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Cama Adentro

Cama Adentro


Luciana tenía 22 años. Había llegado a la ciudad sola, escapando de la crisis de su país.
Sin familia, sin contactos, sin papeles en regla, vivía con lo justo: comía cuando podía, dormía donde encontraba.

Pasaron semanas duras, hasta que una mañana, mientras caminaba por un barrio residencial, con el estómago vacío y la mirada perdida, vio a un hombre parado en la vereda, observando su jardín descuidado.

Marcelo, 39años, soltero, rostro serio, pelo entrecano.
Tenía una gran casa… pero vacía.
Y necesitaba a alguien que la mantuviera viva.

—Disculpe… ¿necesita ayuda con algo? —preguntó Luciana, sin vergüenza, sin nada que perder.

Él la miró de arriba abajo. Ropa gastada, mirada dulce. Joven. Frágil. Pero con carácter.

—¿Sabés limpiar? ¿Cocinar?

—Sí. Y lo hago bien.

Marcelo dudó unos segundos, pero algo en esa chica le dio confianza. O curiosidad.
Abrió el portón y le dijo:

—Entrá. Te muestro.

La casa era enorme. Silenciosa. El aire olía a polvo. Marcelo le explicó que vivía solo, que trabajaba desde casa y no tenía tiempo para el orden.
—Tengo una habitación al fondo. Baño privado. No es gran cosa, pero es tuya si aceptás el trabajo.

Luciana no dudó. Aceptó con una mezcla de alivio y gratitud.
Desde ese día, se encargó de todo: limpieza, ropa, comida caliente a la hora exacta.
Era eficiente. Silenciosa.
Y bella.
Demasiado bella para no notarse.


Con los días, Marcelo comenzó a observarla más.
Esos pantaloncitos cortos con los que fregaba.
El corpiño cuando lavaba los platos.
El perfume que dejaba en el baño.

Luciana también notaba su mirada.
Y no le disgustaba.

Una noche, mientras doblaba ropa en el lavadero, Marcelo apareció sin hacer ruido. Se le paró detrás, muy cerca.
Ella sintió su respiración, el calor de su cuerpo.

—¿Te acostumbraste ya a la casa? —le preguntó con voz baja.

—Sí… —respondió ella, sin girarse.

—¿Te sentís cómoda?

—Depende.

—¿De qué?

Luciana se dio vuelta despacio. Lo miró a los ojos y dijo:

—De lo que vos querés que haga… y lo que estás dispuesto a dar.

Él la tomó de la cintura. Ella no se apartó.
La besó. Fuerte. Con hambre contenida.
Luciana se dejó llevar. Le mordió el labio. Se pegó a él.

—Hace semanas que te miro —confesó Marcelo, subiendole lentamente la remera—. Y ya no quiero contenerme.

La levantó en brazos y la llevó hasta el cuarto de ella.

La desnudó por completo, con calma, como si desenvolviera un regalo.
La recorrió con la lengua, bajando desde el cuello hasta el ombligo, deteniéndose en su concha húmeda.
Luciana se arqueaba, gemía, lo guiaba con las manos entre su pelo.
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—Quiero sentirte dentro… ya —susurró ella, desnuda, abierta, rendida.

Él se bajo él pantalon y metió entre sus piernas y la penetró despacio, con fuerza controlada, disfrutando cada gemido.
Ella lo apretaba con las piernas, le mordía los hombros, le pedía más.

—¡Sí! ¡Así, Marcelo…! ¡Dame más!

La cogió con fuerza. La puso boca abajo y embistió su concha con intensidad, haciéndola temblar sobre la cama.
Hasta que, al borde, se salió y acabó sobre sus nalgas, marcándola.

Luciana se giró, sonrió con la respiración agitada.

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—Entonces… ¿además de cama adentro, también te sirvo para otras cosas?

Marcelo la miró desnuda, sudada, y le respondió:

—Sí. Y de ahora en más, vas a dormir en mi cama.

Pasaron algunos días desde aquella noche en que sus cuerpos se encontraron por primera vez.
La tensión sexual ya no era un secreto.
Pero lo que empezó con una necesidad física, comenzó a transformarse en otra cosa.

