Hoy, mientras con mi esposa planificábamos nuestro aniversario número treinta, mi mente viajó inevitablemente hacia atrás, a ese mismo punto en el tiempo, dos semanas antes de nuestra boda. Ella acababa de cumplir veinte años, yo tenía veintiuno. Todo estaba resuelto para la ceremonia, apenas faltaban detalles… pero esa semana quedó marcada en mi piel y en mi memoria por algo que jamás estuvo en los planes.
Esa noche, después de dejar a mi novia en su casa, llegué a la mía. Vivía con mis padres y mis dos hermanos. El mayor tenía su propia habitación; yo compartía la mía con el menor, apenas un año más chico que yo. Entré, encendí la luz, cerré la puerta… y allí lo vi. Estaba dormido, con el calzoncillo desplazado y su pene afuera, expuesto, tibio, abandonado a la noche.
No sé de dónde saqué el valor. Era como si un deseo oculto hubiera estado esperando esa oportunidad. Me agaché junto a su cama, lo miré de cerca, temblando, y lo toqué. Estaba flácido, pero sentirlo en mi mano me estremeció. Lo acaricié, lo probé con los dedos… y antes de darme cuenta ya lo tenía en mi boca. Lo saboreé apenas un instante, con miedo a que despertara. Después, en mi cama, me masturbé con una urgencia distinta, incendiado por ese sabor, por esa nueva sensación que me había atrapado sin remedio.
La noche siguiente volví a repetirlo, incapaz de resistirme. Esta vez me entregué más, chupando con deseo creciente hasta que lo sentí endurecerse dentro de mi boca. El se despertó, pero yo ya no podía parar. Seguí mamando, devorando cada palmo de su carne, hasta que explotó en mí. Tragué todo, en silencio, con el corazón desbocado. Luego me fui a mi cama como si nada.
Los días pasaban con normalidad afuera, pero en la oscuridad del cuarto todo era distinto. Ya no hacía falta hablar: él se dejaba, yo lo esperaba. Pronto encendía la luz para mirarlo bien, contemplar la dureza de ese miembro hermoso, sentirlo en mi cara, besarlo, lamerlo, volverme adicto a su forma, a su olor, a su sabor. A veces incluso era él quien venía a mi cama, jugaba un poco conmigo, y al final me regalaba lo que yo más ansiaba: su corrida directa en mi boca, llenándome entero.
La última noche antes de mi boda… esa noche sabía que tenía que atreverme a más. Me acosté desnudo, boca abajo, esperándolo. Cuando entró al cuarto y me vio en esa posición, entendió de inmediato. Sus dedos se abrieron paso entre mis nalgas, pero no pudo penetrarme: la fricción lo hacía imposible. Lo escuché masturbarse frustrado y me invadió el pánico. Corrí al baño, tomé un frasco de vaselina y regresé decidido. Le unté su verga hasta la base, me embadurné yo mismo y le susurré al oído:
—Ahora sí… quiero que me lo metas.
Se subió a mi cama, me abrió de nuevo y esta vez lo sentí presionando fuerte. Hubo resistencia, un ardor que casi me hizo desistir… hasta que de golpe mi cuerpo cedió, como si una puerta prohibida se abriera de par en par. Entró entero dentro de mí. El dolor inicial se fue transformando en un placer eléctrico que me sacudía por dentro. Me empinaba, lo buscaba, rogaba por sus embestidas cada vez más profundas. El lo sacaba y volvía a hundirse con lujuria, y yo me abría para recibirlo con ansias, sabiendo que era la primera y la última vez.
Cuando se corrió lo hizo dentro de mí, llenándome igual que tantas veces en mi boca. Pero esta vez lo sentí más profundo, más íntimo. Se quedó un momento allí, todavía dentro, y yo sabía que esa sería la despedida de nuestro pacto secreto.
Treinta años han pasado. Hoy tengo una esposa maravillosa, un matrimonio que celebra su aniversario… pero esa semana prohibida aún vive en mí, latente, como un recuerdo sucio y delicioso que nunca me abandona.
Treinta años después, aquí estoy, sentado frente a ella, la mujer que ha sido mi compañera de vida, planeando juntos nuestro aniversario. La escucho hablar de flores, invitados, música… y yo asiento, sonrío, pero por dentro mi mente late con aquel recuerdo prohibido.
No sé si es el paso del tiempo, o el calor de haber revivido todo eso tan vívidamente, pero siento la urgencia de contárselo. Ya no quiero que quede enterrado. Quiero compartirlo con ella. Quiero ver qué hace con esa verdad.
