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Secretos del Hogar 2

Capítulo 2: La Sombra del Riesgo

Camila se quedó un rato más, bromeando sobre su "misión de espionaje" y asegurándose que todo saldría perfecto. Su confianza era contagiosa, y por un momento, la ansiedad se disipó, reemplazada por un cosquilleo de anticipación. Finalmente, se despidió con un abrazo y un último guiño de complicidad antes de cerrar la puerta tras de sí.

El silencio que dejó fue inmediato y ensordecedor. De repente, cada pequeño crujido de la casa me pareció cargado de significado. Sabía que Gustavo estaba arriba. Sabía lo que había hecho. Y ahora sabía su secreto más profundo.

La energía que recorría mi cuerpo era insoportable, una mezcla de nerviosismo, excitación y una audacia que no me reconocía. Necesitaba un momento a solas, necesitaba pensar. Decidí darme una ducha, lavar la tensión del día y tal vez aclarar mis ideas.

Subí las escaleras con paso deliberadamente lento, consciente de que cada uno de mis movimientos podía estar siendo observado. Al llegar al pasillo, la puerta de la habitación de Gustavo estaba entreabierta. No se veía nada dentro, solo oscuridad. Mi corazón aceleró el paso. ¿Estaría ahí, observando?

Entré en mi habitación y tomé una toalla del armario. La idea surgió entonces, no como un pensamiento completo, sino como un impulso primario, alimentado por la confesión con Camila y el conocimiento de su mirada oculta. En lugar de cerrar la puerta del baño de par en par, como siempre hacía, la dejé entreabierta solo un par de centímetros. Justo lo suficiente para dejar una rendija de visión desde el pasillo.

Encendí la ducha y dejé que el vapor comenzará a llenar el espacio. Me quité la ropa con movimientos deliberadamente lentos, sensuales, como si estuviera en un escenario. Sabía que era una locura, una provocación temeraria, pero la misma excitación que sentí al espiarlo ahora me empujaba a convertirme en el espectáculo.

Comencé a ducharme, enjabonándome con una lentitud exagerada. Dejé que mis manos recorrieran mis curvas, acariciando mis pechos, mi cintura, mis caderas, enfatizando cada movimiento para una audiencia que esperaba que estuviera allí. Me arqueaba bajo el agua caliente, dejando escapar suspiros que sabía que eran lo suficientemente audibles como para traspasar la puerta. Era una performance, un show diseñado para él.

Y entonces, lo vi. El leve cambio de luz en la rendija de la puerta. Una sombra que se interponía, bloqueando la tenue iluminación del pasillo. Alguien estaba ahí. Quieto. Observando. Una oleada de pánico y poder me recorrió. Lo había logrado. Estaba allí.

En lugar de cubrirme o gritar, una calma extraña se apoderó de mí. La duda se esfumó, reemplazada por una certeza eléctrica. Me giré lentamente, de espaldas a la puerta, y me incliné con estudiada languidez para recoger el jabón, ofreciendo una vista completa de mi culo. Sabía exactamente el ángulo. Luego, me apoyé contra la pared de azulejos, con un brazo estirado sobre mi cabeza, mirando el chorro de agua que corría sobre mi piel mientras con la otra mano trazaba círculos lentos y sugerentes sobre mi abdomen, bajando poco a poco, rozando el vello púbico, deslizándome entre mis piernas...


Secretos del Hogar 2

Contuve la respiración, fingiendo un placer intenso y privado. Me mordí el labio y cerré los ojos, dejando que mi cabeza cayera hacia atrás, todo para el espectador oculto. Me tocaba con una ritmo que era pura provocación, susurrando entre dientes lo suficientemente fuerte como para ser un eco seductor.

Permanecí así por lo que pareció una eternidad, perdida en el personaje de la mujer deseable y ardiente que sabía que él quería ver. Finalmente, con un último y teatral suspiro de post-éxtasis, apagué el agua.

Me envolví en la toalla, ajustándola justo por debajo del pecho, dejando mis hombros y piernas al descubierto. Caminé hacia la puerta y, sin ningún pudor, la abrí de par en par, como si no esperara encontrar a nadie. El pasillo estaba vacío.

Pero en el suelo, justo frente a la puerta, había una pequeña y reveladora mancha en la madera clara. Líquido preseminal. La prueba física de que él había estado ahí, de que mi show había surtido el efecto deseado.

