La primera noche de nuestra luna de miel, mientras las luces suaves del hotel bañaban la habitación, miraba a mi esposa más hermosa que nunca. Su vestido blanco aún olía a flores, y yo no podía dejar de pensar que pronto sería mía… o mejor dicho, nuestra.
Ella me sonrió, esa sonrisa pícara que me enciende y me mata al mismo tiempo, y me susurró al oído:
—Hoy quiero que me veas de verdad. Quiero que seas testigo.
Yo entendí de inmediato. Mi corazón latía fuerte, entre la ansiedad y la excitación. El golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos: era él. Un hombre alto, moreno, con una seguridad brutal en su mirada. Entró sin pedir permiso, como si ya supiera que ese espacio le pertenecía.
Ella lo recibió con un beso ardiente en los labios, mientras yo observaba, paralizado y temblando de deseo. Su lengua se mezclaba con la de él, sus manos acariciaban sus músculos como si llevara toda la vida esperándolo. Yo apenas respiraba.
Él la tomó por la cintura y la tumbó sobre la cama nupcial, y yo, en la butaca frente a ellos, no pude apartar los ojos. La tela del vestido resbaló de su piel dejando ver la lencería blanca que había escogido para mí… pero que ahora era un regalo para otro.
Sus gemidos llenaron la habitación. La manera en que la penetraba, con fuerza y sin piedad, la hacía estremecerse, retorcerse de placer. Ella gritaba su nombre, y cada vez que lo hacía yo sentía una mezcla deliciosa de celos y orgullo. Ver cómo se entregaba, cómo se abría y se rendía en su luna de miel a otro hombre… me rompía y me excitaba a la vez.
Yo me acariciaba duro, sin poder evitarlo, mirando cómo él la tomaba una y otra vez, cómo su cuerpo brillaba de sudor y éxtasis. Ella me miraba de reojo, con esa chispa de travesura en los ojos, sabiendo lo que me hacía, sabiendo que yo era el cornudo feliz que necesitaba verla así para sentirse completo.
Cuando ella llegó al orgasmo, gritando como nunca la había escuchado, yo exploté también, desbordado, sabiendo que esa noche quedaría grabada en mí para siempre: mi luna de miel, mi humillación, mi placer absoluto.
Pero esa fue solo la primera descarga de locura… la noche apenas empezaba.
El hombre terminó dentro de ella con un gruñido animal, y yo, al mismo tiempo, me corrí en mi propia mano, manchando mi camisa de recién casado. Pensé que ya estaba todo… pero me equivoqué.
Mi esposa, sudada, con el maquillaje corrido y el vestido medio arrancado, se levantó sobre sus rodillas y lo miró con hambre.
—Quiero más… —dijo con esa voz ronca que solo usa cuando está completamente encendida.
Él sonrió, satisfecho, y me miró de reojo, como si me retara a seguir observando. Yo tragué saliva. No podía dejar de mirar.
Ella bajó lentamente su boca hasta su miembro, aún duro, y comenzó a lamerlo con una entrega obscena, como si fuera su obsesión. Cada chupada hacía un ruido húmedo, cada gemido de ella era una daga en mi orgullo y un fuego en mi entrepierna. Yo apretaba mi sexo con fuerza, masturbándome sin poder parar, como un espectador desesperado.
—Mírame, mi amor —me dijo de pronto, con la boca ocupada, los labios brillantes de saliva y semen—. ¿Ves cómo me gusta? ¿Ves cómo me hace sentir viva?
Me dolió… pero también me hizo sentir más vivo que nunca.
Él la tomó del cabello y la obligó a tragarlo entero. Sus arcadas llenaron la habitación, y en lugar de asustarme, me hicieron estremecer. Mi esposa se entregaba con un fervor que nunca había visto conmigo. Cuando se apartó, con lágrimas en los ojos y la cara húmeda, sonrió como una diosa del pecado.
La giró boca abajo en la cama, levantándole la falda hasta la cintura. Yo vi cómo la penetraba de nuevo, esta vez por detrás, con violencia, con ese ritmo brutal que hacía que sus nalgas rebotaran. Ella gritaba su nombre, su cuerpo temblaba, y yo… yo me levanté de la butaca y me arrodillé cerca, como un perro, buscando ver más de cerca la escena.
El olor a sexo llenaba el aire. Los gemidos, los golpes de piel contra piel, el crujido del colchón… todo era una sinfonía sucia.
—Tócalo — me ordenó entre jadeos—. Quiero que veas de verdad cómo me abre.
Obedecí. Con los dedos temblorosos, separé sus labios mientras él entraba y salía de ella, húmeda, caliente, deliciosa. Ver cómo su sexo se rendía a otro hombre, tan cerca de mi cara, me hizo sentir humillado… y aún así, mi erección dolía de lo dura que estaba.
Cuando ella alcanzó otro orgasmo, se desplomó en la cama, pero él no se detuvo. La levantó de la cintura y la puso a horcajadas sobre mí, desnuda y sudada, su cuerpo aún latiendo de placer. Ella me besó, metiéndome en la boca el sabor de su amante, y me susurró al oído:
—Eres mío… pero esta noche soy de él.
El resto de la madrugada se volvió un carrusel de posiciones, jadeos y órdenes. Yo miraba, tocaba, me masturbaba, lloraba y gozaba todo al mismo tiempo. Cada instante me hundía más en mi papel, en mi verdad: era un esposo cornudo, y esa era mi luna de miel.
