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El Padre de mi Mejor Amiga

El Padre de mi Mejor Amiga


Era viernes, y la casa de Sofi siempre era el mejor plan para pasar la noche: pizza, películas y risas hasta tarde.
Yo, como siempre, fui invitada a quedarme a dormir.

Sofi dormía en su habitación.
Y yo, en el cuarto de invitados.
O eso se suponía.

La casa estaba en silencio… excepto por el leve murmullo del aire acondicionado… y mis pensamientos.

Desde hacía tiempo, don Julián —el padre de Sofi— me miraba distinto.
Tenía esa mezcla de hombre maduro, viril, silencioso pero firme, que me hacía mojarme solo con imaginarlo sin remera.
Y lo peor… él lo sabía.


Eran cerca de las dos de la madrugada cuando me levanté con sed y en la cocina estaba él: camiseta blanca ajustada, pantalón suelto, sin calzoncillo.

—¿No podés dormir? —me preguntó.
—Tenía sed —respondí, con la voz seca… pero no por falta de agua.

Me acercó el vaso.
Y al tomarlo, le toqué la mano.
Lo miré. Él no apartó la vista.

—¿Siempre mirás así a las amigas de tu hija? —pregunté, con picardía.
—Solo a la que camina por mi casa sin corpiño debajo de esa remerita —respondió, directo.

Mi respiración se agitó. El ambiente cambió.
Lo provoqué. A propósito.
Me acerqué más.

—¿Y si te dijera que… no tengo bombacha tampoco?

No me dio tiempo.
Me tomó de la cintura, me pegó contra la heladera y me besó.
Fuerte. Ardiente. El tipo sabía lo que hacía.

Metió una mano bajo mi remera.
Me apretó las tetas con hambre.
Yo gemía suave. Me entregaba. Me derretía.

—Estás mojada —susurró.
—Estoy caliente desde que entré a esta casa.
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Me subió sobre la mesada.
Me abrió las piernas. Se bajó el pantalón. 
Y me la metió, su pija entera, de una.

—¡Ahhh… sí! —gemí con la boca mordida.

Me cogía como si fuera suya desde siempre.
—¿Esto querías, putita? ¿Que te lo meta mientras mi hija duerme?
—¡Sí! ¡Más! ¡Dámelo todo!

Me tiró el pelo, me lamió las tetas, me cogió fuerte la concha y sin frenos, con las manos marcándome la cintura.
Yo me aferraba a su cuello, sudando, gimiendo sin miedo.

Después me puso en cuatro sobre la mesa.
Me la metió por atrás, sin aviso.
Y yo me rendí del todo.

—¡Sí, ahí! ¡Rompeme!
—Callate… o tu amiga va a saber lo puta que sos.

Terminó sobre mi espalda, jadeando como un animal.
Me limpió con un paño de cocina, me dio un beso en la boca… y dijo:

—Mañana hacete la dormida. Que no sospeche nada.

Volví al cuarto de invitados… con las piernas temblando y el deseo tatuado en la piel.
Y supe que eso no era un error.
Era el comienzo.

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La tarde estaba cálida y pesada. Llevaba en la mochila algunos cuadernos que Sofi me había pedido.
Ella estaba enferma, y como buena amiga, decidí acercárselos.
Lo que no esperaba… era que ella no estuviera en casa.

Toqué el timbre.
Y el que abrió la puerta fue Julián, su padre.

Camiseta gris, el cuello apenas húmedo por el calor.
Barba de dos días. Y esa mirada que ya conocía: la que me desvestía en silencio.

—¿Sofi está? —pregunté, con voz suave.

—Salió con la madre al médico —respondió, sin apartar los ojos de mí.

Me quedé en el marco de la puerta, dudando.

—No sé si… si puedo pasar…

Él dio un paso adelante.
Sonrió. Esa sonrisa que me desarmaba.

—Sí sabés.

Mi corazón se aceleró.

El ambiente se volvió más denso, eléctrico.
Sin decir más, me tomó de la mano y me hizo pasar.
Cerró la puerta tras de mí.
No fue a la sala, ni me pidió que dejara los cuadernos.
Me llevó directo arriba. A su habitación.

Caminábamos en silencio.
El aire acondicionado zumbaba débil.
Y mis piernas temblaban de anticipación.

Cuando cerró la puerta del dormitorio, me apoyó suavemente contra ella.
Nos miramos… un segundo eterno.

—¿Desde cuándo sabés que esto iba a pasar? —susurré.

—Desde la noche en la cocina —me respondió, mientras sus manos bajaban por mi cintura.

Me besó. Fuerte. Con hambre.
Me abrazó por la espalda y me pegó a su cuerpo.
Yo me derretía, respirando hondo, entregada.

