FIEBRE DE JUVENTUD
Inés era la mamá que nadie pasabapor alto: elegante, con una figura envidiable y ese toque juvenil que desafiabala edad. En redes sociales se había vuelto toda una sensación; suspublicaciones solían arrancar suspiros y comentarios, sobre todo cuando acompañabaselfies coquetas con frases como “ya se antoja la playita”. Su estiloatrevido y seguro de sí misma la hacía ver más como una influencer que como unamadre tradicional.
María, en cambio, era elcontraste perfecto. La hija mayor, de belleza dulce y natural, irradiabafrescura y simpatía. Todos la miraban, todos la deseaban, pero ella mantenía unporte impecable, con los pies bien plantados y una conducta intachable. Era lachica ideal, la que parecía inalcanzable pese a su cercanía.
Iván, el menor de los tres, teníaotra energía. Con su cuerpo trabajado al límite en el gimnasio y una presenciafuerte, se había convertido en un imán en cualquier lugar donde entraba. Sinembargo, había algo que lo distinguía más allá de sus músculos: el celo casiinstintivo con el que vigilaba a las dos mujeres de su vida. Iván sabía quetanto Inés como María atraían todas las miradas, y no podía evitar que lasangre le hirviera al notar lo evidente.
Juntos formaban un trío quellamaba la atención en cualquier sitio: la mamá sexy y segura de sí misma, lahija ejemplar y deseada, y el hermano musculoso que no toleraba verlas comoobjeto de deseo de los demás.
El trío familiar era un imán demiradas, sus dinámicas un frasco de cristal donde todos podían ver, pero nadiepodía tocar. Excepto Iván. Él estaba en el interior, y la presión de ver cómoel mundo devoraba con los ojos a su madre y a su hermana había quebrado algo ensu interior. La posesión, cruda y absoluta, se convirtió en la única salidalógica para su mente perturbada por el deseo y los celos. Ya no bastaba convigilar; necesitaba reclamar, marcar, poseer.
Con María, la fricción era sujuego favorito. Sus interacciones, aparentemente fraternales, eran el campo deentrenamiento de su lujuria. La agarraba por la cintura cuando pasaba frente aél, fingiendo una pelea juguetona. Sus manos, fuertes y rudas por el gimnasio,se cerraban alrededor de su delgada estructura, y mientras ella forcejeaba conuna risa nerviosa, sus dedos se deslizaban con precisión criminal. Recorría elcostado de su seno, la curva de su cadera, la firmeza de sus glúteos, todo enun instante robado bajo la máscara de la travesura. “Qué buena estás,hermanita… Justo como el médico me las receta”, pensaba, con una sonrisainterna que jamás llegaba a sus labios.
María, por su parte, nadaba enuna confusión dulce y alarmante. La fuerza de Iván era un muro de calor ypoder. Su pecho, ancho y duro como una losa de mármol caliente, lainmovilizaba. Sus brazos, verdaderas columnas de roble, la envolvían con unaseguridad que la hacía sentirse a la vez vulnerable y extrañamente protegida.Una sensación nueva, un cosquilleo eléctrico que le erizaba la piel y leaceleraba el corazón, comenzaba a anidar en lo más profundo de su vientre. Erauna lucha que secretamente no quería ganar.
Hasta que llegó aquella tarde. Élla inmovilizó contra la pared del pasillo, su risa era la cortina perfecta.Ella forcejeó, como siempre, pero esta vez la presión fue diferente. Másíntima, más deliberada. Y entonces lo sintió. A través de la tela de sus shortsy de su leggings, la forma inequívoca, dura, abrumadoramente grande y gruesa desu erección se imprimió en el surco perfecto de sus nalgas. Era un anuncio depiedra de su intención más obscena.
María se paralizó. Todo el aireescapó de sus pulmones. La lucha cesó de golpe, reemplazada por un shocksilencioso que la congeló. Iván, lejos de retroceder, interpretó su quietudcomo una rendición tácita. Con un movimiento pélvico lento, deliberado y brutalmentesensual, comenzó a frotar su miembro rígido contra ella. La fricción era unfuego lento que le recorrió la columna y le arrancó, para su propio horror, ungemido bajo, ronco, un sonido que jamás había salido de su boca.
Fue ese sonido, ese quejidocargado de un placer que no entendía, el que atravesó la casa.
—¡Iván! —la voz de Inés cortó elaire como un cuchillo, llegando desde la puerta de la cocina—. Deja de molestara tu hermana.
La orden fue firme, pero con untono que ya no era el de una madre regañando a un niño. Iván la liberó deinmediato, con una calma exasperante. María no miró a nadie. Caminó hacia suhabitación con las piernas temblorosas, sintiendo aún la ardiente huella de élentre sus nalgas, la humedad vergonzosa en su ropa interior y el eco de supropio gemido avergonzándola.
Iván, en cambio, se volvió haciasu madre con una sonrisa desafiante. Se acercó a ella y, como ya era sucostumbre, le plantó un beso. No fue en la mejilla. Fue en esa delgada líneapeligrosa, justo en la comisura de sus labios, donde el cariño filial sedesdibujaba y comenzaba el territorio del amante.
A Inés, la primera vez que Ivánla besó allí, un escalofrío de alerta le había recorrido el cuerpo. “Fueun descuido, se equivocó”, se dijo. La segunda vez, el escalofrío fuediferente, más cálido, y lo justificó con un “Es cariñoso, eso es todo”.Para la tercera y cuarta vez, la costumbre había normalizado lo anormal. Sucuerpo, traicionero, había empezado a anticipar esos besos. A los cuarenta ytantos, elegante, deseada pero profundamente sola, su piel tenía una memoriadistinta a la de su mente. Las duchas frías ya no bastaban para apagar el calorque la recorría en las noches silenciosas.
Cuando los labios de su hijorozaban ese punto, su cuerpo cedía automáticamente. Su mente, en un acto desupervivencia lujuriosa, comenzaba a borrar la etiqueta de "hijo"para pegarle la de "hombre". Un hombre joven, atlético, con unafuerza varonil que emanaba de él en oleadas y ante el cual su voluntad dehierro se volvía inexplicablemente débil.
Como aquella vez que, sintiendoel valor de la complicidad que ya los envolvía, le confesó:
—Iván, saldré con un arquitecto acenar —comenzó a explicar, intentando llenar el aire con detalles banales sobrecómo lo había conocido en una subasta de arte.
Pero Iván no la dejó terminar. Lainterrumpió, acercándose. Su mirada era oscura, intensa, y su voz, baja perofirme, no dejaba espacio para la réplica.
—No me parece buena idea—declaró, y el posesivo "me" resonó como un trueno—. Él no es parati. Mejor sal conmigo al cine.
Inés lo miró, atrapada en esa redde autoridad que él tejía a su alrededor. No era una sugerencia. Era una ordenrevestida de seducción. El "no" se formó en su mente, pero se murióen sus labios. No se atrevió a desafiarlo. No quiso hacerlo. Aquella noche, enla oscuridad vibrante del cine, no vio la película. Sintió el calor del cuerpode Iván junto al suyo, su brazo rozando el suyo, su perfume invadiendo suespacio. Y supo, con una mezcla de terror y excitación punzante, que la líneaque separaba a una madre de una mujer había sido cruzada para no volver.
La complicidad entre Inés e Ivánse había convertido en una burbuja privada, sofocante y electrizante. Lassalidas se volvieron más frecuentes y atrevidas. Del cine pasaron a cenar enrestaurantes de luces tenues donde sus pies se buscaban bajo la mesa, y de ahía clubes exclusivos donde la música techno latía como un segundo corazón y elalcohol fluía como un lubricante para sus inhibiciones. María, la hijaejemplar, se quedaba en casa, sumergida en sus libros o series, ajena altorbellino que se gestaba a su alrededor, aunque una inquietud sorda comenzabaa carcomerla cada vez que su madre y su hermano salían juntos, regresandotarde, con risas bajas y miradas cargadas.
La noche crucial llegó envueltaen neón y humo. Iván llevó a Inés a un bar privado, un antro de iluminaciónsanguina y sofás de cuero donde el dinero callaba cualquier pregunta. Él teníaun plan meticuloso y perverso. Sabía que el alcohol era la llave quedestrabaría la última cerradura de su moral. Le pidió cocktail tras cocktail,bebidas dulces que ocultaban su potencia. Inés, sintiéndose joven, libre ydeseada por el hombre más viril que había tenido a su lado en años, bajó laguardia. Bebió hasta que el mundo perdió sus aristas afiladas y todo se volvióuna neblina caliente y permisiva.
—Vámonos, mami —le susurró Ivánal oído, su aliento caliente mezclándose con el alcohol del de ella—. Te llevoa casa.
Inés, con la cabeza dando vueltasy el cuerpo flácido y ardiente, apenas podía tenerse en pie. Se apoyó en él,sintiendo el músculo duro de su brazo alrededor de su cintura como su únicoancla a la realidad. Él la guió hasta el auto y la acomodó en el asiento delpasajero. El trayecto fue un vaivén de curvas y manos al acecho. Iván conducíacon una mano; con la otra, acariciaba el muslo de su madre, subiendo poco apoco la falda de su vestido. Inés murmuró protestas débiles, quejidos quesonaban más a invitación que a negativa. Su mente nublada lucha entre el"esto está mal" y el "por fin, por favor".
Al llegar a la casa, a oscuras yen silencio, la cargó casi por completo hasta su habitación, evitando cualquierobstáculo. María, en su cuarto, despertó al oír el portazo y los pasostambaleantes. Se quedó quieta, escuchando. Una punzada de ansiedad le recorrióel vientre.
Iván no encendió la luz en lahabitación de su madre. La tiró suavemente sobre la cama king-size y se lanzósobre ella. Su boca encontró la suya en una oscuridad total, pero esta vez nofue un beso cerca de los labios. Fue una posesión brutal, húmeda y profunda,con su lengua invadiéndola, saboreando el alcohol y a ella. Inés gimió contrasu boca, sus manos empujaron su pecho débilmente, pero su cuerpo, traicionero yhambriento, se arqueó hacia él.
—Iván… no… somos… —tartamudeó,pero sus palabras fueron ahogadas por otro beso más feroz.
—Cállate —rugió él, desgarrandosu ropa con una fuerza animal—. Esta noche no eres mi madre. Eres mi mujer.
La mente de Inés nadaba en un marde tequila y contradicciones. Veía la figura de su hijo, pero solo podía sentiral macho que la dominaba. El miedo se mezclaba con un deseo tan antiguo comoaplastante. Iván, convertido en un hombre lobo ardiente, quería poseerla,marcar cada centímetro de su piel como su territorio. Bajó su cabeza entre suspiernas y, con manos expertas, la abrió para él.
