
Daniel siempre se sentía fuera de lugar en esas reuniones familiares.
19 años, delgado, reservado. No hablaba mucho, y menos aún con gente mayor.
Se refugiaba en su celular, en su vaso de gaseosa, o en cualquier rincón que lo mantuviera lejos del bullicio.
Pero esa tarde… algo fue distinto.
Ella llegó.
Lidia.
La hermana menor de la esposa de su tío.
32 años de curvas bien cuidadas, sonrisa pícara y una mirada que parecía perforarle el pecho.
Vestido entallado, perfume dulce, voz ronca.
Y una forma de caminar que hipnotizaba.
Daniel la vio cruzar el patio. Y desvió la mirada enseguida.
Sintió un calor extraño subiéndole por la espalda.
—No es ni mi pariente… —murmuró para sí, intentando convencerse de que no debía pensar en ella de esa manera.
Pero Lidia sí lo vio.
Y lo olfateó como si fuera su presa.
Horas después, Daniel estaba sentado solo, cerca de la mesa de frutas.
Lidia apareció a su lado, como quien no quiere la cosa, y tomó una banana del frutero.
—¿Te gustan las frutas, Daniel? —le preguntó, como si la conversación fuera inocente.
Él asintió, sin mirarla directamente.
—A mí me encantan. Aunque a veces… cuesta pelarlas.
—¿Cómo decís? —balbuceó él, mirándola finalmente.
Ella sonrió, pelando la banana muy despacio, con los ojos clavados en él.
—Digo que a veces viene bien una mano. O una boca.
Daniel se atragantó con el jugo.
—¿Perdón?
—Nada —dijo ella, lamiendo la punta de la fruta—. Cosas mías.
Se sentó a su lado. Muy cerca.
—No tenés novia, ¿verdad?
Él negó con timidez.
—Eso pensé —susurró ella, acercando su rostro al suyo—. Tenés cara de bueno. De chico que se guarda todo. Pero yo te miro, ¿sabés? Y sé que no sos tan inocente como te hacés…
Daniel tragó saliva.
Sentía el cuerpo ardiendo.
No podía mirar su escote sin sentirse culpable.
—No deberías… —dijo con voz baja—. Sos la hermana de mi tía.
Lidia soltó una risa baja, ronca.
—¿Y? ¿Desde cuándo eso nos convierte en familia? No hay sangre entre nosotros.
Ni pecado… si no se entera nadie.
Él bajó la mirada. No podía negar que la deseaba, pero algo dentro de él dudaba.
Ella se inclinó. Le susurró al oído:
—Dame una oportunidad.
Una. Me gustaría pelar tu banana.
Te prometo que no vas a olvidarla jamás.
Daniel cerró los ojos. Su respiración era un temblor.
Pero se apartó apenas.
—No puedo. No está bien.
Lidia lo miró en silencio, sonriendo apenas.
—Entonces te espero.
No me voy a ir lejos.
Y cuando te canses de portarte bien…
Sabés dónde encontrarme.
Se levantó, caminando despacio, dejando un rastro de perfume y deseo imposible de ignorar.
Daniel se quedó inmóvil.
Excitado. Confundido.
Con una erección que le dolía… y una culpa que ardía.
Porque no quería ceder.
Pero en el fondo…
ya era suyo.

