Mi vida sexual, o la ausencia retorcida de ella, no comenzó con un beso torpe detrás del gimnasio del colegio ni con una carta de amor mal escrita. Empezó en el silencio esterilizado del cuarto de baño de mis padres, un santuario de azulejos blancos y olores a cloro y perfume caro. Yo debía tener unos seis o siete años. Mi mundo era un lienzo de curiosidades sin tabúes, y el cuerpo humano, el mío en particular, era el mapa más fascinante de todos.
No entendía la diferencia entre lo público y lo privado, solo entre lo interesante y lo aburrido. Y el armario debajo del lavabo era, para mí, una cueva del tesoro. Allí, detrás de los botes de laca y las cremas antiarrugas de mi madre, encontré dos objetos que marcarían mi historia.
El primero fue una caja de condones. Para mí, no eran más que globos especiales, envueltos individualmente en papel de aluminio brillante que crujía de una manera satisfactoria. Los sacaba uno por uno, los desenrollaba con una torpeza infantil y los inflaba. Los lanzaba al aire, los veía flotar y caer lentamente. No había malicia en ello, solo el puro placer de la experimentación. Eran de papá, lo sabía, pero no entendía su propósito más allá de ser un juguete prohibido y fascinante.
El segundo descubrimiento fue más íntimo, más extraño. Los tampones de mi madre. Venían en una caja azul, cada uno en su propio aplicador de plástico, como pequeños cohetes blancos listos para una misión desconocida. Me intrigaba su forma, su función.
Leía las instrucciones con dibujos, que mostraban una silueta femenina y una flecha apuntando hacia su entrepierna.
Mi lógica infantil, desprovista de cualquier conocimiento anatómico real, me llevó a una conclusión simple: era un objeto diseñado para introducirse en un orificio del cuerpo. Y yo tenía orificios.
Mi curiosidad se centró en el que sentía más misterioso, el que nunca veía pero siempre estaba ahí. El ano.
Un día, con la casa en silencio y el sol de la tarde filtrándose por la pequeña ventana del baño, decidí llevar a cabo el experimento. Cogí uno de esos cohetes de plástico, me bajé los pantalones y los calzoncillos, y me acuclillé en el suelo frío. La primera vez fue extraña. El plástico era liso y frío. Lo empujé con cuidado, siguiendo una intuición puramente táctil. Al presionar el aplicador, sentí una sensación de plenitud, una ocupación interna que no era dolorosa, solo… nueva.
Me levanté, caminé un poco. Era como tener un secreto guardado dentro de mí. Lo saqué al poco rato, tirando del hilito azul, y lo tiré al váter, fascinado por todo el proceso.
Esto se convirtió en un ritual secreto. Lo hacía quizás una vez a la semana, siempre con el corazón latiéndome un poco más rápido, no por culpa, sino por la emoción de la clandestinidad.
Hasta el día en que la puerta del baño se abrió sin previo aviso.
Mi madre entró. Yo estaba de espaldas a ella, en cuclillas, con los pantalones bajados hasta los tobillos. El aplicador de plástico yacía en el suelo a mi lado, y el hilo azul del tampón colgaba de mi ano como la cola de un ratón blanco.
El silencio que se produjo fue lo más aterrador que había experimentado en mi corta vida. No fue un silencio vacío, sino uno denso, cargado de una electricidad que erizó el vello de mi nuca. Me quedé congelado, como un animalito sorprendido por los faros de un coche. No me atrevía a girarme. Solo podía ver su sombra alargándose en los azulejos blancos.
Esperaba un grito, un castigo, un “¿pero qué haces?”. No hubo nada de eso. Oí sus pasos, lentos, medidos.
Se arrodilló detrás de mí. Su respiración era extraña, entrecortada. Sentí sus manos, normalmente cálidas y suaves, ahora frías y temblorosas, en mis caderas. Me giró suavemente, no para mirarme a la cara, sino para tener una mejor vista de mi trasero.
“¿Qué es esto?”, preguntó, pero su voz no sonaba enfadada. Sonaba… hueca. Rota.
No supe qué responder. Las palabras se me atascaron en la garganta.
“No te muevas”, ordenó. Su tono era clínico, desprovisto de cualquier calidez maternal. Con una delicadeza que me heló la sangre, tiró del hilo y extrajo el tampón. Lo sostuvo entre sus dedos, lo miró como si fuera una prueba en la escena de un crimen. Luego, sus dedos, cubiertos por un trozo de papel higiénico, se acercaron a mi ano. Lo abrió ligeramente, inspeccionándolo. La humillación era total, pero el miedo era aún mayor. No entendía qué buscaba. Supongo que, en su mente, la única explicación posible era que alguien me estuviera haciendo daño. Que alguien, fuera de casa, estuviera “usándome”, metiéndome cosas, abusando de mí. La idea de que aquello fuera producto de mi propia y extraña curiosidad era, probablemente, demasiado ajena para ella.
Después de lo que pareció una eternidad, me soltó. Se levantó, tiró el tampón al váter y la caja entera a la basura. “Vístete”, dijo, sin mirarme. “Y no vuelvas a tocar mis cosas. Ni a hacer… esto”.
