
Nunca olvidaré aquella noche.
Íbamos de la mano, como siempre, pero con un cosquilleo nuevo en la piel. No era la rutina de un paseo más: era nuestra primera vez en ese lugar del que tantas veces habíamos hablado entre susurros, entre fantasías confesadas después de hacer el amor.
El parque parecía tener un pulso propio, como si respirara al ritmo de quienes lo buscaban. Farolas lejanas iluminaban apenas los caminos, dejando rincones en penumbra que invitaban a detenerse. El aire olía a hierba húmeda, y el silencio se interrumpía a ratos con el crujido de ramas bajo pasos ajenos.
Ella caminaba un poco delante de mí, con esa seguridad que me desconcertaba y me excitaba a la vez. Su vestido ligero apenas se movía con la brisa, y yo no podía dejar de mirarla, consciente de que otros ojos también lo hacían. Ese era el juego, al fin y al cabo: mostrarnos, dejar que otros adivinaran, tal vez permitir que algo más sucediera.
Mi corazón latía rápido, no por miedo, sino por esa mezcla de vulnerabilidad y deseo. La vi girar la cabeza y sonreírme, como si me pidiera permiso y me incitara al mismo tiempo. Su mirada brillaba diferente, cómplice. Yo me sentí espectador y protagonista, testigo privilegiado de una mujer que era mi esposa, mi amante, y que ahora se ofrecía al misterio de lo desconocido.
Había sombras moviéndose más allá de los arbustos, figuras que no se acercaban demasiado pero que observaban, igual que yo. Y en ese instante comprendí: lo erótico no estaba solo en el contacto, sino en la espera, en la tensión de sabernos expuestos, en la electricidad invisible que se creaba entre nosotros y los demás.
Respiré hondo, la tomé de la mano otra vez, y supe que esa primera vez sería el inicio de un territorio nuevo, un juego que apenas empezábamos a explorar.
Ella se detuvo bajo una arboleda, en un claro donde la penumbra era apenas interrumpida por la luz lejana de un poste. Yo me quedé un paso atrás, observándola. Parecía más serena que yo, como si hubiera esperado ese momento desde hace tiempo.
Primero fueron pasos cercanos, un crujido en la hojarasca. Luego, una figura masculina que se aproximó con calma, sin palabras, como quien ya conoce las reglas del lugar. Yo contuve la respiración, el corazón me golpeaba en el pecho.
Mi esposa no retrocedió. Al contrario: se quedó quieta, mirándome de reojo, con esa sonrisa apenas dibujada que me hacía entender que no había nada improvisado, que todo estaba bajo nuestro control. Entonces sentí el vértigo: no era yo quien la tocaba, eran otras manos, extrañas, explorando lentamente su silueta.
Primero sobre el brazo, un roce leve, casi una caricia de prueba. Ella cerró los ojos un instante y se dejó hacer. Luego, más abajo, esas manos recorrieron su cintura, delineando sus curvas como si quisieran grabar en memoria cada centímetro de su piel.
Yo observaba, inmóvil, con la garganta seca. No era celos lo que sentía: era una excitación pura, abrasadora, un fuego que nacía de mi papel de espectador. Verla ofrecerse, dejarse tocar con la confianza de que yo estaba ahí, vigilando, era como mirar un secreto que siempre había estado en nuestra intimidad pero que ahora se hacía real, palpable.
Ella respiraba más rápido. Sus labios entreabiertos revelaban que el contacto ajeno la encendía. En un momento, levantó apenas la barbilla y buscó mis ojos. No hizo falta una palabra: en esa mirada estaba todo, la complicidad, la entrega, la promesa de que aquello era nuestro juego, aunque involucrara a alguien más.
Las manos continuaban, subiendo, bajando, presionando con más decisión, y yo me descubrí disfrutando de cada segundo, de cada contraste entre mi deseo de intervenir y mi placer por seguir observando. Era un vértigo dulce, una locura consentida que me atravesaba entero.
En ese instante entendí que el verdadero poder no estaba en tocar, sino en mirar.
No sé en qué momento dejé de respirar con normalidad.
Las manos de aquel desconocido ya no eran simples caricias: se habían vuelto más firmes, más audaces. Lo vi rodearla por detrás, apretando su cintura con una seguridad instintiva, y ella no solo lo permitió… sino que arqueó la espalda, ofreciéndose.
