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Los Cuatro Ancianos. Parte 6

  La memoria nos permite almacenar, entrelazar y recuperar la información del pasado. A veces, incluso para el pasado más inmediato, su funcionamiento es muy cuestionable. Es irónico pensar como la memoria, como si de un travieso duende se tratase, te impide recordar lo que minutos previos le habías dicho que era de vital importancia. Y luego, cuando la urgencia ya te impide hacer nada más, te lo recuerda de golpe. José casi podía escuchar las risitas de ese duende malicioso dentro de su cabeza. 
  José había vuelto a aparcar en la plaza privada de su casa y se bajó del coche a toda velocidad. Se había olvidado el informe, en el cual había estado repasando toda la tarde del día anterior, que había dejado sobre la mesita cerca de la entrada para no olvidarse. Era un informe de vital importancia para la agencia de publicidad, de tres semanas de trabajo personal, y del cual dependería su ascenso, si se lo daban. José abrió la puerta de su casa con manos temblorosas por las prisas y tan pronto entró se abalanzó hacia la mesita para recoger el informe. Desde la mesita se veía con claridad la cocina, que estaba muy próxima a la entrada. Allí estaba Manuel, justo detrás de la encimera haciendo un sándwich de queso y mermelada sobre ella.
  —Papá —saludó José —. Ya te has levantado.
  —Sí. Creía que ya habías ido al trabajo. ¿No era hoy ese día importante del que has estado hablando?
  —¡Sí! —exclamó José en un tono entre nervioso y eufórico —. Y ya se me olvidaba el informe. Gracias a dios que me he acordado de camino. Si llego a haber llegado al trabajo sin él me muero.
  —Pues te deseo suerte hijo. Me das cierta envidia. Mis únicas aspiraciones de momento es que este sándwich me quedé rico.
  —Ten cuidado con el azúcar, papá —le aconsejó José —. Por cierto, ¿dónde está Isabel? Estaba en la cocina justo cuando me marché hace diez minutos.
  Antes de que pudiera contestar Manuel lanzó un gemido muy extraño, para acto seguido estornudar varias veces. José dio un paso hacia su padre por la preocupación, pero Manuel alzó la palma de la mano derecha instándole a que no se preocupara, lo que pareció funcionar porque su hijo se detuvo. Mientras que con la izquierda se rascó la nalga, desnuda.
  Manuel tenía los pantalones bajados, con el pene erecto dentro de la boca de Isabel. Desde donde estaba ella José no podía ver nada de esto, pues su mujer estaba al otro lado de la encimera, sentada en el suelo, inmóvil como una estatua, y sujetando los muslos de su suegro con sus manos para ayudarse a no moverse. 
  Isabel había tragado todo el pene de su suegro hasta la garganta cuando su marido entró en la casa, y como no quería moverse lo más mínimo para no hacer ningún tipo de ruido la dejó allí. Sin embargo, tras un tiempo, a punto estuvo de sentir arcadas y tuvo que desplazar un poco el pene con sumo cuidado. Tras ese acto Manuel sintió un cosquilleo placentero que le obligó a gemir, y luego a estornudar para excusar el sonido anterior. 
  Ahora Isabel sintió como las babas de su propia boca se acumulaban, pero tenía miedo de tragárselas y que eso hiciera demasiado ruido. El pene de Manuel se movía solo, ligeramente de arriba a abajo, por la excitación, lo que complicaba la labor de discreción de ella.
  —Creo que Isabel ha subido al dormitorio a dormir otra vez. Últimamente ya nunca me hace el desayuno —comentó Manuel justo antes de reírse a modo de gracia.
  —Tienes tiempo de sobra para hacértelo tú mismo, papá —le dijo José, que se había tomado en serio la crítica.
  —Sí, por supuesto. Era una broma.
  Manuel movió la cadera ligeramente y su pene se adentró hasta el fondo de la boca de su nuera nuevamente. Isabel abrió los ojos como platos por la sorpresiva maniobra, pero procuró que eso no se reflejara con sonido alguno. Aunque Isabel estaba con su espalda apoyada en las gavetas cualquier movimiento brusco podría alertar a su marido, por lo que no podía contravenir a Manuel en su arriesgado proceder. Ella, como respuesta, se quitó el pene de su suegro de la boca, pese a que pudiera hacer algún ruido en el proceso.
  —Isabel me preocupa —se sinceró José —. Últimamente la observo muy distraída. Cuando hablo con ella a veces tengo que repetirle demasiado las cosas, como si estuviera ausente.
  —Esta vida es nueva para ella. Recuerda que hasta antes de casarse ella trabajaba, y verse con tanto tiempo libre no siempre es bueno —argumentó Manuel.
  —Pues ojalá yo tuviera algo más de tiempo libre.