Mientras nos servimos una copa de vino, la miro a los ojos y le digo:
—Amor… hay algo que nunca te he contado. Algo que pasó justo antes de casarnos.
Ella me observa curiosa, ladeando la cabeza, esperando. Mi corazón late como aquella primera noche que me atreví a tocar a mi hermano dormido. Y entonces lo suelto, con palabras directas, con crudeza, sin adornos. Le cuento cómo lo vi, cómo lo chupé, cómo me corrí con su semen en la boca. Cómo durante días lo busqué de nuevo, cómo me hice adicto a su verga. Cómo la última noche, desesperado, lo dejé entrar dentro de mí.
Mi esposa guarda silencio. No me corta, no me juzga, no me quita los ojos de encima. Siento su respiración acelerada, noto el brillo en sus pupilas. Cuando termino, no dice nada… se levanta de la silla, viene hacia mí y me besa, lento, húmedo, largo.
Sus labios saben a vino, su lengua invade mi boca como si buscara rastros de aquel semen que le acabo de describir. Me toma de la mano, la pone sobre su pecho y susurra:
—Treinta años guardándote eso… y ahora me lo confiesas. No sabes lo que me excita imaginarte así.
Sus palabras me encienden de una forma brutal. La siento húmeda, temblando. Se pega a mí, me roza la pierna con la suya, y yo descubro que mi confesión no la aleja… la enciende. La deseo como aquella primera vez, pero ahora con un fuego nuevo: el de saber que mi secreto más oscuro puede ser también nuestra fantasía compartida.
La tomo en brazos y la llevo al sofá. Ella me guía, se sienta a horcajadas sobre mí y me susurra al oído:
—Ahora quiero que me lo cuentes otra vez… mientras me coges.
Y yo lo hago, entrando en ella con fuerza, narrándole cada detalle, cada sensación, cada gota de semen que tragué, cada embestida de mi hermano aquella última noche. Mi esposa gime, se aprieta contra mí, me pide más. Está viviendo mi recuerdo como si fuera suyo, y yo descubro que la excitación de aquel secreto prohibido no murió: ahora renace en su cuerpo, en nuestro lecho, en nuestra vida de esposos. Entonces la penetro con fuerza, jadeando mientras le susurro cada detalle de lo que viví con mi hermano. Ella gime, me araña la espalda, se mueve sobre mí con furia. Siento sus labios en mi oído, calientes, húmedos, cuando me dice entre gemidos:
—Me pone loca imaginarte así… tragándote la corrida de otro… dejándote follar como aquella noche.
Mi cuerpo tiembla, mi verga late dentro de ella, y de pronto la escucho soltar lo que jamás había pensado que saldría de su boca:
—Quiero verte hacerlo otra vez. Quiero que lo repitas… pero ahora conmigo mirando.
Me quedo helado un instante, pero su mirada no admite dudas. Está encendida, hambrienta, completamente entregada a esa idea.
—¿De verdad… quieres verme con otro hombre? —le pregunto, incrédulo, excitado.
—Sí —responde sin titubear—. Quiero ver cómo lo chupas, cómo te llenan la boca… cómo te abres para que te lo metan dentro. Quiero ver a mi marido usado por otro hombre… y quiero ser yo la que lo presencie.
Mis caderas se sacuden solas, me corro dentro de ella con un gemido ahogado, pero mi mente ya no está en el orgasmo… está en lo que acaba de proponerme.
Después del clímax nos quedamos abrazados, sudorosos, con la respiración entrecortada. Y ella, con una sonrisa peligrosa en los labios, me susurra:
—Faltan dos semanas para nuestro aniversario. ¿Y si, en vez de solo flores y música, nos regalamos algo… inolvidable?
Siento que mi corazón va a estallar. Treinta años después de aquel secreto, mi esposa me está ofreciendo la oportunidad de revivirlo, de hacerlo real otra vez, de compartirlo con ella.
—¿Quién…? —pregunto con la voz rota de deseo.
Ella me acaricia el pecho, se muerde el labio y dice despacio, como saboreando cada palabra:
—Tengo a alguien en mente.
Pasaron un par de días desde aquella confesión. Entre la rutina de los preparativos y las noches encendidas en las que repetíamos mi secreto en forma de gemidos, mi esposa fue tomando cada vez más el control. Yo la veía distinta: más atrevida, más directa, con ese brillo en los ojos que mezclaba ternura y lujuria.
Una tarde, mientras tomábamos café en la terraza, me lo dijo sin rodeos:
—Ya sé con quién quiero que lo hagamos.
Mi pulso se aceleró al instante.
—¿Quién? —pregunté casi sin voz.
