
Soy una mujer casada, madre de tres niñas. Entre la rutina, la casa y los horarios, el tiempo para ser “mujer sexosa” parece escaparse… pero siempre me hago el lugar. El colegio de mis hijas se volvió mi escondite perfecto para mis perversiones, y el auto o una camioneta son mis templos secretos, donde me dejo usar, donde dejo salir a esa puta que nadie sospecha que soy.

Aquella tarde, apenas se cerró la puerta trasera de la camioneta, me olvidé de todo: de mi esposo, de mis hijas, de la vida “correcta”. Me entregué.
Uno me tomó del cabello y me empujó la cara contra su verga caliente, obligándome a abrir la boca. El sabor a hombre llenaba mi lengua mientras el segundo ya me corría la bombacha y me partía el coño con fuerza. Yo gemía con la boca ocupada, babeando, tragando, mientras un tercero me sujetaba las caderas y me abría más.

El cuarto esperaba su turno, tocándose, mirándome como si yo fuera su presa. Me giraron de golpe, me dejaron en cuatro sobre el asiento. Sentí cómo uno me penetraba profundo mientras otro me alzaba la cara para seguir usándome la boca. El tercero me escupió en el culo y lo fue abriendo con su verga, hasta que los tres me llenaban a la vez: garganta, coño y culo, sin descanso.

Yo lloraba de placer, entre jadeos, entre gritos apagados, entre sacudidas que me dejaban temblando. Me sentía usada, dominada, y cada embestida me hacía más puta, más adicta a ese momento. La camioneta se movía al ritmo de nuestros cuerpos, los vidrios empañados, el olor a sexo impregnándolo todo.

Cuando llegó el turno de acabar, no me dieron respiro. Me bañaron la cara, la boca, el pecho, el coño, hasta que quedé marcada por los cuatro. Sentí sus chorros calientes corriéndose en mí, mezclándose, llenándome como nunca.

Ese día lo entendí… no eran cualquier hombres. Eran cuatro padres, cuatro machos vergones que me habían follado sin piedad, descargando toda su lujuria en esta madre casada que dejó de fingir perfección.
Y desde entonces ya no hubo vuelta atrás: me volví su puta.

Me consumí en sus deseos, me perdí en su forma de usarme. Una tarde, en el auto de uno, me abrió las piernas y me folló rápido, sin palabras, como si yo fuera solo suya. Otro día, a escondidas, me hizo arrodillarme y se la chupé entera, tragando su leche con avidez. En el bus escolar, mientras los demás charlaban, tuve la mano escondida sobre el pantalón de otro, masturbándolo en silencio, excitada por el riesgo de que alguien nos descubriera.
Cada encuentro me hundía más en la lujuria. Los cuatro me buscaban, me compartían, me usaban donde fuera y como querían. Y yo lo permitía, lo disfrutaba, lo pedía. Era la madre ardiente, la esposa puta, la mujer de todos ellos.

Con el tiempo, mi esposo también lo supo. No me juzgó, al contrario: me deseó aún más. Y fue ahí donde todo se completó: cuando ellos cinco me tomaron a la vez, mi marido y esos cuatro padres que ya eran mis dueños.
Hoy, a los 38 años, casada y con tres hijas, puedo decirlo con la piel erizada: encontré mi plenitud sexual.

Porque nada se compara con haber sido cogida por cinco hombres a la vez: mi esposo y cuatro padres deseosos de mi intimidad.
No soy perfecta, pero soy real.
Y esa realidad es la que me enciende.
Así encontré la gloria: entre gemidos, corridas y lujuria.


7 comentarios - La camioneta de mis perversiones