  —Lo que necesitáis son hijos —le dijo su padre con el dedo índice hacia arriba para darle importancia a sus palabras —. ¿Cuándo piensas en darle un hijo a tu mujer?
  Manuel movió la cadera nuevamente varias veces, restregando su pegajosa polla sobre la cara de su nuera. Isabel apretó la mandíbula disconforme al principio, pero luego vio el cabezón del pene de su suegro frente a su cara, pasando de su mejilla izquierda a su barbilla y luego a sus pómulos y finalmente a sus labios. Notó como su coño se contraía y por un segundo olvidó que su marido estaba a varios metros de ella. En parte para que Manuel no siguiera restregándose, y en parte para calmar su propia sed de lujuria, Isabel volvió a meterse la polla de su suegro en la boca, y esta pareció gemir excitada.
  —Pues mi intención es que sea pronto. Aunque últimamente por lo del ascenso la tengo un poco descuidada. ¿Tú no la notas rara entonces?
  —Sinceramente, no. Yo la veo más feliz que nunca —manifestó Manuel alargando la última vocal de su última palabra más de la cuenta, pero su hijo no notó nada extraño.
  Isabel estaba cubriendo el cabezón del pene de su suegro con su lengua lentamente. En parte para que a cambio Manuel no arriesgara más con sus movimientos, pero también porque le gustaba. Siguió lamiendo el resto del gran falo de su suegro, pero siempre lametones lentos que no emitían sonido ni excitaban en exceso.
  —Intenta no hacérselo pasar mal, papá —le solicitó José —. No discutas demasiado con ella, aunque lleves la razón. Que a veces eres muy cabezota.
  —No te preocupes hijo. La trataré como una reina y veras… —acto seguido Manuel sintió como un cosquilleo recorría su cuerpo. Estaba a punto de eyacular por la excitación y simuló una tos larga para que no se notara.
  Isabel sintió de improviso como el cabezón del pene de su suegro expulsó un chorro de semen que le llenó la boca en un segundo. Ella abrió los ojos como platos por la sorpresa y por el apuro de no poder retirar el pene, porque eso haría que la descubrieran. Gracias a los espasmos de la tos, Manuel pudo mover ligeramente sus caderas cuando se corría por lo que el semen amenazó con ahogar a su nuera. Isabel sintió como la espesa leche le cubría todos los dientes y se arremolinaba bajo su lengua y sobre ella. El sabor era amargo y nauseabundo, y parecía seguir creciendo con su saliva, por lo que Isabel comenzó a tragárselo en silencio. La bella mujer sintió como el líquido espeso iba bajando por su garganta hasta que no quedó ni una sola gota en su boca. 
  —¿De veras que estás bien, papá? —preguntó preocupado José.
  —Sí, son solo flemas hijo —aseguró Manuel mientras que alzaba la palma de la mano derecha nuevamente para impedir que su hijo se acercara hasta él.
  —De acuerdo —dijo José encogiéndose de hombros —. Tengo que marcharme ya al trabajo o llegaré tarde. Dile de mi parte a Isabel que la quiero.
  —Se lo diré hijo, ve con cuidado.
  José se marchó de la casa con celeridad y recorrió la distancia que le separaba hasta su coche como si se tratara de los cien metros lisos. Solo cuando Isabel escuchó el sonido del coche de su marido partir se relajó. Retiró el pene de su suegro de su boca y se levantó enfadada.
  —No nos volveremos a arriesgar de esta manera —sentenció con sequedad.
  —¿Quién iba a saber que José volvería de…?
  —¡Te has corrido en mi boca con mi marido en frente! —le interrumpió ella.
  —Eso no se puede evitar, Isa —se defendió él —. Y si lo he hecho es porque continuaste chupando. Por cierto, no sabes cuánto me excitó eso.
  Isabel se quedó muda un instante. Sería pueril decirle que lo hizo para que dejara de mover sus caderas, pero sabía que en parte lo había hecho porque tenía muchas ganas. Descubrió, incluso, que para ella esas ganas no habían remitido, pues ella no había podido correrse. Como si los pensamientos de Isabel fueran un libro abierto para Manuel, este se acercó a ella y la agarró del culo metiendo su mano por debajo de su falda.
  Isabel llevaba una falda de cuadros amarilla y canela que le llegaba hasta las rodillas, y una blusa blanca que cerraba por el cuello con numerosos botones y tenía volantes en los hombros.
  —Ahora no tengo ganas —susurró ella muy poco convincente.