Una sonrisa lenta, triunfal y secretamente perversa se dibujó en mis labios. Lo había visto. Me había deseado. Y yo lo sabía.

Recogí la toalla que había usado para secarme el pelo y, con la punta del pie, borré cuidadosamente la evidencia del suelo, eliminando toda prueba pero guardando la victoria para mí.

La adrenalina aún bailaba en mis venas. Después de borrar la evidencia de mi pequeño triunfo, me vestí con cuidado, eligiendo un mono corto absurdamente ajustado y cuyo escote dejaba ver la curva inferior de mis pechos. No era ropa para cenar en casa. Era un mensaje.



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Bajé las escaleras con una lentitud calculada, sintiendo cómo la tela se pegaba a mis caderas con cada paso. La mesa estaba puesta de manera simple. Gustavo ya estaba allí, sirviéndose agua. Al escucharme, giró la cabeza y su mirada se posó en mí como un haz de luz. La recorrió de arriba a abajo, sin prisa, y yo vi cómo su mandíbula se tensaba ligeramente. El aire se espesó al instante.

—Huele bien —comenté, yendo hacia la cocina para servirme, fingiendo una normalidad que no sentía.
 
—Bueno, tu lo cocinaste jaja—respondió él, su voz un poco más ronca de lo habitual. Se acercó a la mesa y sostuvo mi silla para que me sentara. Su mano rozó mi espalda al retirarse, un contacto fugaz pero eléctrico.

Comenzamos a comer en un silencio cargado. Yo sentía el peso de su mirada en cada bocado que llevaba a mi boca. Finalmente, él rompió el hielo.

—¿Y Adrián? ¿No cenará con nosotros? —preguntó, con un tono que pretendía ser casual, pero yo detecté una curiosidad genuina detrás.

Aproveché la oportunidad. Me llevé un trozo de pan a los labios, mojándolo lentamente antes de responder..

—No. Me mandó un mensaje. Dijo que tiene mucho trabajo y que… va a llegar tarde —dije, manteniendo la voz neutra, pero cargando las palabras de una intención que esperaba que él captará. El efecto fue instantáneo. Una chispa se encendió en los ojos de Gustavo. La noticia de que estaríamos solos, sin la barrera de su hijo, actuó como un interruptor.

—Qué pena —murmuró él, pero su tono decía todo lo contrario. Dejó su tenedor y se reclinó en la silla. —Se está perdiendo de una buena cena… y de una vista aún mejor.— El coqueteo ya no era sutil. Era directo. Peligroso.

Gustavo, embriagado por la posibilidad, se levantó con el pretexto de servir más agua. Al pasar detrás de mi silla, hizo una pausa. Y entonces lo sentí.

La presión firme y cálida de su entrepierna contra mi hombro, a través de la fina tela de mi top. Fue un contacto breve, disimulado como un accidente, pero deliberado e innegable. Era enorme y estaba duro. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Perdón —murmuró él, su voz un susurro cargado de promesas justo sobre mi oído antes de seguir hacia la mesa.

Cuando volvió a su asiento, la dinámica había cambiado por completo. El disfraz de la cordialidad se había desvanecido. Sus piropos se volvieron más atrevidos, sus miradas ya no intentaban disimular el hambre cruda que sentía.

—De verdad, Valeria —dijo, dejando su vaso—. Esa ropa debería ser ilegal. Distrae demasiado.—

Bajo la mesa, sin poder contenerme, separé ligeramente las piernas. Un movimiento pequeño, casi imperceptible, pero que sabía que él, con su ángulo, podría captar.

Él lo hizo. Su respiración se cortó por un segundo. Sus ojos se oscurecieron, clavándose en mí con una intensidad que hizo que el aire se me atorara en el pecho. Ya no estábamos cenando. Esto era otra cosa completamente distinta. Gustavo dejó su servilleta sobre la mesa con un gesto final.

—Parece que tu esposo… no sabe apreciar lo que tiene en casa —dijo, y ya no había ningún disfraz en sus ojos.— Yo solo pude sonreír, sintiendo cómo el juego había escalado a un territorio nuevo y vertiginoso. 