Daniel se encerró en el baño del fondo, lejos del bullicio familiar.
Se miró al espejo.
Respiraba agitado.
Las imágenes de Lidia cruzaban su mente, su boca mordiendo la banana, el escote descarado, el perfume.
Y lo peor… esa frase: “Dame una oportunidad. Me gustaría pelar tu banana. Te prometo que no vas a olvidarla.”
Se echó agua en la cara, intentando calmarse.
No sabía que Lidia lo había seguido.
Tocó la puerta suavemente.
No esperó respuesta.
Entró.
Llevaba un vestido suelto, sin corpiño.
Sin vergüenza.
Daniel se sobresaltó.
—¿Qué hacés? ¿Y si entra alguien?
Ella cerró la puerta con cuidado, sin dejar de mirarlo.
—Nadie va a entrar. Todos están en el patio, borrachos o dormidos.
Lo miró fijo, con los ojos brillando de deseo.
—Mirá… —dijo, acercándose hasta quedar frente a él—.
Sé que tenés vergüenza de hablar con las mujeres.
Lo noto. Sos de esos que se ponen duros… pero por dentro tiemblan.
Daniel tragó saliva, bajó la mirada.
—No es eso…
—Sí lo es —interrumpió ella con voz suave—. Y no tiene nada de malo.
Por eso estoy acá.
Porque yo te puedo guiar.
Le tomó la mano y la llevó a su cintura.
La piel estaba caliente.
Y no había ropa interior que se interpusiera.
—¿Te gusto, Daniel?
Él no contestó.
Lidia se acercó aún más, pegando su cuerpo al de él.
—Yo no voy a jugar con vos.
La verdad es que me gustás. Me calentás.
Y soy una mujer muy cachonda.
Me gustan los chicos como vos. Tímidos. Reales.
Le tomó la cara con ambas manos y lo obligó a mirarla.
—Si no te gusto, me voy.
Ahora.
Pero si me deseás…
Decilo.
Daniel abrió la boca. Nada salía.
Su cuerpo hablaba por él: el pulso acelerado, la respiración entrecortada, la erección dura que ella sentía al rozarlo.
Ella bajó la mano. Le acarició por encima del pantalón.
—No hace falta que digas nada…
Esto ya me lo dijo todo.
Lo besó.
Lento.
Despacio.
Con hambre.
Él la abrazó por reflejo. Cerró los ojos.
Y por un instante… se rindió.
Pero luego se apartó, temblando.
—No puedo… todavía no.
Lidia asintió. No se enojó. No insistió.
Le dio un beso en la mejilla, le acomodó el cuello de la remera y le susurró:
—Te espero.
No voy a tocarte más… hasta que vos vengas a buscarme.
Pero cuando lo hagas… voy a darte todo.
Abrió la puerta, salió caminando con calma.
Sin mirar atrás.
Daniel se quedó solo.
Con el corazón latiendo como un tambor.
Y el cuerpo ardiendo.
Porque sabía que la próxima vez…
no iba a resistir.
La casa estaba en silencio.
Eran casi las dos de la madrugada.
Todos dormían.
Pero Daniel no podía cerrar los ojos.
El cuerpo le ardía.
La piel le pedía contacto.
Y su mente solo pensaba en una cosa: ella.
Lidia.
Sus labios. Su voz. Su cuerpo.
Y esa promesa que le había dejado en el baño:
“Cuando vengas a buscarme… voy a darte todo.”
Se levantó sin hacer ruido, con el corazón bombeando fuerte.
Caminó descalzo hasta la habitación del fondo.
La puerta estaba apenas entornada.
La luz tenue.
Y ella… despierta.
Lidia lo esperaba.
Sentada en la cama, con una remera suelta que dejaba ver más de lo que ocultaba.
Y una sonrisa suave al verlo entrar.

—Sabía que vendrías —murmuró.
Daniel cerró la puerta tras de sí.
Temblaba.
Pero sus ojos estaban llenos de fuego.
Ella se levantó. Caminó hacia él.
Le acarició el rostro con dulzura.
—¿Estás listo?
Él asintió, mudo.
—Entonces… desnudate. Quiero verte. Todo.
Daniel tragó saliva, y con las manos algo temblorosas, se quitó la remera.
Luego los pantalones.
Hasta quedar completamente desnudo frente a ella, con su pija dura, firme, sin poder esconder nada.
Lidia lo observó con una sonrisa cálida, sin burlas, sin juicio.
—Tenés un cuerpo hermoso, Daniel.
Firme. Joven. Deseable. Y una rica pija.
No deberías dudar de vos mismo.
Mientras hablaba, se desnudó, sacandose la remera y la ropa interior, dejándola caer al suelo.
Su cuerpo era una fantasía viva:
Piel dorada, pechos plenos, caderas marcadas.
Y un deseo en sus ojos que quemaba.
—Vení —dijo, tomándolo de la mano.
Lo guió hasta la cama y lo hizo sentarse. Se arrodilló frente a él. Sin apuro. Sin hablar más.
Le rodeó el miembro con su mano, caliente y suave.
Y comenzó a besarlo. Lento. Provocador. Como si lo degustara.
Daniel soltó un gemido contenido.
Se sujetó al borde del colchón.
No podía creer lo que sentía.
La boca de esa mujer, madura y experta, envolviéndo su pene, lamiendo cada parte, disfrutándolo.
Cuando estuvo a punto de estallar, ella lo detuvo.
Subió sobre él con elegancia felina.
Lo miró directo a los ojos mientras se indroducia su pija en la concha y lo montaba con suavidad.
El cuerpo de ella lo envolvía como un templo cálido.
Se movía lento, profundo, haciéndolo sentir cada centímetro.
—Quiero que me mires —susurró ella—. Y que no pienses en nada más que en cómo me hacés sentir.
Daniel la abrazó por la cintura.
La besó por primera vez.
Y se entregó por completo.
Ella lo montó con dulzura y poder.
Y él, entre sus brazos, gemía y temblaba.
Hasta que se vino dentro de ella con un suspiro largo y desbordado.
Lidia no se bajó.
Se quedó sobre él, acariciándole el rostro, mientras sus cuerpos aún temblaban.
—Ahora sí —dijo con una sonrisa suave—.
Ahora sos mío.
Daniel la miró. Sonrió.
Y supo que ya no había vuelta atrás.

