
Clara tenía 42 años.
Divorciada desde hacía dos, con un cuerpo firme, curvas generosas y una energía sexual acumulada que la carcomía en silencio.
Su trabajo como diseñadora gráfica desde casa la aislaba más de lo que admitía.
Y entonces estaba él: Tomás.
Su vecino del 3°B. 24 años. Estudiante de ingeniería, sonrisa fácil, cuerpo marcado por el gimnasio… y esa forma de mirarla que la dejaba inquieta.
La primera vez que lo escuchó ducharse con la ventana abierta, casi se muerde la mano para no gemir.
Y la primera vez que lo vio con el torso desnudo en el pasillo, sintió que la ropa interior le sobraba.
Un día, tras una noche de insomnio y necesidad, se armó de valor.
Llamó a su puerta con el corazón latiendo en el cuello.
Tomás abrió con una camiseta blanca ajustada y mirada curiosa.
—Hola, vecina… ¿todo bien?
Clara tragó saliva.
—Necesito hablar con vos. ¿Podés darme cinco minutos?
Él la hizo pasar.
Ella entró temblando, sabiendo que cruzaba una línea.
Y sin sentarse siquiera, le dijo:
—No quiero que me malinterpretes.
No estoy loca. Solo… tengo necesidades.
Y no quiero buscar cualquier cosa.
Vos me gustás. Me hacés desear de nuevo.
Y si aceptás, te doy lo que me pidas. Dinero, regalos, lo que sea…

Tomás frunció el ceño, sin dejar de mirarla.
Ella bajó la vista, con vergüenza.
—Olvidalo —dijo ella, sintiendo que el rechazo venía—. Fue una estupidez. Perdón.
Pero él se acercó, le levantó la barbilla con dos dedos, y le sonrió.
—Clara… soy un hombre de bien.
No necesito tu dinero.
Y mucho menos que me ruegues atención.
Ella lo miró, confundida, con los ojos brillosos.
—¿Entonces…?
—Entonces que vos también me gustás.
Y si me dejás, te demuestro que no hay nada malo en querer sentirse deseada.
Para mí no es un favor.
Es un gusto sacarte esa necesidad… y hacerlo como merecés.
Clara se mordió el labio.
—¿De verdad te parezco… suficiente?
Tomás se acercó más, la tomó por la cintura y la atrajo suave.
—Sos más que suficiente.
Y te prometo… que esta noche vas a recordarla toda la semana.
Y la besó.
Con hambre, con ternura, con entrega.
Clara sintió cómo su cuerpo respondía con años de carencia acumulada.
Se entregó al beso, al roce, al susurro, sintiendo que por fin… alguien la tocaba como ella quería.
Y lo mejor… apenas empezaba.
La luz tenue del living apenas dibujaba sus cuerpos cuando Clara sintió los labios de Tomás en su cuello.
No fue un beso tímido.
Fue firme, seguro, de esos que te arrancan un suspiro y te aflojan las piernas.
—Hace mucho… que no me besaban así —susurró ella, con los ojos cerrados.
Tomás no respondió. Solo le rodeó la cintura, la pegó a su cuerpo joven y caliente… y le subió la blusa.
Clara tembló. De nervios. De deseo.
Pero no se detuvo.
Él le desabrochó el corpiño y le besó cada centímetro de piel con devoción.
Sus labios bajaban por sus tetas, mientras sus manos exploraban su espalda, sus curvas, sus temblores.
—Estás hermosa —murmuró contra su piel—. Y me volvés loco.
Ella soltó un gemido contenido. Lo miró con deseo real en los ojos.
—Haceme sentirlo… todo.
Tomás la alzó en brazos, llevándola al dormitorio como si fuera su tesoro.
La acostó despacio. Se desnudó frente a ella.
Clara lo miró como si no creyera lo que estaba viviendo.
—No puedo creer que estés acá…
—Yo sí —dijo él, subiéndole la falda—. Porque te deseo hace mucho.
Deslizó su mano entre sus muslos. La encontró húmeda, dispuesta, latiendo de ganas.
Ella cerró los ojos. Abrió las piernas sin decir palabra.
Y cuando sintió su lengua, su respiración se aceleró de inmediato.
—¡Oh, Dios… Tomás…!