Salió del baño cerrando la puerta tras de sí. Nunca volvimos a hablar del tema. Pero algo se rompió ese día. La mirada de mi madre cambió para siempre. A veces la pillaba observándome con una mezcla de pena y recelo, como si yo fuera un objeto frágil y dañado. La confianza inocente entre una madre y su hijo pequeño se había evaporado, reemplazada por un secreto vergonzoso y una sospecha silenciosa que flotaba entre nosotros como un fantasma.
Los años pasaron. La pubertad llegó como un tren de mercancías, arrollando mi infancia y dejándome en un paisaje de confusión hormonal y torpeza social.
Fue en esa época, con unos diez u once años, cuando conocí a Ángel. Él tenía trece, casi catorce. Era repetidor, más alto, y tenía esa aura de seguridad que emanan los que ya han cruzado ciertas fronteras que para ti aún son terra incognita. Nos hicimos amigos rápido. Él me enseñó a fumar a escondidas, a escuchar grupos de rock que mis padres odiaban y, lo más importante, me abrió la puerta al mundo del porno.
Su ordenador era un portal a un universo prohibido. Las primeras veces, mirábamos la pantalla con una fascinación casi científica. Veíamos cuerpos desnudos moverse de formas que nunca habíamos imaginado. Marcos me enseñó a masturbarme, explicándome el proceso con la autoridad de un veterano. Y yo, ansioso por pertenecer, por ser como él, seguí sus instrucciones. Era una actividad solitaria que, por primera vez, compartía con alguien. Creó un vínculo extraño entre nosotros, una complicidad basada en el secreto y el descubrimiento.
La confianza creció rápido, demasiado rápido. Una tarde, mientras veíamos un vídeo, la escena cambió. Una chica se arrodillaba frente a un hombre y le metía el pene en la boca. Ángel pausó la imagen. La habitación quedó en silencio, solo se oía el zumbido del ordenador.
“¿Ves eso?”, dijo, su voz un poco más grave de lo normal. “Quiero que me hagas eso a mí”.
Mi cerebro se cortocircuitó. Una parte de mí sentía una repulsión instintiva. Otra, la que anhelaba su aprobación, la que estaba embriagada por la atmósfera de transgresión, sentía una curiosidad morbosa. Al final, el deseo de complacer a mi único amigo “guay” ganó la batalla. Lo hice. Fue torpe, asqueroso y extrañamente excitante. El sabor, la textura, la sensación de poder que parecía emanar de él mientras yo estaba de rodillas… Fue una mezcla caótica de sensaciones que no supe procesar.
Aquello abrió una nueva dinámica. Unos días después, el listón subió. Estábamos viendo una escena de sexo anal. La fascinación en la cara de Ángel era palpable.
“Eso”, dijo, señalando a la chica en la pantalla. “Quiero hacerte eso”.
Esta vez, el “no” fue mi primera reacción. Pero él insistió. “Venga, tío, confía en mí. Es como en el vídeo, a las tías les gusta”. Me convenció con una mezcla de presión de grupo y la promesa de una nueva experiencia compartida. Cedí, una vez más, en contra de mi propio instinto.
Me bajé los pantalones y me puse en la posición que habíamos visto tantas veces. Sentí su cuerpo detrás del mío, su erección presionando contra mis nalgas. Pero la realidad fue brutalmente diferente a la fantasía pornográfica. No había lubricante, solo la fricción seca de piel contra piel. Cuando intentó entrar, un dolor agudo, como un cuchillo al rojo vivo, me atravesó. Grité, un sonido ahogado de pánico y dolor. Su pene no se deslizaba, se adhería a mi piel, tirando de ella, causando un escozor insoportable.
“¡Para! ¡Me duele!”, supliqué, intentando apartarme.
Su reacción no fue de comprensión, sino de frustración. “¡Joder, quédate quieto! ¡Eres un nenaza!”. Lo intentó un par de veces más, cada embestida era una tortura. Finalmente, frustrado y enfadado, se rindió.
Nos vestimos en un silencio hostil. La amistad se había hecho añicos en cuestión de minutos. La vergüenza y el dolor me consumían. Él me miraba con desprecio, como si yo le hubiera fallado. Nos peleamos. Gritos, acusaciones. “Maricón”, “rajado”. Palabras que se clavaron más hondo que cualquier dolor físico.
Después de aquel día, dejé de ver a Ángel.
Dejé de salir de casa. Mi habitación se convirtió en mi búnker, mi refugio y mi prisión. El mundo exterior era un lugar amenazante. Me encerré en mí mismo, con la única compañía de la pantalla del ordenador. Me sumergí en el porno como un náufrago se aferra a una tabla. Pero mi forma de verlo había cambiado. Ya no era un simple espectador. Buscaba respuestas.
Me obsesioné con el sexo anal. Lo veía durante horas. Intentaba entender qué había salido mal conmigo, por qué a mí me había dolido tanto si en los vídeos las mujeres parecían disfrutarlo. Y poco a poco, una idea extraña empezó a germinar en mi mente. Dejé de identificarme con los hombres de los vídeos. Mi atención se centró por completo en ellas, en las mujeres que recibían. Empecé a desear ser ellas.
Deseaba esa entrega, esa vulnerabilidad, esa capacidad de recibir pollas enormes en su culo y transformarlo en placer. ¿Me estaba volviendo gay? ¿Bisexual? ¿Era esto una consecuencia de lo que pasó con mi madre, con Ángel? No tenía respuestas, solo un deseo creciente y confuso que me quemaba por dentro.
