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La mujer del policía cayó 1 a3

Capítulo 1
Esa mañana, como tantas otras, se levantó temprano para preparar el desayuno. El sol apenas asomaba por la ventana de la cocina mientras freía huevos, tostaba pan y calentaba la leche. Puso las tazas sobre la mesa, sirvió chocolatada para los chicos y café fuerte para su marido. Él, vestido ya con el uniforme azul, el cinturón apretado, la pistola en la cintura, la miraba sin decir mucho. Estaba de turno, lo habían asignado a un operativo en una villa al sur. Se creía importante. Se acomodó la gorra, revisó el handy, tomó el café sin agradecer y salió con paso marcial.
Ella lo miró desde la puerta. Ese hombre que dormía con ella cada noche. Que compartía su cama, pero no su cuerpo.
—Buen día, mi amor… portate bien —le dijo él sin mirarla, antes de subirse al patrullero.
Ella le respondió con una sonrisa vacía.
Después vistió a los chicos. Uniformes impecables, mochilas listas, caras limpias. Les dio un beso a cada uno en la frente antes de mandarlos al colegio. A las ocho en punto, la casa quedó en silencio.
Y entonces cambió todo.
Apenas cerró la puerta, se sacó la remera vieja que usaba para dormir. Tenía el cuerpo de una mujer que había parido tres veces pero aún se mantenía firme. Tetas grandes, pesadas, caídas lo justo; panza suave, marcada por la vida; y un culo carnoso que sobresalía apenas del short apretado. Tenía hambre. Pero no de comida.
Fue hasta el baño y se dio una ducha rápida. Se afeitó los labios de la concha con cuidado, se perfumó en las ingles y en los pezones, y eligió ropa pensada para una sola cosa: provocarlo. Una tanguita roja que le partía el culo, un camisón negro que apenas le tapaba los pezones, y nada más. Se miró en el espejo y sonrió. El cuerpo de una madre. Pero con alma de puta.
Él venía por primera vez. Un conductor de Uber, morocho, grandote, de esos que te hablan con picardía desde el retrovisor. Se habían conocido en un viaje corto, pero él fue directo.
Ella subió al auto una tarde pesada, húmeda, con el maquillaje apenas corrido y una camisa blanca que se le pegaba al cuerpo por el sudor. No llevaba corpiño. Sus tetas grandes, firmes, marcaban cada movimiento bajo la tela tensa. Cada frenada, cada curva, las hacía temblar como dos promesas. Él lo notó enseguida.
Desde el retrovisor, sus ojos subían y bajaban, discretos pero insistentes. Ella lo percibía. Le gustaba ese juego. Fingía mirar el celular mientras lo vigilaba de reojo. Se acomodaba la camisa como por descuido, apretando los brazos para que el escote se realzara aún más. El silencio del auto se cargaba de electricidad.
—¿Siempre te vestís así para salir a hacer compras? —preguntó él, sin quitar la vista del camino, pero con una sonrisa que se colaba en la voz.
Ella sonrió también, sin responder al principio. Luego giró la cabeza hacia él, con picardía.
—¿Así cómo?
—Así… tan peligrosa —dijo él, y se mojó los labios—. Si te toca un chofer con menos autocontrol…
—¿Te cuesta controlarte? —le soltó, sin mirarlo.
—Mucho. No sabés lo que hacen esos pezones marcados ahí atrás…
Ella sintió el hormigueo en el vientre. Le temblaron un poco las piernas. Había algo en esa voz, en ese tono, que le aflojaba las defensas. Él no era un galán. Tenía esa forma de hablarle que la hacía sentir desnuda sin necesidad de tocarla.
Él ya había visto el anillo, apenas se subió. Mano izquierda, anillo fino, gastado. No dijo nada, pero lo supo. Y eso le calentaba más.
—Estoy casada —dijo ella, casi como para poner un límite.
—Ya lo noté —respondió él sin titubear—. Igual eso no cambia nada.
—Con un policía —aclaró, mirándolo de reojo.
Él se rio, suave, con burla.
—Peor para él.
—¿No te da miedo?
—¿Miedo? Me calienta más. Imaginarme metiéndome con la mujer de un yuta… haciéndote acabar mientras él patrulla la ciudad con cara de boludo. ¿No te calienta eso a vos?
Ella no respondió. Se mordió el labio. Miraba por la ventana pero su mente ya no estaba ahí.