La cena continuó sumergida en una tensión espesa y dulce. Cada comentario de Gustavo tenía un doble sentido, cada mirada una caricia prohibida. Yo respondía con sonrisas tímidas y miradas que se sostenían un segundo más de lo debido, alimentando el fuego que ambos sentíamos crecer. El aire era pesado, cargado de un deseo que ya no se molestaba en disfrazarse.

Cuando por fin terminamos, nos levantamos casi al unísono. Yo comencé a recoger los platos, mis manos temblorosas haciendo sonar la fina porcelana.

—Déjame ayudarte —ofreció él, su voz grave y cercana. No era una pregunta, era una declaración de intenciones.

—No es necesario, de verdad, yo puedo —insistí, pero mis palabras sonaron débiles, sin convicción.

Ignorando mi protesta, tomó un plato y se acercó a mí frente al fregadero. Yo estaba de espaldas a él, concentrada en abrir el grifo del agua caliente, sintiendo su presencia justo detrás de mí. Demasiado cerca.

De repente, lo sentí. La presión firme e inconfundible de su miembro, completamente erecto y duro, que se aprisionó contra mis nalgas a través de la tela de mis leggins. Fue un contacto deliberado, un anuncio físico de su deseo. Me congelé por un instante, el agua caliente corriendo sobre mis manos mientras una descarga eléctrica de pura lujuria me recorría la columna vertebral.

—Gustavo… —logré susurrar, pero mi voz era apenas un hilo de aire.

—Solo estoy ayudando —murmuró él, su aliento caliente en mi nuca. No se movió. Permaneció allí, presionándose contra mí, dejando claro exactamente cómo la cena y mi ropa lo habían afectado.

La racionalidad luchó por un momento contra el instinto. Esto había ido demasiado lejos, demasiado rápido.

—En serio, yo puedo sola. Gracias —dije, con un poco más de firmeza, forzándome a dar un paso al frente y romper el contacto.

Él se quedó quieto por un segundo, como si evaluara si insistir. Finalmente, dio un paso atrás. Una sonrisa cargada de promesas y una pizca de frustración se dibujó en sus labios.

—Como quieras, Valeria. Buenas noches— Lo vi salir de la cocina y subir las escaleras. Mi corazón latía como un tambor frenético. La huella de su erección aún ardía en mi memoria. La casa quedó en silencio, pero el eco de lo que casi ocurría resonaba en cada rincón.

Lavé los trastes con movimientos mecánicos, pero mi mente no estaba allí. Estaba arriba, con él. ¿Qué estaría haciendo? ¿Pensando en mí? La curiosidad se convirtió en una picazón insoportable.

Dejé el último plato escurriendo y, casi sin darme cuenta, mis pies me llevaban hacia las escaleras. Subí con pasos de pluma, evitando los escalones que crujían. El pasillo de arriba estaba a oscuras, solo un haz de luz salía por la rendija de la puerta de su habitación.

Me acerqué en silencio, conteniendo la respiración. La puerta no estaba del todo cerrada. Me asomé por la ranura. Y allí estaba él.

Sentado al borde de la cama, con la espalda hacia la puerta. Sus pantalones y ropa interior estaban bajados hasta los tobillos. Su mano se movía con un ritmo lento y firme sobre su miembro, que parecía aún más imponente que cuando lo sentí presionado contra mí. Pero fueron sus murmullos lo que me dejó sin aliento.

—Valeria… —susurró con la voz ronca, cargada de una necesidad animal—. Maldita sea, qué rica estás… Esas curvas… ese culo…—

Cada palabra era una bofetada de realidad y un combustible para mi propio deseo. Me estaba masturbando pensando en mí. Murmurando mi nombre como una plegaria obscena.

—…cómo me volviste loco en la cena… con esa ropa de puta… —continuó, y su ritmo se aceleró.

Me apoyé contra la pared del pasillo, sintiendo cómo mis propias piernas temblaban. Ya no había duda, ni negación posible. El deseo era mutuo, explícito y abrasador. Y yo, espiando esta escena íntima, era tan cómplice como él. El espectáculo era demasiado. Verlo allí, tan vulnerable y dominado por el deseo que yo había provocado, era la cosa más excitante que había experimentado en años. Sus palabras sucias, dedicadas a mí, eran como fogonazos que me quemaban por dentro.

—...quiero verte así... desnuda... gritando mi nombre... —murmuró él con un gruñido ronco.