Mi curiosidad se volvió hacia mi propio cuerpo de nuevo, pero esta vez no era infantil. Era sexual. Empecé a experimentar. El mango de un cepillo, el bote de desodorante, cualquier objeto con la forma adecuada. Buscaba replicar las sensaciones de los vídeos, entrenar mi cuerpo, entenderlo. Pasaba horas jugando con mi culo, dilatándome, buscando un placer que se mezclaba con una soledad profunda y dolorosa.
La adolescencia se fue consumiendo así, entre las cuatro paredes de mi cuarto y las ventanas infinitas de internet. Pero la fantasía tiene un límite. Llegó un punto en que el porno y los objetos ya no eran suficientes. El anhelo de un contacto real, de un cuerpo cálido junto al mío, se volvió insoportable. Quería que alguien me tocara, que me deseara, que me hiciera sentir lo que veía en la pantalla. Quería que la fantasía se hiciera carne.
Fue entonces cuando descubrí las páginas de escorts. Navegaba por ellas con una mezcla de morbo y desesperación. Veía las fotos de las chicas, los precios, los servicios. Y entonces vi la sección gay. Mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo demasiado, movido por un impulso irrefrenable, puse un anuncio. Las palabras salieron de mis dedos como si tuvieran vida propia: “Gay pasivo femenino vende virginidad anal”. Obligatorio condón
Mentía, claro. Mi virginidad, en un sentido técnico y doloroso, me la había intentado arrebatar Ángel hacía años. Pero mi ano nunca había sido penetrado por completo. Para mí, esa era mi virginidad, y estaba dispuesto a venderla.
La respuesta fue inmediata y abrumadora. Decenas de mensajes inundaron mi bandeja de entrada. Hombres de todas las edades, con todo tipo de peticiones. Al principio jugaba con ellos, daba rodeos, asustado de mi propia audacia.
Pero uno de ellos Javier, fue diferente. Era persistente, pero no agresivo. Sabía qué decir. Hablamos por un chat privado durante varios días. Le conté mi “historia”: que era virgen, curioso, que quería explorar mi lado femenino. Pareció creérselo todo.
Fijamos el precio: 100€. Para un adolescente que no salía de casa, era una fortuna. Él aceptó sin regatear, pero con condiciones. “Quiero que vengas bien depilado, con tanga y vístete lo más femenino que puedas. Quiero la experiencia completa”.
La petición me encendió y me aterrorizó a partes iguales. Era exactamente la fantasía que había estado alimentando en mi cabeza durante años. Pactamos un día, una hora y un lugar: una zona abandonada a las afueras de la ciudad.
La noche señalada, el miedo era una bola de hielo en mi estómago. Pero la excitación era más fuerte.
Me metí en el baño y me depilé, dejándome la piel irritada pero suave.
El siguiente paso fue el más audaz. Fui al armario de mi hermana mayor (teníamos cuerpos similares).
Cogí un tanga de encaje negro y unas mallas color carne, estilo cuero sintético, de esas que se ajustan como una segunda piel y se meten provocativamente entre las nalgas.
Rebuscando en el armario de mi madre, peluquera, encontré una peluca de pelo corto y oscuro y, para rematar, me pinté los labios con un rojo intenso.
Hacía un frío que pelaba. Me puse una braga para el cuello que me tapaba hasta la nariz y una sudadera ancha con capucha. El propósito era doble: protegerme del frío y, sobre todo, que nadie pudiera reconocerme en el corto trayecto hasta el punto de encuentro.
Salí de casa temblando, no solo de frío, sino de una mezcla de pánico y adrenalina. Cada coche que pasaba me parecía que ralentizaba para mirarme. Cada sombra era una amenaza.
Llegué al lugar. Era un lugar desolado, con naves oxidadas y farolas que parpadeaban con una luz anémica. Un coche con los faros encendidos me esperaba. Era él. Me subí.
El hombre al volante tendría unos veinticinco años. Era alto, mediría cerca de 1,80, y corpulento. Yo, a su lado, con mi 1,61 y mi cuerpo aún adolescente, me sentía como un niño. El contraste era abrumador.
“Hola”, dijo, su voz era grave y no sonreía. Me miró de arriba abajo. “¿Traes lo que te pedí?”.
Asentí, incapaz de hablar.
Sin más preámbulos, sacó un billete de 100€ de la cartera y me lo puso en la mano. “Toma. Para que veas que voy en serio”.
En ese instante, todo se volvió irreversible. El dinero en mi mano era un contrato, un sello. Ya no podía echarme atrás.
Él había pagado, yo había cobrado. Me había llevado a su terreno, un lugar que yo no conocía, y ahora le pertenecía durante el tiempo que durara el acuerdo.
Condujo en silencio hasta la parte más oscura y apartada, detrás de una nave en ruinas.
Apagó el motor. El único sonido era el de mi propia respiración, rápida y superficial.
“Bueno, a lo que hemos venido”, dijo, girándose hacia mí. Su mano se posó en mi muslo, por encima del cuero. Empezó a acariciarme, subiendo lentamente. Me quitó la sudadera, la braga del cuello. La peluca se me descolocó un poco. “De rodillas”, ordenó.