Él la saboreó sin prisa, con maestría, con hambre y ternura al mismo tiempo.
Clara se retorcía en la cama, sujetando las sábanas, gimiendo más fuerte a cada segundo.
—¡Me estoy… me estoy viniendo…!
Tomás no paró. La hizo temblar, convulsionar, estallar en placer contenido por años.
Cuando ella bajó del cielo, él la miró a los ojos y se colocó sobre ella, con la pija apuntando su concha.
—¿Estás lista?
—Estoy más que lista. Entrá en mí. Y haceme olvidar todo.
Él la penetró lento.
Y Clara dejó escapar un gemido profundo, lleno de alivio y fuego.
El vaivén fue suave al principio, luego más firme, más fuerte, más salvaje.
Clara lo abrazaba con las piernas, lo arañaba con los dedos, lo besaba con hambre.
—¡Tomás… seguí! ¡No pares! ¡Así… así…!
El cuerpo de ella se sacudía, entregado por completo.
Sus tetas subían y bajaban con cada embestida.
Sus gemidos llenaban la habitación.
Cuando Tomás sintió que estaba por explotar, ella lo abrazó fuerte y le susurró:
—Acabate adentro. Quiero sentirte hasta el alma.
Y él se vino con un rugido contenido, fundiéndose en ella.
Quedaron abrazados, sudados, desnudos y en silencio.
Solo se escuchaban sus respiraciones entrecortadas… y el eco de algo que ya no era solo sexo.
—Gracias —dijo ella, con lágrimas suaves en los ojos—. No sabés lo que me devolviste esta noche.
Tomás le acarició el rostro, y le besó la frente.
—Lo sé. Y si me dejás… te lo devuelvo una y otra vez.
Clara sonrió.
Y lo abrazó como si no quisiera soltarlo más.

Clara miró el reloj. Faltaban quince minutos para las 21:00.
La lasaña casera estaba lista.
El vino tinto, respirando en la copa.
Y ella… parada frente al espejo, repasando cada detalle con las manos temblorosas de quien espera algo más que una cena.
Se había puesto un vestido de seda rojo que realzaba su figura.
Maquillaje suave pero provocador.
Perfume sutil, solo detectable de cerca.
Y debajo… nada más que encaje negro.
Sabía lo que quería.
Sabía que esa noche no solo iba a comer…
Iba a entregarse a voluntad.
Cuando el timbre sonó, sintió un nudo en el estómago.
Pero al abrir la puerta y verlo ahí, de camisa blanca remangada y una sonrisa tímida, supo que no había vuelta atrás.
—Wow —dijo Tomás, mirándola de arriba abajo—. Te ves… increíble.
—Entrá —dijo ella, mordiéndose el labio—. Y vos también.
Él pasó. El aroma a comida casera, vino y mujer encendida llenaba el aire.
—¿Cocinaste?
—No todo va a ser cama —dijo Clara con una sonrisa pícara—. Aunque no prometo que terminemos en la mesa.
Durante la cena hablaron como dos cómplices.
Rieron. Se contaron anécdotas.
Y entre copa y copa, las miradas se hacían más largas. Más profundas. Más necesarias.
Él la miraba distinto. Como quien ya probó… pero quiere más.
Clara sentía ese calor en el bajo vientre. Esa ansiedad deliciosa que subía por el pecho.
Hasta que ella se paró para llevar los platos… y él se acercó por detrás, sujetándola por la cintura.
—No laves nada —le susurró al oído—. Yo vine a devorarte, no a que friegues.
Clara cerró los ojos, respiró hondo y giró para mirarlo.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Ella lo tomó de la mano y lo llevó al sofá, lo sentó y se sentó sobre él.
Lo besó lento, acariciando su rostro, bajando por su cuello, desabrochando los botones uno por uno.
—Esta vez quiero tomarte yo —murmuró—. Toda tuya… pero a mi manera.
Tomás sonrió, entregado.
Y Clara se soltó. Lo besó con hambre.
Bajó por su torso, acarició su pija, lamió, lo miró a los ojos mientras lo hacía gemir.
Cuando él quiso tomar el control, ella lo detuvo con un dedo en sus labios.
—Shh… esta noche yo decido cómo.
Y lo cabalgó en el sillón, con los muslos abiertos,la concha mojada, gimiendo en su oído, mordiéndole el cuello.
Moviéndose lenta, luego más rápido, luego tan intensa que ambos jadeaban como si el aire se acabara.
—¡Clara…!
—Callate y sentime.
Y cuando te vengas, agarrame fuerte.
Quiero terminar con vos… juntos.
Y así fue.
Ella se estremeció con un grito suave.
Él terminó dentro, sujetándola fuerte.
Los dos unidos. Fundidos. Sudados.
Y cuando quedaron quietos, aún entrelazados, Clara apoyó su cabeza en su hombro y dijo:
—La próxima… traé vos el postre.
Él rió bajito.
—Con vos… todo me sabe dulce.