Me senté en el borde de la cama, completamente desnudo, con la erección palpitando en mi mano mientras veía cómo mi esposa se arrodillaba frente a él. Sentía el calor subiendo por mi pecho, una mezcla de excitación y humillación deliciosa.
Ella me miró de reojo, con esa sonrisa traviesa que me enciende, antes de abrir la boca y tragarse la verga dura de su amante. Yo gruñí bajo, la imagen me arrancaba un gemido, y sin darme cuenta ya me estaba tocando más rápido.
Él agarró su cabeza con fuerza, marcando el ritmo. Sus labios se estiraban, su garganta recibía cada embestida profunda. Mi esposa jadeaba, babeaba, y yo… yo no podía dejar de mirar, fascinado.
Cuando él la levantó de golpe y la puso a cuatro patas en la cama, yo casi me corro solo de la anticipación. Ella arqueó la espalda, ofreciéndole su culo redondo y su coño húmedo, mientras volteaba la cara hacia mí.
—Mírame, amor —susurró jadeando—. Quiero que lo veas todo.
Y lo vi. Vi cómo la penetraba con un golpe firme, cómo sus gemidos llenaban la habitación mientras sus uñas arañaban las sábanas. Yo bombeaba mi propia verga, el corazón martillando en el pecho, mientras mi mujer gritaba de placer con cada embestida profunda.
El sonido de sus cuerpos chocando, el olor a sexo, sus gritos de éxtasis… Era una tortura exquisita. Yo no existía más que como espectador, como testigo excitado de cómo la poseía, de cómo mi esposa se rendía a otro.
Cuando él le agarró el cabello y empezó a follarla con más fuerza, mis piernas temblaron. Sabía que no aguantaría mucho más. Ella gritaba mi nombre mientras lo sentía dentro, y eso me rompió y me excitó al mismo tiempo.
La escena terminó conmigo corriéndome en mi propia mano, mientras veía cómo él llenaba su coño sin piedad, haciéndola temblar bajo su peso. Y en ese instante, entendí que no había nada más excitante que verla completamente suya, mientras yo solo podía mirar.
Desde el momento en que abrimos la puerta de casa y lo vi pasar, sentí ese cosquilleo en el estómago. Mi mujer había elegido un vestido corto, sin ropa interior, como sabía que a él le gustaba. Apenas nos saludó, ella ya le estaba rozando el pecho con los senos, como si yo no existiera.
Me quedé de pie, observando cómo se besaban con hambre en la sala. El sonido de sus lenguas chocando, la respiración agitada, todo eso me ponía tan duro que me costaba disimularlo. Ella lo llevó de la mano hacia la habitación y me ordenó con los ojos que los siguiera. Obedecí como un perro excitado.
Él se sentó en la cama y ella, de rodillas, abrió su pantalón y sacó esa verga gruesa que tanto había fantaseado. Yo me acomodé en una silla frente a ellos, con la polla ya en mi mano. Ella se la metió en la boca con avidez, chupando como si su vida dependiera de eso. Cada gemido que él soltaba me atravesaba, y verla babear sobre esa carne dura me hizo jadear.
Cuando él la inclinó sobre la cama, a cuatro patas, sentí cómo la sangre me hervía. La penetró de un solo golpe, profundo, haciéndola gritar. El sonido húmedo de su coño llenaba el cuarto. Yo no podía dejar de pajearme, mirando cómo sus nalgas se abrían para recibirlo, cómo su coño se tragaba cada centímetro de esa verga que parecía no acabar nunca.
—Míralo, cariño —me dijo jadeando entre embestidas—. ¿Ves cómo me folla? Mucho más fuerte que tú…
Esa frase me rompió y me encendió a la vez. Él la cogía con fuerza, sujetándole el pelo, marcando su dominio, mientras ella gemía sin control, completamente suya. Yo estaba ardiendo, con el corazón a punto de explotar.
El ritmo aumentó, el cuarto se llenó de sus gemidos y del golpe de sus cuerpos. Mi esposa gritaba, temblaba, pidiendo más. Yo no podía aguantar y acabé corriéndome en mi mano, con un gemido ahogado, mientras veía cómo él seguía follándola sin parar.
El final llegó cuando él la agarró fuerte de la cintura y la llenó con su corrida caliente. Vi cómo su semen goteaba de su coño mientras ella caía rendida sobre las sábanas, jadeando y sonriendo satisfecha. Yo, todavía con la respiración entrecortada, solo pude acercarme a limpiarla, besándole los muslos húmedos mientras él la miraba con una sonrisa de triunfo.
Ella, con voz ronca, me acarició la cabeza y susurró:
—Buen chico… ahora limpia todo, que esta noche va a ser larga.
Me arrodillé junto a la cama, todavía con la mano manchada de mi propia corrida, viendo cómo el semen de su amante chorreaba lentamente de su coño abierto. No tuve que preguntar: mi mujer me agarró del pelo y empujó mi cara contra ella.
—Límpialo bien, cornudo —me ordenó con voz ronca, todavía agitada por el orgasmo.