Sin poder evitarlo, mi propia mano se deslizó por mi abdomen, sobre el ajustado tejido de mi mono. La presión era una pobre imitación de lo que anhelaba, pero suficiente para hacer que un jadeo escapara de mis labios. Me mordí el labio inmediatamente, pero el daño estaba hecho. El sonido, por bajo que fuera, cortó el aire como un cuchillo.

El movimiento de la mano de Gustavo se detuvo en seco. Sus hombros se tensaron. La respiración jadeante que llenaba la habitación cesó de repente.

—¿Valeria? —preguntó su voz, grave y alerta, ya no un susurro privado sino una interrogación directa al vacío del pasillo.

El pánico me congeló. ¿Retroceder? ¿Correr? ¿Fingir que no estaba allí? Pero era demasiado tarde. La evidencia de mi excitación palpitaba en mi entrepierna y el rubor en mis mejillas era imposible de ocultar. Antes de que pudiera decidir qué hacer, la puerta se abrió de par en par.

Gustavo estaba allí, en el marco, iluminado por la luz tenue de su habitación. No se había subido los pantalones. Su miembro, aún erecto y húmedo, era la prueba viviente de lo que yo había interrumpido. Su mirada, sin embargo, no estaba enfadada. Era de shock, sí, pero también de una curiosidad intensa y ardiente. Sus ojos barrieron mi cuerpo en un instante, captando mi postura congelada, mi mano aún sobre mi vagina, la expresión de pánico y lujuria indisolublemente mezcladas en mi rostro.

No dijo nada. Solo se quedó mirándome, desafiandome a hablar, a explicar mi presencia allí, a explicar por qué yo también estaba excitada.

El silencio se extendió, pesado y eléctrico. El juego de miradas había terminado. Ahora estábamos en el territorio crudo de la verdad.

—Lo siento... yo... solo pasaba... —balbuceé, sintiendo cómo el rubor me abrasaba las mejillas. La vergüenza me inundó, repentina y abrumadora. Giré sobre mis talones para huir, para encerrarme en mi habitación y fingir que nada de esto había pasado.

—Espera. —Su voz lo detuvo antes de que su mano pudiera hacerlo. No era un grito, ni una orden fuerte. Era una palabra baja, ronca, cargada de una intensidad que clavó mis pies al suelo—. No te vayas—

Me volví lentamente, sin atreverme a levantar la vista más allá de su pecho. El aire parecía haberse vuelto sólido.

—Esto...esto está mal. No debería... —traté de protestar, pero mis palabras sonaron huecas, sin convicción.

—¿De verdad? —preguntó él, y su tono era tan suave como peligroso—. Porque lo que yo vi en tu cara no era disgusto, Valeria. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras, y el eco de mis propios gemidos, flotaran entre nosotros—. Entra. Sólo hablaremos— La sugerencia era una locura. Un peligro absoluto. Pero era la clase de peligro que mi cuerpo, excitado y tembloroso, anhelaba. Después de un eterno segundo de duda, di un paso vacilante hacia adelante. Luego otro.

Crucé el umbral de su habitación. La puerta quedó abierta a mis espaldas, un último y débil vínculo con la cordura. Me detuve a unos pasos de él, incapaz de apartar la mirada del suelo de madera. Podía verlo en mi visión periférica: de pie, con los pantalones y la ropa interior aún abajo, su miembro erecto e imponente era una afirmación silenciosa e innegable de por qué estábamos allí. No era para hablar.
El silencio en la habitación era tan espeso que podía oír el latido de mi propio corazón golpeando contra mis oídos. Me quedé allí, paralizada, a solo unos pasos de él, de su verdad desnuda e intimidante.

—Mírame, Valeria —pidió Gustavo, su voz era sorprendentemente suave, casi un susurro consolador—. No hay nada de qué avergonzarse.

Lentamente, obligué a mis ojos a elevarse, a encontrarse con los suyos. No encontré burla ni arrogancia, sino una comprensión profunda y un deseo compartido que me hizo sentir menos vulnerable.

—Esto está tan mal... —logré decir, pero sonó como un eco débil de una convicción que se desvanecía rápidamente.

—¿Por qué? —preguntó, manteniendo la calma, como si estuviera desarmando mis miedos uno por uno—. ¿Por qué la sociedad dice que debería serlo? Esto es solo deseo, Valeria. Puro, simple y humano. Tú me deseas. Yo te deseo. No le estamos haciendo daño a nadie.— Sus palabras eran un veneno dulce que se filtraba en mi mente, disolviendo años de condicionamiento.