Sus dedos se colaron bajo mi ropa.
Subió mi remera.
Me lamió las tetas , una a una, sin apuro.

—Venís sin sostén —dijo, bajando por mi vientre.
—Y sin bombacha —le respondí, jadeando.

Me sentó sobre la cama. Se arrodilló frente a mí. Y me besó la concha con una lengua firme, cálida, adictiva.
Yo me retorcía de placer, con la cabeza hacia atrás, gimiendo bajito.

—¡Ahh… Julián.

Se desnudó sin palabras. Subió sobre mí.

Y me metió su dura pija, despacio al principio, profundo después.
Entraba y salía con ritmo perfecto, sin pausa, sin piedad.

Mis piernas lo rodeaban.
Mis uñas marcaban su espalda.
Me montaba, me dominaba, me volvía loca.

Después, me giró en la cama.
Me dio duro desde atrás, sujetándome por la cintura.
Mis gemidos llenaban la habitación.

—Sos mía —murmuró—. ¿Lo sabés?
—Sí… sí… ¡más!

El final llegó en una oleada de jadeos, sudor, temblores.
Acabamos juntos, exhaustos, enredados.

Se tumbó a mi lado, mirándome de reojo.
Yo me giré sobre su pecho.

—¿Qué le digo a Sofi si me llama?
—Decile que pasaste a dejar los cuadernos.
—¿Y si me pregunta qué más hice?
—Mentí. Como una buena amiga.

Y sonreímos.
Porque sabíamos que esto recién empezaba.


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Volver a esa casa era como volver al crimen.
Solo que el crimen me hacía temblar de ganas.

Sofi ya estaba mejor, así que pasé la tarde con ella: series, risas, snacks.
Intenté ser normal. Pero no podía ignorar que, al otro lado del pasillo… estaba su padre.

Julián me cruzaba con miradas.
Esas que duran más de lo que deberían. Que me recorren la piel.
Que me prometen que, en cuanto estemos solos, me va a hacer suya otra vez.

Y eso… me mojaba solo de pensarlo.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Sofi, al verme distraída.
—¿Eh? No… nada.

Pero algo en su tono me hizo dudar.
¿Había notado algo? ¿Me miraba distinto?

Más tarde, mientras Sofi hablaba por teléfono en el patio, yo fui al baño… pero Julián me siguió.

Me tomó de la cintura, me pegó contra la pared del pasillo.

—No puedo tenerte cerca sin tocarte —susurró, con los labios rozándome el cuello.

—Tu hija está a metros —dije, pero no me moví.
Lo deseaba tanto que me ardían las piernas.

—Y eso lo hace aún más delicioso.

Me besó. Fuerte. Breve.
Sus manos me recorrieron bajo la ropa, rozándome entre las piernas, haciéndome gemir bajito.

—Esta noche, después de que se duerma —dijo—. No me hagas esperar.

Y se fue. Dejándome temblando.

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Esa noche, me quedé a dormir en la casa. Sofi insistió.
Dormimos juntas, como siempre.

Pero pasadas las 2 a.m., ella se movía inquieta.
Susurró algo. Se levantó.
Y salió al pasillo.

Yo la seguí, con cuidado.
Y la vi… parada frente a la puerta del cuarto de su papá.
Escuchando.

Yo sentí que el alma se me congelaba.
Ella fruncía el ceño. Se quedó unos segundos. Y volvió a la habitación sin decir nada.

Yo volví antes que ella, haciéndome la dormida.

Pero no pude pegar un ojo. Ni por culpa. Ni por miedo.

Sino porque estaba más mojada que nunca.

¿Y si sabía? ¿Y si nos descubría la próxima vez?
¿Y por qué… me excitaba tanto esa posibilidad?


La casa dormía.
Sofi respiraba hondo a mi lado, profundamente dormida.
El reloj marcaba las 2:43 a.m.

Yo no podía dormir.
Sentía el pulso latiéndome entre las piernas desde el momento en que escuché a su padre cerrando su puerta… y sabía que no iba a resistir mucho más.

Y entonces lo sentí.
Un mensaje. Un paso suave. Una señal.

La puerta se entreabrió con un leve crujido. Era él. Julián. Descalzo. Sin remera. Con la mirada cargada de hambre.

Me hizo una seña con los dedos.
No dijo nada.
Y yo lo seguí, con el corazón en la garganta y el deseo bajándome por las piernas.

No fuimos a su cuarto.
Me llevó por un pasillo lateral, hasta un pequeño lavadero cerrado, con llave.
Una luz tenue. Un aire a encierro… y pecado.

Cerró la puerta. Me apoyó contra la pared.

—No podía dormir sabiendo que estabas en mi casa… mojada por mí —susurró, pegando sus labios a mi cuello.

—Me tenías despierta desde que me miraste en la cena —respondí, jadeando.

