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El Masaje Tantra

El Masaje Tantra

Apenas cruzó la puerta del centro, lo envolvió un aroma denso y embriagador a incienso, mezclado con algo más... ¿canela? ¿madera mojada? No lo supo identificar, pero su cuerpo reaccionó con un escalofrío involuntario. Frente a él, una mujer morena de ojos almendrados y cuerpo sinuoso se le acercó sin emitir sonido, como si flotara sobre la alfombra roja que decoraba el recibidor.

—Bienvenido, Daniel —dijo, con voz suave, —. Soy Kiara. Hoy guiaré tu cuerpo hacia el despertar.

Él asintió, nervioso. No sabía bien qué esperar. Le habían hablado del lugar como un templo sagrado, donde el placer no era sucio ni mecánico, sino un camino hacia la iluminación.

Kiara lo condujo por un pasillo iluminado por lámparas de sal. Al fondo, una puerta se abrió y otra mujer salió de ella: era de piel clara, cabello rojo y rizado, y apenas llevaba un pareo que dejaba sus pechos desnudos. Se llamaba Nayana, y al verla, Daniel tragó saliva.

—Hoy seremos dos —dijo ella, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos—. Tu energía masculina está muy cargada. Necesitas liberar sin perder el control.

Entraron a una sala cálida, donde el aire parecía moverse en ondas suaves. En el centro había un futón ancho, rodeado de cojines y pétalos. Daniel se desnudó a su ritmo, con algo de pudor, mientras las dos mujeres lo observaban sin juicio, como si estuvieran viendo un lienzo al que le faltaba color.

—Acuéstate boca abajo —dijo Kiara.


Primero sintió el aceite, cálido, derramarse sobre su espalda, recorrer su columna, deslizarse entre sus glúteos. Luego, las manos expertas de ambas comenzaron a recorrerlo: una subía desde los muslos hacia la pelvis, deteniéndose a milímetros de su pene. La otra presionaba con círculos lentos la base de la nuca, bajando por los trapecios, hasta acariciar la parte interna de los brazos.

La tensión se le evaporaba en oleadas. Pero también crecía algo más: un fuego interno, una erección lenta, poderosa, que se alzaba sin necesidad de ser tocada.

—Vamos a trabajar tu energía kundalini —susurró Nayana junto a su oído—. No se trata de correrse. Se trata de contener y expandir el placer hasta que sientas que estallas... sin hacerlo.

Lo giraron. Ahora estaba boca arriba. Su pene, erecto y palpitante, apuntaba al techo como una flecha orgullosa. Ninguna se inmutó. Al contrario: Kiara se sentó sobre sus muslos, sin tocarlo aún, y Nayana le acariciaba el pecho, los pezones, el vientre. Lentamente. Deliberadamente. Cada roce era una provocación. Cada aliento, una descarga.

—Respira profundo... —le indicó Kiara, mientras hacía un movimiento pélvico que casi rozaba su miembro—. Siente, pero no reacciones. Déjate llevar.
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El masaje siguió por minutos que parecieron horas. Nayana dibujaba espirales con la lengua sobre su abdomen. Kiara masajeaba su perineo con dedos suaves y húmedos, mientras su pija vibraba, con cada roce contenido, como si supieran exactamente cuándo detenerse antes del punto de no retorno.

Él gimió. No pudo evitarlo.

—Shhhh... —lo calmó Kiara, rozándole los labios con los suyos sin besarlo del todo—. Aún no, guerrero. El fuego apenas empieza a subir por tu columna...

Una gota de preseminal se desbordó de su pene. Nayana la atrapó con la lengua y sonrió.

—Delicioso —murmuró.

Daniel ya no sabía si quería gritar, llorar o rogar. Su cuerpo estaba temblando de placer. Cada músculo vibraba con una tensión dulce y dolorosa. El orgasmo estaba ahí, tan cerca, tan malditamente cerca... pero no lo dejaban alcanzarlo. No todavía.

Y entonces, cuando pensaba que no podía más, ambas se apartaron. Lo cubrieron con un paño tibio y se sentaron a sus lados, en silencio.