Obedecí. Mi lengua recogió el semen tibio que goteaba, mezclado con sus jugos. El sabor me llenó la boca y escuché a su amante reírse mientras me observaba devorar lo que quedaba de él en mi mujer. Yo no era más que el espectador, el limpiador, y esa humillación me hacía palpitar otra vez entre las piernas.
—Mira cómo lo disfruta —dijo él con una sonrisa arrogante, dándole una nalgada fuerte a mi esposa, que gimió complacida—. Tienes suerte de tenerla, aunque no sea realmente tuya.
Ella rió, girando la cara hacia mí.
—¿Escuchaste, cariño? Soy suya… y tú lo sabes.
Yo asentí, sin dejar de lamer, con los labios brillando por la mezcla de fluidos. Mi polla volvía a ponerse dura, pero ella me apartó con el pie, pisando mi pecho para mantenerme en el suelo.
—No te toques —me advirtió con firmeza—. Solo mirarás.
Me quedé quieto, jadeando, viendo cómo ella se subía encima de él. Montó esa verga con fuerza, hundiéndose hasta el fondo una y otra vez, gritando de placer. Yo me retorcía en el piso, la polla dura y palpitando, pero sin permiso para tocarme.
Cada movimiento de su cadera era un látigo contra mi ego, cada gemido un recordatorio de que yo no era más que un espectador, un cornudo excitado y obediente.
Él le agarró las tetas, mordiéndole los pezones, mientras ella lo cabalgaba sin piedad. El cuarto se llenaba de sus gemidos, de la carne chocando, y yo solo podía mirarlos, desesperado.
—Mírame a los ojos, marido —me dijo entre jadeos, con esa sonrisa cruel que me volvía loco—. Aprende cómo se folla de verdad a una mujer.
Yo gemí de pura frustración y placer mezclados. Me sentía humillado, poseído, derrotado… y nunca tan excitado en mi vida.
Me quedé en el suelo, la polla latiendo y los músculos tensos de tanto contenerme. Mi mujer seguía cabalgando con fuerza, cada vez más rápido, hasta que él la agarró de la cintura y la volteó, dejándola de espaldas en la cama para penetrarla con todo su peso. Ella gritó de placer, y yo estaba a punto de perder la cabeza.
—Ven aquí —dijo de pronto mi esposa, con la voz ronca y autoritaria.
Me acerqué gateando, temblando, y ella me agarró del pelo para obligarme a mirar de cerca cómo la follaba. Sus labios se pegaron a mi oído:
—Quiero que lo sientas tú también…
Él me miró con una sonrisa, jadeando, y sin detener el vaivén me tendió su polla empapada en los jugos de mi mujer. Por un segundo dudé, pero ella me empujó la cabeza contra él, obligándome a abrir la boca.
El sabor a sexo me llenó la lengua. Lo lamí primero tímido, luego con más hambre, mientras mi esposa gemía excitadísima al vernos.
—Eso es… buen cornudo… chúpale la verga, pruébame en él…
Me dejé llevar. Lo lamí, lo metí en la boca, tragando hasta que me dolía la garganta. Sentía su dureza, su calor, y el control absoluto que tenía sobre mí. Ella, mientras tanto, se tocaba el clítoris con fuerza, viendo cómo su marido se entregaba completamente.
Él volvió a empujarla contra la cama y me arrastró con él. Me hizo colocarlo dentro de ella otra vez con mi mano, y me obligó a quedarme lamiendo su base, bebiendo cada gota de los fluidos que escapaban de su coño abierto.
Yo ya no podía más. Me tocaba frenéticamente mientras lamía y chupaba, perdido en esa mezcla de humillación y placer.
El clímax llegó cuando él se corrió de nuevo dentro de mi mujer, llenándola hasta que el semen rebosó. Ella me agarró de la nuca y me hizo tragarlo todo de su coño chorreante, mientras me llamaba su marido cornudo obediente. Yo gemí con fuerza, corriéndome en el suelo como un esclavo feliz, devorando la mezcla caliente de ambos.
Ella se recostó exhausta, con una sonrisa satisfecha, mientras él la abrazaba con naturalidad. Yo, temblando, me quedé a sus pies, respirando fuerte y con la boca aún húmeda.
—Eres nuestro juguete perfecto —susurró ella, acariciándome el pelo—. Y así será cada vez que él venga.
Y supe que lo deseaba más que nada en el mundo.
Nunca olvidaré esa noche. Me senté en la esquina de la cama, desnudo, con la polla dura en mi mano, mientras veía cómo mi mujer se abría de piernas para él. Su verga era gruesa, palpitante, y ella la recibía con un gemido profundo, feliz de tenerlo dentro.
Yo jadeaba, tocándome, mientras escuchaba el sonido húmedo de su coño tragándoselo todo. Cada embestida me hacía estremecer, cada grito de ella me hundía más en mi papel de cornudo excitado.
De pronto, él me miró con una sonrisa.
—Ven aquí —me dijo con voz grave, sin dejar de follarla.
Me arrastré hasta quedar junto a ellos. Me agarró de la nuca y me empujó hacia abajo. De pronto tenía su polla, empapada de los jugos de mi mujer, golpeando mis labios. El sabor a sexo era intenso. Ella gimió con fuerza al verme abrir la boca y tragarlo todo.
—Eso es, cariño… chúpale bien la polla… pruébame en él… —jadeaba mi esposa, mirándome con esa sonrisa cruel que me volvía loco.