Aún entrelazados, con las sábanas revueltas y el aroma del sexo flotando en el aire, Daniel acariciaba la espalda desnuda de Lidia, que descansaba sobre su pecho, con la respiración más tranquila.
El silencio era cómodo. Cálido.
Pero su mente no lo dejaba en paz.
Tenía 19. Había vivido su primera noche real de pasión.
Y no podía evitar preguntarse… si la volvería a ver.
—¿Esto… va a pasar otra vez? —preguntó en voz baja, acariciando los cabellos sueltos sobre su hombro.
Lidia no se movió.
Sonrió sin mirarlo.
—¿Querés que pase otra vez?
—Mucho —confesó él, con voz segura, sin esconderse esta vez—.
La verdad… no pensé que alguien como vos me daría bola.
Pero ahora que sé cómo sabés moverte, cómo sabés besar, cómo me hacés sentir…
No quiero que termine acá.
Lidia se giró despacio, acomodándose sobre su costado.
Lo miró con calma, con esa ternura cómplice que aparece después del deseo satisfecho.
—Daniel… tengo pareja.
El corazón del chico dio un vuelco.
Su rostro se tensó.
Pero ella siguió hablando.
—Estamos juntos hace años. Pero hace tiempo que… no me toca. No me busca.
Prefiere el fútbol, los amigos, el asado y la cerveza.
Yo me arreglo sola. O al menos… me arreglaba. Hasta que te vi.
Daniel la miró a los ojos, con una mezcla de deseo y rabia.
—Yo no te descuidaría.
Si fueras mía… te haría sentir deseada todos los días.
No te dejaría dormir sin hacerte gemir al menos una vez.
Lidia soltó una risa ronca, provocadora.
—¿Ah, sí? ¿Ahora te me pusiste valiente?
Él le sujetó la cadera con fuerza y la acercó.
—Estoy dejando de ser tímido, ¿no?
Vos me soltaste.
Y ahora que empecé… no quiero parar.
Ella lo besó, más lento esta vez.
Un beso distinto. Con algo más detrás.
—Entonces hagamos un trato —susurró contra sus labios—:
Nos vemos otra vez. Sin familia cerca. Sin miedo.
Y ahí… vos vas a ser el que me haga pedir más.
Daniel sonrió.
—Hecho.
Pero la próxima, me toca tomar el control.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo él, girándola con un movimiento seguro y dejándola debajo—.
La próxima… quiero que te tiemblen las piernas cuando te vayas.
Lidia abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y placer.
—Eso quiero ver.
Y en la oscuridad de esa madrugada, sus cuerpos volvieron a buscarse.
No como la primera vez.
No como un impulso.
Sino como dos personas que ya no querían soltarse.

El mensaje le llegó un viernes por la tarde.
> 📱 "Habitación 206. Motel Las Dunas. 20:00. No traigas dudas. Solo ganas."
Daniel leyó esas líneas con el corazón latiendo como un tambor.
No respondió.
Solo se duchó, se afeitó, y se subió al auto con el cuerpo en llamas.
Cuando llegó, la noche ya había caído.
El motel era discreto, con luces tenues y cortinas cerradas.
Subió las escaleras.
Tocó la puerta.
Lidia abrió en bata, el cabello suelto.
—Puntual. Me gusta —susurró, dejándolo entrar.
La habitación olía a humedad caliente, Luces bajas. Una cama grande.
Y un espejo al fondo.
Daniel la miró fijo.
Ya no había timidez.
Había hambre.
Cerró la puerta con llave y la arrinconó contra la pared sin decir palabra.
La besó con una furia que ni él sabía que tenía.
Lidia soltó un gemido ronco, entre sorprendida y encantada.
—Mmm… veo que alguien dejó de ser tímido.
—Hoy me toca a mí —susurró él en su oído—.
Y voy a hacer que te olvides de ese idiota que prefiere el fútbol a tu cuerpo.
La besó el cuello, las clavículas, mientras le soltaba el lazo de la bata.
La tela cayó.
Su cuerpo desnudo quedó expuesto ante él, como un regalo que ahora sabía abrir sin miedo.
La llevó hasta la cama, La hizo arrodillarse, Le sujetó el cabello.
Y la penetró con los dedos, con hambre, con decisión.
Lidia gemía, se retorcía, lo buscaba con la pelvis como si lo necesitara más que el aire.
—Dale, nene… mostrame lo que aprendiste.
Daniel no contestó. La tumbó boca arriba. La abrió con las manos.
Y bajó la cabeza.
Le devoró la concha con la lengua, lenta al principio, luego rápida, profunda, sucia.
Jugaba con sus pliegues, succionaba, entraba, salía, la hacía gritar.
Lidia se corrió una vez, y otra, y otra, temblando.
—¡Dios…! ¡No pares, no pares!
Pero él ya estaba desnudo, duro, preparado.
La sujetó de las caderas.
La alzó contra él.
Y la penetró con una sola embestida.
Fuerte. Cruel. Exacta.
Lidia gritó. Y se rió.
Y lo abrazó con las piernas, pidiéndole más.
Daniel la tomó como nunca pensó que podría.
La volteó, la montó desde atrás, metiendole la pija hasta el fondo, le tiró del cabello, le dijo al oído lo que le iba a hacer.
Cuando ella estaba a punto de colapsar, él se vino dentro con un gruñido ahogado, dejándose caer sobre su espalda sudada.
Permanecieron así, entrelazados, en silencio.
Lidia respiraba agitada.
Lo besó en la mejilla, y le susurró al oído, aún jadeante:
—Lo sabía…
Desde que te vi. Sabía que eras especial.
Daniel la abrazó. Y sonrió, triunfante.
Ya no era el chico de la reunión familiar.
Era el hombre que ella eligió…
Y el que ahora no pensaba soltarla.