—Pero Adrián... tu hijo...—

—Adrián —dijo él con un suspiro que no era de disgusto, sino de lástima— es un hombre que no ve la joya que tiene frente a él. Yo sí. Y tú anhelas ser vista, ser deseada. ¿Hay algo más natural que eso?— Di un paso involuntario hacia adelante. La resistencia en mí se estaba agrietando, reemplazado por una curiosidad abrumadora y una necesidad pulsante.

—No vamos a hacer nada malo —murmuró, como leyendo mi mente—. Solo... explora. Satisface tu curiosidad. Yo no voy a hacer nada que tú no quieras.—

Esa fue la frase que quebró la última barrera. La promesa de que yo tenía el control. Con un temblor incontrolable en la mano, extendí el brazo lentamente. Mis ojos estaban fijos en los suyos, buscando permiso, buscando una señal de retroceso. No la encontré. Solo encontré un estímulo silencioso y ardiente.

La distancia entre mis dedos y su piel se redujo a centímetros. Podía sentir el calor que emanaba de él. Mi respiración se cortó, el mundo se redujo a ese punto de contacto inminente. Y entonces, el sonido más crudo y aterrador irrumpió en la habitación.

CLIC. SCRRRCH.

El sonido de la llave girando en la cerradura de la puerta principal, seguido del chirrido de la puerta abriéndose.

¡ZZZZ! ¡ZZZZ!

El timbre del sistema de alarma, desactivado con prisa, pitó brevemente.

—¿Hola? ¿Val? ¿Papá? ¿Ya están dormidos? —La voz de Adrián, cansada pero audible, resonó desde el recibidor.

¡PUM!

La puerta principal se cerró de golpe. El hechizo se rompió en mil pedazos. La sangre se congeló en mis venas. El pánico, puro y absoluto, me golpeó como un cubo de agua helada.

Los ojos de Gustavo se abrieron de par en par, reflejando el mismo terror instantáneo que yo sentía. Con un movimiento frenético, se subió los pantalones, ocultando la evidencia de nuestra casi-traición. Su mirada se volvió urgente.

—Baja —susurró con voz áspera—. ¡Ya! Distráelo. Yo bajo en un minuto.—

No necesitó decírmelo dos veces. Mi instinto de supervivencia se apoderó de mí. Salí de su habitación de un salto, cerré la puerta con cuidado para no hacer ruido y bajé las escaleras lo más rápido y silenciosamente que pude, tratando de alisar mi ropa y mi cabello, de componer una expresión que no delatara el caos que reinaba en mi interior.

Al llegar al recibidor, Adrián estaba colgando su chaqueta. Se veía agotado.

—Cariño —dije, forzando una sonrisa que sentía tensa y falsa—. ¿Qué haces aquí? Dijiste que llegarías tarde.

—La reunión se canceló a última hora —respondió, frotándose los ojos—. Preferí venirme a dormir. ¿Todo bien? Te ves... alterada.—

—¿Yo? No, no —negué con demasiada vehemencia, y di un paso hacia él para darle un beso rápido en la mejilla, desviando su atención—. Solo estaba... limpiando un poco la cocina. ¿Hambre? Te caliento algo—

—No, no, tranquila. Solo quiero dormir —dijo, pasando junto a mí hacia las escaleras—. ¿Y papá? ¿Ya se acostó?—

—Sí —respondí casi demasiado rápido—. Creo que sí. Hace rato se fue a su cuarto.—

Adrián asintió, demasiado cansado para notar el tono nervioso de mi voz o la forma en que mis manos temblaban ligeramente.

—Bien. Buenas noches, Val.—

—Buenas noches —susurré, viendo cómo subía las escaleras, cada paso suyo acercándose al lugar donde, segundos antes, yo estaba a punto de cruzar un punto de no retorno.

Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos como tambores de guerra. Cada paso de Adrián arriba, el crujir del piso, la puerta de nuestro cuarto al cerrarse, eran recordatorios estridentes del peligro que acabábamos de esquivar por segundos. Me quedé petrificada en medio de la sala, tratando de calmar mi respiración, de que el fuego en mis mejillas se apagase.

