
Ese verano, mis padres decidieron viajar por Europa durante dos meses, y como yo estaba a punto de terminar la universidad, prefirieron que no me quedara solo. Así fue como terminé aceptando la invitación de la hermana de mi madre: pasar el verano en la casa de campo de mi tía Clara, en el sur.
Lo que no recordaba —o tal vez no quería recordar— era que allí vivía también Camila, mi prima. Hacía años que no la veía. La última vez, yo tenía diecisiete… ella diecinueve, y ya entonces me había dejado incómodo con su forma de mirarme. Pero ahora, al bajarme del auto y verla salir con un short diminuto y un top que apenas cubría sus pechos, sentí que el calor del verano no venía solo del sol.
—¡Nicooo! —gritó con una sonrisa, corriendo hacia mí. Me abrazó como si nada, y su cuerpo se pegó al mío. Sentí sus senos apretarse contra mi pecho, su perfume dulce, su risa.
—¿Camila? Estás… distinta.
—¿Distinta cómo? —me preguntó con un guiño—. ¿Más rica?
Reí, incómodo, pero no pude evitar mirarla de nuevo. Tenía curvas de escándalo, piernas bronceadas, una cola que parecía desafiar las leyes de la gravedad. Y esos ojos marrones… maliciosos, sabiendo exactamente lo que hacían.

Durante los primeros días, traté de actuar normal. Jugábamos en la pileta, cocinábamos juntos, me acompañaba a correr al atardecer. Pero cada vez que me hablaba, lo hacía en voz baja, susurrándome al oído. A veces, mientras caminaba por la casa, dejaba la puerta del baño entreabierta cuando se duchaba. O salía al jardín sin corpiño. Yo empezaba a sentirme al borde.
Una noche, cerca de la primera semana, hubo un corte de luz. Ella apareció en la sala con una linterna y solo una camiseta vieja, sin nada debajo.
—Me da miedo dormir sola con esta oscuridad… —dijo mordiéndose el labio—. ¿Puedo quedarme con vos esta noche?
Tragué saliva.
—¿No preferís quedarte con tu mamá?
—¿Con mi mamá? —rió—. Qué aburrido. Quiero dormir con vos, primito.
Y sin esperar respuesta, se metió en mi cama.
Esa noche no dormí. La sentí moverse, acercarse. Sus piernas tocaron las mías. En un momento, claramente, su mano bajó hasta mi entrepierna.
—¿Eso es por mí? —susurró, con la boca pegada a mi oído.
—Camila… no deberías…
—Shhh… —dijo ella—. Este verano no va a ser como los otros.
—¿Querés que me detenga? —preguntó, aunque no se detuvo.
—No deberíamos…
—¿Y si ya no puedo parar de pensar en vos desde que llegaste? —susurró—. ¿Y si me imaginé esto… cada noche?
Y entonces, su mano se deslizó por completo dentro de mi pantalón corto. La presión de sus dedos, el calor de su palma, y ese pequeño gemido que dejó escapar al sentirme duro, rompieron lo poco que quedaba de autocontrol.
Me giré, quedando encima de ella. Su cuerpo se arqueó y levantó la cadera, ofreciéndose.
—¿Estás segura?
—Nico, hace días que te provoco. ¿De verdad vas a hacerme rogarte?
Le saqué la camiseta. No llevaba nada debajo. Sus tetas eran perfectas, redondas, suaves. Me incliné a besarlas, a lamerlas, a morder sus pezones duros mientras ella me tomaba del pelo y me apretaba contra ella. Se movía, ansiosa, y su mano ya estaba bajando mis shorts.
La besé con fuerza. Ella abrió las piernas, se las levanté y deslicé mi mano entre sus muslos. Su concha estaba húmeda, caliente, desesperada. Se mordía los labios, me miraba con deseo.
—Metémelo ya, Nico —jadeó—. No puedo más…
La penetré lento, al principio, y ella soltó un gemido profundo, como si hubiera estado esperando ese momento por años. Luego más rápido. Me agarraba la espalda, me arañaba, se movía contra mí como una loca. Sus piernas me rodeaban, me empujaban más adentro.
—¡Así, así, primito! —gritaba—. Dios, sí, haceme tuya.
La casa seguía en silencio. Solo nosotros, sudados, calientes, perdiendo la cabeza. La cogí fuerte, en varias posiciones, y cuando se lo hice de perrito, ella empujó hacia atrás, gritando de placer. Terminamos juntos, desbordados, jadeando sobre las sábanas húmedas.
Silencio. Oscuridad. Solo el sonido de nuestras respiraciones aceleradas.
—Ahora sí… este verano va a ser inolvidable —susurró Camila, sonriendo, con la cara enterrada en mi pecho.