Lo lamí con hambre, besando y chupando cada centímetro mientras él seguía dentro de ella. Yo era el puente entre los dos, con su verga entrando en mi boca y su coño apretándolo a la vez. La mezcla de humillación y placer me hacía temblar.
En un momento, él me levantó y me colocó de espaldas a él. Sentí su mano firme en mi cadera y luego su verga dura, húmeda, empujando contra mi culo. El corazón me explotaba en el pecho. Ella lo miraba con los ojos brillantes, excitada, tocándose el clítoris al vernos.
El primer empujón me arrancó un gemido gutural. El ardor se mezclaba con una ola de placer nueva, brutal, que me dejó sin aire. Él me follaba con fuerza mientras yo veía cómo mi mujer se corría frente a mí, masturbándose con una sonrisa triunfante.
—Míralos —me gritó entre jadeos—. Mis dos hombres, dándome el mayor placer del mundo.
Yo no podía más. Sentía su polla empapada entrando en mí, el cuerpo ardiendo, la humillación devorándome. Me corrí con fuerza, eyaculando en el vientre de mi mujer, mientras él me embestía sin piedad.
El final fue aún más intenso: él se salió de mí y la penetró otra vez, llenándola con una corrida espesa mientras yo lamía su coño para tragarlo todo, como el cornudo obediente que era.
Me quedé tirado en la cama, jadeando, con la boca y el culo aún ardiendo, mientras ellos dos se abrazaban satisfechos. Y yo, rendido, sabía que jamás había sentido algo tan excitante en mi vida.
Me quedé jadeando en la cama, todavía con las piernas temblando y el sabor de ambos en mi boca. Pensé que todo había terminado… pero me equivoqué.
Mi mujer, con el pelo revuelto y el coño aún goteando, se levantó sobre los codos y me miró fijamente.
—¿De verdad creíste que ya había acabado? —susurró con esa sonrisa cruel.
Él también sonrió, sujetando mi cintura y levantándome de la cama. Sentí de nuevo su polla dura rozándome el culo, y mi respiración se agitó al instante. Ella abrió las piernas, todavía húmeda, acariciándose mientras nos miraba.
—Quiero verlos a los dos juntos —dijo con voz firme—. Quiero que me muestren hasta dónde llegan.
Él me colocó a cuatro patas, como a un animal, y sin piedad me penetró otra vez. El gemido que salió de mi garganta me hizo enrojecer, pero la excitación era más fuerte que la vergüenza. Mis manos se aferraban a las sábanas mientras su verga entraba y salía de mí con fuerza, empapada de los jugos de mi esposa.
Ella se arrastró hacia nosotros y se puso debajo, abriendo la boca justo en el lugar donde nuestras pieles chocaban. Lo que goteaba de mi culo, ella lo lamía con avidez, mientras se tocaba con los dedos. Sentía su lengua húmeda rozando mi piel cada vez que él me embestía, y eso me hizo temblar como nunca.
—Mírate, amor —me susurró con la lengua aún brillando de fluidos—. Eres un cornudo y un putito delicioso para él…
Yo no pude responder; solo gemía, con la polla rebotando bajo mí, dura y desesperada. Él me sujetaba del pelo, follándome con fuerza, mientras ella me acariciaba los huevos y lamía mi verga sin dejar de tocarse.
De pronto, él salió de mí y me hizo girar para meterme su polla directo en la boca. La saboreé sin pensarlo, lamiendo y tragando hasta la base. Mi mujer jadeaba, acariciándose, viendo cómo yo pasaba de esposo a juguete bisexual obediente.
El clímax fue brutal: él me agarró por la nuca y me llenó la garganta con su corrida caliente, obligándome a tragar cada gota mientras ella se corría frotándose frente a nosotros, gritando mi nombre.
Caí de espaldas, exhausto, con la boca aún húmeda y la polla palpitando.
Me quedé tumbado en la cama, aún temblando, con el cuerpo empapado de sudor y la boca llena del sabor de él y de ella. Sentía el corazón golpearme el pecho, pero no era solo cansancio: era una mezcla de excitación y rendición absoluta.
Ella me acarició el pecho, con esa mirada llena de lujuria, y me susurró al oído:
—¿Lo viste, amor? ¿Sentiste lo que yo siento cuando me llena?
Tragué saliva, todavía jadeando.
—Sí… —dije con voz rota—. Sentí todo… y lo quiero otra vez.
Él rió bajo, con ese tono dominante que me erizaba la piel.
—Tu esposa tiene razón, cornudo… ahora ya sabes cómo se siente de verdad una polla dentro. Y lo tragaste como un buen chico.
Yo lo miré, enrojecido pero sin apartar la vista, y asentí.
—Quiero seguir… quiero seguir siendo vuestro juguete.
Mi mujer sonrió satisfecha, me besó con la lengua húmeda, compartiendo el sabor de todo lo que habíamos hecho, y susurró:
—Así me gusta… obediente, excitado y dispuesto. Desde hoy, cariño… no eres solo mi marido. Eres nuestro esclavo de placer.
Él la abrazó por detrás, mordiéndole el cuello mientras me miraba.
—Y vas a repetirlo cada vez que yo venga… porque ya no puedes vivir sin esto.