Obedecí sin pensar. El miedo había paralizado mi capacidad de decisión. Me arrodillé, entre los asientos. Se desabrochó el pantalón y sacó su pene. Era grande, mucho más de lo que había imaginado. “Abre la boca”.
Lo hice. Hice lo que me pidió, recordando la escena con Ángel, pero esta vez era diferente. No había amistad, ni siquiera fingida. Solo una transacción fría y animal. Tras un rato que me pareció eterno, me apartó con un empujón.
“Fuera del coche. Contra la pared”.
Salí y me apoyé en el muro de ladrillos fríos y húmedos de la nave. El viento helado me golpeaba la espalda. Él se puso detrás de mí. Sentí sus manos recorriéndome, bajando la cremallera de las mallas de cuero. Me las bajó con brusquedad, dejándome solo con el tanga de encaje negro.
Y entonces se detuvo. Hubo un silencio.
Vi una luz brillante reflejada en la pared. Había encendido la linterna de su móvil.
La luz se centró en mi culo. Sentí su mirada como si fueran dedos. Y entonces, la primera bofetada. Un golpe seco y ardiente en mi nalga derecha. Luego en la izquierda. Y otra, y otra. El dolor era agudo, humillante. Me mordí el labio para no gritar.
Después de una ración de azotes que me dejó la piel en llamas, me bajó el tanga. La luz del móvil se centró directamente en mi ano. Se agachó para mirar de cerca, como un joyero inspeccionando una piedra preciosa defectuosa. No dijo nada. Solo observó durante un largo rato.
Luego, se agachó , carraspeó y sentí algo húmedo y tibio en mi piel. Me había escupido en el ano. Un escupitajo espeso, cargado de mocos, que usó como lubricante improvisado, extendiéndolo con su dedo. La repulsión me subió por la garganta.
Cogió su polla , se colocó el condón y, sin ningún tipo de preparación, sin un aviso, me la introdujo de una sola embestida brutal.
Un grito ahogado escapó de mis labios. El dolor fue cegador, una explosión blanca detrás de mis ojos. Pero fue seguido por una sensación que me confundió. Mi cuerpo, acostumbrado a los objetos con los que había experimentado durante años, cedió. No ofreció la resistencia virginal, la barrera apretada que él, evidentemente, esperaba. Consiguió entrarme del todo en el primer intento.
Él se detuvo dentro de mí, respirando agitadamente. Y entonces, su voz, cargada de ira y decepción, me taladró el oído.
“Tú no eres virgen”, “Me has engañado, puta mentirosa”.
“Sí que lo soy… te lo juro…”, gemí, pero mis palabras se perdieron en el viento.
“¡Cállate!”, gritó. “Noto perfectamente que por este culo ya han pasado pollas antes. ¡Se nota!”.
Y entonces empezó a moverse. Ya no era sexo, era un castigo. Cada embestida era más profunda, más rápida, más violenta. Me embestía estrellándome contra la pared una y otra vez.
Empezó a insultarme, a llamarme de todo: “zorra barata”, “maricón de mierda”, “agujero usado”. Y todo el tiempo, mantenía la linterna del móvil encendida, apuntando a la unión de nuestros cuerpos. El miedo a que estuviera grabando me paralizó aún más. No sabía si quería un recuerdo o una prueba para humillarme después.
Yo solo podía apretar los dientes, sentir las lágrimas de dolor y humillación resbalando por mis mejillas y desear que terminara.
Él parecía querer romperme, desgarrarme por dentro, como si quisiera castigarme por haberle "mentido".
Por suerte, no sangré, ni nada, más allá del ardor y calor en mi ano.
Mi cuerpo, a mi pesar, estaba preparado para algo así, aunque mi mente y mi alma, no.
Cuando finalmente se corrió, se retiró bruscamente. Se subió los pantalones, me miró con un desprecio absoluto, se metió en el coche y se fue, dejándome tirado en el suelo, temblando, dolorido y cubierto de sus fluidos (escupitajos) y mi propia vergüenza, con el tanga a la altura de las rodillas y el culo ardiéndome.
Me quedé allí, intentando procesar lo que acababa de pasar. El silencio del lugar volvió a engullirme. Y fue en ese silencio cuando me di cuenta de algo terrible.
No estábamos solos.
A lo lejos, en la penumbra, entre dos contenedores de basura, había una silueta. Una figura que había estado allí todo el tiempo, observando cada detalle de mi humillación. Cuando el coche de Javier desapareció, la figura empezó a moverse. Se acercó a mí, sin prisa, como un buitre que se acerca a la carroña.
El pánico, que creía haber agotado, volvió a inundarme con una fuerza renovada. Intenté levantarme, pero mis piernas no respondían. El hombre llegó a mi lado.
Olía a alcohol y a tabaco barato. Me miró, y una sonrisa torcida se dibujó en su cara.
“Vaya, vaya”, dijo, su voz era rasposa. “Parece que te han dejado con ganas de más. He visto todo el espectáculo. Te gusta que te den duro, ¿eh, muñeca?”.
Puso , su cara a centímetros de la mía. El terror me dejó sin aliento.
“No te preocupes”, susurró, su aliento fétido golpeándome la cara. “Yo te voy a hacer el segundo round. Y no te costará nada”.