Marcelo ya no se limitaba a mirarla de reojo. Ahora, la buscaba con la mirada, se sentaba a cenar con ella, le preguntaba cómo se sentía.
Luciana, por su parte, ya no se escondía. Se movía por la casa con más seguridad, más cómoda… más suya.


Una noche, Marcelo la encontró en el pequeño patio del fondo, regando las plantas.
Lucía un shortcito de algodón y una musculosa sin corpiño. La luz tenue marcaba sus curvas, la frescura de su juventud, el gesto dulce de su rostro.

Él se acercó por detrás, le apartó el cabello y le susurró al oído:

—Sos tan bella, Luciana…

Ella sonrió, tímida.

—Gracias…

—No solo por fuera —continuó él—. Hay algo en vos que me calma… y me enciende al mismo tiempo.

Luciana se dio vuelta y lo abrazó sin decir nada. El gesto era simple… pero sincero.

Marcelo tomó su mano.

—Venite conmigo. Hoy… no vas a dormir sola.

La guió por el pasillo hasta su habitación.

Era amplia, cálida, con una cama inmensa que hasta ese momento había estado vacía.

—Desde hoy —le dijo él mientras la rodeaba por la cintura—, dormís acá. Conmigo.

La desnudó despacio, sin apuro. Como si cada prenda que le quitaba fuese una caricia.
Ella se dejó hacer, con los ojos brillantes.
Cuando estuvo completamente desnuda, la tomó del rostro y le dijo:

—¿Te gusta estar conmigo?

—Mucho —susurró ella.

Él se quitó la ropa y la dejó ver todo. Su cuerpo, fuerte, deseoso.

—¿Y esto… te gusta? —preguntó, tomando su pija erecta con una sonrisa cómplice.

Luciana asintió con una mezcla de pudor y deseo.

—Sí… me encanta tu pija. Es tan…tuyo.

—¿Querés saborearlo?

Ella se arrodilló frente a él, con entrega suave, y comenzó a besarlo, a lamerlo, a envolverlo con la boca.
No era sólo sexo. Era conexión.
Marcelo gemía bajito, acariciándole el cabello, guiándola con ternura, pero con hambre.

Cuando no pudo más, la alzó en brazos y la llevó a la cama.

—Ahora te quiero arriba mío… viéndote saltar, moverte, rebotar con esa carita de puta que me vuelve loco.

Luciana se montó sobre él con sensualidad, acomodó su pija, dentro dentro de su concha y comenzó a moverse con ritmo lento al principio, y luego más rápido, más fuerte.
Él la tomaba de la cintura, mirándola embobado.
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—Sos perfecta… —le decía—. Nunca pensé que alguien como vos iba a llegar a mi vida así.

Ella cabalgaba, gimiendo, cerrando los ojos, entregándose sin miedo.

—¡Marcelo… me haces sentir mujer de verdad!

Y él la abrazó, la giró con cuidado, y terminó dentro de ella, lento, profundo, quedándose ahí, sin soltarla.

Se quedaron abrazados, piel con piel, sin hablar.

Hasta que Marcelo le susurró al oído:

—Quedate conmigo.
No solo esta noche.

Luciana no respondió. Solo lo besó en el pecho, cerrando los ojos con una sonrisa.



La luz de la mañana se colaba entre las cortinas.
El aire estaba tibio. El silencio, apenas interrumpido por el canto de unos pájaros lejanos.

Marcelo dormía profundamente, desnudo entre las sábanas revueltas, con una expresión de paz que hacía mucho no sentía.

Luciana ya estaba despierta. Lo observaba con una sonrisa traviesa, recostada de lado, el cabello desordenado, la piel aún marcada por las caricias de la noche anterior.

Se acercó despacio, deslizando los dedos por su pecho… bajando lentamente.

Lo tomó con suavidad. Su pene aún descansaba, pero pronto, con sus besos, comenzó a endurecerse.
Luciana se acomodó entre sus piernas y comenzó a lamerlo despacio, como quien saborea un regalo.

Marcelo abrió los ojos con un suspiro profundo.

—Buenos días… —murmuró él, aún entre sueños.

—Shhh… —respondió ella—. Hoy me toca despertarte yo.

Y sin dejarlo hablar, lo tomó entero en la boca.

