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A pocos días de casado ofresco mi esposa a mi vecino

No llevábamos ni un mes casados cuando ocurrió. Aún me parecía un sueño verla caminar por la casa, ligera, descalza, con esa naturalidad que solo tienen las mujeres que saben que ya no necesitan esconderse de nadie. Esa tarde, el calor apretaba, y ella decidió ducharse antes de cenar. Yo me quedé en el salón, hojeando un libro sin leerlo realmente.
Fue entonces cuando escuché un crujido en la ventana que da al patio lateral. Al asomarme con cuidado, lo vi. Mi vecino, oculto entre las sombras, alzaba apenas la cabeza por encima de la tapia, buscando con descaro una rendija entre las cortinas del baño que mi esposa había dejado entreabiertas.
Lo primero que sentí fue rabia. Una punzada seca en el pecho. ¿Cómo se atrevía? Estuve a punto de salir y gritarle… pero algo me detuvo. Quizá fue el modo en que mi corazón empezó a latir más fuerte, o tal vez el reflejo plateado del agua resbalando por la piel de mi mujer que se adivinaba desde mi ángulo.
Me quedé inmóvil, observando. A él, tan quieto, respirando agitado; y a ella, sin saberlo, acariciándose el cabello empapado, inclinando la cabeza hacia atrás, con esa despreocupación que la hacía parecer aún más deseable.
Sentí un calor extraño recorrerme. No era solo celos. Era otra cosa. La imagen de mi vecino, rendido ante su desnudez, intensificaba mi propia excitación. Como si verla a través de sus ojos multiplicara lo que ya sentía por ella.
Me odié un poco por no detenerlo. Y, sin embargo, seguí allí, en silencio, como cómplice secreto de esa escena robada. Consciente de que algo en mí había despertado, algo que no estaba seguro de poder volver a enterrar.

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil, viendo aquel cuadro desde la penumbra del salón. Quería convencerme de que en cualquier momento daría un paso adelante y pondría fin a todo, pero mis piernas no respondían. Y mientras tanto, mi vecino parecía envalentonarse.
Al principio apenas se asomaba tímidamente por la tapia, cuidando de no hacer ruido. Pero pronto comenzó a incorporarse más, hasta dejar ver su hombro, su pecho, incluso apoyando las manos en el borde para tener mejor vista. Su descaro crecía con cada segundo, como si estuviera tan hechizado por mi esposa que ya no pudiera ocultarse.
El agua seguía corriendo en el baño, su cuerpo envuelto en vapor y gotas que resbalaban como pequeños cristales líquidos sobre su piel. Yo podía ver cómo él contenía la respiración, inclinándose más, arriesgándose a ser descubierto. Y en esa tensión me descubrí a mí mismo, apretando los puños y, a la vez, notando el pulso acelerado de mi propia excitación.
Ella, ajena a todo, levantó un brazo para enjabonarse lentamente, dejando al descubierto cada curva, cada línea húmeda de su silueta. El vecino soltó un suspiro ahogado que casi me obliga a reaccionar… pero no lo hice. Me quedé paralizado, sintiendo que la escena ya no le pertenecía solo a él, sino también a mí.
Porque aunque me avergonzara admitirlo, parte de mí disfrutaba de su atrevimiento. Era como si su descaro me obligara a mirar a mi esposa de otra manera, como si su deseo la envolviera de un halo distinto, más poderoso, más prohibido.
Y yo, el marido recién estrenado, observaba desde la sombra, excitado por su audacia tanto como por el cuerpo desnudo que había jurado cuidar solo para mí.