No había pasado ni un minuto cuando otro sonido me heló la sangre. Un suave chirrido. La puerta de la habitación de Gustavo se abría.

Mis ojos se clavaron en la parte superior de las escaleras. Él apareció, descendiendo con una calma que contrastaba brutalmente con el pánico que me recorría. Venía vestido, pero su mirada... su mirada ardía con la misma intensidad de antes, como si la interrupción solo hubiera avivado el fuego.

Bajó hasta la sala y se detuvo frente a mí. Podía oler su colonia, mezclada con el aroma de su piel. Un aroma que ahora me resultaba peligrosamente familiar.

—Se fue a dormir —declaró, su voz un susurro grave que parecía vibrar en el silencio de la casa—. Está rendido. No nos oirá.

—Gustavo, no... —empecé a decir, retrocediendo un paso, negando con la cabeza—. Esto no puede pasar. Fue una locura. Él está arriba.

—Y nosotros aquí abajo —replicó él, avanzando otro paso, cerrándome la retirada—. Viviendo. ¿Hasta cuándo vas a negarte, Valeria? ¿Hasta cuándo vas a vivir en la sombra de lo que debería ser?—

Su argumento era un cuchillo afilado que encontraba la grieta en mi armadura de moralidad. Pero aún resistía.

—Por favor, es tu hijo...—

—Y tú eres la mujer que deseo —cortó él, su voz firme. Y entonces, con un movimiento deliberado y desafiante, se desabrochó el pantalón. La tela cedió, revelando que debajo no llevaba nada. Y allí estaba de nuevo. Su erección, imponente, dura, y ahora liberada, surgía como una prueba física irrefutable de su deseo. Un deseo que, supe en ese instante, era enteramente por mí.

—Míralo, Valeria —ordenó suavemente—. Míralo y dime que no sientes lo mismo. Míralo y dime que no quieres tocarlo.

Mis ojos se negaban a obedecer, pero fue inútil. La atracción era un imán. Mi mirada cayó y se quedó ahí, fascinada y aterrada. Era la materialización de todos sus piropos, de todas sus miradas, de toda la tensión de la noche. Era real.

La resistencia en mí se quebró. Un gemido tembloroso escapó de mis labios. Ya no era cuestión de pensar. Era puro instinto.

Con una mano que temblaba de manera incontrolable, me acerqué. Mis dedos se extendieron, vacilantes, hasta que la yema de ellos rozó la piel ardiente y aterciopelada de su verga erecta.

La electricidad del contacto fue inmediata y brutal. Para ambos. Él cerró los ojos y contuvo el aliento, un gruñido profundo escapando de su garganta. Sentí cómo todo mi cuerpo respondía, un calor húmedo y familiar encendiéndose entre las piernas.

Y entonces, ya sin vacilar, encerré su longitud en mi mano. Era firme, caliente, palpitante. Comencé a mover mi mano, lenta y torpemente al principio, explorando su textura, su calor, la forma en que él respondía a cada uno de mis movimientos.

Él se apoyó contra la pared, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, entregado a la sensación.

—Así... —murmuró—. Así, Valeria... Nadie lo tiene que saber... solo nosotros...—

Yo solo podía mirar, hipnotizada, cómo mi mano, la mano de la esposa fiel, acariciaba con una creciente confianza el miembro de su suegro. La traición y el éxtasis se mezclaban en un cóctel embriagador. Cada caricia era un secreto compartido, un pecado delicioso, una revolución silenciosa contra la vida que había llevado hasta ahora. El riesgo de que Adrián bajará en cualquier momento solo añadía una capa de excitación más prohibida, más intensa.

 —Ahora... —jadeó él, con la voz ronca y cargada de deseo—. Chúpamela, Valeria. Quiero sentir tu boca.—

Sus palabras me sacaron del trance. Mis ojos, que habían estado fijos en el movimiento de mi mano, se alzaron para ver el tamaño completo que tenía frente a mí. En ese momento, la realidad me golpeó con toda su crudeza. Era enorme, mucho más grande y grueso que el de Adrián. Una ola de pánico me recorrió. La idea de llevarlo a mi boca, de intentar acomodar algo tan grande, me aterrorizó.