No hubo negociación. No hubo acuerdo. Solo la certeza helada de que la pesadilla, lejos de terminar, no había hecho más que empezar...
Si llega a 500ptos subiré segunda parte
No entendía la diferencia entre lo público y lo privado, solo entre lo interesante y lo aburrido. Y el armario debajo del lavabo era, para mí, una cueva del tesoro. Allí, detrás de los botes de laca y las cremas antiarrugas de mi madre, encontré dos objetos que marcarían mi historia.
El primero fue una caja de condones. Para mí, no eran más que globos especiales, envueltos individualmente en papel de aluminio brillante que crujía de una manera satisfactoria. Los sacaba uno por uno, los desenrollaba con una torpeza infantil y los inflaba. Los lanzaba al aire, los veía flotar y caer lentamente. No había malicia en ello, solo el puro placer de la experimentación. Eran de papá, lo sabía, pero no entendía su propósito más allá de ser un juguete prohibido y fascinante.
El segundo descubrimiento fue más íntimo, más extraño. Los tampones de mi madre. Venían en una caja azul, cada uno en su propio aplicador de plástico, como pequeños cohetes blancos listos para una misión desconocida. Me intrigaba su forma, su función.
Leía las instrucciones con dibujos, que mostraban una silueta femenina y una flecha apuntando hacia su entrepierna.
Mi lógica infantil, desprovista de cualquier conocimiento anatómico real, me llevó a una conclusión simple: era un objeto diseñado para introducirse en un orificio del cuerpo. Y yo tenía orificios.
Mi curiosidad se centró en el que sentía más misterioso, el que nunca veía pero siempre estaba ahí. El ano.
Un día, con la casa en silencio y el sol de la tarde filtrándose por la pequeña ventana del baño, decidí llevar a cabo el experimento. Cogí uno de esos cohetes de plástico, me bajé los pantalones y los calzoncillos, y me acuclillé en el suelo frío. La primera vez fue extraña. El plástico era liso y frío. Lo empujé con cuidado, siguiendo una intuición puramente táctil. Al presionar el aplicador, sentí una sensación de plenitud, una ocupación interna que no era dolorosa, solo… nueva.
Me levanté, caminé un poco. Era como tener un secreto guardado dentro de mí. Lo saqué al poco rato, tirando del hilito azul, y lo tiré al váter, fascinado por todo el proceso.
Esto se convirtió en un ritual secreto. Lo hacía quizás una vez a la semana, siempre con el corazón latiéndome un poco más rápido, no por culpa, sino por la emoción de la clandestinidad.
Hasta el día en que la puerta del baño se abrió sin previo aviso.
Mi madre entró. Yo estaba de espaldas a ella, en cuclillas, con los pantalones bajados hasta los tobillos. El aplicador de plástico yacía en el suelo a mi lado, y el hilo azul del tampón colgaba de mi ano como la cola de un ratón blanco.
El silencio que se produjo fue lo más aterrador que había experimentado en mi corta vida. No fue un silencio vacío, sino uno denso, cargado de una electricidad que erizó el vello de mi nuca. Me quedé congelado, como un animalito sorprendido por los faros de un coche. No me atrevía a girarme. Solo podía ver su sombra alargándose en los azulejos blancos.
Esperaba un grito, un castigo, un “¿pero qué haces?”. No hubo nada de eso. Oí sus pasos, lentos, medidos.
Se arrodilló detrás de mí. Su respiración era extraña, entrecortada. Sentí sus manos, normalmente cálidas y suaves, ahora frías y temblorosas, en mis caderas. Me giró suavemente, no para mirarme a la cara, sino para tener una mejor vista de mi trasero.
“¿Qué es esto?”, preguntó, pero su voz no sonaba enfadada. Sonaba… hueca. Rota.
No supe qué responder. Las palabras se me atascaron en la garganta.
“No te muevas”, ordenó. Su tono era clínico, desprovisto de cualquier calidez maternal. Con una delicadeza que me heló la sangre, tiró del hilo y extrajo el tampón. Lo sostuvo entre sus dedos, lo miró como si fuera una prueba en la escena de un crimen. Luego, sus dedos, cubiertos por un trozo de papel higiénico, se acercaron a mi ano. Lo abrió ligeramente, inspeccionándolo. La humillación era total, pero el miedo era aún mayor. No entendía qué buscaba. Supongo que, en su mente, la única explicación posible era que alguien me estuviera haciendo daño. Que alguien, fuera de casa, estuviera “usándome”, metiéndome cosas, abusando de mí. La idea de que aquello fuera producto de mi propia y extraña curiosidad era, probablemente, demasiado ajena para ella.
Después de lo que pareció una eternidad, me soltó. Se levantó, tiró el tampón al váter y la caja entera a la basura. “Vístete”, dijo, sin mirarme. “Y no vuelvas a tocar mis cosas. Ni a hacer… esto”.
Salió del baño cerrando la puerta tras de sí. Nunca volvimos a hablar del tema. Pero algo se rompió ese día. La mirada de mi madre cambió para siempre. A veces la pillaba observándome con una mezcla de pena y recelo, como si yo fuera un objeto frágil y dañado. La confianza inocente entre una madre y su hijo pequeño se había evaporado, reemplazada por un secreto vergonzoso y una sospecha silenciosa que flotaba entre nosotros como un fantasma.