Ella me sostuvo la mirada, se inclinó hacia mí y susurró:
—Un conocido de Ramón. Alguien discreto, maduro, que sé que aceptaría… y que me desea desde hace tiempo.
El aire me faltó por un segundo. Ella lo dijo con una calma perturbadora, como si me hablara de las flores para el aniversario.
—Quiero que nos use a los dos —continuó, acariciándome la pierna—. Quiero que me veas entregarme a él… y al mismo tiempo quiero verte a ti con él, como aquella vez con tu hermano. Que nos comparta, que nos haga suyos, marido y mujer, frente a frente.
La imagen me sacudió de golpe: mi esposa desnuda, abierta, gimiendo bajo otro hombre… y yo al lado, mamándosela, sintiéndolo dentro de mí.
—¿Y ya hablaste con él? —me atreví a preguntar, la verga palpitándome contra el pantalón.
Ella sonrió, maliciosa:
—Ayer. Me dijo que solo tenía que darle la fecha y el lugar. Está ansioso por probarnos a los dos.
Me quedé sin aliento. No había marcha atrás.
Ella tomó mi mano y la llevó entre sus piernas: estaba empapada.
—Quiero que nuestro aniversario sea distinto a todos —me susurró, con voz ronca de deseo—. Quiero celebrar estos treinta años contigo… viéndote correrte con la verga de otro en la boca, mientras me folla .
Los días comenzaron a volar. Todo giraba alrededor del aniversario, pero para nosotros el verdadero secreto estaba en otra cuenta regresiva: la llegada de ese hombre.
Cada noche, en la cama, mi esposa jugaba conmigo, como si quisiera entrenarme para lo que vendría. Me preguntaba cosas, me hacía describirle con detalle lo que había hecho con mi hermano treinta años atrás, y mientras yo hablaba, me montaba y cabalgaba sobre mí hasta quedarse sin voz.
—Quiero que cuando él te lo dé… me mires —me decía, jadeando—. Quiero ver en tus ojos el momento exacto en que sientas que te rompe, que te llena.
Yo me corro cada vez más rápido con esas palabras. Me excita tanto como verla tocarse mientras me obliga a repetir la historia.
A veces, mientras me la mamaba, me detenía y preguntaba:
—¿Le chupabas así? ¿Lo dejabas ir hasta el fondo?
Yo apenas podía contestar, ahogado de placer.
—Sí… más hondo… me lo tragaba todo…
Ella sonreía y apretaba más la lengua, como si quisiera imitar a mi hermano, como si quisiera entrenar mi memoria para que, al momento de la verdad, nada me resultara extraño.
El secreto se convirtió en un juego constante: al cocinar, me rozaba y me susurraba al oído “¿te lo imaginas aquí, de pie, sacándosela y metiéndotela en la boca mientras me toma desde atrás?”. En el auto, mientras manejaba, me agarraba la entrepierna y decía “quiero verte con él aquí mismo, haciéndote gemir como aquella vez”.
Yo ya no podía más con la ansiedad. Me ardía la piel con solo pensar que en pocos días compartiríamos nuestro lecho con otro hombre.
Una noche, mientras nos duchábamos juntos, ella me dijo algo que me dejó sin aire:
—Ya le escribí. Vendrá a buscarnos en la noche del aniversario. No será una sorpresa. Quiero estar lista, quiero que los dos lo esperemos… bien calientes, bien preparados.
Me quedé apoyado contra la pared de la ducha, con el agua cayendo sobre nosotros, mientras supe que el pacto ya estaba sellado. Ese hombre, que hasta ahora solo era una fantasía, ya tenía fecha y hora.
Ella me tomó el rostro entre sus manos, me besó con hambre y dijo:
—Va a ser nuestro regalo. Nuestro secreto compartido. Él me va a follar… y te va a follar. Y yo voy a mirar todo.
Yo temblaba, con la verga dura, consciente de que el aniversario que se acercaba no sería como ninguno de los treinta años anteriores.
Llegó el día. Treinta años de casados. Pasamos la jornada entre llamadas, felicitaciones y pequeños brindis familiares. Pero mi mente no estaba ahí. Todo el tiempo pensaba en la noche, en lo que vendría después, en ese regalo prohibido que habíamos planeado en silencio.
Al caer la noche, mi esposa se arregló con una delicadeza distinta. No era solo para mí: lo sabía. Su vestido ajustado, el perfume intenso, el brillo en su piel… todo estaba pensado para él también. Yo la observaba y me ardía el estómago de celos y deseo mezclados.