—Esto es tantra —dijo Kiara, mirándolo a los ojos—. El placer no se termina. Solo se transforma.

Y Daniel supo que había sido apenas el inicio.

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Daniel estaba tendido, jadeando, con el cuerpo en trance. Pero su erección seguía enhiesta, palpitante, brillante de aceite y preseminal. Las dos mujeres lo miraban con deseo sagrado, como si su pene fuera un altar.

—Ahora comenzaremos el masaje del lingam —anunció Kiara con voz baja, sedosa—. Es el centro de tu energía masculina. Lo honraremos como se honra a un dios.

Daniel ni siquiera pudo contestar. Nayana ya se había colocado entre sus piernas, y comenzó a acariciar el eje de su pija con ambas manos aceitadas, como si fuera un instrumento delicado que debía afinar. Lo tomaba desde la base hasta la punta con lentitud, deslizando sus dedos como serpientes cálidas, sin prisa, como si supiera que cada milímetro tenía un mapa de placer escondido.
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Kiara, sentada a su lado, no se quedaba atrás. Le besaba el cuello, le mordía los lóbulos, mientras sus dedos jugueteaban con los testículos, masajeándolos con ternura, rodeándolos con movimientos circulares. Daniel se arqueó, soltando un gemido grave, profundo, primitivo.

—No te corras —le susurró Kiara—. Aún no. Queremos que explotes... por dentro.

Nayana apretó suavemente la cabeza de su pene con sus dedos en forma de anillo. Lo frotó en círculos, sintiendo cómo él temblaba, cómo sus muslos se tensaban, cómo su respiración se hacía más salvaje. Lo miró con una sonrisa ardiente.

—Estás a punto. Tu energía está burbujeando. Vamos a tomarla toda...
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Y entonces lo sorprendió: se inclinó y le dio una sola lamida lenta, desde los testículos hasta la punta del pene, sin meterlo en la boca, solo dejando un rastro cálido de saliva. Fue una caricia más cruel que cualquier otra, porque no lo dejaba llegar al clímax, solo lo sostenía en un borde interminable.

—Por favor... —gimió Daniel, sudando, con el cuerpo completamente entregado.

Kiara se levantó despacio, se desató el pareo y lo dejó caer al suelo. Estaba completamente desnuda. Su cuerpo era de diosa: piel canela brillante por el aceite, pezones erguidos, caderas anchas y suaves. Se colocó sobre él, sin sentarse todavía, rozando su pija con su concha húmeda, abierta, palpitante.

—Te has ganado el premio del fuego —susurró—. Pero te advierto, esto no es solo sexo... Es invocación.

Y sin más, bajó lentamente. Su concha envolvió su pija con una lentitud sobrenatural. Fue un deslizamiento caliente, profundo, húmedo, como si su cuerpo lo absorbiera centímetro a centímetro. Daniel sintió que su alma se partía.
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—Oh, Dios... —jadeó.

Ella comenzó a moverse con ritmo tántrico: círculos, vaivenes, sin violencia, sin apuro. Cada movimiento era una ola. Cada gemido, un mantra. Nayana, a un lado, le acariciaba el pecho y le besaba los labios, mientras Kiara lo montaba con maestría, guiada por el pulso del deseo.

El orgasmo estaba contenido, sostenido por el arte del tantra. Él no quería correrse, no aún. Quería seguir sintiendo, seguir volando, seguir siendo adorado por esas dos sacerdotisas del placer.

Kiara jadeaba, sus tetas se movían al ritmo de su vaivén, sus ojos brillaban como brasas. Se inclinó hacia él, pegando sus tetas al pecho de Daniel, mientras lo seguía montando más profundo, más rápido, más húmedo.

—Ahora sí, guerrero —le susurró en el oído—. Ríndete al fuego.

Y entonces, con una estocada honda, Daniel se vino. Su cuerpo tembló como una montaña al borde de un volcán. El placer fue tan profundo que no supo si gritó o se desmayó. Kiara también gemía, moviéndose con frenesí, hasta que su cuerpo se estremeció en un orgasmo húmedo, caliente, compartido.

Nayana los cubrió con un paño y se abrazó a ellos.