—Chúpamela —ordenó, con una vozronca que no admitía discusión—. Todo. Quiero sentir tu lengua en mis huevos.
Inés, embriagada y sumisa,obedeció. En la penumbra, guiada por sus manos, tomó su miembro, enorme ypalpitante, y se lo llevó a la boca. El sabor a sal y a poder la embriagó másque cualquier trago. Él gruñó de placer, enterrándose más profundamente en sugarganta, mientras sus manos se enredaban en su perfecto cabello.
María, en su habitación,escuchaba los jadeos ahogados, los gemidos profundos de su hermano, los sonidoshúmedos y obscenos. Se había levantado de la cama, aterrada, con el corazón apunto de estallar. Se pegó a la pared, sintiendo cómo cada ruido le taladrabael cerebro. Una confusión monumental la paralizaba. ¿Debía intervenir? ¿Gritar?Pero un calor húmedo e traicionero comenzó a crecer entre sus propias piernas.Su "conchita", como él la hubiera llamado, se humedecíatraicioneramente, palpitando con un ritmo propio, pidiendo a gritos unaatención que la aterraba.
Dentro de la habitación, elespectáculo de lujuria continuaba. Iván a su madre la tomó por detrás, estilo “perrito”,follándola con una potencia que hacía crujir la cama. Inés gritó, un sonidolargo y rasgado, de dolor transformado en éxtasis puro. Fue su primer orgasmo,una explosión que le hizo ver estrellas detrás de los párpados cerrados.
—¡Iván! —gritó, sin podercontenerse.
María, al oír el grito de sumadre y su nombre, sintió que las piernas se le doblaban. Se llevó las manos ala boca para ahogar un sollozo. La confusión era un nudo en la garganta, perola excitación era un fuego en las entrañas. Corrió hacia su cama y, desesperada,agarró la almohada. Se la metió entre las piernas, apretando con fuerza, ycomenzó a frotarse contra ella como una posesa, imaginando que la fuerza queempujaba a su madre era la misma que la empujaba a ella.
Iván cambió de posición. Puso aInés de frente, levantó sus piernas sobre sus hombros y se enterró de nuevo,mirándola fijamente a los ojos mientras se movía con un ritmo lento y profundo,demoledor.
—Dime que es mío — dime que estecuerpo ya es mío y solo mío… — exigió.
—¡Es tuyo! ¡Todo es tuyo, Iván!—gimió ella, en un éxtasis de sumisión.
El segundo orgasmo la recorriócomo un tsunami, más intenso que el primero, arrancándole otro gritodesgarrador.
María, en su habitación,frotándose frenéticamente contra la almohada, alcanzó su clímax al mismotiempo. Un gemido agudo y ahogado escapó de sus labios mientras su cuerpo seconvulsionaba de placer y vergüenza.
Iván, sintiendo cómo su madre secontraía alrededor de él, dio un último embate feroz. La volteó de nuevo, estavez sobre su regazo, cabalgándolo en reverse cowgirl, para tenerlacompletamente bajo su control. El espectáculo de sus nalgas rebotando contra élmientras ella se abandonaba fue la gota que colmó su vaso. Con un rugidogutural, la embistió por última vez, alcanzando su propio orgasmo con unafuerza bestial que le hizo clavar los dedos en sus caderas.
—¡IVÁN! —gritaron ambas alunísono.
Inés, con un tercer orgasmo quela dejó hecha añicos, colapsó sobre la cama, exhausta, poseída yirrevocablemente cambiada.
María cayó de lado sobre su cama,jadeando, con la almohada húmeda y el alma hecha pedazos, sabiendo que nadavolvería a ser igual. La casa entera quedó en silencio, solo roto por losjadeos de los tres cuerpos, unidos por un secreto pecaminoso y un nombregritado en la oscuridad: IVANNNN!!!
La mañana siguiente llegó cargadade un silencio espeso y eléctrico. Iván fue el primero en despertar. Se levantóde la cama donde su madre yacía aún profundamente dormida, destrozada por lanoche anterior, y se dirigió a ducharse. El agua fría corrió por su musculaturadefinida, sellando en cada gota su dominio y la satisfacción de un planejecutado a la perfección. Al salir, se envolvió en una toalla que se anudó ensu cintura, dejando al descubierto su torso poderoso y las marcadas líneas desu V abdominal que se perdían bajo la tela húmeda.
Al cruzar el pasillo, se encontrócon María, quien salía de su habitación pálida y con ojeras. La miró con undescaro absoluto, una sonrisa lateral que no pretendía ocultar su triunfo.
—Buenos días, hermanita… —dijo,su voz grave resonando en el pasillo—. ¿Dormiste bien?
María se quedó paralizada. Laimagen de él, húmedo, casi desnudo y emanando una seguridad animal, le provocóun remolino de sensaciones: miedo, vergüenza, pero sobre todo, una atracciónvisceral que le hizo sentir un calor instantáneo entre las piernas. Bajó lamirada, ruborizada, y asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabezaantes de escabullirse hacia el baño, sintiendo cómo sus ojos la quemaban hastaque la puerta se cerró.
En el desayuno, la nueva dinámicase hizo palpable. Inés se movía con una torpeza elegante, evitando mirar a Ivándirectamente, pero cuando lo hacía, había una sumisión nueva en sus ojos. Lesirvió el café sin que él lo pidiera, con una atención meticulosa que nuncaantes había tenido. Sus dedos temblaron ligeramente cuando los suyos rozaronlos de él al pasar la taza. Ya no era la madre sirviendo al hijo; era una mujeratendiendo a su hombre, reconociendo en cada gesto silencioso la autoridad queél había reclamado y tomado la noche anterior.
Apenas María salió de la casapara sus clases, la tensión acumulada estalló. Iván no esperó ni un segundo.Empujó a Inés contra la pared de la sala de estar, su búsqueda fue brutal ydirecta. No hubo preámbulos, solo la urgencia animal de reafirmar su posesión.La folló allí mismo, sobre el sofá de terciopelo, con una intensidad que ladejó jadeante, exhausta y con la falda aún subida cuando él se retiró de ella.Se quedó dormida casi al instante, llevada a su alcoba por él, consumida por elplacer y el agotamiento.
Cuando María regresó horasdespués, la casa estaba en un silencio engañoso. Encontró a su madreprofundamente dormida en su habitación. En la sala, Iván, con un short de gymque dejaba poco a la imaginación y una camiseta ajustada que delineaba cadamúsculo, veía la televisión con aparente normalidad. Al ver pasar a María, sumirada se encendió.
—Ven acá —dijo, no como unainvitación, sino como una orden suave pero irrevocable.
Ella titubeó, pero la resistenciade antes se había esfumado, reemplazada por una curiosidad ardiente y unasumisión latente. Él la jaló hacia sí y, con una facilidad pasmosa, la sentósobre sus piernas. María no se quejó. Se dejó acomodar, sintiendo al instante,a través de la fina tela de su short, la dura prominencia que comenzaba acrecer bajo ella. Iván no hizo mayor movimiento; solo pasó un brazo alrededorde su cintura y, con la otra mano, comenzó a acariciar suavemente sus piernasdesnudas. Su palma subía, subía, hasta rozar el borde interior de su short,mientras con disimulo, la movía casi imperceptiblemente sobre su erección.María, con el rostro en llamas, contuvo la respiración. Cada pequeño movimientoera una chispa que le recorría el vientre. Se estaba humedeciendo, y él podíasentirlo.
—Iván… necesito hablar contigo—la voz de Inés, tensa y cargada de una preocupación que olía a celos, cortó elmomento. Había presenciado la escena desde la sombra del pasillo, y elespectáculo de su hija meciéndose sobre la verga de su hermano le había hechohervir la sangre.
María se levantó de un salto,como una niña pillada en falta, su rubor mezclándose con una frustraciónintensa por haber sido interrumpida justo cuando una ola de placer comenzaba acrecer dentro de ella.
Inés se acercó, tratando deimponer una autoridad que ya se le había quebrado.
—A tu hermana no debes tratarlaasí —dijo, pero su voz sonaba falsa, guiada por el rencor posesivo y no por lamoral.
Iván la miró. No dijo unapalabra. Su mirada fue suficiente para desnudarla y someterla de nuevo. Laagarró del brazo y la jaló hacia el sofá donde minutos antes tenía a María.
—Iván, no, ¡basta! —protestó elladébilmente, pero su cuerpo ya respondía al contacto brusco.
Él la giró, la inclinó sobre elbrazo del sofá y, sin miramientos, le bajó el short y la tanga. No hubolubricante, solo la humedad de su excitación celosa. Y entonces se la introdujopor detrás, por el culo, con una embestida que le arrancó un grito ahogado dedolor y shock. Era un acto de dominio total, una brutal reafirmación de que nohabía límites, que no había reglas, que él era el único dueño de ambas. Lafolló así, salvajemente, hasta que sus quejidos de dolor se transformaron engemidos de un placer culposo y profundo, hasta que ella volvió a claudicar,derrotada y poseída en su totalidad.
Al terminar, él se levantó, seajustó la ropa y le dio una palmada en la nalga.
—Ve a bañarte —ordenó, con la vozronca por el esfuerzo.
Inés, temblorosa y marcada,obedeció sin rechistar.
Iván entonces se dirigió a lahabitación de María. Llamó a la puerta con los nudillos y asomó la cabeza. Ellaestaba sentada en la cama, aún perturbada y excitada por lo ocurrido en lasala.
—Ponte guapa —le dijo, su tono no dejaba lugar a dudas—. Esta noche saldremostú y yo a cenar.
María fue un mar de nervios. Doshoras más tarde, sin embargo, bajaba las escaleras luciendo un vestido quedestacaba su belleza dulce pero con un toque de sensualidad que nunca antes sehabía atrevido a mostrar. Iván la esperaba al pie de las escaleras. La miró dearriba abajo, con aprobación lujuriosa en los ojos, y le tomó la mano con unafirmeza que sellaba su destino. La guió hacia el auto, y mientras arrancaban,María supo, con el corazón acelerado y un nudo de anticipación en el estómago,que esa cena no sería para comer, sino para ser devorada.
