Era un día más de trabajo hasta que recibí la asignación: una visita domiciliaria, código verde. Lo curioso era que pedían específicamente un médico hombre. No pregunté demasiado, tomé la dirección y salí.
Quinto A. Toqué el portero eléctrico y escuché una voz femenina, joven, algo tímida.
—La puerta está abierta, pase doctor —me gritó desde adentro.
Entré con cuidado. —Permiso —dije.
—Sí, adelante. Estoy en la pieza —contestó.

Cuando crucé el marco de la puerta, me la encontré: una chica de unos veinticinco años, estudiante, sola en su departamento. Llevaba una remera clara y una pollera, una vestimenta que no encajaba con la de una paciente que espera consulta médica.
—Hola, mi nombre es… cuéntame, ¿qué te anda pasando? —pregunté, intentando sonar profesional.
Ella bajó la mirada, nerviosa.
—Me da mucha vergüenza, doctor… soy muy pudorosa. Pero me molesta una zona… —se detuvo, tragó saliva y apenas susurró—. La cola.
Yo asentí en silencio, dándole espacio. Ella siguió hablando rápido, como para sacarse las palabras de encima.
—Perdón, me da mucha vergüenza… pero anoche tuve relaciones, y desde entonces me duele mucho.
—Tranquila —respondí con tono calmo—. No te preocupes, para eso estoy aquí. Pero voy a tener que revisarte.
Me miró fijamente, como si esa frase hubiera abierto otra puerta.
—¿Revisarme…? —dijo casi en un susurro.
—Sí, de lo contrario no sabré cómo ayudarte.
Ella respiró hondo otra vez y sonrió, nerviosa, como si una parte de ella hubiera estado esperando ese momento.
—Bueno… entonces supongo que tendré que ponerme más cómoda —contestó, mientras se levantaba lentamente la falda.

— Woooh! me dije.
— ¿La remera tambien?— dice.
— No hace fal.... No llegue a terminar la frase que ella se la estaba levantando.

Bueno pero a ver así no te puedo examinar le digo yo vas a tener que acostarte sobre la cama.
Ella me miró con una mezcla de nervios y picardía.
—¿Querés que me quite la ropa? Así vas a poder examinarme mejor —dijo, bajando la voz.
—Bueno… dale, perfecto —respondí, intentando disimular la ansiedad que me atravesaba.
Con una calma provocadora, levantó lentamente la remera y dejó asomar sus hermosas tetas, firmes, mientras la pollera se deslizaba hacia arriba con la misma naturalidad. Se recostó sobre la cama y me regaló una mirada directa, acompañada de una sonrisa que disipaba cualquier duda: aquello estaba lejos de ser una simple consulta.

—¿Cómo querés que me ponga? ¿Así está bien? —preguntó, mientras se acomodaba en la cama. Se quedó sentada, con el torso erguido, mirándome fijo, y sus tetas apuntando hacia mí como una invitación imposible de ignorar.
Yo, algo nervioso, le dije en voz baja:
—Vas a tener que ponerte de costado.
Ella se incorporó despacio, se dio vuelta y apoyó los brazos sobre la cama, arqueando la espalda para ofrecerme la vista de su silueta.

—¿Así? —preguntó con una mezcla de ingenuidad y picardía—. Usted dígame, doctor… ¿cómo quiere que me ponga? Necesito que me ayude.

—Sí, sí… perfecto —alcancé a decir, aunque me quedé inmóvil por unos segundos. Eran apenas instantes, pero quería grabar esa imagen en mi memoria, como una fotografía imposible de borrar.
Tragué saliva y añadí, intentando recuperar el control:
—Pero vas a tener que acostarte en la cama.
Ella giró despacio, dejándose caer sobre el colchón con una naturalidad provocadora. Me miró desde ahí, arqueando apenas las cejas.

—¿Así, doctor? —susurró, con un brillo travieso en los ojos.
—Mejor ponete de este costado… —le indiqué con un hilo de voz.
—Ah… está bien… ¿así, doctor? —respondió ella, con esa voz dulce, casi de niña traviesa, que me desarmaba por completo.
Cada vez que pronunciaba la palabra doctor me recorría un escalofrío, como si jugara a provocar lo que yo intentaba controlar. Sentía mi pija reaccionar, la excitación creciendo sin permiso. Y para colmo, con el pantalón fino del ambo, sabía que cualquier movimiento podía delatarme.
—A ver… ponete de costado, acostate en la cama —le pedí con la voz entrecortada.