El calor al mediodía era insoportable. Después del desayuno, Camila propuso que bajáramos a la pileta. Llevaba puesto un bikini rojo mínimo, de esos que no esconden nada y parecen diseñados para provocar. Se ató el cabello en una coleta alta, se puso los lentes de sol y me sonrió como si nada hubiera pasado entre nosotros la noche anterior.
—¿Venís o vas a quedarte mirándome todo el día desde la ventana? —me desafió con una risita, metiéndose al agua de un salto.
La seguí minutos después. El agua estaba tibia, pero la temperatura subía con solo tenerla cerca. Nadaba con movimientos suaves, su cuerpo flotando cerca del mío, sus pechos asomando cada vez que salía a la superficie.
—¿Dormiste bien anoche? —preguntó, nadando hasta mí y rodeando mi cuello con sus brazos dentro del agua.
—No mucho. Me dejaste bastante… alterado.
—¿Y eso es una queja o un agradecimiento?
No tuve tiempo de contestar. Me besó, con intensidad. Su lengua jugó con la mía, mientras sus piernas se enredaban a mi cintura, y su cuerpo se pegaba completamente. Bajo el agua, su mano ya se deslizaba entre nuestros cuerpos. Me acariciaba por debajo del short de baño, con una sonrisa lasciva.
—Estás duro otra vez —susurró—. Me encanta cómo reaccionás conmigo.
Deslicé mis manos por su espalda, bajando hasta apretarle la cola. Ella se movió, lentamente, frotándose contra mi erección mientras jadeaba. La apoyé contra la pared de la pileta, y allí mismo la giré. Su bikini quedó torcido, y sin quitárselo, la tomé por detrás.
—¿Acá mismo? —murmuré al oído.
—Dámelo… ya.
La penetré en el agua, empujando fuerte mientras la sostenía contra la pared. Ella gemía ahogado, mordiéndose el labio, aferrada al borde con las uñas marcadas en el cemento. El agua salpicaba alrededor mientras nos movíamos con fuerza, sin frenos, como si nadie más existiera.
Sus gemidos eran bajos, profundos. La hacía mía en medio del calor, del sol, del verano que parecía incendiarse alrededor. Cuando llegó al clímax, su cuerpo tembló entero, apretando mis brazos con fuerza.
—No me canso de vos… —dijo jadeando, mirándome con una mezcla de ternura y lujuria.
Nos quedamos abrazados dentro del agua, riendo, mirándonos, sabiendo que lo que había empezado como un juego de verano se estaba transformando en algo más… adictivo.

Después del revolcón en la pileta, nos duchamos por separado. Camila usó una bata corta, blanca, apenas cerrada. El día seguía caluroso, y todo en ella parecía diseñado para tentar.
—Hoy no hay nadie hasta la tarde —me dijo sonriendo, sentándose en el sofá con las piernas abiertas, dejando ver que no llevaba ropa interior.
Me acerqué con una toalla colgada. Ella la apartó, directo a mi bulto, acariciando mi pene con descaro.
—Tenés un problema serio con eso —susurró, provocadora—. Y yo una adicción.
Comenzó a mamárme la pija lentamente, mientras yo me apoyaba contra la pared, sin poder creer lo que estaba viviendo ese verano. Su lengua jugaba con cada centímetro, sus ojos fijos en los míos.
Justo cuando estaba por acabar, se escuchó el sonido de una puerta abrirse.
—¡Camila! —gritó una voz de mujer—. ¡Llegamos antes!
Nos congelamos. Camila se limpió la boca rápidamente, se acomodó la bata y me empujó hacia su cuarto. Me metí allí justo cuando la voz se acercaba.
—¿Quién era ese en la pileta? —preguntó la tía desde el living.
—¡Nico! —respondió Camila, natural—. Se fue a cambiar, creo que se está duchando ahora.
—Ah, qué bueno que viniste, Nico —dijo la tía al otro lado de la puerta—. Después vení a saludar, ¿sí?
Yo, encerrado, todavía con la erección dolorosamente latente, respiraba como si hubiera corrido una maratón.
Pasaron largos minutos. Finalmente, Camila entró de nuevo, con una sonrisa traviesa.
—Estuvo cerca… eso me excitó aún más —dijo, subiendo la bata y trepándose encima mío—. No vamos a parar, ¿sabés? Solo tenemos que ser más... creativos.
Nos encerramos en su cuarto con la música apenas fuerte, para disimular los gemidos. Ella se sentó sobre mí y comenzó a cabalgarme con fuerza, tapándose la boca con la almohada para no gritar demasiado. La adrenalina de ser descubiertos nos elevó a otro nivel.
Cuando terminamos, ella me abrazó por la espalda.
—Este verano se está poniendo cada vez más peligroso… y más divertido.