Mis pupilas se clavaban en cada detalle. Sentí un escalofrío al verla cerrar los ojos y dejar que esos dedos ajenos se deslizaran lentamente por sus caderas, hasta enredarse en la tela fina de su vestido. Yo quería acercarme, tocarla, reclamarla… pero no lo hice. Permanecí quieto, ardiendo por dentro, consciente de que mi papel era mirar.
Su respiración era un delirio: entrecortada, húmeda. Un leve gemido escapó de sus labios cuando esa mano subió, rozando sus pechos por encima de la tela. Ella mordió su labio inferior, como si luchara por no perderse demasiado pronto, y aun así no apartó la mano que la exploraba con descaro.
La vi abrir un poco las piernas. Fue sutil, apenas un movimiento, pero suficiente para invitar al extraño a seguir. Y él lo entendió. La otra mano se deslizó por su muslo, lenta, implacable, ascendiendo con la seguridad de quien ya no pide permiso. Yo observaba cada avance, hipnotizado, como si me hubieran atado a esa escena y no pudiera escapar —ni quisiera.
Ella buscó mi mirada de nuevo, y en ese instante todo se detuvo para mí. No había celos, ni miedo, ni duda. Solo un torbellino de deseo brutal. Me lo decía sin palabras: esto también es tuyo, incluso si no eres tú quien me toca.
Cuando los dedos ajenos se atrevieron a perderse bajo la tela, vi cómo su cuerpo temblaba, cómo su pecho subía y bajaba con urgencia. Yo estaba allí, testigo de cada estremecimiento, con el corazón a punto de estallar y una erección tan dura que dolía. Y comprendí: esa era nuestra fantasía hecha carne. Yo era el marido, el espectador, y mi excitación estaba en verla rendirse a manos extrañas, mientras me pertenecía más que nunca.
El tiempo se volvió espeso, como si cada segundo fuera una eternidad.
El extraño no hablaba, no hacía falta: sus manos lo decían todo. Mi esposa se dejaba guiar, con los ojos entornados y la respiración hecha un suspiro continuo que me taladraba el pecho.
Vi cómo su vestido se alzó apenas, revelando el brillo de su piel bajo la luz temblorosa del parque. Los dedos ajenos, descarados, se abrieron camino sin prisa, como si disfrutaran de la ceremonia de desnudarla poco a poco. Ella no protestaba; al contrario, se inclinaba hacia el contacto, como si no pudiera resistirse.
Yo apretaba los puños, con la mandíbula tensa, observando cómo él acariciaba su pecho ya descubierto, pellizcando suavemente sus pezones hasta hacerla gemir más fuerte, un gemido que no intentó reprimir. Mi excitación era insoportable: cada sonido suyo era una descarga directa a mi entrepierna.
Entonces sucedió. Sus piernas se separaron más, rendidas, y la mano del desconocido descendió, atravesando sin obstáculos la tela de su ropa interior. El jadeo que ella soltó fue tan profundo que me erizó entero. Vi cómo sus caderas se movían al compás de esa caricia clandestina, desesperada, buscando más.
Yo temblaba. El calor me subía desde el estómago, hasta la garganta, hasta la frente. Y sin embargo, no di un solo paso. Era un espectador atado a esa escena, esclavo de su propio deseo.
Ella, mi mujer, mi cómplice, empezó a temblar bajo el roce insistente de esos dedos que la penetraban sin clemencia. Su espalda se arqueaba, su boca se abría para gemir mi nombre entrecortado, mezclado con respiraciones rotas. Y yo, al escucharla, sentí que estaba dentro de ella aunque no la tocara.
El clímax la envolvió como una ola. La vi quebrarse, rendirse por completo, su cuerpo sacudido por un orgasmo intenso, húmedo, imposible de ocultar. Su rostro brillaba de placer, y yo tuve que morderme el labio para no gemir también, porque mi propio cuerpo estaba al borde de la explosión solo con verla.
Cuando finalmente abrió los ojos, lo primero que hizo fue buscarme. Y esa mirada me lo confirmó todo: aunque hubiera manos extrañas en su piel, la pertenencia era mía. Ese instante, esa entrega, era nuestra.
Yo era su marido, su espectador, y jamás me había sentido tan dentro de ella como en esa noche en que otros la hicieron temblar bajo mis ojos.
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