
CAPITULO 2: LA ESTANCIA DE JACK
Los primeros días de Jack en el imponente apartamento de Kennen fueron una sinfonía de silencio tenso. La calma no era paz, sino la quietud que precede a un cataclismo, el aire inmóvil y cargado de electricidad antes de que el primer relámpago desgarre el cielo. Su vida, suspendida en ese limbo de lujo ajeno, se había convertido en una espera. Pero no esperaba un trabajo, ni una revelación. Esperaba a Sophia.
Cada mañana era un ritual profano en el templo del éxito de su amigo. Se despertaba tarde, con el sol de media tarde proyectando barrotes de luz fría sobre la cama, y la primera imagen que asaltaba su mente no era la del futuro incierto, sino el recuerdo de la noche en que escuchó sus gemidos a través de la puerta. El recuerdo le provocaba una erección matutina, dura y furiosa, que era a la vez un tormento y un oscuro consuelo.
Arrastraba los pies hasta la cocina, donde el aroma amargo del café era el único estímulo real. Encendía la laptop que Kennen le había prestado y fingía buscar empleo. Era una farsa. Las palabras en la pantalla se difuminaban mientras su mente, indomable, saltaba de la humillación de su fracaso a la imagen incendiaria del cuerpo de Sophia: sus pechos desafiando la tela del top deportivo, la curva perfecta de su culo monumental dibujándose bajo los leggings, su boca entreabierta en un gemido que él no había visto, pero que había imaginado con una claridad pornográfica. La pregunta ya no era solo «¿Cómo coño lo hizo Kennen?», sino también «¿Cómo coño se la folla?». La pregunta era una obsesión, un veneno dulce que se había inyectado en su torrente sanguíneo.
Kennen era un torbellino matutino. Salía antes de que Jack se dignara a enfrentar el día, enfundado en trajes que costaban más que todo lo que Jack poseía. El portazo de su partida no dejaba un vacío, sino un territorio. Un coto de caza. La señora de la limpieza, una mujer menuda y silenciosa, era un fantasma metódico que pulía las superficies hasta que reflejaban la patética figura de Jack, un intruso holgazán en un sofá de miles de dólares. Cuando ella también se iba, el apartamento se convertía en un santuario silencioso. El santuario de Sophia.
Jack aprendió su ritmo. Lo memorizó como un devoto aprende sus oraciones.
A media tarde, cuando el silencio se volvía tan denso que amenazaba con aplastarlo, llegaba la señal: el suave clic de la llave en la cerradura. El cuerpo de Jack se tensaba al instante, cada músculo en alerta. El corazón le martilleaba en un código de anticipación y culpa. Era el único momento del día en que se sentía verdaderamente vivo.
Ella entraba, y la atmósfera cambiaba. No era una persona entrando en una habitación; era el sol regresando al cielo. Volvía de sus clases de yoga, con la piel brillante por una fina capa de sudor que hacía que su tono canela pareciera oro líquido bajo la luz del apartamento. Su pelo, recogido en una coleta tirante, dejaba al descubierto la elegante línea de su cuello, húmedo por el esfuerzo. El olor que la acompañaba —una mezcla embriagadora de esfuerzo físico, la fragancia de su piel y un perfume floral casi imperceptible— llenaba el espacio y a Jack le llegaba hasta el fondo de los pulmones, una droga que lo dejaba sin aliento.
Él, desde su puesto de observación en el sofá o en la penumbra del pasillo, la devoraba con la mirada. Fingía estar absorto en la pantalla de la laptop, pero sus ojos seguían cada uno de sus movimientos. La forma en que dejaba caer su bolsa de deporte al suelo con un suspiro. Cómo se estiraba, arqueando la espalda, empujando hacia fuera su pecho generoso y ese culo que desafiaba la lógica, un gesto inconsciente que para Jack era una tortura exquisita.
Ella nunca parecía reparar en la intensidad de su escrutinio. Para ella, él era solo Jack. El amigo de su novio. Un mueble más en el salón.
Lo peor —o lo mejor— venía después. Se dirigía a su habitación, y él escuchaba el cierre suave de la puerta. Luego, el sonido que lo destrozaba y lo reconstruía cada día: el siseo del agua de la ducha.
Cerraba los ojos. No necesitaba ver. Su mente, un proyector depravado, le mostraba cada detalle. El vapor empañando el cristal. El agua cayendo en cascada sobre sus hombros, recorriendo la curva de su espalda, deslizándose por la increíble pendiente de sus nalgas. Imaginaba sus manos enjabonando sus pechos, sus dedos trazando círculos en su vientre plano. La erección se volvía tan dolorosa que tenía que apretar los puños, hundiendo las uñas en sus palmas para anclarse a la realidad y no cometer una locura.