Yo me corrí otra vez solo de escucharlos, sin tocarme, mientras ellos dos me miraban como lo que era: su cornudo feliz, sometido, y por fin completo justo el primer día de mi boda.
Ella me sonrió, esa sonrisa pícara que me enciende y me mata al mismo tiempo, y me susurró al oído:
—Hoy quiero que me veas de verdad. Quiero que seas testigo.
Yo entendí de inmediato. Mi corazón latía fuerte, entre la ansiedad y la excitación. El golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos: era él. Un hombre alto, moreno, con una seguridad brutal en su mirada. Entró sin pedir permiso, como si ya supiera que ese espacio le pertenecía.
Ella lo recibió con un beso ardiente en los labios, mientras yo observaba, paralizado y temblando de deseo. Su lengua se mezclaba con la de él, sus manos acariciaban sus músculos como si llevara toda la vida esperándolo. Yo apenas respiraba.
Él la tomó por la cintura y la tumbó sobre la cama nupcial, y yo, en la butaca frente a ellos, no pude apartar los ojos. La tela del vestido resbaló de su piel dejando ver la lencería blanca que había escogido para mí… pero que ahora era un regalo para otro.
Sus gemidos llenaron la habitación. La manera en que la penetraba, con fuerza y sin piedad, la hacía estremecerse, retorcerse de placer. Ella gritaba su nombre, y cada vez que lo hacía yo sentía una mezcla deliciosa de celos y orgullo. Ver cómo se entregaba, cómo se abría y se rendía en su luna de miel a otro hombre… me rompía y me excitaba a la vez.
Yo me acariciaba duro, sin poder evitarlo, mirando cómo él la tomaba una y otra vez, cómo su cuerpo brillaba de sudor y éxtasis. Ella me miraba de reojo, con esa chispa de travesura en los ojos, sabiendo lo que me hacía, sabiendo que yo era el cornudo feliz que necesitaba verla así para sentirse completo.
Cuando ella llegó al orgasmo, gritando como nunca la había escuchado, yo exploté también, desbordado, sabiendo que esa noche quedaría grabada en mí para siempre: mi luna de miel, mi humillación, mi placer absoluto.
Pero esa fue solo la primera descarga de locura… la noche apenas empezaba.
El hombre terminó dentro de ella con un gruñido animal, y yo, al mismo tiempo, me corrí en mi propia mano, manchando mi camisa de recién casado. Pensé que ya estaba todo… pero me equivoqué.
Mi esposa, sudada, con el maquillaje corrido y el vestido medio arrancado, se levantó sobre sus rodillas y lo miró con hambre.
—Quiero más… —dijo con esa voz ronca que solo usa cuando está completamente encendida.
Él sonrió, satisfecho, y me miró de reojo, como si me retara a seguir observando. Yo tragué saliva. No podía dejar de mirar.
Ella bajó lentamente su boca hasta su miembro, aún duro, y comenzó a lamerlo con una entrega obscena, como si fuera su obsesión. Cada chupada hacía un ruido húmedo, cada gemido de ella era una daga en mi orgullo y un fuego en mi entrepierna. Yo apretaba mi sexo con fuerza, masturbándome sin poder parar, como un espectador desesperado.
—Mírame, mi amor —me dijo de pronto, con la boca ocupada, los labios brillantes de saliva y semen—. ¿Ves cómo me gusta? ¿Ves cómo me hace sentir viva?
Me dolió… pero también me hizo sentir más vivo que nunca.
Él la tomó del cabello y la obligó a tragarlo entero. Sus arcadas llenaron la habitación, y en lugar de asustarme, me hicieron estremecer. Mi esposa se entregaba con un fervor que nunca había visto conmigo. Cuando se apartó, con lágrimas en los ojos y la cara húmeda, sonrió como una diosa del pecado.
La giró boca abajo en la cama, levantándole la falda hasta la cintura. Yo vi cómo la penetraba de nuevo, esta vez por detrás, con violencia, con ese ritmo brutal que hacía que sus nalgas rebotaran. Ella gritaba su nombre, su cuerpo temblaba, y yo… yo me levanté de la butaca y me arrodillé cerca, como un perro, buscando ver más de cerca la escena.
El olor a sexo llenaba el aire. Los gemidos, los golpes de piel contra piel, el crujido del colchón… todo era una sinfonía sucia.
—Tócalo — me ordenó entre jadeos—. Quiero que veas de verdad cómo me abre.
Obedecí. Con los dedos temblorosos, separé sus labios mientras él entraba y salía de ella, húmeda, caliente, deliciosa. Ver cómo su sexo se rendía a otro hombre, tan cerca de mi cara, me hizo sentir humillado… y aún así, mi erección dolía de lo dura que estaba.
Cuando ella alcanzó otro orgasmo, se desplomó en la cama, pero él no se detuvo. La levantó de la cintura y la puso a horcajadas sobre mí, desnuda y sudada, su cuerpo aún latiendo de placer. Ella me besó, metiéndome en la boca el sabor de su amante, y me susurró al oído:
—Eres mío… pero esta noche soy de él.
El resto de la madrugada se volvió un carrusel de posiciones, jadeos y órdenes. Yo miraba, tocaba, me masturbaba, lloraba y gozaba todo al mismo tiempo. Cada instante me hundía más en mi papel, en mi verdad: era un esposo cornudo, y esa era mi luna de miel.
