El mensaje me llegó una tarde cualquiera:
“Si algún día van a salir, quiero ser yo quien los lleve. Pero al final, me das tu tanga. La que lleves puesta.”
No era la primera vez que me hacían propuestas así, pero esa tenía algo que me atrapaba: la mezcla perfecta entre lo clandestino y lo controlado. Era público, seguro… y, por supuesto, pagado.
Esa noche Alexis y yo íbamos a una fiesta swinger. Yo sabía que había un horario de entrada estricto, así que tendríamos que llegar justo. Lo que él no sabía era que el chofer que pasaría por nosotros no era un Uber cualquiera.
Subimos al auto, y apenas arrancamos, ya estábamos con nuestro juego habitual: fotos en el asiento trasero. Primero una selfie juntos, sonrisas naturales… luego, el juego empezó a subir de temperatura. Su brazo se deslizó detrás de mí, me acercó y me dio un beso largo en el cuello, justo donde sabe que me eriza. Después, un par de fotos mías sola: con la falda subiendo apenas por el movimiento, dejando ver el inicio de mi muslo, o con el tirante del vestido cayendo y la piel del hombro expuesta.
En una, Alexis me susurró:
—Dale… sacátela ahora.
Era un juego nuestro: que me quitara la tanga en el viaje para llegar a la fiesta sin ella. Lo habíamos hecho antes.
Sonreí, inclinándome hacia atrás. Lo que él no imaginaba era que esa vez, debajo de la falda, llevaba la tanga que me había pedido el seguidor, y que en mi cartera ya estaba lista otra casi idéntica para ponérmela después.
Me acomodé de lado, apoyando un codo en el respaldo, y con la otra mano fui bajando la tela muy despacio. El borde de encaje rozó la piel de mis caderas, bajó por mis muslos y se deslizó por las rodillas hasta quedar suelta en los tobillos. Mientras me la quitaba, Alexis me miraba con esa mezcla de orgullo y excitación, y yo sentía cómo el chofer, aunque fingía mirar la calle, buscaba nuestro reflejo en el retrovisor. O echando vistazos disimulados de costado, siempre que hacemos estos juegos yo me siento atrás del asiento del acompañante y Alexis atrás del conductor, nos fascina pensar que el chófer pueda verme al menos un instante de reojo.
Terminé de sacarla y la enrollé entre mis dedos, escondiéndola bajo mi cartera. Alexis estiró la mano, como hacía a veces para guardarla él, pero yo sonreí y negué:
—Esta la guardo yo.
Él rió, pensando que era parte del juego.
Seguimos con las fotos: mi muslo casi descubierto mientras miro distraída por la ventanilla, una imagen en la que su mano se cuela por debajo de la falda, otra en la que me muerdo el labio y miro a la cámara con los ojos entrecerrados. Todo parecía solo para él… pero no lo era.
Al llegar, Alexis vio gente esperando en la puerta.
—Bajá y anda avisando que ya llegamos —dije—. No sea que nos quedemos afuera.
En cuanto cerró la puerta, me incliné hacia adelante. Saqué la tanga de mi mano, todavía tibia, y la dejé sobre la consola. El chofer tenía un sobre preparado. Fue un intercambio rápido, natural, como si yo estuviera pagando el viaje. El sobre desapareció en mi cartera, la tanga en su bolsillo.
Antes de bajar, me puse la otra tanga, acomodando la falda con cuidado.
Alexis me sonrió al verme salir y me abrazó por la cintura:
—Estás perfecta.
Yo también sonreí, pero no por lo que él creía. Esa noche, de todas las miradas que tuve, solo una se llevó algo mío… literalmente.









“Si algún día van a salir, quiero ser yo quien los lleve. Pero al final, me das tu tanga. La que lleves puesta.”
No era la primera vez que me hacían propuestas así, pero esa tenía algo que me atrapaba: la mezcla perfecta entre lo clandestino y lo controlado. Era público, seguro… y, por supuesto, pagado.
Esa noche Alexis y yo íbamos a una fiesta swinger. Yo sabía que había un horario de entrada estricto, así que tendríamos que llegar justo. Lo que él no sabía era que el chofer que pasaría por nosotros no era un Uber cualquiera.
Subimos al auto, y apenas arrancamos, ya estábamos con nuestro juego habitual: fotos en el asiento trasero. Primero una selfie juntos, sonrisas naturales… luego, el juego empezó a subir de temperatura. Su brazo se deslizó detrás de mí, me acercó y me dio un beso largo en el cuello, justo donde sabe que me eriza. Después, un par de fotos mías sola: con la falda subiendo apenas por el movimiento, dejando ver el inicio de mi muslo, o con el tirante del vestido cayendo y la piel del hombro expuesta.
En una, Alexis me susurró:
—Dale… sacátela ahora.
Era un juego nuestro: que me quitara la tanga en el viaje para llegar a la fiesta sin ella. Lo habíamos hecho antes.
Sonreí, inclinándome hacia atrás. Lo que él no imaginaba era que esa vez, debajo de la falda, llevaba la tanga que me había pedido el seguidor, y que en mi cartera ya estaba lista otra casi idéntica para ponérmela después.
Me acomodé de lado, apoyando un codo en el respaldo, y con la otra mano fui bajando la tela muy despacio. El borde de encaje rozó la piel de mis caderas, bajó por mis muslos y se deslizó por las rodillas hasta quedar suelta en los tobillos. Mientras me la quitaba, Alexis me miraba con esa mezcla de orgullo y excitación, y yo sentía cómo el chofer, aunque fingía mirar la calle, buscaba nuestro reflejo en el retrovisor. O echando vistazos disimulados de costado, siempre que hacemos estos juegos yo me siento atrás del asiento del acompañante y Alexis atrás del conductor, nos fascina pensar que el chófer pueda verme al menos un instante de reojo.
Terminé de sacarla y la enrollé entre mis dedos, escondiéndola bajo mi cartera. Alexis estiró la mano, como hacía a veces para guardarla él, pero yo sonreí y negué:
—Esta la guardo yo.
Él rió, pensando que era parte del juego.
Seguimos con las fotos: mi muslo casi descubierto mientras miro distraída por la ventanilla, una imagen en la que su mano se cuela por debajo de la falda, otra en la que me muerdo el labio y miro a la cámara con los ojos entrecerrados. Todo parecía solo para él… pero no lo era.
Al llegar, Alexis vio gente esperando en la puerta.
—Bajá y anda avisando que ya llegamos —dije—. No sea que nos quedemos afuera.
En cuanto cerró la puerta, me incliné hacia adelante. Saqué la tanga de mi mano, todavía tibia, y la dejé sobre la consola. El chofer tenía un sobre preparado. Fue un intercambio rápido, natural, como si yo estuviera pagando el viaje. El sobre desapareció en mi cartera, la tanga en su bolsillo.
Antes de bajar, me puse la otra tanga, acomodando la falda con cuidado.
Alexis me sonrió al verme salir y me abrazó por la cintura:
—Estás perfecta.
Yo también sonreí, pero no por lo que él creía. Esa noche, de todas las miradas que tuve, solo una se llevó algo mío… literalmente.










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