Esa noche apenas dormí. La imagen del vecino inclinándose, devorando con la mirada cada curva de mi esposa, no me abandonaba. Y lo que más me inquietaba no era su osadía, sino mi reacción. No había hecho nada para detenerlo. Al contrario: lo había permitido, lo había compartido en silencio.
Al día siguiente lo encontré en la entrada, como si me estuviera esperando. Nos saludamos con una normalidad incómoda, pero vi en sus ojos ese brillo culpable que yo también sentía. Supe entonces que lo había notado: mi pasividad, mi complicidad velada.
No sé de dónde saqué el valor —o la locura—, pero las palabras salieron de mi boca como si no fueran mías:
—Si quieres verla… no tienes por qué esconderte.
Él se quedó en silencio, sorprendido, como si no entendiera. Yo tampoco entendía del todo lo que estaba proponiendo, pero al mismo tiempo sentía un fuego interno que me empujaba a seguir.
Esa misma tarde lo invité a pasar a la casa. Mi esposa estaba en la cocina, de espaldas, sin sospechar nada. Yo lo conduje al salón, le ofrecí una copa, y el aire se llenó de una tensión insoportable. Podía oír el golpeteo de mi propio corazón en las sienes.
—Quiero que la seduzcas… aquí, delante de mí —le dije en voz baja, apenas un murmullo.
Él me miró incrédulo, pero su respiración se agitó. Yo mismo me sorprendí de la calma con la que lo pronuncié, aunque por dentro temblaba. Era un abismo, y ya había dado el primer paso.
Mi esposa apareció entonces, sonriendo al vernos juntos, ignorando por completo lo que acababa de proponerse en esa habitación cargada de secretos. Y en ese instante comprendí que nada volvería a ser igual.

Ella entró al salón con una sonrisa distraída, secándose las manos en un paño de cocina. Nos miró a los dos, y durante un instante no pareció notar nada extraño. Pero enseguida se dio cuenta de que el aire estaba cargado, que algo no encajaba en esa visita inesperada.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con una ceja arqueada, mirando primero a mí y luego al vecino, que se removía nervioso en el sillón.
Yo me aclaré la garganta, consciente de que estaba a punto de cruzar el umbral definitivo.
—Cariño… —dije, casi temblando—. Quiero proponerte algo. Algo diferente.
Ella me miró en silencio, esperando. Siempre había sido más intuitiva que yo; podía leer mis gestos como si fueran un libro abierto. Y esa vez no fue la excepción: sus ojos se clavaron en los míos y supe que ya sospechaba.
—¿Se trata de él, verdad? —preguntó en voz baja.
El vecino bajó la mirada, atrapado. Yo asentí. Y entonces, ocurrió lo inesperado: en lugar de indignarse, ella esbozó una media sonrisa, ladeando la cabeza como si intentara descifrar mis intenciones.
—Así que estabas mirando —dijo, dirigiéndose al vecino. Su tono no era de reproche, sino de reto.
Él abrió la boca para disculparse, pero no logró articular palabra. Ella, en cambio, avanzó despacio hacia nosotros, con pasos medidos, hasta quedarse a medio metro. Su proximidad bastaba para que el ambiente ardiera.
Me tomó la mano y la apretó con fuerza. No estaba huyendo, no me rechazaba. Al contrario: me miró con esos ojos brillantes que tantas veces me habían hecho perder la razón.
—¿De verdad quieres que lo haga? ¿Que lo deje… intentarlo? —susurró.
La pregunta flotó en el aire, tan cargada de deseo como de peligro. Y en ese instante comprendí que no solo era yo el que había abierto la puerta a esa fantasía: ella también estaba dispuesta a cruzarla.

El silencio se hizo eterno después de su pregunta. Yo apenas podía respirar, con la garganta seca y el corazón martilleando. Y entonces, sin esperar mi respuesta, ella misma se giró hacia él.
El vecino parecía paralizado, dividido entre la culpa y la fascinación. Pero mi esposa no vaciló: se acercó despacio, deteniéndose frente a él, tan cerca que lo obligó a alzar la vista.
—Mírame —le ordenó en un susurro.
Él obedeció, y yo observé cómo se le encendía el rostro, incapaz de apartar los ojos de ella. Ella dejó caer el paño de cocina al suelo, un gesto pequeño, pero que lo cambió todo. Fue como si se despojara de cualquier papel cotidiano para mostrarse distinta: segura, atrevida, dueña de la situación.
—Si de verdad me deseas… demuéstralo —añadió, inclinándose apenas, con esa voz que siempre me había hecho arder.
Yo sentí un escalofrío recorrerme. No era celos lo que me invadía, sino una mezcla de vértigo y excitación al ver cómo ella asumía el control, cómo aceptaba sin titubear lo que yo había puesto en marcha.
El vecino, temblando, extendió la mano hacia ella, rozándole apenas la piel como si tuviera miedo de que se desvaneciera. Ella no lo detuvo. Al contrario: se inclinó un poco más, ofreciendo su cercanía con una naturalidad que me dejó sin aliento.
En ese instante comprendí que había cedido, que estaba dispuesta a dejarse llevar delante de mí, y que yo, lejos de detenerla, ansiaba verlo.
El vértigo se transformó en fuego puro. Y supe que la fantasía que hasta ayer era solo un secreto oscuro en mi mente acababa de volverse real.