Se arrodilló frente a mí. Me bajó el short con una sola mano.
Y me besó ahí, en mí concha con lengua, saliva y furia contenida.

Yo me mordía los labios para no gemir.
El placer subía en silencio, como una corriente eléctrica.

Después me giró, me apoyó sobre el lavarropas, y me lo sacó todo.
Sacó lo suyo. Duro. Firme. Ardiente. 

—Arrodillate, mi putita favorita.

Me puse de rodillas frente a él, con los ojos brillando.
Me metí su pija en la boca con gusto, saboreándolo, jugando con mi lengua, dejándolo gemir muy bajo.

Él me sujetaba del pelo, marcando el ritmo.
—Así… tragalo todo. Sos mi vicio. Sos mi secreto. Sos mía.

Cuando quiso más, me alzó, me sentó sobre él, me metió la pija en la concha y me hizo cabalgarlo.
Yo rebotaba en su cuerpo, mojada, rendida, con las tetas al aire, sujetándolo fuerte.

—¿Quién te hace acabar así, eh?
—¡Vos… vos, Julián!
—Decílo. Decí que sos mi putita silenciosa.

—¡Soy tuya… tuya!

Me puso en cuatro sobre la mesada de madera.
Me tomó fuerte desde atrás, hundiéndo si pija entera en mí concha.
Mis uñas arañaban la superficie, los gemidos me explotaban en la boca… pero me los tragaba.
No podía hacer ruido.

Y eso lo hacía mil veces más intenso.

—Así se coge una putita obediente —susurró, nalgueándome suave—. Después te vas a dormir como si nada.

Cuando terminó, me corrió el pelo y me dio un beso en la nuca.
Me limpió con una toalla, me acarició los muslos… y me dijo:

—Volvé antes que se despierte tu amiga. Pero dejá esa carita sucia para mí.

Sonreí, temblando.
Volví a la habitación con las piernas flojas… y la sonrisa más sucia que tuve en la vida.

Sofi seguía dormida.
Y yo… más despierta que nunca.


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Volví a esa casa sabiendo que sería la última vez. No llevaba nada más que mis cuadernos y una decisión firme. Nada en mi ropa sugería lo que habíamos compartido ahí dentro, pero sé que él lo notó igual. Siempre me leía más allá de la ropa.

Me abrió la puerta como si no hubiera pasado nada. Como si yo solo fuera una más. Pero su mirada… su mirada no mentía.

—¿Pasás? —me preguntó con esa voz que solía hacerme temblar.

Negué despacio, con una media sonrisa triste.

—No. Solo vine a decirte algo.

Lo vi tensarse, apoyarse en el marco de la puerta. Esperaba lo peor, o quizás lo mejor. Ya no sabía distinguirlo.

—¿Qué pasó?

—Me puse de novia —dije. Así, sin adornos—. Uno de la facu. Es bueno...

Silencio. Lo vi tragar saliva y bajar la mirada. Por un momento pareció… dolido. Humano.

—Entonces ya no vas a volver —murmuró, casi con resignación.

—No. Fue lindo mientras duró. Pero ya está. Quedate con tu esposa. Con tu vida.

Lo vi pestañear lento. Y luego, sin mirarme siquiera, susurró:

—¿Una última vez?

Me congelé.

Podía decirle que no, que eso solo complicaría más las cosas. Que ya había sido suficiente.

Pero no lo hice. Cerré la puerta detrás de mí.


Entré a la habitación donde todo había empezado. Ni siquiera hablábamos. Me saqué la blusa, despacio, dejando que me mirara. Me sentía poderosa, deseada… peligrosa.

Lo desvestí como si fuera la última vez que tocaría su piel. Me subí sobre su pija, sintiéndolo crecer en mí concha mientras lo miraba con fuego en los ojos. No lo besé. No aún.

—Me vas a recordar cada vez que toques a tu mujer —le dije, y empecé a moverme sobre él, marcando mi ritmo.

Sus manos en mis caderas, sus jadeos contenidos. Me decía cosas al oído, cosas sucias, posesivas, como si aún pudiera retenerme.

—Sos mi maldita adicción…

—Y vos… mi secreto favorito —le contesté, mordiéndome el labio.

Lo hice acabar con fuerza, temblando debajo de mí, gimiendo bajo, como si le doliera tener que dejarme ir.

Me quedé sobre él unos segundos más, escuchando su respiración acelerada.

Después me levanté. Me vestí en silencio. Me acerqué a su cama, le di un beso suave en la frente… y me fui.


No volví a mirar atrás. Pero lo conozco. Sé que se quedó ahí, desnudo, mirando el techo, pensando en mí.

Y sé —porque lo intuí en sus ojos antes de irme— que mientras cerraba los ojos, pensaba:

"Ojalá nos visite otra amiga así…"

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