  Manuel palpó con sus grandes manos casi por completo las nalgas de Isabel, y metió dos de sus dedos en la vagina de ella. Isabel gimió revelando sus verdaderas ganas, y levantó la cabeza disfrutando de la sensación y dejando su cuello desprotegido para que Manuel se lo lamiera con voracidad. Los lametones provocaron multitud de cosquilleos que la hicieron levitar de éxtasis y sintió como sus rodillas flaqueaban. Manuel, sin dejar de lamerle el cuello, retiró las bragas de Isabel con delicadeza tanto como le permitió la longitud de sus brazos. Ella no mostró ninguna oposición. Las sintió continuar en caída lentamente por sus piernas, dejando sus intimidades expuestas. Isabel, lejos de sentirse vulnerable, se sintió ansiosa, por lo que cuando percibió que las bragas se atascaron a la altura de sus rodillas movió un poco las piernas para que estas siguieran bajando por la fuerza de la gravedad. Cuando tocaron el suelo las retiró con el pie varios metros, lejos de su alcance. Eso la excitó y la hizo sentirse morbosamente expuesta. Isabel abrió un poco más las piernas para que su suegro pudiera meter los dedos más a fondo. 
  Manuel captó el mensaje y comenzó a meterle cuatro dedos en lugar de dos. Luego comenzó a desabrocharle los botones de la blusa y la forzó con cierta brusquedad para abrirla más rápido. Sus besos comenzaron a descender desde el cuello a los pechos de su nuera, los cuales se metió en la boca casi por completo y chupeteó sus pezones. La blusa de Isabel no daba más de sí por los esfuerzos de Manuel de hacer sitio a su lengua, por lo que ella misma se la plegó hasta la cintura como si de un acordeón se tratara. Se quitó el sujetador de un plumazo, el cuál lanzó tan lejos que llegó hasta el fregadero. Isabel sintió un hormigueo en sus pezones mientras era penetrada con los dedos de su suegro, y se vio obligada a colocar sus brazos sobre los hombros de él para no caerse. Eso imposibilitó que Manuel pudiera seguir lamiendo los pechos de ella así que volvió a besarle por un lado del cuello. Isabel chupeteó la oreja de su suegro mientras lanzaba unos débiles gemidos que lo pusieron a él a mil. Finalmente ella acercó aún más sus labios al oído de Manuel.
  —Fóllame —le susurró.
  Manuel cogió a su nuera en brazos, la levantó del suelo, y la colocó sobre la mesa. Isabel siempre se quedaba sorprendida con la fuerza de su suegro, que hacía pequeñas proezas que a José no le veía, y eso la puso un poco más cachonda en ese momento. Por lo que ella replegó su falda hasta las caderas y abrió las piernas para dejar su coño bien expuesto.
  Manuel metió su pene en la vagina de su nuera poco a poco, y cada vez con más intensidad. La altura de la mesa era perfecta para que él la penetrara, ya que no tenía que ponerse de puntillas ni agacharse, de manera que las penetraciones fueron fluidas. 
  Isabel sintió todo el pene de su suegro invadiéndola por completo y reconoció para sí misma que le gustaba mucho su forma, su tamaño, incluso su olor. Se sentía muy excitada cuando la percibía dentro de ella. Tan fogosa, grande y jugosa. Comenzó a gemir mientras su suegro le apretujaba los pechos y entonces percibió en la lejanía cómo se acercaba a toda velocidad a su propio orgasmo, como si un caballo joven y hermoso corriera a toda velocidad en un prado verde e infinito hacia su dirección. Nació con un leve cosquilleo que se fue acrecentando, y pronto el solitario caballo se transformó en toda una manada. El calor y el cosquilleo se fueron concentrando entre sus piernas. Isabel gimió cada vez de forma más espontánea y alta, cerró los ojos y movió las manos y su cuerpo de forma inconsciente, como si este estuviera ansioso por el placer que sobrevendría a continuación. Y justo cuando la tropilla de caballos estaba a punto de cruzar ese punto de no retorno, el timbre de la puerta sonó retumbante.
  Isabel se flexionó de inmediato, quedándose semisentada sobre la mesa, mientras se llevaba una de sus manos a la boca, conocedora de que sus gemidos habrían sido escuchados por quién estuviera en la puerta. El temor de que pudiera tratarse de su marido devoró su mente y no la dejó reaccionar. A Isabel ni siquiera se le ocurrió pensar que su marido habría usado su llave, tal era su estado de bloqueo. Entonces Manuel la aupó y la bajó de la mesa, ya que en esa posición no podía penetrarla bien. Se colocó detrás de ella y volvió a meterle el pene. Isabel estaba casi en estado de shock por lo que no reaccionó, como si mantenerse inerte hiciera desaparecer a su inesperado visitante.