Me senté en el borde de la cama, completamente desnudo, con la erección palpitando en mi mano mientras veía cómo mi esposa se arrodillaba frente a él. Sentía el calor subiendo por mi pecho, una mezcla de excitación y humillación deliciosa.
Ella me miró de reojo, con esa sonrisa traviesa que me enciende, antes de abrir la boca y tragarse la verga dura de su amante. Yo gruñí bajo, la imagen me arrancaba un gemido, y sin darme cuenta ya me estaba tocando más rápido.
Él agarró su cabeza con fuerza, marcando el ritmo. Sus labios se estiraban, su garganta recibía cada embestida profunda. Mi esposa jadeaba, babeaba, y yo… yo no podía dejar de mirar, fascinado.
Cuando él la levantó de golpe y la puso a cuatro patas en la cama, yo casi me corro solo de la anticipación. Ella arqueó la espalda, ofreciéndole su culo redondo y su coño húmedo, mientras volteaba la cara hacia mí.
—Mírame, amor —susurró jadeando—. Quiero que lo veas todo.
Y lo vi. Vi cómo la penetraba con un golpe firme, cómo sus gemidos llenaban la habitación mientras sus uñas arañaban las sábanas. Yo bombeaba mi propia verga, el corazón martillando en el pecho, mientras mi mujer gritaba de placer con cada embestida profunda.
El sonido de sus cuerpos chocando, el olor a sexo, sus gritos de éxtasis… Era una tortura exquisita. Yo no existía más que como espectador, como testigo excitado de cómo la poseía, de cómo mi esposa se rendía a otro.
Cuando él le agarró el cabello y empezó a follarla con más fuerza, mis piernas temblaron. Sabía que no aguantaría mucho más. Ella gritaba mi nombre mientras lo sentía dentro, y eso me rompió y me excitó al mismo tiempo.
La escena terminó conmigo corriéndome en mi propia mano, mientras veía cómo él llenaba su coño sin piedad, haciéndola temblar bajo su peso. Y en ese instante, entendí que no había nada más excitante que verla completamente suya, mientras yo solo podía mirar.
Desde el momento en que abrimos la puerta de casa y lo vi pasar, sentí ese cosquilleo en el estómago. Mi mujer había elegido un vestido corto, sin ropa interior, como sabía que a él le gustaba. Apenas nos saludó, ella ya le estaba rozando el pecho con los senos, como si yo no existiera.
Me quedé de pie, observando cómo se besaban con hambre en la sala. El sonido de sus lenguas chocando, la respiración agitada, todo eso me ponía tan duro que me costaba disimularlo. Ella lo llevó de la mano hacia la habitación y me ordenó con los ojos que los siguiera. Obedecí como un perro excitado.
Él se sentó en la cama y ella, de rodillas, abrió su pantalón y sacó esa verga gruesa que tanto había fantaseado. Yo me acomodé en una silla frente a ellos, con la polla ya en mi mano. Ella se la metió en la boca con avidez, chupando como si su vida dependiera de eso. Cada gemido que él soltaba me atravesaba, y verla babear sobre esa carne dura me hizo jadear.
Cuando él la inclinó sobre la cama, a cuatro patas, sentí cómo la sangre me hervía. La penetró de un solo golpe, profundo, haciéndola gritar. El sonido húmedo de su coño llenaba el cuarto. Yo no podía dejar de pajearme, mirando cómo sus nalgas se abrían para recibirlo, cómo su coño se tragaba cada centímetro de esa verga que parecía no acabar nunca.
—Míralo, cariño —me dijo jadeando entre embestidas—. ¿Ves cómo me folla? Mucho más fuerte que tú…
Esa frase me rompió y me encendió a la vez. Él la cogía con fuerza, sujetándole el pelo, marcando su dominio, mientras ella gemía sin control, completamente suya. Yo estaba ardiendo, con el corazón a punto de explotar.
El ritmo aumentó, el cuarto se llenó de sus gemidos y del golpe de sus cuerpos. Mi esposa gritaba, temblaba, pidiendo más. Yo no podía aguantar y acabé corriéndome en mi mano, con un gemido ahogado, mientras veía cómo él seguía follándola sin parar.
El final llegó cuando él la agarró fuerte de la cintura y la llenó con su corrida caliente. Vi cómo su semen goteaba de su coño mientras ella caía rendida sobre las sábanas, jadeando y sonriendo satisfecha. Yo, todavía con la respiración entrecortada, solo pude acercarme a limpiarla, besándole los muslos húmedos mientras él la miraba con una sonrisa de triunfo.
Ella, con voz ronca, me acarició la cabeza y susurró:
—Buen chico… ahora limpia todo, que esta noche va a ser larga.
Me arrodillé junto a la cama, todavía con la mano manchada de mi propia corrida, viendo cómo el semen de su amante chorreaba lentamente de su coño abierto. No tuve que preguntar: mi mujer me agarró del pelo y empujó mi cara contra ella.
—Límpialo bien, cornudo —me ordenó con voz ronca, todavía agitada por el orgasmo.
Obedecí. Mi lengua recogió el semen tibio que goteaba, mezclado con sus jugos. El sabor me llenó la boca y escuché a su amante reírse mientras me observaba devorar lo que quedaba de él en mi mujer. Yo no era más que el espectador, el limpiador, y esa humillación me hacía palpitar otra vez entre las piernas.