Clara bajaba del ascensor con una bolsa de compras cuando la vio.
Rubia, joven, cuerpo de gimnasio, labios carnosos.
Y demasiado cómoda hablando con Tomás en la puerta del edificio.
—Hola, Tomi —dijo la chica—. ¿Me ayudás con esto?
Clara se quedó quieta.
Tomás la vio y saludó con una sonrisa, pero no se acercó.
La rubia sí. Y al pasar junto a ella, la miró de arriba abajo y lanzó:
—Qué bueno que en este edificio también hay lugar para las… veteranas. Nos vemos, Clara.
Fue como una cachetada sin manos.
Clara subió furiosa, con un nudo en el estómago y fuego en la sangre.
Esa noche, cuando Tomás tocó su puerta, ella lo recibió en silencio.
—¿Estás bien?
Ella lo miró fijo. Luego le soltó:
—¿Te gustan más las niñitas con relleno y perfume barato?
Tal vez eso es lo que necesitás, y yo ya te quedé grande.
Él cerró la puerta con calma.
—¿Eso creés?
—Eso me hicieron sentir hoy —respondió ella, cruzándose de brazos.
Tomás se acercó, le tomó la barbilla y la miró profundo.
—Entonces esta noche… te lo voy a sacar con cada nalgada.
Y vas a terminar gritando de placer, recordando por qué sos la única que me vuelve loco.
La tomó por la cintura, la giró, la apoyó contra la pared.
Le levantó el vestido sin quitarle la ropa interior, solo corriéndola.
Y su mano descendió firme, con un sonido seco y erótico contra su piel desnuda.
—¡Ah…!
—Cada vez que dudes de lo que sos para mí —dijo él—, te la voy a marcar así.
Otra palmada. Más fuerte.
Clara apretó los dientes, entre el dolor placentero y la humillación que la calentaba más de lo que imaginaba.
—Decílo —le exigió él—. Decí que sos mía.
—Soy tuya —gimió ella—. Solo tuya.
Entonces él la bajó al sofá, la puso de rodillas, y mientras la sujetaba de la cintura, la penetró por el culo, lento… pero profundo.

—¡Tomás…!
—Callate.
Y sentí.
La tomó como un hombre toma a una mujer que necesita marcar.
Cada movimiento era una afirmación.
Cada embestida, una respuesta a sus celos.
Cada jadeo, una reconciliación ardiente.
Ella se rendía, empapada, mordiendo el cojín para no gritar.
Hasta que sintió que no aguantaba más.
—¡Me vengo…! ¡Dios…!
—Hacelo. Que se entere todo el edificio.
Que sepan que nadie te reemplaza.
Y ambos explotaron.
Ella, quebrándose sobre sus rodillas.
Él, hundido en su interior, sujetándola fuerte, dejándole claro a quién pertenecía.
Más tarde, mientras ella descansaba entre sus brazos, Clara susurró:
—La próxima vez que una niñita me provoque…
—La próxima vez —interrumpió él—, te haré gritar aún más fuerte.
Para que entienda que lo que hay entre nosotros… no se reemplaza.
Y Clara sonrió.
Porque ahora lo sabía.
No había comparación posible.


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