Los años pasaron. La pubertad llegó como un tren de mercancías, arrollando mi infancia y dejándome en un paisaje de confusión hormonal y torpeza social.
Fue en esa época, con unos diez u once años, cuando conocí a Ángel. Él tenía trece, casi catorce. Era repetidor, más alto, y tenía esa aura de seguridad que emanan los que ya han cruzado ciertas fronteras que para ti aún son terra incognita. Nos hicimos amigos rápido. Él me enseñó a fumar a escondidas, a escuchar grupos de rock que mis padres odiaban y, lo más importante, me abrió la puerta al mundo del porno.
Su ordenador era un portal a un universo prohibido. Las primeras veces, mirábamos la pantalla con una fascinación casi científica. Veíamos cuerpos desnudos moverse de formas que nunca habíamos imaginado. Marcos me enseñó a masturbarme, explicándome el proceso con la autoridad de un veterano. Y yo, ansioso por pertenecer, por ser como él, seguí sus instrucciones. Era una actividad solitaria que, por primera vez, compartía con alguien. Creó un vínculo extraño entre nosotros, una complicidad basada en el secreto y el descubrimiento.
La confianza creció rápido, demasiado rápido. Una tarde, mientras veíamos un vídeo, la escena cambió. Una chica se arrodillaba frente a un hombre y le metía el pene en la boca. Ángel pausó la imagen. La habitación quedó en silencio, solo se oía el zumbido del ordenador.
“¿Ves eso?”, dijo, su voz un poco más grave de lo normal. “Quiero que me hagas eso a mí”.
Mi cerebro se cortocircuitó. Una parte de mí sentía una repulsión instintiva. Otra, la que anhelaba su aprobación, la que estaba embriagada por la atmósfera de transgresión, sentía una curiosidad morbosa. Al final, el deseo de complacer a mi único amigo “guay” ganó la batalla. Lo hice. Fue torpe, asqueroso y extrañamente excitante. El sabor, la textura, la sensación de poder que parecía emanar de él mientras yo estaba de rodillas… Fue una mezcla caótica de sensaciones que no supe procesar.
Aquello abrió una nueva dinámica. Unos días después, el listón subió. Estábamos viendo una escena de sexo anal. La fascinación en la cara de Ángel era palpable.
“Eso”, dijo, señalando a la chica en la pantalla. “Quiero hacerte eso”.
Esta vez, el “no” fue mi primera reacción. Pero él insistió. “Venga, tío, confía en mí. Es como en el vídeo, a las tías les gusta”. Me convenció con una mezcla de presión de grupo y la promesa de una nueva experiencia compartida. Cedí, una vez más, en contra de mi propio instinto.
Me bajé los pantalones y me puse en la posición que habíamos visto tantas veces. Sentí su cuerpo detrás del mío, su erección presionando contra mis nalgas. Pero la realidad fue brutalmente diferente a la fantasía pornográfica. No había lubricante, solo la fricción seca de piel contra piel. Cuando intentó entrar, un dolor agudo, como un cuchillo al rojo vivo, me atravesó. Grité, un sonido ahogado de pánico y dolor. Su pene no se deslizaba, se adhería a mi piel, tirando de ella, causando un escozor insoportable.
“¡Para! ¡Me duele!”, supliqué, intentando apartarme.
Su reacción no fue de comprensión, sino de frustración. “¡Joder, quédate quieto! ¡Eres un nenaza!”. Lo intentó un par de veces más, cada embestida era una tortura. Finalmente, frustrado y enfadado, se rindió.
Nos vestimos en un silencio hostil. La amistad se había hecho añicos en cuestión de minutos. La vergüenza y el dolor me consumían. Él me miraba con desprecio, como si yo le hubiera fallado. Nos peleamos. Gritos, acusaciones. “Maricón”, “rajado”. Palabras que se clavaron más hondo que cualquier dolor físico.
Después de aquel día, dejé de ver a Ángel.
Dejé de salir de casa. Mi habitación se convirtió en mi búnker, mi refugio y mi prisión. El mundo exterior era un lugar amenazante. Me encerré en mí mismo, con la única compañía de la pantalla del ordenador. Me sumergí en el porno como un náufrago se aferra a una tabla. Pero mi forma de verlo había cambiado. Ya no era un simple espectador. Buscaba respuestas.
Me obsesioné con el sexo anal. Lo veía durante horas. Intentaba entender qué había salido mal conmigo, por qué a mí me había dolido tanto si en los vídeos las mujeres parecían disfrutarlo. Y poco a poco, una idea extraña empezó a germinar en mi mente. Dejé de identificarme con los hombres de los vídeos. Mi atención se centró por completo en ellas, en las mujeres que recibían. Empecé a desear ser ellas.
Deseaba esa entrega, esa vulnerabilidad, esa capacidad de recibir pollas enormes en su culo y transformarlo en placer. ¿Me estaba volviendo gay? ¿Bisexual? ¿Era esto una consecuencia de lo que pasó con mi madre, con Ángel? No tenía respuestas, solo un deseo creciente y confuso que me quemaba por dentro.
