalmente la llenó con su semen. 
  Isabel sintió dentro de su mente el calor de la viscosa leche pegarse a las paredes de su interior. Mientras, en frente de ella estaba José, completamente dormido y ajeno a cuanto estaba ocurriendo. Como si hubiera estado enajenada por un sueño Isabel bajó sus piernas suavemente y cerró los ojos. Pocos segundos bastaron para que su mente la llenara del olvido y la congelase con el sueño. Con el peso de su suegro todavía encima, y el semen chorreándole la vagina, Isabel se durmió de nuevo.
  Manuel se levantó con delicadeza del sillón y extrajo su pene del interior de su nuera. Se apartó un poco y vio como el chocho de Isabel parecía una piscina de babas de caracol. Algunos hilillos de baba se escapaban de la piscina y bajan por las nalgas como ríos desbordantes. La falda del traje se había terminado por romper por completo y tenía la parte superior deformada y abierta con los pechos al aire. El resto del traje y el sillón estaban empapados por la propia eyaculación multiorgásmica de Isabel. Manuel sabía que no podía dejar la situación así cuando su hijo despertase, pero el tanga seguía roto y enrollado a la pierna de ella, y no podía dejarla con el chocho al aire. Suspiró efusivamente y decidió taparla de la mejor manera posible con la falda del vestido de novia, de manera que no se le viera ninguna parte desnuda de su cuerpo. Colocó de forma correcta la parte superior del vestido, que por fortuna no se había roto, y limpió con un trapo el sillón y el suelo.
  La labor le llevó casi una hora, y en todo ese tiempo ninguno de los dos recién casados despertó. Finalmente subió las escaleras y se marchó a su habitación. Se quedó como un tronco antes de meterse entre las sábanas, y no despertó hasta la tarde de ese mismo día. La siguiente noticia que supo de su hijo y su nuera fue por la noche cuando lo llamaron desde París.

CONTINUARÁ



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