
Mis ojos no se apartaban de aquel pequeño hueco en la pared del baño público. Sentado en el inodoro, lo observaba con la impaciencia febril de quien aguarda un ritual secreto. Sabía que en cualquier instante aparecería el verdadero motivo de mi presencia allí. La espera era un tormento delicioso: la respiración entrecortada, los nervios en tensión y la excitación creciendo a cada segundo como una llama que pedía más oxígeno.
El chirrido de la puerta al abrirse me sobresaltó. Alguien entró al cubículo vecino y cerró tras de sí. Mi corazón comenzó a latir con una fuerza descontrolada, como si quisiera salirse de mi pecho. La expectativa me hizo sonreír, y entonces sucedió: a través del hueco surgió, imponente y obscena, la verga que tanto había imaginado. Gruesa, dura, palpitante, con esas venas que parecían latir bajo la piel tersa.
No lo dudé. Me incliné hacia adelante, abrí los labios y la recibí con ansia. La besé primero, húmeda y reverente, para después devorarla con mi boca. Mis manos se apoderaron de sus testículos, agradecido de que aquel hueco fuera lo bastante ancho como para poder sentirlos también entre mis dedos. Al otro lado escuché el gemido grave del desconocido, un sonido que me encendió todavía más. Su placer se mezclaba con el mío, cada jadeo suyo era un premio a mi entrega.
Mi lengua jugaba con él, recorriéndolo, saboreando cada rincón. Yo quería más: hacerlo disfrutar, adorar aquella carne y recibir su venida como un tributo íntimo. Y, sin embargo, en medio de mi éxtasis, apareció en mi mente la imagen de Michelle, mi esposa. Su sonrisa traviesa cuando le confesé mi fantasía por primera vez. Si lo deseas, tienes que hacerlo, me dijo. Fue ella quien me entregó aquella dirección con un brillo en los ojos, susurrándome: disfrútalo y después me lo cuentas.
Ese recuerdo me dio más hambre. Chupaba con avidez, con la devoción de quien cumple un mandato compartido. Yo sabía que ella siempre sería la número uno, la maestra insuperable en el arte de dar placer, pero los hombres que yo había complacido jamás se habían quejado. Y en ese instante, el desconocido tampoco lo haría.
Su verga comenzó a palpitar con urgencia dentro de mi boca. Reconocí esa señal inequívoca, y apreté mis labios con más fuerza, acelerando las succiones. Quería su regalo, lo reclamaba como mío. Y lo recibí: una oleada caliente y espesa se derramó en mi garganta, un chorro suculento que bebí sin dudar. Tragué hasta la última gota, disfrutando del sabor de lo prohibido.
Al otro lado, un simple y casi susurrado gracias fue mi recompensa. Y para mí, fue suficiente.
6 comentarios - Un día más en el baño público