—Y aún falta el tercer ritual —susurró con una sonrisa traviesa—. El de la rendición total...


La luz era tenue. El aire estaba cargado de una electricidad húmeda y dulce. El cuerpo de Daniel aún vibraba por dentro, como si su alma siguiera flotando fuera de él. Kiara seguía sobre él, conectados todavía, su concha cálida abrazando su pija, sin haberse separado. Nayana los envolvía con sus caricias suaves, como una diosa custodiando a los amantes bendecidos por el fuego.

—Ahora viene el último ritual —dijo Kiara, sin moverse—. El de la entrega absoluta. Ya no controlarás nada. Ni tu mente... ni tu cuerpo.

Nayana se levantó. Su piel clara brillaba por el aceite. Se acercó a la cabeza de Daniel, montando su rostro. Abrió los labios con los dedos, su vulva húmeda bajó sobre su boca. Él apenas tuvo tiempo de lamerla antes de que ella comenzara a moverse, suave, profunda, contra su lengua, guiando su placer con una sonrisa salvaje.

—Mmm... sí, así... —susurró Nayana, frotándose contra él, mojándole la cara sin pudor—. Quiero que me comas como si fueras mío...

Daniel tenía a una sobre su cara, jadeando, y a otra aún montando su pene, latiendo. Estaba atrapado entre dos cuerpos femeninos perfectos, dos sacerdotisas tántricas que lo usaban, lo veneraban, lo poseían sin esfuerzo. Ya no pensaba. Solo sentía.

Kiara comenzó a moverse de nuevo, lento al principio, luego más fuerte. El sonido húmedo y rítmico del sexo llenó la sala, mezclado con los gemidos de Nayana cada vez que Daniel la lamía más profundo, más salvaje, devorándola con hambre, perdido en su sabor.

El ritmo subió.

Kiara cabalgaba con fuerza, chocando contra él con las caderas, sus tetas rebotando, su boca abierta en jadeos que ya no eran suaves, sino necesitados. El sudor brillaba en sus clavículas. Su concha estaba empapada, y cada embestida los acercaba más al abismo.

—Dios... sí... —gimió Kiara, mientras se inclinaba hacia adelante, apoyando las manos en el pecho de Daniel—. No pares... ¡No pares!

Nayana gemía desde arriba, sujetándose de su cabeza, temblando sobre su boca, mientras él la devoraba sin descanso. Sus piernas temblaban. Su vientre se contrajo.

—¡Ahhh...! —gritó, y su cuerpo se sacudió con un orgasmo intenso, chorreando sobre su lengua, estremeciéndose como si se deshiciera.

Y en ese momento, justo cuando Nayana se venía en su cara, Kiara gritó también y se dejó caer sobre Daniel, convulsionando en su orgasmo, con las piernas temblando y su concha apretando su pija como una trampa de placer. Fue una explosión triple. Animal. Mística.

Daniel también se vino, por segunda vez, más profundo, más largo, como si su alma se derramara dentro de ella. Gritó, mordiéndose los labios, con el cuerpo arqueado y el corazón latiendo en pija.

Silencio.

Tres cuerpos entrelazados, jadeando, sudando, brillando de deseo consumado. Nayana se dejó caer a su lado. Kiara permaneció encima un momento más, luego se deslizó lentamente, con los labios húmedos aún entreabiertos.

—Así termina el último ritual —murmuró ella—. Ya no eres el mismo. Has sido despertado.

Daniel no respondió. No podía. Solo respiraba, sabiendo que acababa de vivir algo que ningún cuerpo común comprendería jamás.

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Daniel no pudo sacársela de la cabeza.

Desde aquel ritual, su cuerpo la pedía como si fuera una droga. Había soñado con su olor, con su pelvis moviéndose encima de él, con su voz ordenándole rendirse. Necesitaba más. Necesitaba sentirla sin el misticismo, sin las velas... solo piel contra piel, sudor y gemidos en una habitación privada.

La llamó. Tardó en contestar, pero cuando lo hizo, su voz sonó igual de suave, igual de peligrosa.

—Sabía que volverías.

Él solo dijo:

—Quiero verte. Solo a ti.