El rugido del motor del auto erael único sonido que competía con el latido acelerado del corazón de María. Ibaa su lado, en el asiento del copiloto, con las manos entrelazadas sobre elregazo, tratando de disimular su temblor. No podía dejar de mirarlo de reojo.Iván conducía con una mano, el brazo izquierdo descansando en la ventanillaabierta, emanando una confianza tan densa que casi se podía tocar. Esa tarde,mientras su madre yacía exhausta y sumisa en la casa, él había ejecutado elmovimiento final. Con el celular de Inés, aún desbloqueado y caliente por suuso, había transferido a su propia cuenta los siete millones y medio de pesosrestantes de la herencia de su padre. El dinero, como las mujeres, ahora lepertenecía. Él era el rey, y aquel auto era su carruaje real rumbo a lacoronación de su reina.
Iván lanzó una mirada lateralhacia María. La luz del atardecer doraba su perfil suave, acentuando suinocencia, una inocencia que él estaba a punto de quebrar para siempre.
Mentalmente, ya la saboreaba.Inés era suya para saciar sus impulsos más oscuros, para dominar y poseer en lasombra. Pero María… María era diferente. Ella merecía ser exhibida, admirada,envidiada. Sería su esposa en todo menos en el nombre legal. La idea de queella llevara su marca, de que le diera herederos, encendió una brasa deposesión absoluta en su pecho.
«Tú vas a darme dos o treshijos...», pensó, y la certeza de ese futuro lo llenó de una satisfacciónprimitiva.
Al llegar al restaurante, Maríacontuvo el aliento. No era solo exclusivo; era un lugar de luz tenue, mesasseparadas por cortinas de seda y un silencio que invitaba a los secretos. Eraíntimo, demasiado íntimo para ser una cena entre hermanos. Iván pidió unabotella de vino tinto fino, carísimo, y llenó la copa de María una y otra vezcon una sonrisa tranquilizadora.
—Solo es una copa, relájate—mintió, sabiendo perfectamente que su hermana casi no bebía.
La embriagó justo lo necesario.Lo suficiente para que sus inhibiciones se difuminaran, para que sus mejillasse sonrosaran y sus ojos brillaran con una languidez vulnerable. Justo antes deque el camarero trajera la cuenta, Iván hizo su jugada. No se arrodilló. No fueuna petición. Con una calma aterradora, sacó una pequeña caja de terciopelonegro de su bolsillo.
—Dame tu mano —dijo, su voz erauna orden suave pero irrevocable.
María, aturdida por el vino y lasituación, extendió la mano temblorosa. Él abrió la caja. Dentro, un anillo decompromiso solitario, con un diamante que capturaba toda la luz de la sala y ladevolvía en un millón de destellos. Ante su mirada de incredulidad y confusión,Iván tomó su dedo anular izquierdo y deslizó la joya fría hasta la base.
—Iván, ¿qué es esto? —susurróella, su voz quebrada por una emoción que no podía definir.
—Es lo que mereces —respondió él,sin soltarle la mano. Su mirada era intensa, devoradora—. Es lo que va a pasar.
Y entonces sucedió. Se inclinósobre la mesa, atravesando el centro de rosas que los separaba. Su acercamientono fue brusco; fue deliberado, lento, dando tiempo a que ella viera venir suslabios. El primer contacto fue de una ternura devastadora. Sus labios fueronsuaves, apenas un roce, un pregunta silenciosa. María se paralizó, sintiendo elsabor a vino tinto y a hombre en su boca. Su mente gritaba, pero su cuerpo,caliente y entumecido por el alcohol y la extraña sumisión que le habíainvadido, no se movió.
Iván profundizó el beso. Laternura inicial se transformó en una demanda de fuego lento. Su lengua buscó laentrada de su boca y la encontró entreabierta, permitiéndole el acceso. Ungemido ahogado escapó de la garganta de María. Ya no era ternura; era deseopuro, crudo, un sello de propiedad que le quemaba los labios y le robaba elaliento. Cuando se separaron, ella jadeaba, con los ojos vidriosos y el anilloreluciendo en su mano como una marca de fuego.
—Vámonos —ordenó Iván, dejandounos billetes sobre la mesa sin siquiera mirar la cuenta.
La guio del brazo, no de la mano,fuera del restaurante. Su agarre era firme, posesivo. No iban a casa. Iváncondujo hasta un hotel de lujo en la zona más exclusiva de la ciudad. María losiguió en un estado de shock, el vestido pegado a su cuerpo por un sudornervioso, el anillo pesando en su dedo como un grillete de diamantes.
La suite era enorme, con una camaking size dominando la habitación y una bañera de hidromasaje en un rincón. Lapuerta se cerró con un clic siniestro. Iván se volvió hacia ella. Laelectricidad en la habitación era palpable.
—Es hora —dijo, su voz ronca.
María intentó retroceder, perochocó contra la puerta. El miedo le nubló la vista.
—Iván, por favor… no sé… no estoy…
—Shhh —él se acercó, despacio,como un depredador seguro de su presa—. Confía en mí. Eres mía ahora. Esto yaestaba escrito.
La besó de nuevo, pero esta vezno había ternura. Era un beso de conquista. Sus manos recorrieron su cuerpo,desabrochando el vestido con una habilidad aterradora. La tela cayó a sus pies,dejándola en ropa interior. María lloraba en silencio, lágrimas de miedo,confusión y una excitación traicionera que la horrorizaba.
—Por favor… —suplicó, pero era unsusurro débil.
Iván la llevó hasta la cama. Latumbó sobre las sábanas frías de satén. Le quitó la ropa interior conmovimientos precisos. Él se desvistió frente a ella, y María contuvo el alientoal ver su cuerpo musculoso, y sobre todo, su miembro completamente erecto,imponente y amenazante.
—Duele… he oído que duele mucho—lloriqueó, encogiéndose.
—Sí —admitió él, sin endulzarlo—.Dolerá. Pero solo al principio. Luego, me pedirás más.
Se posó entre sus piernas. Maríacerró los ojos con fuerza, apretando las sábanas con los puños. Sintió la puntadura y caliente presionando su entrada virgen.
—¡Iván! —gritó, en un últimointento de resistencia.
Pero fue inútil. Él empujó, firmey sin vacilar, desgarrando el himen en un acto de posesión total. Un gritoagudo y desgarrador de dolor escapó de los labios de María. La sensación de serpartida en dos fue insoportable. Lloró con desesperación, sintiendo cómo sucuerpo era violado, invadido, marcado para siempre.
—Shhh, ya pasó —murmuró él en suoído, pero no se detuvo—. Lo peor ya pasó, hermanita.
Comenzó a moverse dentro de ella,con embestidas lentas y profundas que le arrancaban gemidos entrecortados dedolor. Poco a poco, muy poco a poco, la quemazón inicial comenzó a ceder,transformándose en una sensación extraña, llena, que comenzaba a generar uncosquilleo eléctrico en su interior. El dolor no desapareció, pero se mezclócon algo más.
—Oh, Dios… —susurró, sorprendida.
Iván sonrió, sintiendo cómo sucuerpo se adaptaba a él, cómo se humedecía para recibirlo.
—¿Lo ves? —jadeó—. Tu cuerpo me reconoce. Me desea.
Sus movimientos se hicieron másrápidos, más enérgicos. María ya no lloraba de dolor. Sus uñas se clavaban ensu espalda, sus piernas se enroscaron alrededor de su cintura por propiavoluntad, atrayéndolo más profundamente. El placer, un placer intenso, culpabley adictivo, comenzó a apoderarse de ella, ahogando los últimos vestigios dedolor.
—Iván… más… por favor… —gimió,abandonando toda resistencia.
Él gruñó, satisfecho. La tomó delas caderas y la folló con una fuerza brutal, animal, que hacía gemir losresortes de la cama. María gritó, no de dolor, sino de éxtasis, cuando suprimer orgasmo la estremeció con una violencia que no creía posible.
—¿Quieres mi semen, María? —rugióél, al borde del climax—. ¿Quieres que te llene? ¿Que te marque por dentro comote he marcado por fuera?
—¡Sí! —suplicó ella, fuera de sí,poseída por una necesidad biológica, primaria—. ¡Por favor, Iván, adentro!¡Vacíate todo dentro de mí! ¡Te lo ruego!
Fue la invitación que élnecesitaba. Con un gruñido gutural, la embistió una última vez, profundamente,y eyaculó dentro de ella en potentes chorros calientes. María sintió cómo lallenaba, cómo la posesión se completaba en su interior, y un segundo orgasmo,más profundo y devastador, la hizo gritar hasta quedar sin voz.
Iván se desplomó sobre ella,jadeante. El calor de su semen dentro de su hermana era el sello final de sudominio. María, exhausta, con lágrimas secas en las mejillas y el cuerpotembloroso por los espasmos del placer, lo abrazó con fuerza. El dolor habíapasado. Solo quedaba la abrumadora, aterradora y excitante realidad depertenecerle por completo.
Esa noche no volvieron a casa.Iván la tomó de nuevo horas más tarde, en la penumbra de la suite,despertándola con caricias que ya conocían cada curva de su cuerpo. La poseyópor detrás, agarrando sus caderas con fuerza mientras murmuraba en su oído, conuna voz ronca y llena de promesas obscenas: «No volveremos a casa hasta queestés bien moldeada a mi verga, hermanita. Hasta que tu cuerpo no sepa moversesino para recibirme». María, aún adolorida pero extrañamente ansiosa, se arqueócontra él, aceptando cada embestida, cada palabra, como un nuevo mandato de suahora única realidad.
En casa, Inés se consumía en unaansiedad silenciosa. Sabía, con un instinto visceral, lo que estaba ocurriendoen algún lugar detrás de las paredes de un hotel de lujo. Caminaba por la casavacía, pasando los dedos por el borde de la mesa donde Iván la besaba cerca delos labios. Tomó el teléfono decenas de veces, pero siempre lo soltaba. «¿Quéhe hecho?», pensaba, horrorizada por su complicidad silenciosa, por el abandonocon el que había entregado a su hija. Pero entonces, el recuerdo de laautoridad de Iván, la memoria de su fuerza y la promesa tácita de su posesión,hacía que un calor húmedo y traicionero brotara entre sus piernas. Secontradecía, se odiaba y se excitaba en un ciclo interminable.
Iván reclamó a María una y otravez durante toda la semana. La mañana siguiente a la primera noche, la encontrósumergida hasta los hombros en el agua burbujeante del jacuzzi de la suite. Sinmediar palabra, se desvistió y entró con ella. El agua se desbordó mientras latomaba sentada sobre él, con la espalda contra su pecho, sus gemidos ahogadospor el rugido del agua. No salían para nada del cuarto. Todo lo ordenaban porservicio a la habitación. Los camareros que llevaban las bandejas de comidagourmet y las botellas de champagne no podían evitar, al salir, echar unvistazo furtivo a la pareja. A veces los pillaban en el balcón, con Iván detrásde María, agarrándola del pelo mientras ella se apoyaba en la barandilla, suespalda arqueada contra el cielo de la ciudad. «Son como una pareja salida deuna película porno», pensaba uno, limpiándose el sudor de la frente. «Él, guapoy con un cuerpo esculpido como un dios griego; ella, una diosa de belleza dulcey curvas perfectas, siempre entregada».