Cuando sonó el timbre, el corazón me golpeó el pecho como un martillo. Ella no dudó. Caminó hacia la puerta, la abrió… y ahí estaba él. Alto, seguro, con esa sonrisa que delataba que lo sabía todo, que lo había esperado tanto como nosotros.
Mi esposa lo saludó con un beso en la mejilla, lento, rozándole la comisura de los labios. Luego me miró a mí, y en sus ojos vi una orden clara: quédate quieto, disfruta lo que va a pasar.
Se sentaron en la sala. El vino ayudó a romper el hielo, aunque en realidad la tensión estaba tan cargada que apenas hacía falta. Ella fue la primera en moverse. Puso su copa en la mesa, se arrodilló frente a él, y sin una sola palabra le abrió el pantalón.
Yo contuve el aliento. Su verga apareció, gruesa, palpitante, y ella la sostuvo con una naturalidad que me partió en dos: mi esposa, la madre de mis hijos, con otra verga en la mano, mirándome mientras la llevaba a su boca.
—Míralo bien… —me dijo entre lengüetazos—. Esto es para los dos.
Yo no podía moverme. El tipo me miraba, sonriendo, mientras mi esposa lo devoraba.
De pronto él me hizo una seña, y entendí. Me acerqué, temblando, y ella guió la verga de ese hombre hasta mis labios. Sentí su calor, su sabor, su dureza… y lo dejé entrar. Lo mamé como hacía treinta años, solo que esta vez con mi esposa mirándome, tocándose, excitada al verme entregado.
Ella se levantó, se subió la falda y se montó sobre él. Yo quedé arrodillado a un lado, chupando lo que quedaba afuera mientras mi mujer gemía, clavándose esa misma verga dentro de su cuerpo.
La escena era brutal: él me poseía en la boca mientras la follaba a ella sin piedad. Ella me miraba, gimiendo, disfrutando como nunca. Y yo sentía que mi secreto prohibido había vuelto, pero ahora multiplicado, compartido con la mujer que amo.
—Fóllalo… —susurró ella, con voz ronca, jadeando sobre él—. Quiero verte abierto para él, como aquella vez.
Mi corazón estalló. Sabía que lo que venía después sería el verdadero regalo de nuestro aniversario.
Su orden quedó flotando en el aire: “Fóllalo… quiero verte abierto para él, como aquella vez”.
Mi cuerpo entero se estremeció. Mi esposa, todavía montada en su verga, me miraba con los ojos encendidos, invitándome a dar el siguiente paso.
Él me sujetó de la nuca y me obligó a chuparle un poco más, hasta que estuvo todavía más duro, más grueso, húmedo de la mezcla de mi saliva y los jugos de mi esposa. Después me tomó de la cintura, me colocó de espaldas en el sofá y me abrió las piernas.
El corazón me golpeaba en el pecho. Yo sabía exactamente lo que venía, lo había esperado treinta años.
Sentí la cabeza de su verga presionando contra mi entrada, firme, paciente. Mi esposa, sin dejar de cabalgarlo, se inclinó hacia mí y me besó con hambre, metiendo su lengua en mi boca.
—Déjalo entrar… —me susurró—. Quiero verte lleno como yo.
El empuje llegó. Un golpe seco que me arrancó un gemido ahogado. Me abrí para recibirlo, recordando aquella última noche con mi hermano, pero ahora era distinto: ahora mi esposa me miraba, lo vivía conmigo.
El dolor inicial se mezcló con un placer eléctrico que me atravesó entero. Él me tomó de la cadera y empezó a embestirme con fuerza, metiéndose hasta el fondo. Yo me arqueaba, gimiendo, suplicando por más.
Mi esposa se volvió loca al verme. Apretaba su cuerpo contra el de él, lo cabalgaba con furia, mientras me agarraba de la mano para que sintiera el ritmo compartido. Los dos, marido y mujer, siendo atravesados por el mismo hombre, al mismo tiempo.
Los gemidos se mezclaban. Su verga entraba y salía de ella, de mí, golpeando sin descanso, llenándonos a los dos. Yo veía su rostro desbordado de placer, ella veía el mío rendido, y esa conexión nos incendiaba aún más.
Hasta que llegó el momento. Con un gruñido profundo, él explotó dentro de mí, llenándome con una corrida ardiente que sentí brotar y escurrirse por mis nalgas. Al mismo tiempo, mi esposa gritó, convulsionando sobre él en su propio orgasmo.
Yo también me corrí, sin tocarme, solo con el vaivén brutal de su verga dentro de mí y el espectáculo de mi esposa siendo follada frente a mis ojos.