—Mira cómo lo disfruta —dijo él con una sonrisa arrogante, dándole una nalgada fuerte a mi esposa, que gimió complacida—. Tienes suerte de tenerla, aunque no sea realmente tuya.
Ella rió, girando la cara hacia mí.
—¿Escuchaste, cariño? Soy suya… y tú lo sabes.
Yo asentí, sin dejar de lamer, con los labios brillando por la mezcla de fluidos. Mi polla volvía a ponerse dura, pero ella me apartó con el pie, pisando mi pecho para mantenerme en el suelo.
—No te toques —me advirtió con firmeza—. Solo mirarás.
Me quedé quieto, jadeando, viendo cómo ella se subía encima de él. Montó esa verga con fuerza, hundiéndose hasta el fondo una y otra vez, gritando de placer. Yo me retorcía en el piso, la polla dura y palpitando, pero sin permiso para tocarme.
Cada movimiento de su cadera era un látigo contra mi ego, cada gemido un recordatorio de que yo no era más que un espectador, un cornudo excitado y obediente.
Él le agarró las tetas, mordiéndole los pezones, mientras ella lo cabalgaba sin piedad. El cuarto se llenaba de sus gemidos, de la carne chocando, y yo solo podía mirarlos, desesperado.
—Mírame a los ojos, marido —me dijo entre jadeos, con esa sonrisa cruel que me volvía loco—. Aprende cómo se folla de verdad a una mujer.
Yo gemí de pura frustración y placer mezclados. Me sentía humillado, poseído, derrotado… y nunca tan excitado en mi vida.
Me quedé en el suelo, la polla latiendo y los músculos tensos de tanto contenerme. Mi mujer seguía cabalgando con fuerza, cada vez más rápido, hasta que él la agarró de la cintura y la volteó, dejándola de espaldas en la cama para penetrarla con todo su peso. Ella gritó de placer, y yo estaba a punto de perder la cabeza.
—Ven aquí —dijo de pronto mi esposa, con la voz ronca y autoritaria.
Me acerqué gateando, temblando, y ella me agarró del pelo para obligarme a mirar de cerca cómo la follaba. Sus labios se pegaron a mi oído:
—Quiero que lo sientas tú también…
Él me miró con una sonrisa, jadeando, y sin detener el vaivén me tendió su polla empapada en los jugos de mi mujer. Por un segundo dudé, pero ella me empujó la cabeza contra él, obligándome a abrir la boca.
El sabor a sexo me llenó la lengua. Lo lamí primero tímido, luego con más hambre, mientras mi esposa gemía excitadísima al vernos.
—Eso es… buen cornudo… chúpale la verga, pruébame en él…
Me dejé llevar. Lo lamí, lo metí en la boca, tragando hasta que me dolía la garganta. Sentía su dureza, su calor, y el control absoluto que tenía sobre mí. Ella, mientras tanto, se tocaba el clítoris con fuerza, viendo cómo su marido se entregaba completamente.
Él volvió a empujarla contra la cama y me arrastró con él. Me hizo colocarlo dentro de ella otra vez con mi mano, y me obligó a quedarme lamiendo su base, bebiendo cada gota de los fluidos que escapaban de su coño abierto.
Yo ya no podía más. Me tocaba frenéticamente mientras lamía y chupaba, perdido en esa mezcla de humillación y placer.
El clímax llegó cuando él se corrió de nuevo dentro de mi mujer, llenándola hasta que el semen rebosó. Ella me agarró de la nuca y me hizo tragarlo todo de su coño chorreante, mientras me llamaba su marido cornudo obediente. Yo gemí con fuerza, corriéndome en el suelo como un esclavo feliz, devorando la mezcla caliente de ambos.
Ella se recostó exhausta, con una sonrisa satisfecha, mientras él la abrazaba con naturalidad. Yo, temblando, me quedé a sus pies, respirando fuerte y con la boca aún húmeda.
—Eres nuestro juguete perfecto —susurró ella, acariciándome el pelo—. Y así será cada vez que él venga.
Y supe que lo deseaba más que nada en el mundo.
Nunca olvidaré esa noche. Me senté en la esquina de la cama, desnudo, con la polla dura en mi mano, mientras veía cómo mi mujer se abría de piernas para él. Su verga era gruesa, palpitante, y ella la recibía con un gemido profundo, feliz de tenerlo dentro.
Yo jadeaba, tocándome, mientras escuchaba el sonido húmedo de su coño tragándoselo todo. Cada embestida me hacía estremecer, cada grito de ella me hundía más en mi papel de cornudo excitado.
De pronto, él me miró con una sonrisa.
—Ven aquí —me dijo con voz grave, sin dejar de follarla.
Me arrastré hasta quedar junto a ellos. Me agarró de la nuca y me empujó hacia abajo. De pronto tenía su polla, empapada de los jugos de mi mujer, golpeando mis labios. El sabor a sexo era intenso. Ella gimió con fuerza al verme abrir la boca y tragarlo todo.
—Eso es, cariño… chúpale bien la polla… pruébame en él… —jadeaba mi esposa, mirándome con esa sonrisa cruel que me volvía loco.
Lo lamí con hambre, besando y chupando cada centímetro mientras él seguía dentro de ella. Yo era el puente entre los dos, con su verga entrando en mi boca y su coño apretándolo a la vez. La mezcla de humillación y placer me hacía temblar.
