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Mi mujer complaciendo extraños en el glory hole

Él llevaba meses fantaseando con la idea, guardándola como un secreto prohibido. Cada vez que hacían el amor, imaginaba cómo sería verla entregada, complaciendo a desconocidos sin saber sus rostros, con él observando todo, dueño de la situación.

Una noche se lo confesó. Ella lo miró en silencio, sorprendida, pero la intensidad en su mirada la intrigaba.

No era solo un capricho: era un deseo profundo, que lo encendía con una fuerza casi animal. Y contra lo que él temía, no encontró rechazo en ella, sino una chispa de curiosidad.

Semanas después, entraban juntos a un local discreto. Luz tenue, olor a madera vieja y un pasillo estrecho lleno de puertas.

El corazón de ella latía con fuerza, entre nerviosa y excitada.

Él la tomó de la mano, guiándola hasta una de las cabinas.

Dentro, una pared con un orificio esperaba.

El esposo se acomodó en un rincón oscuro, donde podía observar sin ser visto. Ella se arrodilló frente al muro, sus labios temblaban entre miedo y deseo.

Del otro lado, alguien esperaba.
La primera vez que la vio inclinarse y abrirse paso con la boca, casi pierde el control.

Era su mujer, su esposa, pero también era otra, transformada en fantasía viva.

Los jadeos de ella, mezclados con la respiración entrecortada de los desconocidos, lo hipnotizaban.

Cada movimiento, cada gemido, cada instante de entrega lo hacía sentir dueño del espectáculo más prohibido. Y lo que más lo excitaba era que ella, lejos de actuar, estaba disfrutando.

Ella, arrodillada, apenas podía creer lo que estaba haciendo.

El primer desconocido ya había cedido a la tentación de aquel orificio, y su boca lo había recibido con entrega.

Cuando terminó, quedó jadeando, con la respiración agitada, como si hubiera cruzado una frontera invisible.

Él, en la penumbra, apenas podía contenerse. Verla así, transformada, lo tenía enloquecido. Y entonces, sin darle respiro, otro hombre ocupó el lugar del anterior.

La pared volvía a ofrecerle carne dura, y ella, enrojecida y húmeda de deseo, se inclinó de nuevo. Su lengua lo recorrió con lentitud, disfrutando de la reacción inmediata del extraño al otro lado.
Los minutos pasaban y cada nuevo visitante era diferente: algunos ansiosos, otros tímidos, todos dispuestos a dejarse llevar por la boca ardiente de aquella mujer.

Para ella, cada uno era un reto, una experiencia nueva; para su esposo, cada gesto era una confirmación de que la fantasía más oscura de ambos estaba volviéndose real.

Su vestido se fue deslizando poco a poco, hasta que solo quedaban las medias negras abrazando sus piernas.
Sus manos buscaban su propio placer mientras atendía a los hombres que se turnaban al otro lado de la pared.

Él la miraba, devorándola con los ojos, disfrutando de cada temblor, de cada gemido contenido.

El tiempo se volvió difuso. Tres, cuatro, cinco hombres pasaron frente a ella. La pared era el único límite, y su boca era el escenario donde desconocidos descargaban su deseo.

El esposo se sentía dueño del secreto más excitante de su vida: su mujer brillaba, radiante en el exceso, complaciendo sin reservas.

Y cuando, finalmente, ella se dejó caer al suelo, exhausta pero con una sonrisa luminosa, él se arrodilló frente a ella, la tomó del rostro y le susurró al oído:

—Nunca te vi tan hermosa como ahora.

Ella lo besó con el sabor de todos en los labios, y él entendió que esa noche marcaría un antes y un después en su historia.

Ella estaba recostada contra la pared, sudorosa y con la
respiración agitada.

Él ya no podía quedarse quieto. Bajó la cremallera de sus pantalones, caminó hasta ella y la tomó del brazo con firmeza. Ella lo miró sorprendida, con la boca aún húmeda de lo que había ocurrido minutos antes.

—Ahora me toca a mí —susurró él, entre jadeos.

Ella sonrió, entendiendo su urgencia. Se acomodó frente al orificio, esta vez no para recibir a un extraño, sino para abrirle espacio a él.

Con un movimiento decidido, lo guió hasta la pared y lo colocó en el mismo sitio donde antes habían estado los otros.

Del otro lado, aún quedaba alguien esperando, pero ahora era su turno de mezclarse en ese juego.

El contacto fue inmediato: la lengua de un desconocido comenzó a recorrerlo mientras su esposa lo observaba todo desde dentro de la cabina.

Sus ojos se encontraron, cargados de fuego. Ella se masturbaba frente a él, excitada por ver cómo ahora también era parte de aquel ritual.

La tensión subió de golpe. Lo que había empezado como una fantasía de voyeurismo se había convertido en una experiencia compartida, en la que ambos eran actores y testigos de un placer sin límites.

Él gemía sin pudor, consciente de que su mujer lo miraba con deseo y orgullo, y ella no dejaba de tocarse, alimentando su propio clímax con la escena.

Cuando finalmente se derrumbó sobre el banco, con el pecho subiendo y bajando a toda velocidad, ella lo besó con una mezcla de ternura y lujuria. Sus labios se encontraron húmedos, cargados del sabor y del secreto que ahora compartían.
—Ahora ya no eres solo mi espectador —le dijo ella, mordiendo suavemente su boca—. Eres parte de esto conmigo.

Él sonrió, exhausto, y supo que habían cruzado un límite que nunca se borraría. La noche apenas comenzaba.

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