  Entonces el timbre volvió a sonar y eso hizo que Isabel volviera en sí. Manuel ya estaba volviendo a metérsela y ella lo apartó bruscamente con la mano, pero intentando no hacer demasiado ruido. Se colocó la blusa blanca a su estado original. Agradeciendo que no tuviera escote ya que había tirado el sujetador lejos. Acto seguido se acercó a la puerta con pies temblorosos, pero justo cuando iba a abrir Manuel la rodeó con sus brazos y le metió su miembro, el cual entró sin ninguna resistencia a la mojada vagina de ella. El movimiento obligó a Isabel a apoyarse en la puerta con la mano derecha para no caerse y a inclinarse cuando él la bajó empujando desde su espalda. Isabel giró la cabeza con gesto de alarma, pero como no podía emitir sonido a esa distancia de la puerta, y como Manuel estaba concentrado en lo suyo, no captó la indirecta. Él pensaba que eso era morboso o excitante, pero para ella no lo era tanto. Estaba aterrorizada por quién pudiera ser, aunque otra parte de sí no mostraba excesiva resistencia.
  Manuel intensificó de inmediato las penetraciones a fuertes embestidas que hicieron que Isabel abriera la boca y emitiera un grito mudo. Él levantó de nuevo la falda de su nuera para tener mejor visibilidad mientras la penetraba, y esta cayó sobre la espalda de ella y dejó todo su culo al descubierto. 
  Isabel comenzó a sentir de nuevo como sobrevenía el orgasmo que antes había sido espantado y se dejó llevar por un segundo. Volvió a sentir el cosquilleo por sus piernas y se preparó para la descarga de placer que sobrevendría. Pero una vez más, el timbre volvió a sonar, esta vez más escandaloso que nunca dada la cercanía a la puerta principal. Isabel apretó la mandíbula, cabreada con su suegro por su insistencia y le dio un empujón mientras movía su pubis hacia delante, logrando zafar así del pene de su suegro. Pero ya era tarde. Manuel, ebrio de placer, se corrió y toda la leche que salió de su pene cayó en el culo de Isabel. Ella sintió el pegajoso semen caer por sus nalgas, pero aun así se bajó la falda y miró a su suegro con cara de pocos amigos mientras le instaba a que se escondiera en algún sitio. 
  Manuel se fue como una cucaracha que huye a su madriguera cuando es descubierta por la noche. E Isabel abrió la puerta antes de que tocaran por cuarta vez. Lo hizo despacio y con manos temblorosas por quién pudiera encontrarse al otro lado. Deseó que fuera un testigo de Jehová o un vendedor de enciclopedias, pero sus peores temores se hicieron realidad.
  En la puerta de la entrada estaba su vecina Conchi. Una mujer de más de cincuenta años con más interés en la vida de los demás que en la suya propia. Tenía el gesto serio y estaba acompañada por otro hombre, aún más mayor. Isabel estaba muy avergonzada por la inquisitiva mirada de Conchi, y se vio sin palabras que decir. Su vecina tampoco dijo nada, así que finalmente fue el anciano el que habló en primer lugar.
  —Buenos días, señorita. Mi nombre es Pedro, y estoy buscando a Manuel González —se presentó el hombre de más de setenta años —. Esta amable señora me ha dicho que vive aquí. 
  Conchi ni siquiera emitió palabra alguna cuando Pedro hizo referencia a ella. Solo se quedó mirando fijamente a Isabel. Tanto que Isabel se sintió juzgada y humillada. Juntó las piernas al notar que los hilillos de semen comenzaban a bajar lentamente.
  —Sí, Manu vive aquí. Debe estar en su dormitorio, arriba durmiendo, mi marido y yo estamos en la cocina y aún él no ha bajado —manifestó Isabel que se vio obligada a excusarse sin pararse a elaborar nada decente. Por cómo la miraba era evidente que la vecina la había escuchado gemir.
  Conchi curvó sus labios con gesto sarcástico, como si no se creyera una palabra de lo que había dicho. Isabel pensó que la maruja había visto a José marcharse, o hubiera deducido que se había ido porque el coche no estaba. Pero en realidad su gesto era motivado por la aparición de Manuel desde la cocina.
  —¡Pedro!
  —Manuel. ¿Cuánto tiempo? —dijo a su vez la visita.
  A pesar de que eran los dos hombres quienes hablaban Conchi no dejaba de escudriñar a Isabel. Ella sintió como se le ruborizaba toda la cara. Jamás se había sentido tan humillada como en ese momento, y le hubiera gustado que se la tragara la tierra allí mismo. Se preguntó cómo podría convivir con esa mujer como vecina después de lo que había intuido. 
    Manuel, que estaba junto a Isabel frente a la puerta, simuló que se le caía el pañuelo, lo recogió, y al retomar altura de nuevo metió su mano por debajo de la falda de ella de forma discreta y le palpó el culo desnudo. 