Caímos los tres exhaustos, sudorosos, entrelazados en el sofá. Mi esposa me besó, saboreando el rastro de semen que aún quedaba en mis labios, y me susurró:
—Feliz aniversario, amor. Nuestro mejor regalo.
Esa noche, después de dejar a mi novia en su casa, llegué a la mía. Vivía con mis padres y mis dos hermanos. El mayor tenía su propia habitación; yo compartía la mía con el menor, apenas un año más chico que yo. Entré, encendí la luz, cerré la puerta… y allí lo vi. Estaba dormido, con el calzoncillo desplazado y su pene afuera, expuesto, tibio, abandonado a la noche.
No sé de dónde saqué el valor. Era como si un deseo oculto hubiera estado esperando esa oportunidad. Me agaché junto a su cama, lo miré de cerca, temblando, y lo toqué. Estaba flácido, pero sentirlo en mi mano me estremeció. Lo acaricié, lo probé con los dedos… y antes de darme cuenta ya lo tenía en mi boca. Lo saboreé apenas un instante, con miedo a que despertara. Después, en mi cama, me masturbé con una urgencia distinta, incendiado por ese sabor, por esa nueva sensación que me había atrapado sin remedio.
La noche siguiente volví a repetirlo, incapaz de resistirme. Esta vez me entregué más, chupando con deseo creciente hasta que lo sentí endurecerse dentro de mi boca. El se despertó, pero yo ya no podía parar. Seguí mamando, devorando cada palmo de su carne, hasta que explotó en mí. Tragué todo, en silencio, con el corazón desbocado. Luego me fui a mi cama como si nada.
Los días pasaban con normalidad afuera, pero en la oscuridad del cuarto todo era distinto. Ya no hacía falta hablar: él se dejaba, yo lo esperaba. Pronto encendía la luz para mirarlo bien, contemplar la dureza de ese miembro hermoso, sentirlo en mi cara, besarlo, lamerlo, volverme adicto a su forma, a su olor, a su sabor. A veces incluso era él quien venía a mi cama, jugaba un poco conmigo, y al final me regalaba lo que yo más ansiaba: su corrida directa en mi boca, llenándome entero.
La última noche antes de mi boda… esa noche sabía que tenía que atreverme a más. Me acosté desnudo, boca abajo, esperándolo. Cuando entró al cuarto y me vio en esa posición, entendió de inmediato. Sus dedos se abrieron paso entre mis nalgas, pero no pudo penetrarme: la fricción lo hacía imposible. Lo escuché masturbarse frustrado y me invadió el pánico. Corrí al baño, tomé un frasco de vaselina y regresé decidido. Le unté su verga hasta la base, me embadurné yo mismo y le susurré al oído:
—Ahora sí… quiero que me lo metas.
Se subió a mi cama, me abrió de nuevo y esta vez lo sentí presionando fuerte. Hubo resistencia, un ardor que casi me hizo desistir… hasta que de golpe mi cuerpo cedió, como si una puerta prohibida se abriera de par en par. Entró entero dentro de mí. El dolor inicial se fue transformando en un placer eléctrico que me sacudía por dentro. Me empinaba, lo buscaba, rogaba por sus embestidas cada vez más profundas. El lo sacaba y volvía a hundirse con lujuria, y yo me abría para recibirlo con ansias, sabiendo que era la primera y la última vez.
Cuando se corrió lo hizo dentro de mí, llenándome igual que tantas veces en mi boca. Pero esta vez lo sentí más profundo, más íntimo. Se quedó un momento allí, todavía dentro, y yo sabía que esa sería la despedida de nuestro pacto secreto.
Treinta años han pasado. Hoy tengo una esposa maravillosa, un matrimonio que celebra su aniversario… pero esa semana prohibida aún vive en mí, latente, como un recuerdo sucio y delicioso que nunca me abandona.
Treinta años después, aquí estoy, sentado frente a ella, la mujer que ha sido mi compañera de vida, planeando juntos nuestro aniversario. La escucho hablar de flores, invitados, música… y yo asiento, sonrío, pero por dentro mi mente late con aquel recuerdo prohibido.
No sé si es el paso del tiempo, o el calor de haber revivido todo eso tan vívidamente, pero siento la urgencia de contárselo. Ya no quiero que quede enterrado. Quiero compartirlo con ella. Quiero ver qué hace con esa verdad.
Mientras nos servimos una copa de vino, la miro a los ojos y le digo:
—Amor… hay algo que nunca te he contado. Algo que pasó justo antes de casarnos.