El sábado por la noche, Camila apareció en mi cuarto con un vestido corto de jean y una blusa blanca con escote profundo. Su cuerpo resaltaba como una provocación viviente.
—Hay una fiesta en la plaza del pueblo, ¿vamos? —preguntó casualmente—. Así te muestro cómo se divierten acá.
Subimos a su moto, ella manejando, su espalda contra mi pecho, sus caderas firmes entre mis piernas. Ya ese trayecto me había dejado al borde del deseo. Pero lo que no esperaba era lo que vendría después.
La fiesta estaba llena de música, luces y chicos bailando. Tomamos algo, nos reímos, todo parecía perfecto… hasta que apareció Paula, una chica del lugar, conocida de Camila.
Morena, alta, con un culo descomunal que destacaba en su short ajustado. Caminaba con seguridad y se acercó sin disimulo.
—¿Este es tu primo? —le dijo a Camila, sin dejar de mirarme—. Mmm… no parece de por acá. ¿Sos de ciudad?
—Sí —dije, incómodo pero curioso.
—Qué suerte, porque acá no hay hombres así… —dijo mientras me tocaba el brazo y me guiñaba un ojo.
Camila apretó la mandíbula.
—Dale, Paula, dejá de hacerte la simpática —dijo, seca—. Tenés muchos culos por ahí para mostrarle a otros.
Paula se rió y se alejó contoneándose a propósito. Camila me agarró del brazo y me arrastró hacia su moto sin decir una palabra.
Esa noche, en su cuarto, cerró la puerta con llave y me miró seria.
—¿Te gustó, no? El culo de la tal Paula. Seguro te calienta más que el mío.
—¿Qué? No, Camila, sabés que...
—¿Querés culo? —me interrumpió, sacándose la ropa con rabia—. Te voy a dar culo. Pero no vas a pensar en ella, ¿me escuchás? Solo vas a pensar en mí.
Se arrodilló en la cama, desnuda, mostrando su trasero perfecto. Su respiración era agitada, mezclando celos, deseo, y desafío.

—Hacémelo. Por ahí. Ahora.
No lo dudé. Me acerqué, la abracé desde atrás y la besé en la nuca mientras mis manos recorrían su espalda. Le fui entrando lento, pero firme, escuchando sus gemidos profundos. La tomé por la cintura, ella se arqueó y me pidió más. Moví con fuerza, sin freno, mientras sus uñas se clavaban en las sábanas y su cuerpo se entregaba por completo.
—Así... —jadeó—. Así sabés que no necesitás mirar a nadie más.
Terminamos exhaustos. Ella se giró, me abrazó fuerte, aún con el corazón latiendo desbocado.
—Soy tuya, ¿sabés? —susurró—. Pero si volvés a mirar a otra, te lo voy a recordar con la boca… o con mi culo otra vez.
Nos reímos, nos besamos, y dormimos abrazados, más pegados que nunca.