Me quedé en silencio, pegado al sillón, incapaz de moverme. No era dueño de nada en ese instante: ni de mi respiración, ni de mis pensamientos, ni siquiera de mi propio cuerpo. Todo lo gobernaba la escena que se desplegaba frente a mí.
Ella, mi esposa, se inclinaba hacia él con esa seguridad nueva que yo no le había visto nunca. El vecino, torpe al principio, se dejó guiar por su audacia, como si ella hubiera tomado las riendas de su deseo. Y yo… yo los observaba, con el pecho a punto de estallar.
Lo primero que sentí fue vértigo. Una caída libre en mi estómago, como si me hubieran arrebatado algo mío. Pero enseguida ese vacío se llenó de calor, un calor insoportable que se mezclaba con la excitación. Era como mirarla por primera vez, como si se hubiera transformado en alguien distinto ante mis ojos: más salvaje, más luminosa, más poderosa.
Me descubrí buscando en cada gesto de ella una señal dirigida a mí, como si quisiera asegurarse de que la estaba mirando, de que compartía con nosotros este secreto recién nacido. Y en esos destellos de complicidad, mi excitación se multiplicaba.
Lo que me enloquecía no era solo verla entregarse a otro, sino sentir que, en el fondo, seguía haciéndolo para mí. Como si supiera que mi placer estaba en contemplar, en dejar que ese deseo ajeno la envolviera y me la devolviera distinta, más ardiente que nunca.
No me moví. No dije nada. Solo miré, atrapado en una mezcla de celos, orgullo y un deseo tan brutal que me costaba contenerlo. Y comprendí que ese era ya mi papel: ser testigo, ser el guardián de esa escena prohibida que me excitaba más de lo que jamás hubiera imaginado.

Ella dio el paso definitivo. Ya no eran apenas roces tímidos o insinuaciones: ahora se dejaba llevar con descaro, con esa seguridad que la volvía casi hipnótica. Mi vecino, que al principio parecía cohibido, empezó a volverse más audaz bajo el influjo de su entrega.
Yo lo veía todo. Cada gesto de ella, cada movimiento, cada suspiro. No había detalle que escapara a mis ojos. Y cuanto más la veía rendirse a él, más me estremecía. Era como presenciar un espectáculo prohibido hecho únicamente para mí.
Sentí los celos como un aguijón en lo más hondo, pero lejos de apartarme, me empujaban aún más cerca del borde. Era un dolor dulce, intoxicante, que me recordaba a cada instante que ella era mía… y que, sin embargo, estaba disfrutando en brazos de otro delante de mis ojos.
Lo más perturbador fue su mirada. Porque entre todo lo que ocurría, en medio de su entrega al vecino, de vez en cuando buscaba mis ojos. No eran miradas largas ni evidentes, pero suficientes para estremecerme. Como si me preguntara: ¿ves lo que hago? ¿sientes cómo me dejo llevar?
Y yo asentía en silencio, aunque no moviera la cabeza. Porque sí, lo veía todo. Y sí, lo sentía en lo más profundo, como una mezcla de fuego y veneno corriendo por mis venas.
La casa entera parecía latir con nosotros. El tiempo se volvió lento, espeso, cargado de deseo y tensión. Yo estaba ahí, inmóvil, prisionero de una visión que me quemaba por dentro y que, sin embargo, no quería que terminara nunca.