Ella me observa curiosa, ladeando la cabeza, esperando. Mi corazón late como aquella primera noche que me atreví a tocar a mi hermano dormido. Y entonces lo suelto, con palabras directas, con crudeza, sin adornos. Le cuento cómo lo vi, cómo lo chupé, cómo me corrí con su semen en la boca. Cómo durante días lo busqué de nuevo, cómo me hice adicto a su verga. Cómo la última noche, desesperado, lo dejé entrar dentro de mí.
Mi esposa guarda silencio. No me corta, no me juzga, no me quita los ojos de encima. Siento su respiración acelerada, noto el brillo en sus pupilas. Cuando termino, no dice nada… se levanta de la silla, viene hacia mí y me besa, lento, húmedo, largo.
Sus labios saben a vino, su lengua invade mi boca como si buscara rastros de aquel semen que le acabo de describir. Me toma de la mano, la pone sobre su pecho y susurra:
—Treinta años guardándote eso… y ahora me lo confiesas. No sabes lo que me excita imaginarte así.
Sus palabras me encienden de una forma brutal. La siento húmeda, temblando. Se pega a mí, me roza la pierna con la suya, y yo descubro que mi confesión no la aleja… la enciende. La deseo como aquella primera vez, pero ahora con un fuego nuevo: el de saber que mi secreto más oscuro puede ser también nuestra fantasía compartida.
La tomo en brazos y la llevo al sofá. Ella me guía, se sienta a horcajadas sobre mí y me susurra al oído:
—Ahora quiero que me lo cuentes otra vez… mientras me coges.
Y yo lo hago, entrando en ella con fuerza, narrándole cada detalle, cada sensación, cada gota de semen que tragué, cada embestida de mi hermano aquella última noche. Mi esposa gime, se aprieta contra mí, me pide más. Está viviendo mi recuerdo como si fuera suyo, y yo descubro que la excitación de aquel secreto prohibido no murió: ahora renace en su cuerpo, en nuestro lecho, en nuestra vida de esposos. Entonces la penetro con fuerza, jadeando mientras le susurro cada detalle de lo que viví con mi hermano. Ella gime, me araña la espalda, se mueve sobre mí con furia. Siento sus labios en mi oído, calientes, húmedos, cuando me dice entre gemidos:
—Me pone loca imaginarte así… tragándote la corrida de otro… dejándote follar como aquella noche.
Mi cuerpo tiembla, mi verga late dentro de ella, y de pronto la escucho soltar lo que jamás había pensado que saldría de su boca:
—Quiero verte hacerlo otra vez. Quiero que lo repitas… pero ahora conmigo mirando.
Me quedo helado un instante, pero su mirada no admite dudas. Está encendida, hambrienta, completamente entregada a esa idea.
—¿De verdad… quieres verme con otro hombre? —le pregunto, incrédulo, excitado.
—Sí —responde sin titubear—. Quiero ver cómo lo chupas, cómo te llenan la boca… cómo te abres para que te lo metan dentro. Quiero ver a mi marido usado por otro hombre… y quiero ser yo la que lo presencie.
Mis caderas se sacuden solas, me corro dentro de ella con un gemido ahogado, pero mi mente ya no está en el orgasmo… está en lo que acaba de proponerme.
Después del clímax nos quedamos abrazados, sudorosos, con la respiración entrecortada. Y ella, con una sonrisa peligrosa en los labios, me susurra:
—Faltan dos semanas para nuestro aniversario. ¿Y si, en vez de solo flores y música, nos regalamos algo… inolvidable?
Siento que mi corazón va a estallar. Treinta años después de aquel secreto, mi esposa me está ofreciendo la oportunidad de revivirlo, de hacerlo real otra vez, de compartirlo con ella.
—¿Quién…? —pregunto con la voz rota de deseo.
Ella me acaricia el pecho, se muerde el labio y dice despacio, como saboreando cada palabra:
—Tengo a alguien en mente.
Pasaron un par de días desde aquella confesión. Entre la rutina de los preparativos y las noches encendidas en las que repetíamos mi secreto en forma de gemidos, mi esposa fue tomando cada vez más el control. Yo la veía distinta: más atrevida, más directa, con ese brillo en los ojos que mezclaba ternura y lujuria.
Una tarde, mientras tomábamos café en la terraza, me lo dijo sin rodeos:
—Ya sé con quién quiero que lo hagamos.
Mi pulso se aceleró al instante.
—¿Quién? —pregunté casi sin voz.
Ella me sostuvo la mirada, se inclinó hacia mí y susurró:
—Un conocido de Ramón. Alguien discreto, maduro, que sé que aceptaría… y que me desea desde hace tiempo.