  Isabel sintió un nudo en la garganta al sentir la mano de su suegro en su trasero delante de las visitas. Maldijo para sus adentros lo inoportuno que era en ese momento, pero no podía hacer nada o podrían notar lo que sucedía. Manuel en el fondo lo sabía, y se aprovechó para continuar tocando el trasero de su nuera con suavidad y lentitud, esparciendo así todo el semen que aún lo impregnaba.
  —¿Cómo has averiguado dónde vivo? —preguntó finalmente Manuel con cierto nivel de sorpresa.
  —Una vez mencionaste que vivías en este barrio. He estado dando tumbos hasta que he encontrado a esta amable señora.
  —Conchi está siempre muy bien informada. ¿Pero dije yo alguna vez donde vivía? —cuestionó Manuel para sí mismo, para luego quedarse pensativo y confirmarlo —. Puede ser.
  Por primera vez Conchi miró a Manuel con gesto iracundo por su velado comentario, pero poco duró el lapsus. Rápidamente volvió a fijar su mirada en Isabel.
  Manuel bajó su mano y metió el dedo índice y el dedo medio en la conexión entre ambas nalgas llegando hasta el ano. Isabel sintió un hormigueo y se contuvo con un gran aplomo para simular quietud e indiferencia ante los tocamientos delante de las visitas.
  —Es importante, si no nunca habría venido —indicó Pedro.
  La vecina Conchi bajó la mirada del rostro de Isabel hacia sus caderas. Isabel se sonrojó de nuevo y se quedó prácticamente inmóvil y tensa, sin respirar.
  —Que tengan un buen día —se despidió finalmente Conchi secamente, dándose a continuación la vuelta y dirigiéndose a su casa.
  —Gracias por su ayuda, señora —le dijo Pedro a Conchi mientras se marchaba, pero no obtuvo respuesta de ella.
  Isabel suspiró ligeramente al ver marchar a su vecina, pero se preguntó cuánto había llegado a saber finalmente.
  —Pues ya que has venido hasta aquí Pedro, pasa —le invitó Manuel sin demasiado entusiasmo, para luego hacer las presentaciones entre ambos —. Ella es Isabel, mi nuera. Y él es Pedro, un amigo de la juventud.
  Tras saludar Manuel estrujó una de las nalgas y, aunque Isabel mantenía una postura inmutable, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa y se puso ligeramente de puntillas al notar el apretón. Aunque esos gestos duraron un solo instante. Rápidamente Isabel recobró la compostura mientras apretaba las mandíbulas por la impotencia de no poder matar a su suegro en esos momentos.
   —Es un placer, señora —saludó cortésmente Pedro.
  Isabel se quedó nuevamente muda los primeros segundos, ya que él también debió de haberla escuchado gemir. Aunque deseó que por su vejez fuera un poco sordo, y se consoló con ese pensamiento.
  —Encantada.
  —Isa, ¿podrías ir a la cocina y preparar un poco de café a nuestro invitado? —le pidió Manuel —. Si no es mucha molestia claro.
  Isabel giró el rostro hacia él sin mover el cuerpo para que el culo de ella continuara dando la espalda a la visita. Los ojos de ella habrían desintegrado a Manuel si tuvieran esa capacidad, y parecían gritarle que cómo iba a ir a la cocina a preparar nada si no dejaba de manosearle el culo. Finalmente, Manuel pareció captar el mensaje y retiró discretamente su mano, aunque la falda se movió un poco en el proceso. 
  —Ahora lo traigo —respondió con sequedad Isabel, que tras ser liberada se giró en un suspiro para que su suegro no tuviera la oportunidad de rectificar, y se fue a la cocina con andares rápidos.
  —Pasemos a la sala Pedro —le ofreció el anfitrión —. A ver qué es eso que tienes que contarme.
  Los dos hombres fueron hasta la cercana sala y se sentaron en los sillones de cuero marrón, uno enfrente del otro, con la pequeña mesita de cristal entre ambos.
  —Tienes una nuera muy bonita —manifestó Pedro en voz baja, y con una sonrisa bobalicona.
  —Viejo verde —respondió Manuel mientras ladeaba la cabeza fingiendo decepción por el comentario de su amigo.
  Pedro levantó el mentón mientras se encogía de hombros. 
  —Mira quien fue a hablar –dijo para acto seguido acercarse más a Manuel y poder susurrarle —. ¿Crees que no me he dado cuenta de que le tocabas el culo? Dime la verdad, ¿te la beneficias?
  Manuel miró al perspicaz viejo con media sonrisa en el rostro.
  —Ni una palabra de esto delante de ella.
  Pedro hizo un gesto frente a sus labios de guardar silencio.
  —Soy una tumba.
  —Ahora dime qué es lo que has venido a contarme —indicó Manuel cortante.
  —He venido por Pablo.
  Manuel frunció el ceño de improviso.
  —¿Pablo? Ese malnacido al final ha tenido la desfachatez de vender.