Pasó una semana entera antes deque los tortolitos abandonaran la suite. Iván caminaba orgulloso, con el portede un conquistador, sosteniendo de la mano a su mujer. Su mujer. Sabía, con unacerteza animal, que probablemente ya la traía preñada. La idea lo enardecía.María, por su parte, caminaba con una seguridad nueva. Llevaba en su vientrelitros de su semen, cada embestida de esa semana había sido un intentodeliberado de fecundación. Se sentía marcada, poseída, y un orgullo primitivo yceloso la embargaba. Caminaba pegada a él, lanzando miradas de advertencia acualquier mujer que osara admirar a su hombre.
Cuando llegaron a casa, Inéstrató de actuar con naturalidad, con una sonrisa tensa. Pero tan prontocruzaron la puerta, Iván, sin preámbulos, tomó a María de la cintura y lapresentó con solemnidad:
—Mira, Inés… te presento a lafutura madre de mis hijos… mi prometida, María.
Inés palideció por un instante,pero recuperó la compostura con una rapidez admirable.
Sabía que su supervivencia eneste nuevo orden dependía de seguirle la corriente. Extendió la mano a supropia hija como si se conocieran por primera vez. —Es un placer—, dijo, conuna voz que apenas le tembló.
Iván continuó, dominando elespacio con su sola presencia. —Pensaba remodelar la casa, pero será más fácilvenderla e irnos a vivir lejos. Un nuevo comienzo, lejos de… miradasindiscretas—. No lo dijo, pero todas supieron a lo que se refería: al escándaloinminente, al embarazo que pronto sería evidente.
Inés aún no entendía cuál seríasu nuevo rol, pero cuando Iván salió a buscar a un agente inmobiliario, sequedó a solas con María. La miró, y sin mediar palabra, la abrazó con unafuerza desesperada. —Sé que me darás nietos hermosos—, le susurró en el oído, ysu voz se quebró—. Definitivamente, eso lo sé.
Ambas rompieron en llanto, unllanto de complicidad, de terror y de una extraña admiración por el mismohombre que las había reducido a esto. Luego, rieron, con los ojos brillantes,endiosadas y atrapadas en la misma red.
Esa noche, Iván y María durmieronjuntos en la habitación de ella. Tan pronto atendió a María, saciándola con unalentitud exasperante que la dejó dormida y exhausta, Iván se deslizó fuera dela cama y fue directamente a la alcoba de Inés.
No hubo palabras. La encontródespierta, leyendo bajo la luz tenue de la lámpara. Le arrancó el libro de lasmanos, le apartó las sábanas y se montó sobre ella. La folló con una intensidadsalvaje, como si quisiera borrar cualquier duda, cualquier pensamiento derebelión que hubiera germinado en su ausencia. Era una reclamación, unaposesión furiosa. La tomó por todos sus agujeros, alternando entre su boca, sucoño y su culo con una energía inagotable, arrancándole cuatro orgasmosconsecutivos que la dejaron hecha un temblor, balbuceando incoherencias. «¿Dedónde saca fuerzas este hombre?», pensó, maravillada y aterrada, mientras sucuerpo respondía con una entrega absoluta que la avergonzaba y la enardecía porigual.
En menos de una semana, la casa,el coche y los muebles estaban vendidos. Y, por supuesto, el dinero de laventa, al igual que la herencia de su padre, fue a parar directamente a lacuenta de Iván. Él era el pilar, el proveedor, el dueño absoluto de su nuevo yperverso mundo. Y ellas, ahora un trío unido por secretos, semen y sumisión, sepreparaban para seguirlo a donde él decidiera.
Iván había sido implacable en subúsqueda. No quería un lugar cualquiera; necesitaba un reino. Lo encontró avarios cientos de kilómetros de su antigua vida, en una zona donde laspropiedades se medían en hectáreas, no en metros cuadrados. Una hacienda antigua,restaurada con un gusto que mezclaba lo rústico con el lujo discreto. La habíaconseguido por una fracción de su valor real; el agente inmobiliario, un hombreya entrado en años, pareció ceder ante la abrumadora y firme presencia de Iván,casi como si intuyera que era más fácil (y más seguro) no regatear consemejante hombre. El dinero de la venta de su antigua vida cubrió la compra sinproblemas, consolidando aún más el poder absoluto de Iván sobre su pequeñomundo.
La propiedad era vasta. La casaprincipal, de techos altos y amplios ventanales, se erguía imponente, rodeadade jardines silvestres y un viejo roble que daba sombra a una terraza depiedra. A unos cincuenta metros, casi escondida entre enredaderas florecidas,estaba la casita de invitados, más pequeña pero igual de acogedora, destinadapara Inés. Era el perfecto escenario para su nuevo orden.
Los vecinos, aunque escasosdebido a las grandes distancias, sentían la curiosidad que despierta cualquierforastero. Unos días después de su llegada, una pareja mayor que vivía en lahacienda colindante se acercó con una cesta de frutas de regalo. Iván losrecibió en la entrada, con un brazo posesivo alrededor de la cintura de María yuna mano firme en el hombro de Inés, presentándolas con una sonrisa que nollegaba a sus ojos fríos.
—Les presento a mi esposa, María—dijo, haciendo énfasis en la palabra, y su mano apretó su cadera—. Y a misuegra, Doña Inés, que tan amablemente nos acompaña.
María, con un incipiente brillode maternidad en el rostro, sonrió tímidamente. Inés, impecable como siempre,asintió con una elegancia que parecía tallada en piedra, aunque su miradaevitaba cruzar directamente con la de los curiosos. Los vecinos se fueroncomentando lo "joven y enérgico" que era el nuevo propietario, y lo"tranquila y dedicada" que parecía su familia.
La nueva vida adquiriórápidamente una rutina. Iván se estableció con María en la casa principal, enun dormitorio enorme con una cama que era un territorio de conquista diaria.Inés se instaló en la casita, un remanso de calma aparente donde cada objetohablaba de una elegancia que se resistía a morir. Las primeras tres semanasfueron de una calma tensa y placentera. Las mañanas olían a café recién hechoque Inés llevaba a la casa principal, los días transcurrían entre lapreparación del parto y largos paseos por los campos, y las noches… las nochestenían un ritmo marcado por Iván.
Cada dos noches, con unapuntualidad brutal, Iván se deslizaba fuera de la cama donde yacía María,satisfecha y adormilada, y cruzaba la distancia entre las dos casas. No llamabaa la puerta de Inés. Simplemente entraba. Y ella lo esperaba, a veces leyendo,a veces simplemente mirando por la ventana, siempre arreglada, siempreimpecable. Sus encuentros eran una tempestad silenciosa de posesión y sumisión,un recordatorio constante de que, aunque viviera separada, su cuerpo y sulealtad aún le pertenecían por completo.
Fue una tarde soleada, sentados los3 en la terraza, cuando María, con una sonrisa que mezclaba el miedo y lafelicidad puras, tomó la mano de Iván y miró a su madre.
—Mamá… Inés… —corrigió adaptándoseal nuevo protocolo—. Tenemos noticias… Iván y yo estamos esperando bebé.
El silencio duró un segundoeterno. Inés contuvo la respiración, pero luego una sonrisa genuina, aunquecompleja, iluminó su rostro. Se levantó y abrazó a su hija con una fuerza quedelataba emociones encontradas: alegría por la vida que crecía, terror por lascircunstancias, y una resignación absoluta al hombre que lo había orquestadotodo.
—¡Oh, María! —exclamó, y sus ojosse humedecieron—. Es una maravillosa noticia. Que emoción, tendremos un bebé encasa!
Desde ese instante, Inés adoptóel rol con una devoción feroz. Se convirtió en la guardiana del embarazo de suhija. La cuidaba con un esmero que rayaba en lo obsesivo: preparaba suscomidas, la acompañaba en sus paseos, le leía para relajarse. Era la madre quecuidaba a su hija embarazada, borrando temporalmente la perversión de lasituación bajo el manto sagrado de la maternidad.
Una noche, María, vulnerable yhormonal, le confesó su mayor temor a su madre mientras tomaban té de hierbas.
—Temo que… que Iván busque a otramujer —susurró, las lágrimas asomando—. Mientras yo no pueda… satisfacerlo comoél necesita. Tú sabes que a él le gusta el placer sin límite y yo estoy limitadaen este momento…
Inés posó su mano sobre la de suhija, su voz era un susurro calmado y lleno de una terrible certeza.
—No temas, cariño. Yo meencargaré de que toda esa energía… esté bien encauzada. Tú preocúpate solo pordar a luz a un niño sano. Yo me ocupo de tu hombre.
María asintió, aliviada y a lavez atrapada en la extraña normalidad de aquel pacto. Su madre se convertiríaen la válvula de escape de su esposo. Y ella lo aceptó.
Iván, por su parte, veía cómo sumundo se expandía. Comenzó a hacer negocios, a comprar y vender ganado, arelacionarse con los lugareños. Su presencia fuerte y su astucia natural lohicieron rápidamente respetado (y temido) en la región.
Fue en una de estas salidas, enuna reunión en la granja de uno de los terratenientes más prósperos de la zona,donde su mundo volvió a tambalearse. Conoció a Esmeralda.
Era la hija del anfitrión, y subelleza era tan impactante que parecía irreal. Poseía una piel de una palidezluminosa, como porcelana fina, que contrastaba violentamente con una melena deébano gruesa y ondulada que le caía sobre los hombros. Pero lo más cautivadoreran sus ojos: grandes, almendrados y de un azul profundo y claro como el aguade un glaciar, unos ojos que parecían verlo todo y no revelar nada. Su cuerpo,esbelto pero con curvas sugerentes bajo un vestido sencillo, movía con unagracia natural y despreocupada que hechizaba. Esmeralda tenía esa mezcla deinocencia y sensualidad ardiente.