Marcelo cerró los ojos, gimiendo suave. Ella lo acariciaba con la lengua, subía, bajaba, lo besaba con deseo verdadero.
Cada vez más profundo. Más mojado. Más suyo.

Cuando lo sintió completamente duro, subió sobre él, frotándose sin penetrarlo todavía, jugando.

—¿Te gusta cómo empieza el día, patrón?

—Mejor imposible —jadeó él, tomándola por la cintura—. Pero ahora… me toca a mí.

La giró con fuerza, la puso boca abajo, y la tomó desde atrás, despacio al principio, luego con intensidad.

Luciana gemía con la cara contra la almohada, apretando las sábanas.
Se movía hacia él, provocándolo más, llevándolo al límite.

Marcelo la penetraba con fuerza controlada, disfrutando cada embestida, cada reacción suya.
Hasta que terminó dentro de ella, quedándose unos segundos pegado, jadeando sobre su espalda.

Se dejó caer a su lado. Ella lo besó y se levantó con una sonrisa, caminando desnuda hacia la puerta.

—¿Y adónde vas así? —preguntó él, aún sin aliento.

Luciana se giró, todavía desnuda, con el cabello desordenado y los muslos brillando.

—No olvido mis responsabilidades, señor de la casa.
Hora de prepararte el desayuno.

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Y sin más, se fue caminando al pasillo rumbo a la cocina, dejando a Marcelo rendido… y completamente enamorado.


Era una tarde tranquila. Marcelo trabajaba en su estudio y Luciana terminaba de ordenar la cocina.
La casa empezaba a parecer un hogar: se sentía viva, tibia, con olor a café recién hecho y ropa limpia.

Luciana salió al jardín con un canasto de ropa para colgar, pero apenas dio unos pasos, se detuvo en seco.

Un hombre la esperaba del otro lado de la reja. Gabriel. Su ex.
El mismo que había dejado atrás al cruzar la frontera.
El mismo que la había lastimado, manipulado y hecho llorar.

—¡Lu! —dijo él, con una sonrisa forzada—. Te estuve buscando. Alguien me dijo que vivías por acá.

Luciana tragó saliva. El corazón le golpeaba fuerte.

—¿Qué hacés acá?

—Vine a llevarte. Esto ya se terminó, nena. Volvé conmigo.

Intentó abrir el portón, pero ella retrocedió de inmediato.

—¡No! ¡Andate!

El hombre forzó la traba y entró sin permiso, tomándola del brazo.

—¡Te dije que volvés conmigo!

Fue en ese momento que Marcelo apareció desde la puerta, con la mirada fría como una cuchilla.

—¡Soltala, carajo!

Gabriel lo miró con desprecio.

—¿Y vos quién sos?

Marcelo bajó los escalones con pasos firmes.

—Soy el que va a llamar la policía si no te vas ya mismo. Esto es propiedad privada y entraste sin permiso. 
Y no solo eso… voy a hacer que no puedas acercarte a menos de cien metros de ella.

Gabriel dudó. Lo miró. Miró a Luciana. Y entendió que ya no tenía poder sobre ella. Escupió al suelo y se fue.

—Esto no queda así —gruñó antes de irse por la vereda.


Marcelo se acercó a Luciana, que temblaba. La abrazó sin decir nada al principio, solo la sostuvo.

—Perdón —dijo ella, con los ojos húmedos—. No te lo conté porque… me daba vergüenza.

—No tenés que sentir vergüenza por lo que dejaste atrás —le respondió él—. Lo importante es lo que hacés ahora.

La miró a los ojos, serio pero tierno.

—¿Querés irte con él?

Luciana lo miró como si le acabaran de insultar el alma.

—¡No! Yo te amo, Marcelo.
Todo lo que tengo ahora sos vos. Este lugar. Esta cama.
Esta paz que nunca tuve antes…

Él la abrazó fuerte. Le acarició el cabello. Y la besó en la frente.

—Entonces te quedás conmigo.
Y nadie más va a tocarte jamás.


Después del altercado, Luciana no podía dejar de temblar.
Había cerrado los ojos cuando Marcelo la abrazó, pero por dentro… el miedo seguía latiendo.

Él había sido su escudo. Su calma. Su refugio.
Y en ese momento, necesitaba algo más que palabras.