El agua se detenía. El silencio que seguía era aún más tenso. Jack contenía la respiración, esperando. Unos minutos después, que a Jack le parecieron una eternidad suspendida, la puerta del dormitorio se abría con un susurro. Y ella aparecía.
Envuelto en un albornoz de felpa blanca que le llegaba a mitad del muslo, el nudo del cinturón atado con una flojedad casual que era, para Jack, una invitación a la locura. Su pelo, oscuro y pesado por el agua, caía sobre sus hombros en mechones húmedos, y su cara, despojada de cualquier maquillaje, brillaba con una pureza casi dolorosa. Era en esos momentos cuando parecía más joven, más vulnerable, y a la vez, infinitamente más peligrosa.
Caminaba descalza hacia la cocina. El aire a su paso olía a limpio, a vapor, a jabón floral y, por debajo de todo, a ella. A Sophia. Un aroma que se colaba en los sentidos de Jack y cortocircuitaba su cerebro. Cada vez que pasaba cerca del sofá donde él fingía trabajar, una parte del albornoz se abría ligeramente, ofreciéndole un destello fugaz de la piel bronceada de su muslo, un atisbo de la curva de su pantorrilla. Cada visión era un latigazo.
—Hey —decía ella a veces, su voz suave, todavía cálida por la ducha, mientras abría la nevera.
—Hola —conseguía responder él, la garganta seca, su propia voz un graznido áspero.
No la mires. Joder, no la mires así. Es la novia de tu mejor amigo. Es una cría. Es intocable.
Pero sus ojos, traidores, la seguían, desobedeciendo cada orden desesperada de su cerebro. Eran imanes atraídos por un polo magnético del que era imposible escapar.
La observó abrir la nevera. La luz fría del interior bañó su figura, perfilando la silueta de sus piernas a través de la tela blanca del albornoz. Se inclinó para coger algo del cajón inferior, un movimiento lento, fluido, natural.
Y el albornoz se abrió.
No mucho. Solo una cuña de sombra en la que la tela se separó para revelar la curva alta y perfecta de su nalga y el inicio de la hendidura oscura entre ellas. Un triángulo de piel bronceada y perfecta. No llevaba nada debajo.
A Jack se le cortó la respiración. Un golpe sordo y eléctrico le estalló en el pecho. El mundo se redujo a ese fragmento de piel expuesta, a la promesa de la carne suave y prohibida. Sintió que la sangre le abandonaba la cabeza para rugir en sus oídos y agolparse con una violencia dolorosa en su entrepierna. Tuvo que apretar el borde del sofá para no gemir en voz alta.
Cuando Sophia se enderezó, con una botella de agua en la mano, se giró.
Y sus miradas se encontraron.
Él no tuvo tiempo de apartar la suya. Quedó atrapado, expuesto, con la lujuria impresa en su rostro como un estigma. El pánico le atenazó la garganta, esperando el rubor, la indignación, un portazo furioso.
Pero Sophia no hizo nada de eso. No se sonrojó. No frunció el ceño. Ni siquiera pareció sorprendida.
Simplemente lo sostuvo. Su mirada, oscura e insondable, se clavó en la de él por un segundo que se estiró hasta el infinito. No había juicio en sus ojos. Ni enfado. Había... algo más. Un reconocimiento tranquilo, una calma profunda y perturbadora, como si viera directamente al animal hambriento que se retorcía bajo su piel y no sintiera el más mínimo miedo. Como si lo hubiera estado esperando.
Luego, tan rápido como había comenzado, parpadeó una vez, un movimiento lento y deliberado. Un matiz casi imperceptible de una sonrisa tiró de la comisura de sus labios. Rompió el contacto visual y se dio la vuelta, saliendo de la cocina con el mismo paso ingrávido y sereno de siempre. El albornoz se balanceó a su espalda, ocultando de nuevo su secreto.
Jack se quedó inmóvil en el sofá, con el corazón martilleando contra sus costillas como un prisionero desesperado. El portátil sobre sus rodillas era un peso muerto. El aire parecía denso, espeso, imposible de respirar.
No había sido un accidente. Estaba seguro. O quizás se estaba volviendo completamente loco.
¿Era una invitación? ¿Una advertencia? ¿Un juego?
La pregunta ardía en su mente, consumiendo todo lo demás. Ya no era un simple espectador. La dinámica había cambiado para siempre en el silencio de esa tarde. Y tenía la aterradora certeza de que ella no solo conocía las reglas, sino que las estaba escribiendo en ese mismo instante.