—Vos necesitás otra cosa —siguió él, bajando la voz—. Alguien que te mire como te miré yo apenas subiste. Que te diga la verdad sin dar vueltas. Que te coja como te merecés… no como si fueras una porcelana.
Cuando llegaron, ella ya estaba húmeda.
—¿Tenés WhatsApp? —le preguntó mientras pagaba, como quien pregunta la hora.
—Solo si me lo vas a usar bien.
Ella anotó su número en la pantalla del auto. No dijo nada más. Bajó con las tetas aún marcadas, la sonrisa escondida, y el calor latiéndole entre las piernas.
Semanas después ya se pasaban fotos calientes por WhatsApp. Ella le mandaba todo: tetas, culo, la concha abierta con dos dedos, hasta un video en el que se masturbaba sobre una silla de la cocina usando un consolador negro, largo y grueso. Se lo metía lento, con una mano, mientras con la otra se apretaba los pezones. Gemía bajito, mirando a la cámara. Sabía lo que hacía.
Él no se quedó atrás. Le mandaba fotos de su verga dura, reventando de venas, apuntando a la cámara como si quisiera atravesarla. Ella se mojaba con solo verla.
Cuando el timbre sonó, el corazón se le aceleró.
Abrió la puerta sin corpiño, sin vergüenza. Él entró sin saludar. La miró, la recorrió con los ojos, y dijo:
—Así que esta es la casita del cana cornudo…
Ella tragó saliva. Se le mojó la bombacha al instante.
—Callate… vení —le dijo, cerrando con llave.
Él la empujó contra la pared del pasillo, le levantó el camisón de un tirón y le metió la mano por la bombacha, directo a la concha. Las manos de él eran ásperas, fibrosas, de laburante. Dedos gruesos, callosos, que encajaron en ella como si siempre hubieran sido suyos.
—Estás chorreando, mamita. Pensando en mí desde anoche, ¿no?
—Sí… me pajeé con tus fotos, me tocaba pensando en esa pija… —gimió ella, mientras él le mordía el cuello—. Necesitaba que alguien me rompa como Dios manda…
—¿Y tu marido… qué hace? ¿Te da un besito y se duerme?
—Ese boludo me la mete como si tuviera miedo. No me sabe coger.
Él le bajó el camisón y se abalanzó sobre sus tetas. No las tocó con suavidad: las devoró. Las chupaba como si no hubiera probado una en años. Los pezones estaban duros, largos, oscuros, de un marrón profundo, casi chocolate. Le cabían enteros en la boca. Se los pasaba por la lengua con movimientos circulares, lentos y sucios, dejándolos empapados. Después los mordía apenas, y ella temblaba. Sentía cada succión como una descarga. Lo agarraba del pelo, se le abrían las piernas solas.
—Mirá estas tetonas, mami… están hechas para que te las chupe todo el día —dijo él con la boca llena, relamiéndose.
Ella se arqueó hacia él, ofreciéndoselas como una ofrenda.
Entonces bajó una mano y volvió a metérsela entre las piernas. Ya conocía el camino. Dos dedos adentro, uno en el clítoris, el pulgar firme, el ritmo exacto. Ella apoyaba la cabeza contra los azulejos. Jadeaba, se mordía el labio, abría los ojos como si no pudiera creer lo que estaba sintiendo. Se venía. Con los dedos. Con la lengua en las tetas. Con todo lo que su marido nunca fue.
Capítulo 2
Él la agarró del pelo con firmeza, tirando de ella sin piedad hacia el dormitorio. Mientras caminaban, la otra mano no paraba: apretaba, manoseaba, desgarraba la carne de su culo como si fuera un trofeo, una perra en celo que había estado esperando ese momento toda la vida. Cada manotazo le hacía cosquillas y dolor a la vez, mezclaba deseo y dominación.
Entraron sin una palabra, sin necesidad de palabras. La atmósfera estaba cargada, pesada, sucia, como el aire que se respira antes de la tormenta. El dormitorio era el mismo donde ella había compartido años de rutina con su esposo, donde había dado a luz a sus hijos, y donde en las noches frías y solitarias se había masturbado en silencio, mientras el policía roncaba con la tele encendida.
Él la empujó con brusquedad contra el colchón, desarmado y desvencijado, haciendo que el golpe retumbara en las paredes.
—¿Acá lo dormís al pelotudo ese con uniforme? —escupió con desprecio, su voz era un gruñido áspero.