Iván la observó desde el otrolado del corral, mientras negociaba el precio de unos sementales. Pero su menteya no estaba en los caballos. La devoraba con la mirada, con ese mismo instintopredatorio que una vez lo había cegado ante su propia hermana. Su sangrepareció espesarse y bullir en sus venas. Un pensamiento, claro, obsceno yposesivo, cruzó su mente como un relámpago:
-La quiero para mí…
Inés era la mamá que nadie pasabapor alto: elegante, con una figura envidiable y ese toque juvenil que desafiabala edad. En redes sociales se había vuelto toda una sensación; suspublicaciones solían arrancar suspiros y comentarios, sobre todo cuando acompañabaselfies coquetas con frases como “ya se antoja la playita”. Su estiloatrevido y seguro de sí misma la hacía ver más como una influencer que como unamadre tradicional.
María, en cambio, era elcontraste perfecto. La hija mayor, de belleza dulce y natural, irradiabafrescura y simpatía. Todos la miraban, todos la deseaban, pero ella mantenía unporte impecable, con los pies bien plantados y una conducta intachable. Era lachica ideal, la que parecía inalcanzable pese a su cercanía.
Iván, el menor de los tres, teníaotra energía. Con su cuerpo trabajado al límite en el gimnasio y una presenciafuerte, se había convertido en un imán en cualquier lugar donde entraba. Sinembargo, había algo que lo distinguía más allá de sus músculos: el celo casiinstintivo con el que vigilaba a las dos mujeres de su vida. Iván sabía quetanto Inés como María atraían todas las miradas, y no podía evitar que lasangre le hirviera al notar lo evidente.
Juntos formaban un trío quellamaba la atención en cualquier sitio: la mamá sexy y segura de sí misma, lahija ejemplar y deseada, y el hermano musculoso que no toleraba verlas comoobjeto de deseo de los demás.
El trío familiar era un imán demiradas, sus dinámicas un frasco de cristal donde todos podían ver, pero nadiepodía tocar. Excepto Iván. Él estaba en el interior, y la presión de ver cómoel mundo devoraba con los ojos a su madre y a su hermana había quebrado algo ensu interior. La posesión, cruda y absoluta, se convirtió en la única salidalógica para su mente perturbada por el deseo y los celos. Ya no bastaba convigilar; necesitaba reclamar, marcar, poseer.
Con María, la fricción era sujuego favorito. Sus interacciones, aparentemente fraternales, eran el campo deentrenamiento de su lujuria. La agarraba por la cintura cuando pasaba frente aél, fingiendo una pelea juguetona. Sus manos, fuertes y rudas por el gimnasio,se cerraban alrededor de su delgada estructura, y mientras ella forcejeaba conuna risa nerviosa, sus dedos se deslizaban con precisión criminal. Recorría elcostado de su seno, la curva de su cadera, la firmeza de sus glúteos, todo enun instante robado bajo la máscara de la travesura. “Qué buena estás,hermanita… Justo como el médico me las receta”, pensaba, con una sonrisainterna que jamás llegaba a sus labios.
María, por su parte, nadaba enuna confusión dulce y alarmante. La fuerza de Iván era un muro de calor ypoder. Su pecho, ancho y duro como una losa de mármol caliente, lainmovilizaba. Sus brazos, verdaderas columnas de roble, la envolvían con unaseguridad que la hacía sentirse a la vez vulnerable y extrañamente protegida.Una sensación nueva, un cosquilleo eléctrico que le erizaba la piel y leaceleraba el corazón, comenzaba a anidar en lo más profundo de su vientre. Erauna lucha que secretamente no quería ganar.
Hasta que llegó aquella tarde. Élla inmovilizó contra la pared del pasillo, su risa era la cortina perfecta.Ella forcejeó, como siempre, pero esta vez la presión fue diferente. Másíntima, más deliberada. Y entonces lo sintió. A través de la tela de sus shortsy de su leggings, la forma inequívoca, dura, abrumadoramente grande y gruesa desu erección se imprimió en el surco perfecto de sus nalgas. Era un anuncio depiedra de su intención más obscena.
María se paralizó. Todo el aireescapó de sus pulmones. La lucha cesó de golpe, reemplazada por un shocksilencioso que la congeló. Iván, lejos de retroceder, interpretó su quietudcomo una rendición tácita. Con un movimiento pélvico lento, deliberado y brutalmentesensual, comenzó a frotar su miembro rígido contra ella. La fricción era unfuego lento que le recorrió la columna y le arrancó, para su propio horror, ungemido bajo, ronco, un sonido que jamás había salido de su boca.
Fue ese sonido, ese quejidocargado de un placer que no entendía, el que atravesó la casa.
—¡Iván! —la voz de Inés cortó elaire como un cuchillo, llegando desde la puerta de la cocina—. Deja de molestara tu hermana.
La orden fue firme, pero con untono que ya no era el de una madre regañando a un niño. Iván la liberó deinmediato, con una calma exasperante. María no miró a nadie. Caminó hacia suhabitación con las piernas temblorosas, sintiendo aún la ardiente huella de élentre sus nalgas, la humedad vergonzosa en su ropa interior y el eco de supropio gemido avergonzándola.
Iván, en cambio, se volvió haciasu madre con una sonrisa desafiante. Se acercó a ella y, como ya era sucostumbre, le plantó un beso. No fue en la mejilla. Fue en esa delgada líneapeligrosa, justo en la comisura de sus labios, donde el cariño filial sedesdibujaba y comenzaba el territorio del amante.
A Inés, la primera vez que Ivánla besó allí, un escalofrío de alerta le había recorrido el cuerpo. “Fueun descuido, se equivocó”, se dijo. La segunda vez, el escalofrío fuediferente, más cálido, y lo justificó con un “Es cariñoso, eso es todo”.Para la tercera y cuarta vez, la costumbre había normalizado lo anormal. Sucuerpo, traicionero, había empezado a anticipar esos besos. A los cuarenta ytantos, elegante, deseada pero profundamente sola, su piel tenía una memoriadistinta a la de su mente. Las duchas frías ya no bastaban para apagar el calorque la recorría en las noches silenciosas.
Cuando los labios de su hijorozaban ese punto, su cuerpo cedía automáticamente. Su mente, en un acto desupervivencia lujuriosa, comenzaba a borrar la etiqueta de "hijo"para pegarle la de "hombre". Un hombre joven, atlético, con unafuerza varonil que emanaba de él en oleadas y ante el cual su voluntad dehierro se volvía inexplicablemente débil.
Como aquella vez que, sintiendoel valor de la complicidad que ya los envolvía, le confesó:
—Iván, saldré con un arquitecto acenar —comenzó a explicar, intentando llenar el aire con detalles banales sobrecómo lo había conocido en una subasta de arte.
Pero Iván no la dejó terminar. Lainterrumpió, acercándose. Su mirada era oscura, intensa, y su voz, baja perofirme, no dejaba espacio para la réplica.
—No me parece buena idea—declaró, y el posesivo "me" resonó como un trueno—. Él no es parati. Mejor sal conmigo al cine.
Inés lo miró, atrapada en esa redde autoridad que él tejía a su alrededor. No era una sugerencia. Era una ordenrevestida de seducción. El "no" se formó en su mente, pero se murióen sus labios. No se atrevió a desafiarlo. No quiso hacerlo. Aquella noche, enla oscuridad vibrante del cine, no vio la película. Sintió el calor del cuerpode Iván junto al suyo, su brazo rozando el suyo, su perfume invadiendo suespacio. Y supo, con una mezcla de terror y excitación punzante, que la líneaque separaba a una madre de una mujer había sido cruzada para no volver.
La complicidad entre Inés e Ivánse había convertido en una burbuja privada, sofocante y electrizante. Lassalidas se volvieron más frecuentes y atrevidas. Del cine pasaron a cenar enrestaurantes de luces tenues donde sus pies se buscaban bajo la mesa, y de ahía clubes exclusivos donde la música techno latía como un segundo corazón y elalcohol fluía como un lubricante para sus inhibiciones. María, la hijaejemplar, se quedaba en casa, sumergida en sus libros o series, ajena altorbellino que se gestaba a su alrededor, aunque una inquietud sorda comenzabaa carcomerla cada vez que su madre y su hermano salían juntos, regresandotarde, con risas bajas y miradas cargadas.
La noche crucial llegó envueltaen neón y humo. Iván llevó a Inés a un bar privado, un antro de iluminaciónsanguina y sofás de cuero donde el dinero callaba cualquier pregunta. Él teníaun plan meticuloso y perverso. Sabía que el alcohol era la llave quedestrabaría la última cerradura de su moral. Le pidió cocktail tras cocktail,bebidas dulces que ocultaban su potencia. Inés, sintiéndose joven, libre ydeseada por el hombre más viril que había tenido a su lado en años, bajó laguardia. Bebió hasta que el mundo perdió sus aristas afiladas y todo se volvióuna neblina caliente y permisiva.
—Vámonos, mami —le susurró Ivánal oído, su aliento caliente mezclándose con el alcohol del de ella—. Te llevoa casa.
Inés, con la cabeza dando vueltasy el cuerpo flácido y ardiente, apenas podía tenerse en pie. Se apoyó en él,sintiendo el músculo duro de su brazo alrededor de su cintura como su únicoancla a la realidad. Él la guió hasta el auto y la acomodó en el asiento delpasajero. El trayecto fue un vaivén de curvas y manos al acecho. Iván conducíacon una mano; con la otra, acariciaba el muslo de su madre, subiendo poco apoco la falda de su vestido. Inés murmuró protestas débiles, quejidos quesonaban más a invitación que a negativa. Su mente nublada lucha entre el"esto está mal" y el "por fin, por favor".
Al llegar a la casa, a oscuras yen silencio, la cargó casi por completo hasta su habitación, evitando cualquierobstáculo. María, en su cuarto, despertó al oír el portazo y los pasostambaleantes. Se quedó quieta, escuchando. Una punzada de ansiedad le recorrióel vientre.
Iván no encendió la luz en lahabitación de su madre. La tiró suavemente sobre la cama king-size y se lanzósobre ella. Su boca encontró la suya en una oscuridad total, pero esta vez nofue un beso cerca de los labios. Fue una posesión brutal, húmeda y profunda,con su lengua invadiéndola, saboreando el alcohol y a ella. Inés gimió contrasu boca, sus manos empujaron su pecho débilmente, pero su cuerpo, traicionero yhambriento, se arqueó hacia él.
—Iván… no… somos… —tartamudeó,pero sus palabras fueron ahogadas por otro beso más feroz.
—Cállate —rugió él, desgarrandosu ropa con una fuerza animal—. Esta noche no eres mi madre. Eres mi mujer.
La mente de Inés nadaba en un marde tequila y contradicciones. Veía la figura de su hijo, pero solo podía sentiral macho que la dominaba. El miedo se mezclaba con un deseo tan antiguo comoaplastante. Iván, convertido en un hombre lobo ardiente, quería poseerla,marcar cada centímetro de su piel como su territorio. Bajó su cabeza entre suspiernas y, con manos expertas, la abrió para él.