La puntualidad de Sophia era un arma. Regresaba cada día a las dos, con una precisión matemática que Jack había aprendido a anticipar con una mezcla de pavor y anhelo. Era el único evento real en su día vacío. Escuchaba la llave en la cerradura y su cuerpo se tensaba, como el de un depredador al acecho. La veía entrar, una visión de piel brillante y ropa deportiva que se adhería a la geometría mortal de su cuerpo. El aire a su paso olía a esfuerzo, a piel caliente y a la leve fragancia de su champú. Era su veneno y su único antídoto contra el tedio.
Ella se movía por el apartamento como si él fuera invisible. Un fantasma sentado en un sofá caro. Y Jack, en parte, se lo agradecía. Porque si ella supiera cómo la miraba, cómo sus ojos seguían la curva de su cadera cuando se inclinaba para desatarse las zapatillas, o cómo estudiaba el balanceo de su coleta al caminar, la farsa de la convivencia se habría hecho añicos.
Se decía a sí mismo que era intocable, un fruto prohibido en el paraíso de otro hombre, su amigo, su benefactor. Acercarse a ella sería una traición tan vil que el solo pensamiento le revolvía el estómago. Pero el cuerpo es un traidor más primitivo, y el suyo clamaba por ella en un lenguaje crudo que no entendía de lealtades.
El primer intercambio real ocurrió, como no podía ser de otra manera, en la cocina. El territorio neutral donde sus dos mundos colisionaban brevemente. Jack estaba allí, apoyado en la encimera, fingiendo interés en su móvil mientras la esperaba.
Sophia entró, esta vez sin auriculares. Caminó directamente hacia los armarios superiores, poniéndose de puntillas para alcanzar un paquete de té de hierbas en el estante más alto. El movimiento fue una obra de arte involuntaria. Su top corto se elevó, revelando un centímetro más de su abdomen plano y la delicada línea de su espalda. Sus leggings se tensaron, esculpiendo la curva ascendente de sus nalgas con una claridad devastadora.
Jack tragó saliva, la boca de repente tan seca como el desierto. Era una tortura lenta, exquisita.
Ella agarró la caja, pero al bajar el brazo, su codo golpeó una botella de sirope de arce que estaba precariamente en el borde. La botella cayó, no al suelo, sino sobre la encimera, derramando un charco dorado y pegajoso.
—¡Mierda! —siseó ella, más molesta que sorprendida.
Sin pensarlo, se inclinó bruscamente sobre la encimera para coger un rollo de papel, su cuerpo formando un ángulo perfecto de noventa grados.
Y Jack vio.
No fue un destello fugaz como con el albornoz. Fue una visión completa, innegable y obscena. Los leggings, de un tejido fino y elástico, se estiraron hasta su límite, volviéndose casi transparentes bajo la luz directa de la cocina. Dibujaban cada contorno, la separación perfecta de ambas nalgas, la sombra sutil de una tanga de encaje negro debajo. Era una invitación tallada en carne y tela, un mapa del tesoro que conducía directamente al infierno.
Su polla se contrajo con una violencia que casi le hizo jadear.
Ella se enderezó con la misma rapidez, arrancó un trozo de papel y se giró, encontrándose con su mirada. Con su rostro petrificado, su mandíbula apretada, sus ojos oscuros por el deseo. No había forma de ocultarlo. Lo había visto todo, y ella lo sabía.
Sophia se quedó quieta por un instante. Una mano en la cadera, el rollo de papel en la otra. Un rubor subió por su cuello, pero sus ojos no reflejaban vergüenza. Reflejaban desafío.
—¿No piensas ayudar o solo vas a mirar? —dijo, su voz plana, cortante, sin una pizca de la sorpresa que él esperaba.
Jack salió de su trance, abochornado.
—Yo… perdona… —tartamudeó, dando un paso torpe hacia ella para coger el papel.
Ella no se lo dio. Apartó la mano y empezó a limpiar el desastre con movimientos eficientes y precisos.
—No importa. Se me había olvidado que estabas aquí.
La frase fue un puñetazo en el estómago. Dicha no con indiferencia, sino con una frialdad calculada. Era una humillación deliberada, una forma de decirle: «Incluso después de que me hayas devorado con los ojos, sigues siendo tan insignificante que mi cerebro te borra de la existencia».
Le dolió. Pero, por alguna razón que se negó a admitir, también lo excitó profundamente. Aquello ya no era un descuido. Aquello era un juego. Y ella acababa de hacer su primer movimiento.
Continuara...
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