El aire me faltó por un segundo. Ella lo dijo con una calma perturbadora, como si me hablara de las flores para el aniversario.
—Quiero que nos use a los dos —continuó, acariciándome la pierna—. Quiero que me veas entregarme a él… y al mismo tiempo quiero verte a ti con él, como aquella vez con tu hermano. Que nos comparta, que nos haga suyos, marido y mujer, frente a frente.
La imagen me sacudió de golpe: mi esposa desnuda, abierta, gimiendo bajo otro hombre… y yo al lado, mamándosela, sintiéndolo dentro de mí.
—¿Y ya hablaste con él? —me atreví a preguntar, la verga palpitándome contra el pantalón.
Ella sonrió, maliciosa:
—Ayer. Me dijo que solo tenía que darle la fecha y el lugar. Está ansioso por probarnos a los dos.
Me quedé sin aliento. No había marcha atrás.
Ella tomó mi mano y la llevó entre sus piernas: estaba empapada.
—Quiero que nuestro aniversario sea distinto a todos —me susurró, con voz ronca de deseo—. Quiero celebrar estos treinta años contigo… viéndote correrte con la verga de otro en la boca, mientras me folla .
Los días comenzaron a volar. Todo giraba alrededor del aniversario, pero para nosotros el verdadero secreto estaba en otra cuenta regresiva: la llegada de ese hombre.
Cada noche, en la cama, mi esposa jugaba conmigo, como si quisiera entrenarme para lo que vendría. Me preguntaba cosas, me hacía describirle con detalle lo que había hecho con mi hermano treinta años atrás, y mientras yo hablaba, me montaba y cabalgaba sobre mí hasta quedarse sin voz.
—Quiero que cuando él te lo dé… me mires —me decía, jadeando—. Quiero ver en tus ojos el momento exacto en que sientas que te rompe, que te llena.
Yo me corro cada vez más rápido con esas palabras. Me excita tanto como verla tocarse mientras me obliga a repetir la historia.
A veces, mientras me la mamaba, me detenía y preguntaba:
—¿Le chupabas así? ¿Lo dejabas ir hasta el fondo?
Yo apenas podía contestar, ahogado de placer.
—Sí… más hondo… me lo tragaba todo…
Ella sonreía y apretaba más la lengua, como si quisiera imitar a mi hermano, como si quisiera entrenar mi memoria para que, al momento de la verdad, nada me resultara extraño.
El secreto se convirtió en un juego constante: al cocinar, me rozaba y me susurraba al oído “¿te lo imaginas aquí, de pie, sacándosela y metiéndotela en la boca mientras me toma desde atrás?”. En el auto, mientras manejaba, me agarraba la entrepierna y decía “quiero verte con él aquí mismo, haciéndote gemir como aquella vez”.
Yo ya no podía más con la ansiedad. Me ardía la piel con solo pensar que en pocos días compartiríamos nuestro lecho con otro hombre.
Una noche, mientras nos duchábamos juntos, ella me dijo algo que me dejó sin aire:
—Ya le escribí. Vendrá a buscarnos en la noche del aniversario. No será una sorpresa. Quiero estar lista, quiero que los dos lo esperemos… bien calientes, bien preparados.
Me quedé apoyado contra la pared de la ducha, con el agua cayendo sobre nosotros, mientras supe que el pacto ya estaba sellado. Ese hombre, que hasta ahora solo era una fantasía, ya tenía fecha y hora.
Ella me tomó el rostro entre sus manos, me besó con hambre y dijo:
—Va a ser nuestro regalo. Nuestro secreto compartido. Él me va a follar… y te va a follar. Y yo voy a mirar todo.
Yo temblaba, con la verga dura, consciente de que el aniversario que se acercaba no sería como ninguno de los treinta años anteriores.
Llegó el día. Treinta años de casados. Pasamos la jornada entre llamadas, felicitaciones y pequeños brindis familiares. Pero mi mente no estaba ahí. Todo el tiempo pensaba en la noche, en lo que vendría después, en ese regalo prohibido que habíamos planeado en silencio.
Al caer la noche, mi esposa se arregló con una delicadeza distinta. No era solo para mí: lo sabía. Su vestido ajustado, el perfume intenso, el brillo en su piel… todo estaba pensado para él también. Yo la observaba y me ardía el estómago de celos y deseo mezclados.
Cuando sonó el timbre, el corazón me golpeó el pecho como un martillo. Ella no dudó. Caminó hacia la puerta, la abrió… y ahí estaba él. Alto, seguro, con esa sonrisa que delataba que lo sabía todo, que lo había esperado tanto como nosotros.