  —Parecido. Ha tenido la desfachatez de morirse —le corrigió Pedro.
  —Muerto —repitió Manuel con cierto pesar en la voz.
  —Sabíamos que esto iba a ocurrir tarde o temprano, solo que pensé que yo sería el primero. Al fin y al cabo, soy el más viejo.
  —¿Cómo murió? —quiso saber el anfitrión.
  —Muerte natural según me han dicho —dijo Pedro para luego mirar a su amigo a los ojos —. No creerás que haya sido asesinado, ¿verdad?
  —Tenía setenta y dos años. La muerte natural es muy plausible, pero nunca se sabe.
  —Si lo mataron no se llevaron su parte de la reliquia. Finalmente la heredó su hija según he podido enterarme, pero no sé qué es lo que han hecho o quieren hacer con ella.
  —¿Se lo has dicho a Roberto?
  —No. No contesta a su número de teléfono, y no sé dónde vive.
  —Mejor. Conociéndole intentará comprársela a su heredera por menos de lo que vale.
  —Lo más importante es concretar qué vamos a hacer ahora —concluyó Pedro finalmente.
  —¿Hacer? Nada de nada —manifestó con énfasis Manuel —. Esto no cambia nada. Como bien has dicho, tarde o temprano iba a pasar que alguno acabara muriendo.
  —Ya, pero…
  —Pedro, parece mentira —le interrumpió Manuel —. Tienes setenta y cinco años, y yo sesenta y ocho. ¿De verdad piensas todavía en emprender algún tipo de búsqueda a nuestra edad?
  —Lo sé. Tuvimos nuestra oportunidad y fracasamos. Pero… ¿No deberíamos hablar con la hija de Pablo? Al menos para informarla de lo que sabemos. ¿Sino cómo podrá retomar la investigación donde la dejamos nosotros?
  —Eso ni hablar —negó tajante —. A nosotros pueden seguir entrelazándonos con lo que ocurrió. De hecho, yo solo espero que Pablo no haya contado nada a su hija que pueda llevarla hasta nosotros —se ratificó Manuel —. Nuestros herederos pueden hacer lo que quieran con su parte, venderla o donarla. A ellos no podrán entrelazarlos con su procedencia, ni los actos que tuvimos que hacer para obtenerla. 
  Pedro se quedó un largo rato quieto y mudo, como si no hubiera escuchado nada. Y finalmente asintió.
  —Ya. Pero es una pena que al final no revelásemos el misterio. ¿No te da una sensación agridulce?
  —Ni la más mínima —volvió a negar tajantemente.
  Pedro puso cara de incredulidad ante esa afirmación.
  —Pues dame tu parte si tan poco te importa.
  Manuel se resignó, se rascó la cabeza y finalmente miró a los ojos a su amigo.
  —Hagamos lo siguiente. Acordemos que el último en morir de los dos avisará a su propio heredero de todo lo que logramos averiguar de la reliquia. De esa forma, ese heredero podrá buscar a los otros herederos y revelar esa información cuando no quedemos ninguno —concluyó él —. Mi heredero será mi único hijo, y ya sabes donde vive.
  —Aún no sé quién de mis tres hijos heredará mi parte de la reliquia, o si lo heredarán los tres. En cualquier caso, si me llega a mi primero la hora, dejaré en mi testamento el envío de una carta hacia esta dirección. Entre otras cosas tendrás así mi propia dirección.
  —De acuerdo, me parece bien —convino Manuel.
  —¿Y qué pasa con Roberto?
  —Él siempre ha ido por libre, así que mejor no contemos con él. Además, yo soy el más joven de los cuatro. Os sobreviviré a todos.
  Los dos comenzaron a reír discretamente. Justo entonces se escuchó como Isabel se dirigía a la sala con el café, y Pedro miró a su amigo y dijo en un tono de incredulidad.
  —Pues no sé qué decirte —susurró mirando a Isabel acercarse —. Con esas distracciones que te traes lo mismo mueres cualquier día de un ataque al corazón.
  Esta vez sí estallaron en sonoras carcajadas, pero bajaron el volumen cuando Isabel llegó hasta ellos.
  —El café está listo. No sé cuánta azúcar echáis así que os la he traído aparte.
  —Gracias Isa —manifestó Manuel.
  —¿De qué estabais hablando? —preguntó ella.
  —De que tu suegro dice que él me sobrevivirá, cuando es evidente que yo estoy hecho un toro —Pedro se dio un golpecito sobre el pecho con su puño cerrado, pero eso le provocó una tos que lo dejó en evidencia, provocando así nuevas risas.
  Finalmente, Isabel negó con la cabeza.
  —De los comentarios obscenos cuando habéis susurrado no —les indicó cortante ella —. Me refería a lo anterior. Cuando hablabais de esa reliquia —señaló para a continuación mirar a su suegro —. ¿Es como la que tienes en el trastero, Manu? 