—No... no puedo —logré decir, sacudiendo la cabeza con vehemencia mientras retiraba mi mano como si me hubiera quemado—. Es demasiado... grande. No voy a poder.— Una sonrisa de comprensión y lujuria se dibujó en sus labios. No pareció ofenderse; al contrario, mi miedo pareció excitarlo aún más.

—Tranquila, no tiene por qué ser ahora —murmuró, acariciándome la mejilla con el dorso de los dedos—. Hay muchas otras formas de disfrutar. Lo importante es que ya no niegas lo que hay entre nosotros.—

La confesión de mi miedo solo pareció avivar su fuego. Su respiración se volvió más jadeante, más urgente. Su mano cubrió la mía, guiándola con firmeza pero sin rudeza, enseñándome el ritmo que él necesitaba. Un ritmo rápido y constante que hacía que cada músculo de su cuerpo se tensara.

—Sí, así… justo así, Valeria —gruñó, su voz era un quejido ronco y animal—. Eres tan… malditamente perfecta.—

Podía sentir cómo la presión se acumulaba en él, cómo su miembro palpitaba con más fuerza y frecuencia en mi mano, cada vez más caliente, más rígido. Su rostro estaba contraído por el placer, una máscara de puro éxtasis que yo había provocado. Era un poder intoxicante.

—Me voy a venir… —anunció con un gemido entrecortado, y su mano apretó la mía con más fuerza.

No hubo tiempo para pensar, solo para reaccionar. En lugar de retroceder, me acerqué. En un acto de sumisión instintiva y de pura lujuria, abrí mi boca y acerqué mis labios justo en el momento en que el primer chorro, grueso y caliente, brotó de él.


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Un sonido gutural, profundo y de rendición total escapó de su garganta. El sabor, salado y terroso, inundó mi sentido. No fue desagradable; fue primal, íntimo, el sabor de su deseo por mí hecho tangible. Mis ojos se cerraron, no por disgusto, sino para saborear mejor el momento, para concentrarme en cada espasmo de su cuerpo, en cada gota que recibía en la lengua. Tragué, aceptando su esencia, sintiendo una ola de propio placer tan intenso que me dejó temblando.

Cuando terminó, jadeando, yo me quedé allí de rodillas, con un último hilo blanco conectando mis labios con su miembro, que aún palpitaba levemente. Nos miramos. En sus ojos ya no había solo deseo, sino asombro, gratitud y una posesividad feroz y nueva.

—Nunca… nunca lo había sentido así —confesó con la voz quebrada por la emoción.

Yo, sin poder hablar, me limpié los labios con el dorso de la mano, sabiendo que esa imagen, ese acto, quedaría grabado a fuego en ambos para siempre. La línea se había cruzado. No había vuelta atrás.

La tensión se disipó lentamente, dejando un aura de intimidad culpable y excitación satisfecha. Con movimientos silenciosos y cómplices, nos arreglamos la ropa. Gustavo se aseguró de que no hubiera ningún rastro visible de lo ocurrido, mientras yo me acomodé el top y me pasé los dedos por el cabello, tratando de parecer lo más normal posible en medio de la anormalidad absoluta.

Subimos las escaleras juntos, en un silencio elocuente que hablaba más que mil palabras. Cada paso era un recordatorio de la línea que acabábamos de cruzar. Al llegar al rellano, frente a la puerta de su habitación, se detuvo. Nos miramos, y en sus ojos ya no había la duda o el pánico de antes, solo una satisfacción profunda y un deseo que, por ahora, estaba saciado.

—Buenas noches, Valeria —dijo suavemente, pero en lugar de girar para entrar, se inclinó.

Su búsqueda encontró la mía. No fue un beso de buenas noches. Fue un beso lento, profundo y apasionado que sabía a whisky, a deseo y a secreto. Su lengua se entrelazó con la mía con una posesividad que me hizo derretirme por dentro. Una de sus manos se enredó en mi cabello mientras la otra descendió sin prisa, acariciando mi cintura, mi cadera, y posándose finalmente con firmeza sobre una de mis nalgas, apretándola con una intensidad que dejó claro que lo de abajo había sido solo el principio.

Yo no me resistí. Me entregué al beso, al tacto de sus manos, al sabor de su boca. Fue la culminación de toda la tensión de la noche, un sello de fuego sobre nuestro pacto secreto.

Finalmente, nos separamos, jadeantes. Sin decir una palabra más, con una última mirada cargada de promesas futuras, giró y entró a su habitación, cerrándola suavemente.