Mi esposa lo saludó con un beso en la mejilla, lento, rozándole la comisura de los labios. Luego me miró a mí, y en sus ojos vi una orden clara: quédate quieto, disfruta lo que va a pasar.
Se sentaron en la sala. El vino ayudó a romper el hielo, aunque en realidad la tensión estaba tan cargada que apenas hacía falta. Ella fue la primera en moverse. Puso su copa en la mesa, se arrodilló frente a él, y sin una sola palabra le abrió el pantalón.
Yo contuve el aliento. Su verga apareció, gruesa, palpitante, y ella la sostuvo con una naturalidad que me partió en dos: mi esposa, la madre de mis hijos, con otra verga en la mano, mirándome mientras la llevaba a su boca.
—Míralo bien… —me dijo entre lengüetazos—. Esto es para los dos.
Yo no podía moverme. El tipo me miraba, sonriendo, mientras mi esposa lo devoraba.
De pronto él me hizo una seña, y entendí. Me acerqué, temblando, y ella guió la verga de ese hombre hasta mis labios. Sentí su calor, su sabor, su dureza… y lo dejé entrar. Lo mamé como hacía treinta años, solo que esta vez con mi esposa mirándome, tocándose, excitada al verme entregado.
Ella se levantó, se subió la falda y se montó sobre él. Yo quedé arrodillado a un lado, chupando lo que quedaba afuera mientras mi mujer gemía, clavándose esa misma verga dentro de su cuerpo.
La escena era brutal: él me poseía en la boca mientras la follaba a ella sin piedad. Ella me miraba, gimiendo, disfrutando como nunca. Y yo sentía que mi secreto prohibido había vuelto, pero ahora multiplicado, compartido con la mujer que amo.
—Fóllalo… —susurró ella, con voz ronca, jadeando sobre él—. Quiero verte abierto para él, como aquella vez.
Mi corazón estalló. Sabía que lo que venía después sería el verdadero regalo de nuestro aniversario.
Su orden quedó flotando en el aire: “Fóllalo… quiero verte abierto para él, como aquella vez”.
Mi cuerpo entero se estremeció. Mi esposa, todavía montada en su verga, me miraba con los ojos encendidos, invitándome a dar el siguiente paso.
Él me sujetó de la nuca y me obligó a chuparle un poco más, hasta que estuvo todavía más duro, más grueso, húmedo de la mezcla de mi saliva y los jugos de mi esposa. Después me tomó de la cintura, me colocó de espaldas en el sofá y me abrió las piernas.
El corazón me golpeaba en el pecho. Yo sabía exactamente lo que venía, lo había esperado treinta años.
Sentí la cabeza de su verga presionando contra mi entrada, firme, paciente. Mi esposa, sin dejar de cabalgarlo, se inclinó hacia mí y me besó con hambre, metiendo su lengua en mi boca.
—Déjalo entrar… —me susurró—. Quiero verte lleno como yo.
El empuje llegó. Un golpe seco que me arrancó un gemido ahogado. Me abrí para recibirlo, recordando aquella última noche con mi hermano, pero ahora era distinto: ahora mi esposa me miraba, lo vivía conmigo.
El dolor inicial se mezcló con un placer eléctrico que me atravesó entero. Él me tomó de la cadera y empezó a embestirme con fuerza, metiéndose hasta el fondo. Yo me arqueaba, gimiendo, suplicando por más.
Mi esposa se volvió loca al verme. Apretaba su cuerpo contra el de él, lo cabalgaba con furia, mientras me agarraba de la mano para que sintiera el ritmo compartido. Los dos, marido y mujer, siendo atravesados por el mismo hombre, al mismo tiempo.
Los gemidos se mezclaban. Su verga entraba y salía de ella, de mí, golpeando sin descanso, llenándonos a los dos. Yo veía su rostro desbordado de placer, ella veía el mío rendido, y esa conexión nos incendiaba aún más.
Hasta que llegó el momento. Con un gruñido profundo, él explotó dentro de mí, llenándome con una corrida ardiente que sentí brotar y escurrirse por mis nalgas. Al mismo tiempo, mi esposa gritó, convulsionando sobre él en su propio orgasmo.
Yo también me corrí, sin tocarme, solo con el vaivén brutal de su verga dentro de mí y el espectáculo de mi esposa siendo follada frente a mis ojos.
Caímos los tres exhaustos, sudorosos, entrelazados en el sofá. Mi esposa me besó, saboreando el rastro de semen que aún quedaba en mis labios, y me susurró:
—Feliz aniversario, amor. Nuestro mejor regalo.
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