—Chúpamela —ordenó, con una vozronca que no admitía discusión—. Todo. Quiero sentir tu lengua en mis huevos.
Inés, embriagada y sumisa,obedeció. En la penumbra, guiada por sus manos, tomó su miembro, enorme ypalpitante, y se lo llevó a la boca. El sabor a sal y a poder la embriagó másque cualquier trago. Él gruñó de placer, enterrándose más profundamente en sugarganta, mientras sus manos se enredaban en su perfecto cabello.
María, en su habitación,escuchaba los jadeos ahogados, los gemidos profundos de su hermano, los sonidoshúmedos y obscenos. Se había levantado de la cama, aterrada, con el corazón apunto de estallar. Se pegó a la pared, sintiendo cómo cada ruido le taladrabael cerebro. Una confusión monumental la paralizaba. ¿Debía intervenir? ¿Gritar?Pero un calor húmedo e traicionero comenzó a crecer entre sus propias piernas.Su "conchita", como él la hubiera llamado, se humedecíatraicioneramente, palpitando con un ritmo propio, pidiendo a gritos unaatención que la aterraba.
Dentro de la habitación, elespectáculo de lujuria continuaba. Iván a su madre la tomó por detrás, estilo “perrito”,follándola con una potencia que hacía crujir la cama. Inés gritó, un sonidolargo y rasgado, de dolor transformado en éxtasis puro. Fue su primer orgasmo,una explosión que le hizo ver estrellas detrás de los párpados cerrados.
—¡Iván! —gritó, sin podercontenerse.
María, al oír el grito de sumadre y su nombre, sintió que las piernas se le doblaban. Se llevó las manos ala boca para ahogar un sollozo. La confusión era un nudo en la garganta, perola excitación era un fuego en las entrañas. Corrió hacia su cama y, desesperada,agarró la almohada. Se la metió entre las piernas, apretando con fuerza, ycomenzó a frotarse contra ella como una posesa, imaginando que la fuerza queempujaba a su madre era la misma que la empujaba a ella.
Iván cambió de posición. Puso aInés de frente, levantó sus piernas sobre sus hombros y se enterró de nuevo,mirándola fijamente a los ojos mientras se movía con un ritmo lento y profundo,demoledor.
—Dime que es mío — dime que estecuerpo ya es mío y solo mío… — exigió.
—¡Es tuyo! ¡Todo es tuyo, Iván!—gimió ella, en un éxtasis de sumisión.
El segundo orgasmo la recorriócomo un tsunami, más intenso que el primero, arrancándole otro gritodesgarrador.
María, en su habitación,frotándose frenéticamente contra la almohada, alcanzó su clímax al mismotiempo. Un gemido agudo y ahogado escapó de sus labios mientras su cuerpo seconvulsionaba de placer y vergüenza.
Iván, sintiendo cómo su madre secontraía alrededor de él, dio un último embate feroz. La volteó de nuevo, estavez sobre su regazo, cabalgándolo en reverse cowgirl, para tenerlacompletamente bajo su control. El espectáculo de sus nalgas rebotando contra élmientras ella se abandonaba fue la gota que colmó su vaso. Con un rugidogutural, la embistió por última vez, alcanzando su propio orgasmo con unafuerza bestial que le hizo clavar los dedos en sus caderas.
—¡IVÁN! —gritaron ambas alunísono.
Inés, con un tercer orgasmo quela dejó hecha añicos, colapsó sobre la cama, exhausta, poseída yirrevocablemente cambiada.
María cayó de lado sobre su cama,jadeando, con la almohada húmeda y el alma hecha pedazos, sabiendo que nadavolvería a ser igual. La casa entera quedó en silencio, solo roto por losjadeos de los tres cuerpos, unidos por un secreto pecaminoso y un nombregritado en la oscuridad: IVANNNN!!!
La mañana siguiente llegó cargadade un silencio espeso y eléctrico. Iván fue el primero en despertar. Se levantóde la cama donde su madre yacía aún profundamente dormida, destrozada por lanoche anterior, y se dirigió a ducharse. El agua fría corrió por su musculaturadefinida, sellando en cada gota su dominio y la satisfacción de un planejecutado a la perfección. Al salir, se envolvió en una toalla que se anudó ensu cintura, dejando al descubierto su torso poderoso y las marcadas líneas desu V abdominal que se perdían bajo la tela húmeda.
Al cruzar el pasillo, se encontrócon María, quien salía de su habitación pálida y con ojeras. La miró con undescaro absoluto, una sonrisa lateral que no pretendía ocultar su triunfo.
—Buenos días, hermanita… —dijo,su voz grave resonando en el pasillo—. ¿Dormiste bien?
María se quedó paralizada. Laimagen de él, húmedo, casi desnudo y emanando una seguridad animal, le provocóun remolino de sensaciones: miedo, vergüenza, pero sobre todo, una atracciónvisceral que le hizo sentir un calor instantáneo entre las piernas. Bajó lamirada, ruborizada, y asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabezaantes de escabullirse hacia el baño, sintiendo cómo sus ojos la quemaban hastaque la puerta se cerró.
En el desayuno, la nueva dinámicase hizo palpable. Inés se movía con una torpeza elegante, evitando mirar a Ivándirectamente, pero cuando lo hacía, había una sumisión nueva en sus ojos. Lesirvió el café sin que él lo pidiera, con una atención meticulosa que nuncaantes había tenido. Sus dedos temblaron ligeramente cuando los suyos rozaronlos de él al pasar la taza. Ya no era la madre sirviendo al hijo; era una mujeratendiendo a su hombre, reconociendo en cada gesto silencioso la autoridad queél había reclamado y tomado la noche anterior.
Apenas María salió de la casapara sus clases, la tensión acumulada estalló. Iván no esperó ni un segundo.Empujó a Inés contra la pared de la sala de estar, su búsqueda fue brutal ydirecta. No hubo preámbulos, solo la urgencia animal de reafirmar su posesión.La folló allí mismo, sobre el sofá de terciopelo, con una intensidad que ladejó jadeante, exhausta y con la falda aún subida cuando él se retiró de ella.Se quedó dormida casi al instante, llevada a su alcoba por él, consumida por elplacer y el agotamiento.
Cuando María regresó horasdespués, la casa estaba en un silencio engañoso. Encontró a su madreprofundamente dormida en su habitación. En la sala, Iván, con un short de gymque dejaba poco a la imaginación y una camiseta ajustada que delineaba cadamúsculo, veía la televisión con aparente normalidad. Al ver pasar a María, sumirada se encendió.
—Ven acá —dijo, no como unainvitación, sino como una orden suave pero irrevocable.
Ella titubeó, pero la resistenciade antes se había esfumado, reemplazada por una curiosidad ardiente y unasumisión latente. Él la jaló hacia sí y, con una facilidad pasmosa, la sentósobre sus piernas. María no se quejó. Se dejó acomodar, sintiendo al instante,a través de la fina tela de su short, la dura prominencia que comenzaba acrecer bajo ella. Iván no hizo mayor movimiento; solo pasó un brazo alrededorde su cintura y, con la otra mano, comenzó a acariciar suavemente sus piernasdesnudas. Su palma subía, subía, hasta rozar el borde interior de su short,mientras con disimulo, la movía casi imperceptiblemente sobre su erección.María, con el rostro en llamas, contuvo la respiración. Cada pequeño movimientoera una chispa que le recorría el vientre. Se estaba humedeciendo, y él podíasentirlo.
—Iván… necesito hablar contigo—la voz de Inés, tensa y cargada de una preocupación que olía a celos, cortó elmomento. Había presenciado la escena desde la sombra del pasillo, y elespectáculo de su hija meciéndose sobre la verga de su hermano le había hechohervir la sangre.
María se levantó de un salto,como una niña pillada en falta, su rubor mezclándose con una frustraciónintensa por haber sido interrumpida justo cuando una ola de placer comenzaba acrecer dentro de ella.
Inés se acercó, tratando deimponer una autoridad que ya se le había quebrado.
—A tu hermana no debes tratarlaasí —dijo, pero su voz sonaba falsa, guiada por el rencor posesivo y no por lamoral.
Iván la miró. No dijo unapalabra. Su mirada fue suficiente para desnudarla y someterla de nuevo. Laagarró del brazo y la jaló hacia el sofá donde minutos antes tenía a María.
—Iván, no, ¡basta! —protestó elladébilmente, pero su cuerpo ya respondía al contacto brusco.
Él la giró, la inclinó sobre elbrazo del sofá y, sin miramientos, le bajó el short y la tanga. No hubolubricante, solo la humedad de su excitación celosa. Y entonces se la introdujopor detrás, por el culo, con una embestida que le arrancó un grito ahogado dedolor y shock. Era un acto de dominio total, una brutal reafirmación de que nohabía límites, que no había reglas, que él era el único dueño de ambas. Lafolló así, salvajemente, hasta que sus quejidos de dolor se transformaron engemidos de un placer culposo y profundo, hasta que ella volvió a claudicar,derrotada y poseída en su totalidad.
Al terminar, él se levantó, seajustó la ropa y le dio una palmada en la nalga.
—Ve a bañarte —ordenó, con la vozronca por el esfuerzo.
Inés, temblorosa y marcada,obedeció sin rechistar.
Iván entonces se dirigió a lahabitación de María. Llamó a la puerta con los nudillos y asomó la cabeza. Ellaestaba sentada en la cama, aún perturbada y excitada por lo ocurrido en lasala.
—Ponte guapa —le dijo, su tono no dejaba lugar a dudas—. Esta noche saldremostú y yo a cenar.
María fue un mar de nervios. Doshoras más tarde, sin embargo, bajaba las escaleras luciendo un vestido quedestacaba su belleza dulce pero con un toque de sensualidad que nunca antes sehabía atrevido a mostrar. Iván la esperaba al pie de las escaleras. La miró dearriba abajo, con aprobación lujuriosa en los ojos, y le tomó la mano con unafirmeza que sellaba su destino. La guió hacia el auto, y mientras arrancaban,María supo, con el corazón acelerado y un nudo de anticipación en el estómago,que esa cena no sería para comer, sino para ser devorada.