Yo me deslicé dentro de la mía. Adrián dormía profundamente, ajeno al mundo. Me quité la ropa, me metí bajo las sábanas y me acurruque de lado, mirando la pared pero sin verla.

Una sonrisa tonta, involuntaria, se dibujó en mis labios, que aún ardían por el beso de Gustavo. El remordimiento no llegó. En su lugar, una sensación de poder, de vitalidad y de una felicidad culpable pero intensa me inundó. Me sentía viva, deseada y, por primera vez en años, completamente dueña de mi propio placer. Con el eco de sus manos en mi cuerpo y su sabor en mi boca, me dejé llevar por un sueño profundo y satisfecho, completamente contenta con el camino prohibido que acababa de comenzar a recorrer.

La luz de la mañana filtrándose por las persianas me encontró ya despierta, con los nervios de punta y la piel sensible. Los eventos de la noche anterior se repetían en mi mente en un bucle ardiente. Cada detalle, cada sensación, cada susurro prohibido. Me vestí con una deliberada intención: un shorts diminuto de licra y un top ajustado que dejaba mi abdomen al descubierto. No era un outfit para estar en casa; era una declaración de intenciones, una continuación silenciosa del juego que había comenzado.





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Bajé con una expectación que me hacía respirar hondo. El aroma a café flotaba en el aire. Adrián estaba ya en la cocina, leyendo las noticias en su celular.

—Buenos días —dijo sin levantar mucho la vista—. ¿Dormiste bien? Anoche parecías algo nerviosa.

—Sí, sí, bien —mentí, sirviéndome una taza de café con la mano levemente temblorosa. Mis ojos escudriñaron la sala y las escaleras, buscando otra presencia. La casa parecía extrañamente silenciosa.

—¿Y tu padre? —pregunté, tratando de sonar casual.

—Se habrá ido temprano —respondió Adrián, distraído—. A veces sale a caminar.

Desayunamos en un silencio casi absoluto, roto solo por el clic de su celular. Yo apenas probaba un bocado. Cada minuto que pasaba y Gustavo no aparecía, una pequeña punzada de decepción y ansiedad crecía en mi pecho. ¿Se arrepintió? ¿Había ido demasiado lejos?

Finalmente, no pude contenerme. Subí las escaleras con la excusa de ir al baño y me detuve frente a la puerta de su habitación. Estaba entreabierta. Empujé lentamente y asomé la cabeza. La cama estaba hecha. Vacía. No había rastro de él, no había huido ya que sus cosas estaban ahí. Un frío de decepción me recorrió.

En ese preciso momento, mi teléfono vibró en el bolsillo del shorts. Lo saqué con ansiedad, esperando... ¿qué? ¿Un mensaje suyo? Era de él.

Gustavo: Buenos días, Valeria. Voy a estar ocupado todo el día con unos asuntos. Nos vemos esta noche.

Leí el mensaje una, dos, tres veces. La decepción se transformó en una frustración sorda. "Unos asuntos". Sonaba tan vago, tan frío después de la intimidad abrasadora de la noche anterior. "Nos vemos esta noche". Era una promesa, pero también una tortura. ¿Qué se suponía que debía hacer yo todo el día con estos nervios y este deseo cohibido?

Bajé las escaleras sintiéndome ridícula por mi outfit provocador. Adrián ya se había ido a trabajar. La casa estaba vacía y silenciosa, y de repente, enorme. Intenté llamar a Camila. Necesitaba contárselo todo, necesitaba su consejo audaz, su risa cómplice. El teléfono sonó y sonó hasta que fue a buzón de voz.

—Mierda —murmuré para mí, dejándome caer en el sofá.

Las horas pasaron con una lentitud exasperante. Limpié cosas que ya estaban limpias, miré programas de televisión que no veía, refresqué mi teléfono constantemente esperando algo. Cualquier cosa. La abstinencia de la emoción prohibida de anoche era física, un picor bajo la piel que no podía rascar.

Justo cuando el aburrimiento y la ansiedad estaban a punto de devorarme viva, mi teléfono vibró de nuevo. Esta vez no era Gustavo. Era Camila.

Era una foto. La abrí con los dedos temblorosos. La imagen y el texto que lo acompañaba me dejó sin aliento.
Tu suegro tiene una verga increible

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