  Los dos ancianos se quedaron sin habla. Sobre todo, Pedro, que no podía creerse que Manuel hubiera revelado la existencia de la reliquia.
  —¿No habíamos acordado guardar el secreto incluso a la familia?
  —Lo siento Pedro, pero encontró el escondite y vio el artilugio, tuve que hacerlo…
  —No es cierto, me la mostraste tú —le corrigió ella sin tacto ni compasión por los tocamientos en el culo de un rato antes.
  Manuel miró a su nuera con cara de cordero degollado.
  —En cualquier caso, sabe solo lo mínimo —aseguró él.
  —¿Ah sí? —se interesó ella —. ¿Y qué más podría saber?
  —Nada relevante, Isa —indicó Manuel tratando de colmar su curiosidad —. No fui yo solo quién consiguió objetos valiosos en América. Fuimos unos cuatro amigos, y uno de ellos ha muerto. Pedro ha venido a informarme.
  —¿Y por qué no sabía tu dirección si sois tan amigos?
  Los dos ancianos se miraron un momento y finalmente Pedro sonrió para sus adentros.
  —Es que Manuel es muy desconfiado, y un paranoico. Cree que queremos quitarle su parte de la reliquia.
  Isabel frunció el ceño y luego miró a Manuel con cierta preocupación.
  —¿Tener eso en casa es peligroso?
  —No, no te preocupes —negó insistentemente Manuel alarmado de que Pedro metiera miedo a su nuera —. Nadie lo busca, y aunque fuera así, nadie sabe que lo tengo. Puedes estar tranquila. Lleva conmigo más de cuarenta años y como ves no me ha pasado nada —a continuación, miró a su viejo amigo a los ojos y añadió con sequedad —. Entonces, eso es todo. ¿Ya te marchabas?
  —¿Qué? ¿Ya me está echando? —cuestionó él con incredulidad —. Con lo que me ha costado encontrarte. Espera, hay algo más.
  Pedro bajó la mirada al bolsillo de su pantalón y rebuscó sin parecer satisfecho. Continuó en su búsqueda en el resto de bolsillos de su indumentaria sin demasiado éxito. Manuel aprovechó que su amigo no miraba para tocar a Isabel en el muslo, desplazando un poco la falda para llegar más adentro. Isabel reaccionó instintivamente y apartó la mano de Manuel antes de que se adentrara demasiado. Pedro alzó la cabeza por el brusco movimiento, pero al ver que no pasaba nada siguió inspeccionando en sus cosas. 
  Isabel estaba tensa por lo que acababa de intentar Manuel delante de la visita, pero mientras su suegro la tocó sintió un cosquilleo por todo el cuerpo muy placentero sin poder evitarlo. Aún ella no había llegado al orgasmo después de los dos intentos fallidos en los que estuvo a punto, por lo que cuando Manuel intentó por segunda vez manosearla le dejó ahondar más adentro mientras miraba que Pedro leía un papel sin prestar atención hacia ellos. Isabel finalmente retiró por segunda vez la mano de su suegro, esta vez con más discreción. Pero no pasaron ni cuatro segundos para que Manuel volviera a intentarlo. Y esta vez llegó hasta el fondo de su entrepierna. 
  Isabel seguía sin bragas, y cuando sintió la punta de los dedos de su suegro alcanzar su pubis le entró un cosquilleo que la encendió de nuevo. Justo en ese momento Pedro pareció encontrar lo que buscaba por lo que Isabel ocultó la mano y el antebrazo de Manuel ayudándose con su falda y una almohada, y además colocó su propio brazo apoyado en el sillón para que sirviera de bloqueo visual. De manera que él se quedó con su mano metida en la entrepierna de ella, e Isabel con el torso un poco inclinado hacia adelante.
  —Aquí está —dijo Pedro triunfante mientras alzaba un recorte de periódico que tenía plegado en su cartera, para a continuación ofrecérselo a su amigo, que lo recibió con la mano derecha que tenía libre. 
  Mientras Manuel leía el recorte de periódico, con la otra mano masajeaba, solo moviendo sus dedos, el pubis y el clítoris de Isabel. Ella se quedó impresionada con la fuerza de fricción que tenía su suegro solo con tres dedos e intentó no cerrar los ojos al sentir el placer recorrer su cuerpo.
  —¿Qué es? —preguntó ella intentando que no se le notara el gozo que sentía.
  —Habla de una subasta hecha a un objeto arqueológico precolombino. 
  —Medio millón de dólares, Manu —manifestó Pedro interrumpiendo la explicación de su amigo, con los ojos abiertos como platos —. Antes no tenía ni idea de que se valoraran de esa manera. Imagínate lo que ofrecerían por el nuestro. Quizá Pablo no estuviera tan errado cuando dijo que deberíamos venderlo.