El rugido del motor del auto erael único sonido que competía con el latido acelerado del corazón de María. Ibaa su lado, en el asiento del copiloto, con las manos entrelazadas sobre elregazo, tratando de disimular su temblor. No podía dejar de mirarlo de reojo.Iván conducía con una mano, el brazo izquierdo descansando en la ventanillaabierta, emanando una confianza tan densa que casi se podía tocar. Esa tarde,mientras su madre yacía exhausta y sumisa en la casa, él había ejecutado elmovimiento final. Con el celular de Inés, aún desbloqueado y caliente por suuso, había transferido a su propia cuenta los siete millones y medio de pesosrestantes de la herencia de su padre. El dinero, como las mujeres, ahora lepertenecía. Él era el rey, y aquel auto era su carruaje real rumbo a lacoronación de su reina.
Iván lanzó una mirada lateralhacia María. La luz del atardecer doraba su perfil suave, acentuando suinocencia, una inocencia que él estaba a punto de quebrar para siempre.
Mentalmente, ya la saboreaba.Inés era suya para saciar sus impulsos más oscuros, para dominar y poseer en lasombra. Pero María… María era diferente. Ella merecía ser exhibida, admirada,envidiada. Sería su esposa en todo menos en el nombre legal. La idea de queella llevara su marca, de que le diera herederos, encendió una brasa deposesión absoluta en su pecho.
«Tú vas a darme dos o treshijos...», pensó, y la certeza de ese futuro lo llenó de una satisfacciónprimitiva.
Al llegar al restaurante, Maríacontuvo el aliento. No era solo exclusivo; era un lugar de luz tenue, mesasseparadas por cortinas de seda y un silencio que invitaba a los secretos. Eraíntimo, demasiado íntimo para ser una cena entre hermanos. Iván pidió unabotella de vino tinto fino, carísimo, y llenó la copa de María una y otra vezcon una sonrisa tranquilizadora.
—Solo es una copa, relájate—mintió, sabiendo perfectamente que su hermana casi no bebía.
La embriagó justo lo necesario.Lo suficiente para que sus inhibiciones se difuminaran, para que sus mejillasse sonrosaran y sus ojos brillaran con una languidez vulnerable. Justo antes deque el camarero trajera la cuenta, Iván hizo su jugada. No se arrodilló. No fueuna petición. Con una calma aterradora, sacó una pequeña caja de terciopelonegro de su bolsillo.
—Dame tu mano —dijo, su voz erauna orden suave pero irrevocable.
María, aturdida por el vino y lasituación, extendió la mano temblorosa. Él abrió la caja. Dentro, un anillo decompromiso solitario, con un diamante que capturaba toda la luz de la sala y ladevolvía en un millón de destellos. Ante su mirada de incredulidad y confusión,Iván tomó su dedo anular izquierdo y deslizó la joya fría hasta la base.
—Iván, ¿qué es esto? —susurróella, su voz quebrada por una emoción que no podía definir.
—Es lo que mereces —respondió él,sin soltarle la mano. Su mirada era intensa, devoradora—. Es lo que va a pasar.
Y entonces sucedió. Se inclinósobre la mesa, atravesando el centro de rosas que los separaba. Su acercamientono fue brusco; fue deliberado, lento, dando tiempo a que ella viera venir suslabios. El primer contacto fue de una ternura devastadora. Sus labios fueronsuaves, apenas un roce, un pregunta silenciosa. María se paralizó, sintiendo elsabor a vino tinto y a hombre en su boca. Su mente gritaba, pero su cuerpo,caliente y entumecido por el alcohol y la extraña sumisión que le habíainvadido, no se movió.
Iván profundizó el beso. Laternura inicial se transformó en una demanda de fuego lento. Su lengua buscó laentrada de su boca y la encontró entreabierta, permitiéndole el acceso. Ungemido ahogado escapó de la garganta de María. Ya no era ternura; era deseopuro, crudo, un sello de propiedad que le quemaba los labios y le robaba elaliento. Cuando se separaron, ella jadeaba, con los ojos vidriosos y el anilloreluciendo en su mano como una marca de fuego.
—Vámonos —ordenó Iván, dejandounos billetes sobre la mesa sin siquiera mirar la cuenta.
La guio del brazo, no de la mano,fuera del restaurante. Su agarre era firme, posesivo. No iban a casa. Iváncondujo hasta un hotel de lujo en la zona más exclusiva de la ciudad. María losiguió en un estado de shock, el vestido pegado a su cuerpo por un sudornervioso, el anillo pesando en su dedo como un grillete de diamantes.
La suite era enorme, con una camaking size dominando la habitación y una bañera de hidromasaje en un rincón. Lapuerta se cerró con un clic siniestro. Iván se volvió hacia ella. Laelectricidad en la habitación era palpable.
—Es hora —dijo, su voz ronca.
María intentó retroceder, perochocó contra la puerta. El miedo le nubló la vista.
—Iván, por favor… no sé… no estoy…
—Shhh —él se acercó, despacio,como un depredador seguro de su presa—. Confía en mí. Eres mía ahora. Esto yaestaba escrito.
La besó de nuevo, pero esta vezno había ternura. Era un beso de conquista. Sus manos recorrieron su cuerpo,desabrochando el vestido con una habilidad aterradora. La tela cayó a sus pies,dejándola en ropa interior. María lloraba en silencio, lágrimas de miedo,confusión y una excitación traicionera que la horrorizaba.
—Por favor… —suplicó, pero era unsusurro débil.
Iván la llevó hasta la cama. Latumbó sobre las sábanas frías de satén. Le quitó la ropa interior conmovimientos precisos. Él se desvistió frente a ella, y María contuvo el alientoal ver su cuerpo musculoso, y sobre todo, su miembro completamente erecto,imponente y amenazante.
—Duele… he oído que duele mucho—lloriqueó, encogiéndose.
—Sí —admitió él, sin endulzarlo—.Dolerá. Pero solo al principio. Luego, me pedirás más.
Se posó entre sus piernas. Maríacerró los ojos con fuerza, apretando las sábanas con los puños. Sintió la puntadura y caliente presionando su entrada virgen.
—¡Iván! —gritó, en un últimointento de resistencia.
Pero fue inútil. Él empujó, firmey sin vacilar, desgarrando el himen en un acto de posesión total. Un gritoagudo y desgarrador de dolor escapó de los labios de María. La sensación de serpartida en dos fue insoportable. Lloró con desesperación, sintiendo cómo sucuerpo era violado, invadido, marcado para siempre.
—Shhh, ya pasó —murmuró él en suoído, pero no se detuvo—. Lo peor ya pasó, hermanita.
Comenzó a moverse dentro de ella,con embestidas lentas y profundas que le arrancaban gemidos entrecortados dedolor. Poco a poco, muy poco a poco, la quemazón inicial comenzó a ceder,transformándose en una sensación extraña, llena, que comenzaba a generar uncosquilleo eléctrico en su interior. El dolor no desapareció, pero se mezclócon algo más.
—Oh, Dios… —susurró, sorprendida.
Iván sonrió, sintiendo cómo sucuerpo se adaptaba a él, cómo se humedecía para recibirlo.
—¿Lo ves? —jadeó—. Tu cuerpo me reconoce. Me desea.
Sus movimientos se hicieron másrápidos, más enérgicos. María ya no lloraba de dolor. Sus uñas se clavaban ensu espalda, sus piernas se enroscaron alrededor de su cintura por propiavoluntad, atrayéndolo más profundamente. El placer, un placer intenso, culpabley adictivo, comenzó a apoderarse de ella, ahogando los últimos vestigios dedolor.
—Iván… más… por favor… —gimió,abandonando toda resistencia.
Él gruñó, satisfecho. La tomó delas caderas y la folló con una fuerza brutal, animal, que hacía gemir losresortes de la cama. María gritó, no de dolor, sino de éxtasis, cuando suprimer orgasmo la estremeció con una violencia que no creía posible.
—¿Quieres mi semen, María? —rugióél, al borde del climax—. ¿Quieres que te llene? ¿Que te marque por dentro comote he marcado por fuera?
—¡Sí! —suplicó ella, fuera de sí,poseída por una necesidad biológica, primaria—. ¡Por favor, Iván, adentro!¡Vacíate todo dentro de mí! ¡Te lo ruego!
Fue la invitación que élnecesitaba. Con un gruñido gutural, la embistió una última vez, profundamente,y eyaculó dentro de ella en potentes chorros calientes. María sintió cómo lallenaba, cómo la posesión se completaba en su interior, y un segundo orgasmo,más profundo y devastador, la hizo gritar hasta quedar sin voz.
Iván se desplomó sobre ella,jadeante. El calor de su semen dentro de su hermana era el sello final de sudominio. María, exhausta, con lágrimas secas en las mejillas y el cuerpotembloroso por los espasmos del placer, lo abrazó con fuerza. El dolor habíapasado. Solo quedaba la abrumadora, aterradora y excitante realidad depertenecerle por completo.
Esa noche no volvieron a casa.Iván la tomó de nuevo horas más tarde, en la penumbra de la suite,despertándola con caricias que ya conocían cada curva de su cuerpo. La poseyópor detrás, agarrando sus caderas con fuerza mientras murmuraba en su oído, conuna voz ronca y llena de promesas obscenas: «No volveremos a casa hasta queestés bien moldeada a mi verga, hermanita. Hasta que tu cuerpo no sepa moversesino para recibirme». María, aún adolorida pero extrañamente ansiosa, se arqueócontra él, aceptando cada embestida, cada palabra, como un nuevo mandato de suahora única realidad.
En casa, Inés se consumía en unaansiedad silenciosa. Sabía, con un instinto visceral, lo que estaba ocurriendoen algún lugar detrás de las paredes de un hotel de lujo. Caminaba por la casavacía, pasando los dedos por el borde de la mesa donde Iván la besaba cerca delos labios. Tomó el teléfono decenas de veces, pero siempre lo soltaba. «¿Quéhe hecho?», pensaba, horrorizada por su complicidad silenciosa, por el abandonocon el que había entregado a su hija. Pero entonces, el recuerdo de laautoridad de Iván, la memoria de su fuerza y la promesa tácita de su posesión,hacía que un calor húmedo y traicionero brotara entre sus piernas. Secontradecía, se odiaba y se excitaba en un ciclo interminable.
Iván reclamó a María una y otravez durante toda la semana. La mañana siguiente a la primera noche, la encontrósumergida hasta los hombros en el agua burbujeante del jacuzzi de la suite. Sinmediar palabra, se desvistió y entró con ella. El agua se desbordó mientras latomaba sentada sobre él, con la espalda contra su pecho, sus gemidos ahogadospor el rugido del agua. No salían para nada del cuarto. Todo lo ordenaban porservicio a la habitación. Los camareros que llevaban las bandejas de comidagourmet y las botellas de champagne no podían evitar, al salir, echar unvistazo furtivo a la pareja. A veces los pillaban en el balcón, con Iván detrásde María, agarrándola del pelo mientras ella se apoyaba en la barandilla, suespalda arqueada contra el cielo de la ciudad. «Son como una pareja salida deuna película porno», pensaba uno, limpiándose el sudor de la frente. «Él, guapoy con un cuerpo esculpido como un dios griego; ella, una diosa de belleza dulcey curvas perfectas, siempre entregada».