Cuando todo terminó, el silencio fue tan denso que podía escucharse el goteo del grifo en la cocina. El vecino, exhausto y tembloroso, se retiró unos pasos, evitando mirarme directamente. Pero ella no. Ella se quedó de pie frente a mí, aún con el brillo del deseo en la piel y la respiración entrecortada.
Se acercó despacio, y cuando me tomó la cara entre las manos, no vi en sus ojos vergüenza ni arrepentimiento, sino una calma poderosa, como quien acaba de descubrir una verdad profunda sobre sí misma.
—¿Lo viste todo? —me preguntó en un susurro.
Asentí sin poder hablar.
Ella sonrió apenas, con una ternura inesperada. Se inclinó hasta rozar mis labios, y entonces, con voz firme, me confesó:
—Me sentí libre. Me sentí deseada de una forma distinta, brutal, imposible de fingir. Y lo supe: parte de mi placer era saber que estabas allí, mirándome, dejándome ser… y aceptando lo que ocurría.
Su pulgar acarició mi mejilla, como si quisiera grabar sus palabras en mi piel.
—Eso es lo que me enciende aún más —continuó—: no solo lo que él me dio, sino lo que tú me permitiste. Tu silencio, tu mirada, tu entrega. Me hiciste sentir que podía abandonarme sin miedo.
Tragué saliva, con el pecho oprimido. Ella se inclinó más, pegando sus labios a mi oído.
—Y quiero que lo entiendas bien —susurró—. Desde hoy, este será nuestro juego. Yo tomaré lo que deseo, y tú… tú serás mi testigo, mi guardián, mi cornudo. No hay nada que me excite más que saber que aceptas ese lugar.
Se apartó un instante, para mirarme a los ojos. No había duda en su rostro, solo una certeza ardiente.
—¿Lo aceptarás? —preguntó, no como una súplica, sino como una orden disfrazada de caricia.
Y en ese instante comprendí que mi vida había cambiado para siempre. Que su confesión, su placer y mi rendición habían tejido un pacto imposible de romper.
Un pacto en el que yo ya no era solo su marido, sino también el testigo eterno de su entrega a otros.


Se quedó de pie frente a mí, con esa calma peligrosa en los ojos, como si ya lo tuviera todo resuelto. Su mano aún reposaba en mi mejilla, cálida, firme, dueña de mí.
—¿Lo aceptarás? —repitió en voz baja, con una seguridad que me atravesó como un cuchillo.
No pude responder. La garganta se me cerró, las palabras se ahogaron en mi pecho. Solo pude mirarla, perderme en el brillo desafiante de su mirada.
Ella sonrió, como si mi silencio fuera suficiente, como si ya hubiera leído en mis ojos la respuesta que yo no era capaz de pronunciar.
Se apartó lentamente, recogiendo el paño del suelo con una serenidad que me desarmó. El vecino seguía allí, inmóvil, expectante, sin saber si debía marcharse o quedarse. Pero a ella no parecía importarle.
Se volvió hacia la cocina, como si nada hubiera ocurrido, como si la vida pudiera seguir igual después de lo que acabábamos de vivir.
Y yo me quedé allí, clavado en el sillón, con el corazón aún desbocado y la certeza ardiendo en mi pecho: ya nada volvería a ser lo mismo.
La pregunta seguía flotando en el aire, suspendida entre nosotros. Un pacto tácito, imposible de ignorar.
¿Lo aceptarás?