—Marcelo… —susurró—. No quiero quedarme con esta sensación.
Quiero que me abraces… por dentro, cogeme. Borrame el miedo.

Marcelo no dijo nada. Solo asintió con ternura.

Se aseguró de que el portón quedara bien cerrado, con cadena y candado.
Nadie más volvería a cruzar esa línea.

Cuando subió al cuarto, Luciana ya estaba allí.
Desnuda, sentada en la cama, el cabello suelto, la piel con un leve brillo, los ojos húmedos pero decididos.

Lo miró, y sin decir nada, le bajó el pantalón despacio.
Tomó su pija con suavidad y comenzó a lamerlo con ternura, con necesidad, como si quisiera purificarse a través del deseo.

Marcelo jadeaba, viéndola entregada, lamiendo cada parte, con caricias dulces pero profundas.

—¿Esto es lo que querés, Luciana? —le susurró, con la voz ronca.

Ella se montó sobre él, frotándose en su pene erecto, guiándolo dentro de su vagina con una gemido suave.

—Sí… esto es lo que quiero.
Vos. Adentro. Hasta el alma.

Rebotaba lentamente, con movimientos rítmicos, con los ojos cerrados, gimiendo su nombre, entregándose por completo, mientras el le chupaba las tetas.

Después de unos minutos, se bajó y se giró.
Se puso en cuatro, mirándolo por encima del hombro.

—¿Querés… por el culo?

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Marcelo se acercó por detrás, acariciándole la espalda, las caderas, ese lugar que ella le ofrecía con confianza y amor.

—Solo si estás segura.

—Estoy más segura que nunca.

Él la penetro con cuidado, y la tomó despacio, mientras ella gemía profundo, soltando el aire como si liberara todo el pasado, todo el miedo.

Cada embestida era una declaración:
“Estás a salvo.” “Sos mía.” “Te cuido.”

Cuando él llegó al final, se inclinó sobre ella, abrazándola desde atrás, sin salirse, susurrándole al oído:

—Nadie va a volver a hacerte daño. Te lo juro.

Luciana sonrió, aún agitada, y le respondió sin dudar:

—Lo sé. Porque ahora… soy tuya.

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La noche caía tibia sobre la casa.
Las sábanas estaban desordenadas, húmedas del sudor y el deseo.
El aire olía a piel, a gemidos recientes, a amor consumado.

Luciana y Marcelo yacían desnudos, entrelazados, respirando el uno sobre el otro, con los cuerpos aún temblando tras otra ronda de sexo intensa, salvaje… pero profundamente íntima.

Él le acariciaba la espalda con la yema de los dedos, recorriéndola con devoción.
Ella tenía la cabeza sobre su pecho, con los ojos cerrados y una sonrisa plena en los labios.

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Marcelo la miró como pocas veces había mirado a una mujer en su vida.
No solo con deseo. Con amor. Con certeza.

—Luciana… —dijo en voz baja, rompiendo el silencio suave—. No quiero que vivas con miedo nunca más.
Quiero que tengas todo lo que merecés.
Quiero cuidarte, respetarte… como corresponde.
Estoy enamorado de vos.

Ella abrió los ojos, lo miró sorprendida, pero no dijo nada.
Él continuó, con una mano acariciando su mejilla.

—Casate conmigo.
No solo por amor… también para que seas ciudadana legal.
Para que nadie pueda tocarte ni amenazarte.
Para que seas mi mujer, ante todos.
Y si querés… algún día… la madre de mis hijos.

Luciana lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
No de tristeza, sino de algo que solo ocurre cuando una persona rota encuentra, por fin, su lugar en el mundo.

Se abrazó fuerte a él, llorando en silencio.
Le besó el pecho, el cuello, los labios.

—Sí, Marcelo. ¡Sí!
Quiero ser tu mujer.
Quiero llevar tu apellido, vivir en esta casa… y darte todos los hijos que quieras.

Él la apretó contra su cuerpo, emocionado.
La volvió a besar con pasión. Con promesa.
Sus cuerpos volvieron a arder, pero esta vez con otro fuego:
el de construir un hogar.

Esa noche no fue solo sexo.
Fue una unión.
Una decisión.
Una familia que empezaba a nacer.



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