En un momento, él me levantó y me colocó de espaldas a él. Sentí su mano firme en mi cadera y luego su verga dura, húmeda, empujando contra mi culo. El corazón me explotaba en el pecho. Ella lo miraba con los ojos brillantes, excitada, tocándose el clítoris al vernos.
El primer empujón me arrancó un gemido gutural. El ardor se mezclaba con una ola de placer nueva, brutal, que me dejó sin aire. Él me follaba con fuerza mientras yo veía cómo mi mujer se corría frente a mí, masturbándose con una sonrisa triunfante.
—Míralos —me gritó entre jadeos—. Mis dos hombres, dándome el mayor placer del mundo.
Yo no podía más. Sentía su polla empapada entrando en mí, el cuerpo ardiendo, la humillación devorándome. Me corrí con fuerza, eyaculando en el vientre de mi mujer, mientras él me embestía sin piedad.
El final fue aún más intenso: él se salió de mí y la penetró otra vez, llenándola con una corrida espesa mientras yo lamía su coño para tragarlo todo, como el cornudo obediente que era.
Me quedé tirado en la cama, jadeando, con la boca y el culo aún ardiendo, mientras ellos dos se abrazaban satisfechos. Y yo, rendido, sabía que jamás había sentido algo tan excitante en mi vida.
Me quedé jadeando en la cama, todavía con las piernas temblando y el sabor de ambos en mi boca. Pensé que todo había terminado… pero me equivoqué.
Mi mujer, con el pelo revuelto y el coño aún goteando, se levantó sobre los codos y me miró fijamente.
—¿De verdad creíste que ya había acabado? —susurró con esa sonrisa cruel.
Él también sonrió, sujetando mi cintura y levantándome de la cama. Sentí de nuevo su polla dura rozándome el culo, y mi respiración se agitó al instante. Ella abrió las piernas, todavía húmeda, acariciándose mientras nos miraba.
—Quiero verlos a los dos juntos —dijo con voz firme—. Quiero que me muestren hasta dónde llegan.
Él me colocó a cuatro patas, como a un animal, y sin piedad me penetró otra vez. El gemido que salió de mi garganta me hizo enrojecer, pero la excitación era más fuerte que la vergüenza. Mis manos se aferraban a las sábanas mientras su verga entraba y salía de mí con fuerza, empapada de los jugos de mi esposa.
Ella se arrastró hacia nosotros y se puso debajo, abriendo la boca justo en el lugar donde nuestras pieles chocaban. Lo que goteaba de mi culo, ella lo lamía con avidez, mientras se tocaba con los dedos. Sentía su lengua húmeda rozando mi piel cada vez que él me embestía, y eso me hizo temblar como nunca.
—Mírate, amor —me susurró con la lengua aún brillando de fluidos—. Eres un cornudo y un putito delicioso para él…
Yo no pude responder; solo gemía, con la polla rebotando bajo mí, dura y desesperada. Él me sujetaba del pelo, follándome con fuerza, mientras ella me acariciaba los huevos y lamía mi verga sin dejar de tocarse.
De pronto, él salió de mí y me hizo girar para meterme su polla directo en la boca. La saboreé sin pensarlo, lamiendo y tragando hasta la base. Mi mujer jadeaba, acariciándose, viendo cómo yo pasaba de esposo a juguete bisexual obediente.
El clímax fue brutal: él me agarró por la nuca y me llenó la garganta con su corrida caliente, obligándome a tragar cada gota mientras ella se corría frotándose frente a nosotros, gritando mi nombre.
Caí de espaldas, exhausto, con la boca aún húmeda y la polla palpitando.
Me quedé tumbado en la cama, aún temblando, con el cuerpo empapado de sudor y la boca llena del sabor de él y de ella. Sentía el corazón golpearme el pecho, pero no era solo cansancio: era una mezcla de excitación y rendición absoluta.
Ella me acarició el pecho, con esa mirada llena de lujuria, y me susurró al oído:
—¿Lo viste, amor? ¿Sentiste lo que yo siento cuando me llena?
Tragué saliva, todavía jadeando.
—Sí… —dije con voz rota—. Sentí todo… y lo quiero otra vez.
Él rió bajo, con ese tono dominante que me erizaba la piel.
—Tu esposa tiene razón, cornudo… ahora ya sabes cómo se siente de verdad una polla dentro. Y lo tragaste como un buen chico.
Yo lo miré, enrojecido pero sin apartar la vista, y asentí.
—Quiero seguir… quiero seguir siendo vuestro juguete.
Mi mujer sonrió satisfecha, me besó con la lengua húmeda, compartiendo el sabor de todo lo que habíamos hecho, y susurró:
—Así me gusta… obediente, excitado y dispuesto. Desde hoy, cariño… no eres solo mi marido. Eres nuestro esclavo de placer.
Él la abrazó por detrás, mordiéndole el cuello mientras me miraba.
—Y vas a repetirlo cada vez que yo venga… porque ya no puedes vivir sin esto.
Yo me corrí otra vez solo de escucharlos, sin tocarme, mientras ellos dos me miraban como lo que era: su cornudo feliz, sometido, y por fin completo justo el primer día de mi boda.
2 comentarios - Realizando mi fantasía de ser un cornudo el día de mi boda