Desperté con Camila encima mío, desnuda, mirándome con esa mezcla de ternura y locura que solo ella tenía.
—Dormiste como un tronco —me susurró—. Pero tengo algo que contarte…
Me estiré y sonreí. Creí que sería alguna travesura, o una salida sorpresa, pero entonces golpearon la puerta.
—¿Quién es? —pregunté.
—Yo la invité —dijo Camila, levantándose y yendo a abrir.
Era Paula. Con un vestido de tiras ajustado, sin ropa interior a la vista, y una sonrisa maliciosa.
—Hola, “primo”… —dijo al verme en la cama, cubierto apenas por la sábana—. Vine a disculparme… y a charlar un poquito.
Yo no entendía nada.
—Camila, ¿qué…?
—Quiero que veas lo que realmente te gusta —dijo ella, mirándome fijamente—. Así después no hay dudas.
Paula se acercó sin pedir permiso, se sentó en la cama, y me pasó una mano por el pecho.
—¿Querés saber qué se siente tener a dos mujeres que te desean? —dijo Paula—. Porque me muero por probarte.
Miré a Camila. Estaba parada, con los brazos cruzados, observando.
—No te hagas ilusiones, Paula. Esto no es para vos. Solo quiero demostrarle que por más que tengas ese culo enorme, no tenés nada que hacer conmigo.
—¿Querés apostar? —respondió Paula, y se quitó el vestido de un tirón.
No llevabas ropa debajo. Se trepó sobre mí, sin previo aviso, y comenzó a besarme en el pecho. Camila se acercó, se quitó la camiseta y me tomó del rostro.
—No cerrés los ojos —me ordenó—. Quiero que mires. Quiero que sientas y después decidas.
En un instante, las dos estaban sobre mí, besándome, tocándome, sus cuerpos mezclados en un fuego que no podía parar. Paula me lo chupaba mientras Camila se sentaba sobre mi cara, gimiendo. Después, se besaban entre ellas, mordiéndose los labios, acariciándose.

—Si vas a tener culo… que sea el mío —dijo Camila, trepándose y bajando lentamente mientras Paula me apretaba los testículos con una sonrisa lasciva.
Camila se lo hizo entero, salvaje, intensa. Paula lo pidió también, desde atrás, y en ese momento supe que estaba en el medio de una guerra de placer… y yo era el trofeo.
Al terminar, los tres quedamos sudados, respirando agitados. Paula se levantó y, sin decir más, se fue.
Camila me miró y dijo:
—Ya viste la diferencia. Elegí con quién te querés quedar... porque si te quedás conmigo, lo vas a tener todo. Y no solo mi cuerpo.
Me quedé en silencio, sabiendo que algo había cambiado.

Las últimas semanas en el pueblo pasaron como un suspiro. Días de pileta, noches de pasión, secretos compartidos entre risas y susurros al oído. Camila y yo habíamos pasado de primos lejanos a algo que ya no tenía nombre… ni retorno.
Pero el verano se acababa. Y con él, mi estadía.
Esa mañana, mientras guardaba mis cosas en la valija, Camila entró sin decir nada, se sentó en la cama, y me miró en silencio. Vestía una remera suya, sin ropa interior, con el pelo alborotado y los ojos húmedos.
—¿Ya te vas? —preguntó en voz baja.
—Mañana a la mañana. Viene papá a buscarme.
Asintió. Se levantó despacio y se acercó. Me abrazó por la espalda, con fuerza, sin querer soltarme.
—No quiero que esto se termine, Nico. No después de todo lo que vivimos.
Me giré, le tomé el rostro con las manos y la besé. Un beso largo, denso, lleno de deseo, pero también de esa tristeza silenciosa que se siente cuando algo bueno tiene fecha de vencimiento.
—Yo tampoco —dije—. Pero no me olvido de vos. Y esto no se termina acá.
—¿De verdad?
—De verdad.
Se quedó en silencio. Luego se alejó, buscó algo en su cajón, y me tendió una cajita pequeña.
—Abrilo cuando estés solo. Es mi forma de decirte que no me vas a olvidar tan fácil.
Esa noche, quiso despedirse a su manera.
Me llevó a la azotea, desnuda bajo un poncho, el viento acariciando su piel. Se arrodilló y me lo hizo lento, saboreando cada segundo, mirándome a los ojos como si quisiera grabarse en mí. Después, se montó sobre mí sin decir palabra. Fue salvaje, profundo, con lágrimas y gemidos entremezclados.
—Tomame como si fuera la última vez —susurró—. Porque esta noche, lo soy.
Me entregué por completo. La penetré en todas sus formas, la besé hasta dejarla sin aire. Sus uñas marcaron mi espalda. Su cuerpo tembló sobre el mío una y otra vez.
Al amanecer, se durmió abrazada a mí, agotada.
En el auto, rumbo a casa, abrí la cajita. Dentro había una foto de ella en ropa interior, de espaldas, mostrando ese trasero que me había vuelto loco… y un pequeño papel doblado que decía:
> “El próximo verano… no pienso dejarte ir.”
Sonreí.
Porque el verano con Camila tal vez había terminado.
Pero esa historia… recién comenzaba.



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