Ella solo jadeó, sintiendo la humedad que ya corría entre sus piernas, y levantó el camisón con un movimiento lento, casi ritual, dejando que cayera al piso sin mirarlo. Quedó al descubierto, completamente desnuda, vulnerable y al mismo tiempo lista para la batalla.
Sus tetas grandes y pesadas colgaban, bamboleándose con cada respiración agitada. El sudor cubría su cuerpo como un brillo sucio. La concha, inflamaba y empapada, llamaba a ser tomada. El culo, carnoso y marcado por las manos ásperas de aquel hombre, temblaba, pero no de miedo: estaba encendido, saturado de deseo y hambre.
Con un salto animal, se trepó encima de él. La furia que la consumía no parecía humana. Agarró su verga con una mano temblorosa, empapada por la humedad de la excitación, y se la encajó con un solo movimiento, profundo, brutal, enterrándosela hasta el fondo mientras arqueaba la cabeza hacia atrás y soltaba un gemido salvaje que parecía un rugido.
—¡Sí, carajo! ¡Eso es lo que quería! ¡Esa poronga adentro! —gritó, y comenzó a moverse como una bestia desatada.
Saltaba, rebotaba, poseída por un frenesí que hacía temblar la cama, que hacía vibrar las paredes, que parecía derrumbar el mundo.
Sus muslos trabajaban frenéticos, resbaladizos de sudor, marcados por el vaivén brutal. Su culo subía y bajaba, devorando y escupiendo esa carne dura y caliente que la hacía gemir sin filtros, sin pausas.
Él se aferró a sus tetas enormes, como si necesitara sostenerse de algo en medio de aquella locura. Las apretaba fuerte, las chupaba sin delicadeza, mordía, arrancaba suspiros y lágrimas de placer.
Ella, perdida en el éxtasis, se llevaba las manos a la cabeza, empujaba el cabello hacia atrás y gritaba sin parar.
—¡La concha de tu madre, no aguanto más! ¡Me llenás toda! ¡Esto no me lo hizo nadie! —vociferaba con voz rota.
—¡Mirá cómo te meneás! ¡Estás enferma de verga!
—¡Estoy enferma de vos! ¡Me abrís como nadie!
Su mirada era un torbellino, perdida en la mezcla ardiente de deseo y sumisión. Tenía el cuerpo rendido, caliente, envuelto en esa locura húmeda que confundía con droga o fuego sagrado.
Sintió cómo ese pedazo de carne penetraba más profundo que cualquier otro, más hondo que el de su marido. Le abría el centro, removía cada fibra, cada músculo, cada zona olvidada.
Y lo peor, lo mejor: sin forro.
Cuando se dio cuenta, su cuerpo se tensó un segundo. Pero la piel caliente, dura y viva le explotaba por dentro y cedió al peligro. Se dejó llenar sin miedo, se mojó más.
—¡Me estás llenando sin forro, animal!
—¡Así se coge, putita! ¡A pelo! ¡Sentí mi carne en la tuya!
—¡Dios mío, me va a explotar la concha!
Cada embestida retumbaba obscena. El chasquido húmedo del cuerpo chocando contra el otro, el crujir de la cama rota, el gemido desesperado y continuo de ella con cada rebote y sentada profunda.
—¡Cogeme hasta desmayarme! ¡Que no pueda sentarme mañana, hijo de puta! —exclamó perdiendo la razón.
Él rio con sucio deleite.
—¿Así te gusta? ¿Querés más?
Le agarró el culo con fuerza, separándolo con violencia, mientras la miraba con ojos de depredador.
—¿Y por acá?
Ella se frenó, jadeando, sintió el dedo babeado tantear su agujerito cerrado, ese secreto que nunca había sido tocado.
Con un gesto sutil, bajó la mano y pidió sin palabras.
—No… por ahí no… no quiero…
—¿Nunca te lo metieron?
—Nunca… ni mi marido…
—¿Virgen del culo? —dijo él con sonrisa torva y burlona.
Volvió a insistir, escupió el dedo y lo hundió otra vez, lento, seguro, invadiendo. Ella gimió, no lo frenó, sólo tembló.
—Dale, putita… ya estás reventada de la concha… Ahora quiero abrirte el otro agujero. Quiero estrenarte de verdad.