Mi curiosidad se volvió hacia mi propio cuerpo de nuevo, pero esta vez no era infantil. Era sexual. Empecé a experimentar. El mango de un cepillo, el bote de desodorante, cualquier objeto con la forma adecuada. Buscaba replicar las sensaciones de los vídeos, entrenar mi cuerpo, entenderlo. Pasaba horas jugando con mi culo, dilatándome, buscando un placer que se mezclaba con una soledad profunda y dolorosa.
La adolescencia se fue consumiendo así, entre las cuatro paredes de mi cuarto y las ventanas infinitas de internet. Pero la fantasía tiene un límite. Llegó un punto en que el porno y los objetos ya no eran suficientes. El anhelo de un contacto real, de un cuerpo cálido junto al mío, se volvió insoportable. Quería que alguien me tocara, que me deseara, que me hiciera sentir lo que veía en la pantalla. Quería que la fantasía se hiciera carne.
Fue entonces cuando descubrí las páginas de escorts. Navegaba por ellas con una mezcla de morbo y desesperación. Veía las fotos de las chicas, los precios, los servicios. Y entonces vi la sección gay. Mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo demasiado, movido por un impulso irrefrenable, puse un anuncio. Las palabras salieron de mis dedos como si tuvieran vida propia: “Gay pasivo femenino vende virginidad anal”. Obligatorio condón
Mentía, claro. Mi virginidad, en un sentido técnico y doloroso, me la había intentado arrebatar Ángel hacía años. Pero mi ano nunca había sido penetrado por completo. Para mí, esa era mi virginidad, y estaba dispuesto a venderla.
La respuesta fue inmediata y abrumadora. Decenas de mensajes inundaron mi bandeja de entrada. Hombres de todas las edades, con todo tipo de peticiones. Al principio jugaba con ellos, daba rodeos, asustado de mi propia audacia.
Pero uno de ellos Javier, fue diferente. Era persistente, pero no agresivo. Sabía qué decir. Hablamos por un chat privado durante varios días. Le conté mi “historia”: que era virgen, curioso, que quería explorar mi lado femenino. Pareció creérselo todo.
Fijamos el precio: 100€. Para un adolescente que no salía de casa, era una fortuna. Él aceptó sin regatear, pero con condiciones. “Quiero que vengas bien depilado, con tanga y vístete lo más femenino que puedas. Quiero la experiencia completa”.
La petición me encendió y me aterrorizó a partes iguales. Era exactamente la fantasía que había estado alimentando en mi cabeza durante años. Pactamos un día, una hora y un lugar: una zona abandonada a las afueras de la ciudad.
La noche señalada, el miedo era una bola de hielo en mi estómago. Pero la excitación era más fuerte.
Me metí en el baño y me depilé, dejándome la piel irritada pero suave.
El siguiente paso fue el más audaz. Fui al armario de mi hermana mayor (teníamos cuerpos similares).
Cogí un tanga de encaje negro y unas mallas color carne, estilo cuero sintético, de esas que se ajustan como una segunda piel y se meten provocativamente entre las nalgas.
Rebuscando en el armario de mi madre, peluquera, encontré una peluca de pelo corto y oscuro y, para rematar, me pinté los labios con un rojo intenso.
Hacía un frío que pelaba. Me puse una braga para el cuello que me tapaba hasta la nariz y una sudadera ancha con capucha. El propósito era doble: protegerme del frío y, sobre todo, que nadie pudiera reconocerme en el corto trayecto hasta el punto de encuentro.
Salí de casa temblando, no solo de frío, sino de una mezcla de pánico y adrenalina. Cada coche que pasaba me parecía que ralentizaba para mirarme. Cada sombra era una amenaza.
Llegué al lugar. Era un lugar desolado, con naves oxidadas y farolas que parpadeaban con una luz anémica. Un coche con los faros encendidos me esperaba. Era él. Me subí.
El hombre al volante tendría unos veinticinco años. Era alto, mediría cerca de 1,80, y corpulento. Yo, a su lado, con mi 1,61 y mi cuerpo aún adolescente, me sentía como un niño. El contraste era abrumador.
“Hola”, dijo, su voz era grave y no sonreía. Me miró de arriba abajo. “¿Traes lo que te pedí?”.
Asentí, incapaz de hablar.
Sin más preámbulos, sacó un billete de 100€ de la cartera y me lo puso en la mano. “Toma. Para que veas que voy en serio”.
En ese instante, todo se volvió irreversible. El dinero en mi mano era un contrato, un sello. Ya no podía echarme atrás.
Él había pagado, yo había cobrado. Me había llevado a su terreno, un lugar que yo no conocía, y ahora le pertenecía durante el tiempo que durara el acuerdo.
Condujo en silencio hasta la parte más oscura y apartada, detrás de una nave en ruinas.
Apagó el motor. El único sonido era el de mi propia respiración, rápida y superficial.
“Bueno, a lo que hemos venido”, dijo, girándose hacia mí. Su mano se posó en mi muslo, por encima del cuero. Empezó a acariciarme, subiendo lentamente. Me quitó la sudadera, la braga del cuello. La peluca se me descolocó un poco. “De rodillas”, ordenó.
Obedecí sin pensar. El miedo había paralizado mi capacidad de decisión. Me arrodillé, entre los asientos. Se desabrochó el pantalón y sacó su pene. Era grande, mucho más de lo que había imaginado. “Abre la boca”.