Habían pasado apenas dos semanas desde aquella noche. Dos semanas en las que, en apariencia, todo había vuelto a la normalidad. Mi esposa seguía con su rutina, sonreía, cocinaba, me hablaba como siempre… pero yo sabía que algo había cambiado para siempre.
La pregunta seguía latiendo en mi cabeza, como un eco imposible de acallar: ¿Lo aceptarás?
No hacía falta que me lo repitiera. La respuesta se había escrito sola en mi silencio, en la manera en que no me opuse, en cómo mis ojos la buscaron mientras se entregaba al vecino.
Y esa certeza crecía en mí cada día, como una llama oculta bajo la superficie.
Una tarde, sin aviso, ella me lo confirmó. Estábamos en la cocina, y con la naturalidad de quien habla del clima, me dijo:
—Hoy vendrá él. Quiero que estés aquí.
No preguntó si estaba de acuerdo. No necesitaba hacerlo. Su voz llevaba la firmeza de quien ya ha decidido. Y yo, aunque sentí un escalofrío recorrerme, asentí sin abrir la boca.
Cuando el vecino cruzó la puerta, no hubo incomodidad ni excusas como la vez anterior. Esta vez él lo sabía: estaba allí porque ella lo había querido así, y yo era el testigo designado.
Ella no perdió tiempo en rodeos. Tomó el control desde el inicio, con esa seguridad que tanto me desarmaba. Lo condujo al salón, justo frente a mí, como si quisiera dejar claro que esa entrega no tendría sombras ni escondites.
Lo que ocurrió después no lo narraré en detalle. Baste decir que ella se rindió a él con la misma intensidad, pero ahora con una diferencia abismal: lo hacía sabiendo que yo estaba allí, observando, ardiendo en silencio. Cada gesto, cada gemido, cada mirada suya hacia mí era una declaración de su poder.
Y yo… yo no aparté los ojos ni un solo instante. Sentía los celos quemándome las entrañas, sí, pero transformados en una excitación brutal, en un placer oscuro que me hacía temblar. Era mi lugar, mi rol, y ya no podía negarlo.
Cuando todo terminó, ella se recostó en el sofá, radiante, con una sonrisa satisfecha. El vecino, aún sin aliento, se retiró discretamente hacia la puerta, sabiendo que ya no era un intruso, sino parte de un juego más grande.
Entonces ella me miró. Esa mirada que podía desnudarme por dentro.
—Ahora lo sabes —me dijo con calma—. Este es tu lugar. Mi cornudo. Mi testigo. Y no quiero que lo olvides.
Me quedé en silencio, con el corazón desbocado, incapaz de articular palabra. Pero no hacía falta. Ella ya había leído la respuesta en mis ojos.
Y así fue como lo entendí: el pacto estaba sellado.
Ya no había vuelta atrás.


Al principio pensé que todo se limitaría a él. Que mi esposa había encontrado en el vecino una válvula de escape, una fantasía que se repetiría de vez en cuando, siempre bajo mi mirada. Pero pronto descubrí que me equivocaba.
Una noche, mientras cenábamos, me lo dijo sin rodeos:
—Esto no será solo con él. No quiero limitarme. Quiero más. Y tú… tú estarás aquí, siempre.
Me lo dijo como una verdad absoluta, sin margen de discusión. Y yo, una vez más, no tuve fuerzas para oponerme. La mezcla de celos y excitación era demasiado poderosa, y en el fondo, sabía que mi silencio ya era consentimiento.
La primera vez que lo cumplió fue un sábado. Ella había invitado a “unos amigos” con una naturalidad que me hizo sospechar. Y cuando llegaron, comprendí la magnitud de su decisión: no era solo el vecino, sino dos hombres más, desconocidos para mí, que entraron en la casa con miradas cargadas de deseo.
Yo me quedé helado, pero ella, en cambio, estaba radiante. Tomó las riendas de la situación desde el inicio, guiándolos, hablándoles con ese tono firme que no admitía duda. Y lo más perturbador fue cómo, antes de comenzar, me miró directamente y dijo:
—Quiero que observes. Quiero que recuerdes siempre que tu papel es este.
Y lo hice. Observé todo. Cada gesto, cada suspiro, cada instante en el que ella se abandonaba a ellos sin reservas. El salón se convirtió en escenario de su placer, y yo en el espectador obligado… y, al mismo tiempo, privilegiado.
Sentí los celos arder en mí como nunca, pero transformados en un deseo tan oscuro que me dejaba sin aire. Cada vez que ella me buscaba con la mirada, en medio de su entrega, me dejaba claro que todo ocurría también para mí, para reforzar mi papel, para recordarme que era su marido, sí… pero también su cornudo.
Al final de la noche, cuando la casa volvió al silencio y los hombres se marcharon, ella se acercó a mí con una calma inquietante. Me acarició la mejilla, como siempre, y me dijo con una sonrisa serena:
—Este es nuestro pacto. Yo tomo lo que deseo… y tú lo miras. Esa es nuestra verdad.
Me quedé sin palabras, con el corazón desbocado y la certeza de que ya no había retorno. Ella había abierto la puerta a un mundo nuevo, y yo, atado por mi propio deseo, había aceptado ser el guardián de su entrega.
Un guardián celoso, excitado, rendido. Un cornudo en toda regla.

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