Las luces de la habitación eran cálidas.
El mismo motel, la misma hora, la misma habitación.
Pero esa noche… era distinta.
Lidia lo esperaba en la cama, completamente desnuda, con una cajita envuelta en terciopelo rojo sobre el colchón.
Daniel cerró la puerta, la miró en silencio.
Ella lo observó con deseo… y algo más.
—Viniste —dijo ella, con esa voz suave que usaba solo cuando lo deseaba de verdad.
—Siempre vengo —respondió él, acercándose—.
Porque vos me hacés sentir que… soy más que un capricho.
Lidia lo tomó de la mano y lo hizo sentarse a su lado.
—No sos un capricho, Daniel.
Sos mi refugio.
El único lugar donde me siento viva, deseada… libre.
Y por eso, hoy quiero sellar lo nuestro.
Le entregó la cajita.
Él la abrió.
Dentro, una cadena negra con un dije pequeño: una luna en cuarto creciente.
—¿Qué significa?
—Que siempre voy a querer más —susurró ella—.
Y que siempre que te lo pida… vas a estar ahí para mí.
Daniel no contestó. Solo la besó.
Un beso profundo, cálido.
De esos que dicen: sí, soy tuyo.
Ella lo empujó con dulzura hacia el respaldo. Le bajó el pantalón. Se subió sobre él con seguridad y deseo. Guió su pija a su concha y comenzó a cabalgarlo con un ritmo lento, sensual, dominando cada movimiento con sus caderas.
Gemía bajo.
Lo miraba a los ojos mientras se movía.
Lo apretaba dentro de ella como si quisiera guardarlo ahí para siempre.
Daniel la sujetaba por la cintura.
Le besaba, le chupaba las tetas.
Le murmuraba entre dientes lo hermosa que era, lo mucho que la deseaba.
Cuando el calor los envolvía por completo, Lidia se inclinó sobre su oído y, con voz ronca, dijo:
—Esta vez… quiero todo.
Quiero que me tomes como nunca antes. Quiero que me cojas por el culo.

Quiero que me hagas tuya… por completo.
Daniel la miró. Sintió un escalofrío.
Y sin decir una palabra, la giró con firmeza.
Lo que siguió fue intenso, profundo, atrevido.
Ella se abrió para él.
Y él se entregó a esa última frontera con respeto, deseo y dominio.
Los gemidos se mezclaban con el jadeo de sus cuerpos.
El espejo devolvía imágenes desenfocadas.
Y la habitación se llenaba de un aroma a piel, a sudor, a sexo.

Cuando todo terminó, Lidia quedó tendida sobre él.
Acariciándole el pecho.
Besando su cuello.
—Gracias —susurró, aún con la voz entrecortada—.
Por no juzgarme.
Por hacerme sentir mujer.
Por estar… cuando él nunca estuvo.
Daniel besó su frente.
Y le respondió sin dudar:
—Siempre que me necesites, voy a estar.
Porque aunque nadie más lo supiera…
él era su secreto más ardiente.
Y ella… su primer gran amor imposible.


4 comentarios - La Hermana De Mí Tía