Lo hice. Hice lo que me pidió, recordando la escena con Ángel, pero esta vez era diferente. No había amistad, ni siquiera fingida. Solo una transacción fría y animal. Tras un rato que me pareció eterno, me apartó con un empujón.
“Fuera del coche. Contra la pared”.
Salí y me apoyé en el muro de ladrillos fríos y húmedos de la nave. El viento helado me golpeaba la espalda. Él se puso detrás de mí. Sentí sus manos recorriéndome, bajando la cremallera de las mallas de cuero. Me las bajó con brusquedad, dejándome solo con el tanga de encaje negro.
Y entonces se detuvo. Hubo un silencio.
Vi una luz brillante reflejada en la pared. Había encendido la linterna de su móvil.
La luz se centró en mi culo. Sentí su mirada como si fueran dedos. Y entonces, la primera bofetada. Un golpe seco y ardiente en mi nalga derecha. Luego en la izquierda. Y otra, y otra. El dolor era agudo, humillante. Me mordí el labio para no gritar.
Después de una ración de azotes que me dejó la piel en llamas, me bajó el tanga. La luz del móvil se centró directamente en mi ano. Se agachó para mirar de cerca, como un joyero inspeccionando una piedra preciosa defectuosa. No dijo nada. Solo observó durante un largo rato.
Luego, se agachó , carraspeó y sentí algo húmedo y tibio en mi piel. Me había escupido en el ano. Un escupitajo espeso, cargado de mocos, que usó como lubricante improvisado, extendiéndolo con su dedo. La repulsión me subió por la garganta.
Cogió su polla , se colocó el condón y, sin ningún tipo de preparación, sin un aviso, me la introdujo de una sola embestida brutal.
Un grito ahogado escapó de mis labios. El dolor fue cegador, una explosión blanca detrás de mis ojos. Pero fue seguido por una sensación que me confundió. Mi cuerpo, acostumbrado a los objetos con los que había experimentado durante años, cedió. No ofreció la resistencia virginal, la barrera apretada que él, evidentemente, esperaba. Consiguió entrarme del todo en el primer intento.
Él se detuvo dentro de mí, respirando agitadamente. Y entonces, su voz, cargada de ira y decepción, me taladró el oído.
“Tú no eres virgen”, “Me has engañado, puta mentirosa”.
“Sí que lo soy… te lo juro…”, gemí, pero mis palabras se perdieron en el viento.
“¡Cállate!”, gritó. “Noto perfectamente que por este culo ya han pasado pollas antes. ¡Se nota!”.
Y entonces empezó a moverse. Ya no era sexo, era un castigo. Cada embestida era más profunda, más rápida, más violenta. Me embestía estrellándome contra la pared una y otra vez.
Empezó a insultarme, a llamarme de todo: “zorra barata”, “maricón de mierda”, “agujero usado”. Y todo el tiempo, mantenía la linterna del móvil encendida, apuntando a la unión de nuestros cuerpos. El miedo a que estuviera grabando me paralizó aún más. No sabía si quería un recuerdo o una prueba para humillarme después.
Yo solo podía apretar los dientes, sentir las lágrimas de dolor y humillación resbalando por mis mejillas y desear que terminara.
Él parecía querer romperme, desgarrarme por dentro, como si quisiera castigarme por haberle "mentido".
Por suerte, no sangré, ni nada, más allá del ardor y calor en mi ano.
Mi cuerpo, a mi pesar, estaba preparado para algo así, aunque mi mente y mi alma, no.
Cuando finalmente se corrió, se retiró bruscamente. Se subió los pantalones, me miró con un desprecio absoluto, se metió en el coche y se fue, dejándome tirado en el suelo, temblando, dolorido y cubierto de sus fluidos (escupitajos) y mi propia vergüenza, con el tanga a la altura de las rodillas y el culo ardiéndome.
Me quedé allí, intentando procesar lo que acababa de pasar. El silencio del lugar volvió a engullirme. Y fue en ese silencio cuando me di cuenta de algo terrible.
No estábamos solos.
A lo lejos, en la penumbra, entre dos contenedores de basura, había una silueta. Una figura que había estado allí todo el tiempo, observando cada detalle de mi humillación. Cuando el coche de Javier desapareció, la figura empezó a moverse. Se acercó a mí, sin prisa, como un buitre que se acerca a la carroña.
El pánico, que creía haber agotado, volvió a inundarme con una fuerza renovada. Intenté levantarme, pero mis piernas no respondían. El hombre llegó a mi lado.
Olía a alcohol y a tabaco barato. Me miró, y una sonrisa torcida se dibujó en su cara.
“Vaya, vaya”, dijo, su voz era rasposa. “Parece que te han dejado con ganas de más. He visto todo el espectáculo. Te gusta que te den duro, ¿eh, muñeca?”.
Puso , su cara a centímetros de la mía. El terror me dejó sin aliento.
“No te preocupes”, susurró, su aliento fétido golpeándome la cara. “Yo te voy a hacer el segundo round. Y no te costará nada”.
No hubo negociación. No hubo acuerdo. Solo la certeza helada de que la pesadilla, lejos de terminar, no había hecho más que empezar...
Si llega a 500ptos subiré segunda parte
2 comentarios - Mi sexualidad y primera vez