  Manuel estrujó y frotó los alrededores del clítoris de Isabel y ella abrió ligeramente las piernas de forma instintiva. 
  Isabel retiró su torso un poco para atrás, para que su suegro lo tuviera más fácil para continuar masturbándola. No sabía lo que estaba haciendo ni cómo era capaz de hacer lo que hacía delante de la visita. Era como si estuviera enajenada de algún modo y no pensara con claridad, como si lo que normalmente le importaba ahora no le importase. Pero estaba muy cachonda desde hacía rato. Le habían frustrado ya dos orgasmos justo al final, y su cuerpo quería satisfacer esa necesidad. Y lo sintió. Sintió como por tercera vez un cosquilleo recorrió todo su cuerpo. Esa sensación previa al éxtasis tan placentera, que ya la avisaba de que tendría su recompensa.
  —Ese cachivache que tienes vale medio millón de dólares —dijo ella intentando disimular.
  —¿Y qué harías con tanto dinero? —cuestionó Manuel a su amigo —. Dentro de poco no podrás ni andar.
  —Se me ocurren muchas cosas en las que los podría gastar, viejo amigo —le aseguró Pedro —. Nos merecemos sacar algún beneficio después de todo…
  El movimiento provocado por la masturbación fue tal que Pedro comenzó a darse cuenta de lo evidente e interrumpió sus palabras. Manuel comenzó a frotar con más insistencia, y en lugar de mover solo los dedos ya empezó a frotar con la palma de la mano. Isabel se puso tensa e intentó discretamente desacelerar a su suegro, pero era tarde. 
  Isabel miró a Pedro con pánico porque estuviera viendo cómo su suegro la masturbaba en plena sala de estar. Pero ya sentía como el orgasmo acudía a ella, a punto de eclosionar por completo. Por lo que las caderas comenzaron a moverse solas, hasta el punto que la elevó un poco del asiento del sillón. Entonces, dándolo todo por perdido, echó la cabeza para atrás y elevó el pubis todo lo que pudo. Retiró, innecesariamente, la falda para mostrar todo su lascivo coño a Pedro, y comenzó a gemir como una posesa. Manuel ya metía cuatro dedos a Isabel por su vagina con rapidez, mientras que con el pulgar masajeaba el clítoris.
  Isabel gemía de forma descontrolada, como si eso evitara que pensase lo que estaba haciendo, y finalmente le sobrevino un fuerte orgasmo que tiró de su cuerpo. Isabel emitió un grito mudo que hizo que las venas de su cuello se marcaran, y un chorro salió de su vagina a presión e impregnó la mesita de la sala de un líquido transparente. Isabel movió la cadera varias veces más hacia arriba y hacia abajo, pero cada vez con menos intensidad, como el de un motor de coche cuando se avería y se apaga en mitad de la carretera. Sus músculos se relajaron hasta el punto que volvió a caer al sillón a plomo.
  Isabel todavía jadeaba, pero ahora era un jadeo tenso y nervioso. Evitaba mirar a Pedro por vergüenza pues la Isabel más pudorosa había vuelto tras el orgasmo, pero como si de un castigo autoimpuesto se tratara lo miró. No pudo aguantar con la vista puesta en él ni dos segundos antes de que se rompiera a llorar. Acto seguido se levantó en medio del llanto y se fue corriendo a la planta alta.
  Pedro la vio marcharse gesticulando con la mano para intentar decirle que no tenía que sentirse avergonzada, que le había encantado. Pero no le salieron las palabras.
  —Lo siento —se disculpó finalmente Manuel ante su amigo por los dos.
  Pedro tenía la mirada perdida, sin poderse creer del todo lo que acababa de vivir.
  —Joder —dijo finalmente —. Normal que a ti te importe una mierda vender. Ya tienes todo lo que se podría desear.
  En lugar de reírse por el comentario Manuel adelantó el torso para estar más cerca de su amigo y que fuera escuchado lo que le iba a decir.
  —Pedro. En la cárcel no te dejarán gastar ni un duro. Sabes que cuando queramos venderlo lo estudiarán y sabrán su procedencia. Sabrán que nosotros estuvimos allí, y nos arrestarán por lo que pasó.
  Pedro asintió finalmente.
  —Tienes razón. No querría ni pensar qué pensaría de mí mi familia si me arrestaran.
  —Pues eso —concluyó él.
  Pedro asintió ligeramente con la vista distraída todavía por lo ocurrido con Isabel.
  —Cabrón con suerte —susurró finalmente de forma tan imperceptible que Manuel no pudo escucharlo.



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1 comentarios - Los Cuatro Ancianos. Parte 6

ekissa7565
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