—No sé… me va a doler…
—Me chupa un huevo. Te va a doler y te va a gustar. Vas a sentir lo que es que te rompa como un macho de verdad. Y mañana no vas a poder sentarte… ni mirar a tu marido sin mojarte.
Ella cerró los ojos, soltó un suspiro caliente. No dijo que sí, pero tampoco dijo que no.
Él ya tenía la verga en la mano.
Y el culo de ella, abierto y expuesto frente a sus ojos.
Capítulo 3
—Ponete en cuatro —le ordenó él con la voz ronca, apenas un gruñido animal. No preguntó, no suplicó. Ordenó, con la brutalidad de un depredador que sabe que va a devorar a su presa.
Ana se quedó quieta un segundo, todavía pegada a su cuerpo, con la concha empapada, hinchada de tanto rebotar, de tanto gemir. Tenía los labios entreabiertos, la respiración agitada, el cuerpo sudado y la piel enrojecida por el roce, las marcas y los manoseos de antes. Le latía la entrepierna con una fuerza casi insoportable, como si tuviera fuego vivo entre las piernas, consumiéndola desde adentro.
La orden volvió, esta vez acompañada de una nalgada brutal, que le recorrió toda la espalda como una descarga eléctrica, haciéndola arquear la columna.
—¡En cuatro, dije! Como una perra.
Ana se bajó despacio, casi sin fuerza, temblando. No era miedo, era el vértigo de cruzar la línea. La sensación salvaje de romper todas las reglas, de tirar a la basura las promesas hipócritas, los tabúes y el decoro.
Apoyó las manos temblorosas en el borde de la cama, sintiendo la madera fría y dura bajo sus palmas. Abrió las rodillas, separando las piernas sobre la alfombra rugosa, con la espalda arqueada, el pecho hundido, el culo levantado y bien expuesto a ese hombre que la observaba como si fuera un trofeo, una bestia a punto de ser domada.
Parecía una puta entrenada. Una yegua lista para ser montada sin piedad, sin tregua, sin límites.
Él se paró detrás, la contempló con ojos de fuego, de hambre sin fin. Esa imagen lo volvió loco: el culo redondo, brillante de sudor, aún marcado por las nalgadas que le había dado. La piel roja, casi dolida, pero perfecta. El agujerito anal tenso, cerrado, respirando nervioso, como un músculo que se prepara para la invasión. La concha abierta, goteando, invitándolo a seguir. Y más arriba, en la mesita de luz, la vieja foto enmarcada: Ana y su marido, el policía, abrazados y sonrientes, congelados en un instante de falsa felicidad.
Él extendió la mano y tomó el portarretrato con desprecio.
—¿Este es el cornudo que duerme acá todas las noches? —preguntó con una sonrisa torcida y cruel.
Ana no contestó. Tenía los ojos apretados, la cara hundida contra el colchón. Respiraba agitada, con el pecho subiendo y bajando rápido, esperando lo que sabía que venía.
El tipo apoyó la foto justo en el borde de la cama, frente a ella, para que no la perdiera de vista. Que se clavara esa imagen en la piel.
—Mirálo —dijo, señalando la foto—. ¿Qué cara va a poner cuando vea cómo te rompo el orto? ¿Cómo le vas a explicar esto? ¿Eh?
Ana levantó un poco la cabeza, apenas. Vio la imagen de su esposo con el uniforme impecable, serio, completamente ajeno a todo lo que pasaba en esa misma habitación. Sintió un escalofrío eléctrico que le subió por la columna, le quemó la piel y le aceleró el pulso. Era excitación mezclada con humillación, una adrenalina que la volvía loca.
—No puedo… no sé si… —balbuceó, débil, casi en un suspiro.
—Shhh —le escupió un poco de saliva directamente en el agujero—. Te vas a dejar. Te vas a dejar romper como una perra bien entrenada.
La escupida cayó caliente y pegajosa, resbalando entre las nalgas abiertas. Él se arrodilló detrás y le escupió otra vez, dos veces más, dejando que la saliva mojara su piel y aumentara la sensación de sumisión.
Luego untó la cabeza de su verga con la misma baba, frotándola hasta que quedó reluciente y humedecida. Estaba dura, gruesa, venosa, con una curva natural que la hacía aún más bestial e invasiva.
Con una mano le abrió las nalgas con fuerza, separándolas y mostrando el camino, firme y sin titubeos. Con la otra mano apuntó, seguro, dueño absoluto del cuerpo y la voluntad de Ana.