Ella respondió con una dirección y una hora.


El departamento de Kiara era como ella: cálido, sensual, silencioso. Estaba desnuda bajo una bata de seda roja. Al abrirle la puerta, no le dijo nada. Solo lo miró con esos ojos oscuros que ya lo habían dominado antes, y le indicó que pasara.

—Aquí no hay tantra —dijo, dejándose caer en un sillón ancho—. Aquí soy yo. Kiara. Pura, caliente y desatada.

Se abrió la bata, dejando al descubierto sus tetas firmes, su piel canela perfecta, su vientre plano. Daniel cayó de rodillas frente a ella, casi como si obedeciera un instinto animal. Ella sonrió, se recostó hacia atrás y abrió las piernas, dejando vagina húmeda, completamente expuesta.

—Primero, usa esa boca. Como quiero. Hasta que me tiemblen las piernas.

Le comió la concha con hambre. La lengua se deslizaba entre sus labios, la succionaba, la lamía con fuerza, con ternura, con desesperación. Kiara jadeaba, arqueaba la espalda, le sujetaba el pelo con una mano mientras con la otra se acariciaba los pezones, gritando cada vez que él la metía más profundo.

—Así... ¡sí, joder!... No pares...

Se vino una vez, convulsionando contra su lengua. Pero no le dio tregua. Se levantó, lo sentó al sofá y lo desnudó por completo. Su pija estaba dura, gruesa, caliente, latiendo. Kiara lo miró como si fuera un banquete.

—Ahora te lo voy a mamar —dijo, arrodillándose entre sus piernas.

Se lo metió entero en la boca con un gemido de placer. Lo chupaba lento, luego profundo, luego rápido, mientras le acariciaba los huevos y lo miraba desde abajo. Daniel gemía sin pudor.

—Dios... Kiara... me vas a hacer venirme...

Ella se detuvo justo a tiempo, lo miró con una sonrisa sucia y se subió sobre él.

—Aún no. Ahora voy a montarte... como una puta.
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Se bajó sobre su pene despacio, sintiendo cómo la llenaba, cómo se deslizaba hasta el fondo. Y empezó a cabalgarlo con fuerza, sin ritmo tántrico, sin espiritualidad. Solo puro sexo. Las caderas chocaban. Sus tetas rebotaban. Su boca abierta soltaba gemidos animales.

—¡Joder! ¡Así! ¡Tan adentro!

El sudor los empapaba. Daniel la sujetaba de las caderas, embistiéndola desde abajo. Kiara se inclinó, le besó la boca, se mordieron los labios, se ahogaron el uno en el otro. Y justo cuando estaban al borde de explotar, Kiara se bajó, lo giró con fuerza y le murmuró al oído:
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—Ahora quiero que me lo metas por el culo.

Se apoyó sobre el respaldo del sillón, abriéndose, ofreciéndose. Sus nalgas eran una obra de arte: firmes perfectas. Daniel escupió en su mano, la lubricó con cuidado, y le frotó el la pija por el culo.

—Hazlo despacio... —gimió ella.

Fue entrando poco a poco. Kiara jadeaba, tensa, luego soltándose, gimiendo con placer cuando él ya estaba dentro. Y empezó a mover las caderas. Daniel la sujetó de la cintura y la cogió por detrás con fuerza, entrando hasta el fondo, sintiéndola caliente, apretada, resbalosa.

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—¡Sí! ¡Así! ¡Rómpeme el culo! —gritaba ella, completamente entregada.

Él gemía, golpeando con fuerza, sintiendo cómo ella temblaba. La escena era brutal, hermosa, sudorosa, ardiente. Y cuando no pudo más, se inclinó sobre ella, le mordió el cuello y se vino con un rugido, llenándola por dentro, mientras ella también se corría en gemidos entrecortados.

Quedaron en silencio, abrazados en el sofá, aún jadeando, aún con los cuerpos vibrando.

Kiara le acarició el pecho y susurró:

—Ahora sí, estás completo.

Y Daniel sonrió, besándole la frente.

No sabía si era amor, obsesión o locura. Pero quería Volvér.

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