Pasó una semana entera antes deque los tortolitos abandonaran la suite. Iván caminaba orgulloso, con el portede un conquistador, sosteniendo de la mano a su mujer. Su mujer. Sabía, con unacerteza animal, que probablemente ya la traía preñada. La idea lo enardecía.María, por su parte, caminaba con una seguridad nueva. Llevaba en su vientrelitros de su semen, cada embestida de esa semana había sido un intentodeliberado de fecundación. Se sentía marcada, poseída, y un orgullo primitivo yceloso la embargaba. Caminaba pegada a él, lanzando miradas de advertencia acualquier mujer que osara admirar a su hombre.
Cuando llegaron a casa, Inéstrató de actuar con naturalidad, con una sonrisa tensa. Pero tan prontocruzaron la puerta, Iván, sin preámbulos, tomó a María de la cintura y lapresentó con solemnidad:
—Mira, Inés… te presento a lafutura madre de mis hijos… mi prometida, María.
Inés palideció por un instante,pero recuperó la compostura con una rapidez admirable.
Sabía que su supervivencia eneste nuevo orden dependía de seguirle la corriente. Extendió la mano a supropia hija como si se conocieran por primera vez. —Es un placer—, dijo, conuna voz que apenas le tembló.
Iván continuó, dominando elespacio con su sola presencia. —Pensaba remodelar la casa, pero será más fácilvenderla e irnos a vivir lejos. Un nuevo comienzo, lejos de… miradasindiscretas—. No lo dijo, pero todas supieron a lo que se refería: al escándaloinminente, al embarazo que pronto sería evidente.
Inés aún no entendía cuál seríasu nuevo rol, pero cuando Iván salió a buscar a un agente inmobiliario, sequedó a solas con María. La miró, y sin mediar palabra, la abrazó con unafuerza desesperada. —Sé que me darás nietos hermosos—, le susurró en el oído, ysu voz se quebró—. Definitivamente, eso lo sé.
Ambas rompieron en llanto, unllanto de complicidad, de terror y de una extraña admiración por el mismohombre que las había reducido a esto. Luego, rieron, con los ojos brillantes,endiosadas y atrapadas en la misma red.
Esa noche, Iván y María durmieronjuntos en la habitación de ella. Tan pronto atendió a María, saciándola con unalentitud exasperante que la dejó dormida y exhausta, Iván se deslizó fuera dela cama y fue directamente a la alcoba de Inés.
No hubo palabras. La encontródespierta, leyendo bajo la luz tenue de la lámpara. Le arrancó el libro de lasmanos, le apartó las sábanas y se montó sobre ella. La folló con una intensidadsalvaje, como si quisiera borrar cualquier duda, cualquier pensamiento derebelión que hubiera germinado en su ausencia. Era una reclamación, unaposesión furiosa. La tomó por todos sus agujeros, alternando entre su boca, sucoño y su culo con una energía inagotable, arrancándole cuatro orgasmosconsecutivos que la dejaron hecha un temblor, balbuceando incoherencias. «¿Dedónde saca fuerzas este hombre?», pensó, maravillada y aterrada, mientras sucuerpo respondía con una entrega absoluta que la avergonzaba y la enardecía porigual.
En menos de una semana, la casa,el coche y los muebles estaban vendidos. Y, por supuesto, el dinero de laventa, al igual que la herencia de su padre, fue a parar directamente a lacuenta de Iván. Él era el pilar, el proveedor, el dueño absoluto de su nuevo yperverso mundo. Y ellas, ahora un trío unido por secretos, semen y sumisión, sepreparaban para seguirlo a donde él decidiera.
Iván había sido implacable en subúsqueda. No quería un lugar cualquiera; necesitaba un reino. Lo encontró avarios cientos de kilómetros de su antigua vida, en una zona donde laspropiedades se medían en hectáreas, no en metros cuadrados. Una hacienda antigua,restaurada con un gusto que mezclaba lo rústico con el lujo discreto. La habíaconseguido por una fracción de su valor real; el agente inmobiliario, un hombreya entrado en años, pareció ceder ante la abrumadora y firme presencia de Iván,casi como si intuyera que era más fácil (y más seguro) no regatear consemejante hombre. El dinero de la venta de su antigua vida cubrió la compra sinproblemas, consolidando aún más el poder absoluto de Iván sobre su pequeñomundo.
La propiedad era vasta. La casaprincipal, de techos altos y amplios ventanales, se erguía imponente, rodeadade jardines silvestres y un viejo roble que daba sombra a una terraza depiedra. A unos cincuenta metros, casi escondida entre enredaderas florecidas,estaba la casita de invitados, más pequeña pero igual de acogedora, destinadapara Inés. Era el perfecto escenario para su nuevo orden.
Los vecinos, aunque escasosdebido a las grandes distancias, sentían la curiosidad que despierta cualquierforastero. Unos días después de su llegada, una pareja mayor que vivía en lahacienda colindante se acercó con una cesta de frutas de regalo. Iván losrecibió en la entrada, con un brazo posesivo alrededor de la cintura de María yuna mano firme en el hombro de Inés, presentándolas con una sonrisa que nollegaba a sus ojos fríos.
—Les presento a mi esposa, María—dijo, haciendo énfasis en la palabra, y su mano apretó su cadera—. Y a misuegra, Doña Inés, que tan amablemente nos acompaña.
María, con un incipiente brillode maternidad en el rostro, sonrió tímidamente. Inés, impecable como siempre,asintió con una elegancia que parecía tallada en piedra, aunque su miradaevitaba cruzar directamente con la de los curiosos. Los vecinos se fueroncomentando lo "joven y enérgico" que era el nuevo propietario, y lo"tranquila y dedicada" que parecía su familia.
La nueva vida adquiriórápidamente una rutina. Iván se estableció con María en la casa principal, enun dormitorio enorme con una cama que era un territorio de conquista diaria.Inés se instaló en la casita, un remanso de calma aparente donde cada objetohablaba de una elegancia que se resistía a morir. Las primeras tres semanasfueron de una calma tensa y placentera. Las mañanas olían a café recién hechoque Inés llevaba a la casa principal, los días transcurrían entre lapreparación del parto y largos paseos por los campos, y las noches… las nochestenían un ritmo marcado por Iván.
Cada dos noches, con unapuntualidad brutal, Iván se deslizaba fuera de la cama donde yacía María,satisfecha y adormilada, y cruzaba la distancia entre las dos casas. No llamabaa la puerta de Inés. Simplemente entraba. Y ella lo esperaba, a veces leyendo,a veces simplemente mirando por la ventana, siempre arreglada, siempreimpecable. Sus encuentros eran una tempestad silenciosa de posesión y sumisión,un recordatorio constante de que, aunque viviera separada, su cuerpo y sulealtad aún le pertenecían por completo.
Fue una tarde soleada, sentados los3 en la terraza, cuando María, con una sonrisa que mezclaba el miedo y lafelicidad puras, tomó la mano de Iván y miró a su madre.
—Mamá… Inés… —corrigió adaptándoseal nuevo protocolo—. Tenemos noticias… Iván y yo estamos esperando bebé.
El silencio duró un segundoeterno. Inés contuvo la respiración, pero luego una sonrisa genuina, aunquecompleja, iluminó su rostro. Se levantó y abrazó a su hija con una fuerza quedelataba emociones encontradas: alegría por la vida que crecía, terror por lascircunstancias, y una resignación absoluta al hombre que lo había orquestadotodo.
—¡Oh, María! —exclamó, y sus ojosse humedecieron—. Es una maravillosa noticia. Que emoción, tendremos un bebé encasa!
Desde ese instante, Inés adoptóel rol con una devoción feroz. Se convirtió en la guardiana del embarazo de suhija. La cuidaba con un esmero que rayaba en lo obsesivo: preparaba suscomidas, la acompañaba en sus paseos, le leía para relajarse. Era la madre quecuidaba a su hija embarazada, borrando temporalmente la perversión de lasituación bajo el manto sagrado de la maternidad.
Una noche, María, vulnerable yhormonal, le confesó su mayor temor a su madre mientras tomaban té de hierbas.
—Temo que… que Iván busque a otramujer —susurró, las lágrimas asomando—. Mientras yo no pueda… satisfacerlo comoél necesita. Tú sabes que a él le gusta el placer sin límite y yo estoy limitadaen este momento…
Inés posó su mano sobre la de suhija, su voz era un susurro calmado y lleno de una terrible certeza.
—No temas, cariño. Yo meencargaré de que toda esa energía… esté bien encauzada. Tú preocúpate solo pordar a luz a un niño sano. Yo me ocupo de tu hombre.
María asintió, aliviada y a lavez atrapada en la extraña normalidad de aquel pacto. Su madre se convertiríaen la válvula de escape de su esposo. Y ella lo aceptó.
Iván, por su parte, veía cómo sumundo se expandía. Comenzó a hacer negocios, a comprar y vender ganado, arelacionarse con los lugareños. Su presencia fuerte y su astucia natural lohicieron rápidamente respetado (y temido) en la región.
Fue en una de estas salidas, enuna reunión en la granja de uno de los terratenientes más prósperos de la zona,donde su mundo volvió a tambalearse. Conoció a Esmeralda.
Era la hija del anfitrión, y subelleza era tan impactante que parecía irreal. Poseía una piel de una palidezluminosa, como porcelana fina, que contrastaba violentamente con una melena deébano gruesa y ondulada que le caía sobre los hombros. Pero lo más cautivadoreran sus ojos: grandes, almendrados y de un azul profundo y claro como el aguade un glaciar, unos ojos que parecían verlo todo y no revelar nada. Su cuerpo,esbelto pero con curvas sugerentes bajo un vestido sencillo, movía con unagracia natural y despreocupada que hechizaba. Esmeralda tenía esa mezcla deinocencia y sensualidad ardiente.
Iván la observó desde el otrolado del corral, mientras negociaba el precio de unos sementales. Pero su menteya no estaba en los caballos. La devoraba con la mirada, con ese mismo instintopredatorio que una vez lo había cegado ante su propia hermana. Su sangrepareció espesarse y bullir en sus venas. Un pensamiento, claro, obsceno yposesivo, cruzó su mente como un relámpago:
-La quiero para mí…
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