—Vas a sentir cómo entra todo. De a poco. Hasta la base. Te voy a empalar, putita.
Y sin más aviso, lo hizo.
El glande empujó, forzó la entrada cerrada. Ana gritó, un grito que no fue solo de dolor, sino de una mezcla extraña y poderosa entre ardor y lujuria intensa.
—¡Dios mío…! ¡Pará…!
—¡Abrite, puta! ¡Abrí ese culito virgen!
—¡No va a entrar!
—¡Ya está entrando! ¡Ya te está abriendo, mirá!
Él empujó más, lentamente pero con fuerza implacable. Ella se aferró a las sábanas, los dedos crispados hasta dejar las uñas marcadas en la tela. Las rodillas se le resbalaron levemente sobre la alfombra, pero mantuvo la postura firme. Aguantaba, sufría, se mojaba.
—¡No puedo! ¡No me va a entrar toda!
—Sí que podés. Mirá… mirá cómo ya se tragó la mitad. Y todavía falta…
La verga siguió avanzando, curva, firme, dominante. Abriendo, rompiendo, conquistando territorio nuevo, prohibido.
—¡Me va a partir…! —chilló, y una lágrima se le escapó sin querer, resbalando por la mejilla.
—Ya te partí, amor. Ya no hay vuelta atrás. Estás ensartada.
El último empujón fue brutal, seco, sin piedad. Llegó hasta la base, golpeándole el culo con la pelvis con violencia.
Ana lanzó un grito ahogado y quedó rígida, temblando, a merced de ese invasor.
—¡No puede ser…! ¡Entró toda… toda!
—Toda. Hasta el fondo. Hasta donde no te llegó nadie. Ni el poli ese.
Él empezó a bombear. Al principio lento, casi como tanteando, probando sus límites. Después cada vez más salvaje, frenético. Cada embestida era un martillazo que hacía vibrar el cuerpo de Ana, que deformaba su culo con cada entrada y salida. Las nalgas se abrían y cerraban, las venas de la pelvis se marcaban con fuerza. Ella estaba empalada sin piedad por esa carne cruda y caliente que no conocía límites.
—¡Me duele… pero me encanta! —jadeó con voz rota—. ¡Me quema… me estás rompiendo!
—Te estoy haciendo mujer de verdad —respondió él, con voz áspera—. Te estoy dando lo que nunca te dieron. Y con tu marido mirándote desde la mesa de luz. ¡Mirálo!
Ella miró, sus ojos estaban vidriosos y su mente perdida. Vio los ojos fijos de su esposo en la foto, sintió la poronga entrando y saliendo de su culo, cruda, escupida, humillándola sin misericordia.
Un hilo de sangre bajó por su entrepierna, mezcla de dolor, fricción y placer excesivo, intoxicándola.
—Me estás haciendo sangrar…
—Y eso que todavía no acabé. Mirá cómo goteás… sos mía ahora.
Las sábanas se mancharon, la alfombra quedó marcada por las rodillas. La foto temblaba levemente en su marco con cada embestida. Y el tipo no paraba.
—¡No voy a poder sentarme en una semana…!
—¿Y cómo se lo vas a explicar al patrullero ese? ¿Eh? ¿Le vas a decir que te cogieron el culo mientras él dormía con la radio de fondo?
Ana lloraba, gemía y se reía a la vez. Su cuerpo se retorcía, se venía.
El orgasmo la arrastró como un trueno furioso. Un clímax sucio, profundo, doloroso. Las piernas le temblaron y la cabeza le dio vueltas. Se desmayó por un segundo. La mente en blanco.
Él acabó adentro, apretándole las nalgas con fuerza y dejando todo el semen caliente en su intestino. Suspira, satisfecho.
—Ahora sí… estás completa.
Ana quedó tirada como un trapo viejo, sucia, sangrando, empapada. La foto seguía allí, intacta, con la imagen de ese hombre que nada sabía.
Pero ella… ya no era la misma.

autor juan m8722

3 comentarios - La mujer del policía cayó 1 a3

nukissy903
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333354 +1
Que buen relato Julieta me dejaste la pija bien grande y parada saludos dejo puntos 10 subí más material
Elpndjomacho
que buen relato @julietanay, muy bueno, secuenciado, lo suficientemente descriptivo,recien lo puedo leer, gracias por compartir +10