Ella obedeció despacio, recostándose y dejando su cadera apuntando directamente hacia mí. La escena me desbordaba: el corazón me latía fuerte y la excitación me quemaba por dentro. Sentía el calor subiendo, la pija ya me explotaba el pantalon, incluso empece a mojar la tela del pantalon. Ya no sabia como manejar esa situación y ella se daba cuenta.
La acomodé del otro costado para observar mejor y, tras unos segundos, murmuré:
—Mirá… no veo nada, no noto ninguna fisura. ¿Te duele?
Ella me clavó los ojos y, con un dejo de picardía, contestó:
—Doctor… si no me toca, ¿cómo va a saber si me duele?
Su respuesta me atravesó. Respiré hondo para mantener la calma.
—Está bien —le dije, intentando sonar firme—. Voy a ponerme los guantes y revisarte.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza. Me acerqué y, con suavidad, comencé a separar su piel delicada. Le advertí en voz baja:
—Puede que te moleste un poco.
—No hay problema, doctor —susurró—. Usted haga lo que tenga que hacer.
Entonces lo noté: al introducir suavemente una falange, su cuerpo reaccionó de inmediato. Su respiración se volvió más honda, más agitada, como un suspiro contenido que crecía con cada segundo. La tensión en el ambiente era insoportable, casi eléctrica.
—¿Estás bien? —le pregunté, intentando mantener la calma en mi voz.
—Sí… sí —respondió entrecortada, con un dejo de entrega en la mirada—. Usted siga, doctor.
Continué despacio, dejando que la segunda falange avanzara.
—¡Ahhh! —soltó un gemido ahogado, arqueando la espalda.
—¿Te duele? —pregunté con cautela, conteniendo la respiración.
—No… no, doctor… siga… siga —respondió con urgencia, su voz temblando entre placer y entrega.
No sentía resistencia, al contrario: ese ano parecía invitarme a continuar. La calidez que me envolvía me dejaba claro que podía ir más allá… incluso que otro dedo más tendría lugar.
—A ver, date vuelta —le pedí con voz baja.

Ella obedeció despacio, subiendo una pierna y dejándose caer de espaldas sobre la cama.
—Ay… perdón, me da mucha vergüenza —susurró, ruborizada, mientras llevaba la mano instintivamente para cubrirse la concha.
Sonreí, intentando sonar profesional aunque la tensión era evidente.
—No te preocupes, estoy acostumbrado…
—Si querés, pongo una toalla para taparte —le dije, tratando de aliviar su pudor.
Ella negó suavemente con la cabeza, sus ojos brillando con algo más que vergüenza. Esa negativa fue clara: no quería ocultarse, quería mostrarse.
Pero lo cierto es que la atmósfera ya estaba saturada de deseo. La excitación se respiraba en cada silencio, en el roce de las miradas, en ese gesto tímido suyo que decía mucho más que cualquier palabra. El clima ya estaba escrito: no hacía falta que ella dijera nada más.
—Ya… a ver, doctor, pruebe de nuevo, a ver si me duele —me susurró, mirándome con esa mezcla imposible de pudor y descaro.
Deslicé otra vez el dedo dentro de ella: primero una falange, luego la segunda, hasta hundir por completo el índice. Estaba acostada de espaldas, con las piernas abiertas y yo en el medio, invadiendo su intimidad. Al meterle el dedo en el orto nuevamente y avanzar en su interior tuve que apoyar, sin querer, el pulgar sobre su clítoris. En ese instante su respiración cambió: más honda, más rápida, casi temblorosa.
Yo ya no podía más. El control se me escapaba entre las manos, y su cuerpo lo recibía con una naturalidad que me desarmaba por completo.
—Ahí, doctor… —gimió con un tono que me atravesó entero—. Qué rico se siente… no me duele nada… al contrario.
Después de eso, empecé con el pulgar a hacer movimientos giratorios sobre su concha, sintiendo cómo se humedecía al instante bajo mi roce. Ella arqueó la espalda, soltando un gemido más profundo, más intenso, dejándose llevar sin reservas.
Su cuerpo se ofrecía con cada suspiro, con cada temblor que recorría su piel. Y ahí fue… la línea entre paciente y deseo se rompió por completo.
Mi pija parecía que iba a estallar, dura, palpitando. Entonces ella, con picardía, estiró la pierna y empezó a frotármela con el pie, como si estuviera puliendo la lámpara de Aladino. Esa fricción a través del ambo me hizo gemir sin querer.
—Métemelo ya en el ojete, dale… —susurró con esa misma dulzura peligrosa, que contrastaba con lo sucio de sus palabras.
No dudé ni un segundo. Me bajé el pantalón y el bóxer de un tirón, y mi pija salió disparada como una catapulta, dura, venosa, apuntando directo hacia ella.
—Métemelo ya! en el ojete, dale… —suplicó, encendida, sin dudar.
Tenía a mano un pomo de vaselina, pero ella se incorporó de golpe y me detuvo con una sonrisa traviesa.
—Esperá… tengo algo mejor.
Abrió el cajón de su mesa de luz y sacó un frasco con un gel espeso, brillante, con un olorcito dulce y provocador. En ese momento confirmé lo que ya sospechaba: no era la primera vez que alguien le cogía bien el culo.
Se lo introduje con calma, disfrutando cada segundo. Ella me sostenía la mirada, profunda, fija en mis ojos, mientras mi pija se iba abriendo paso en su culo, centímetro a centímetro. Esa conexión era brutal: me apretaba tan perfecto que sentía que iba a explotar.
Primero la tuve arriba mío, cabalgándome con una cadencia deliciosa. Sus caderas se movían en círculos lentos, su melena cayendo sobre mi pecho, y esos gemidos dulces que me perforaban los oídos. Cada vez que bajaba, sentía cómo mi pija se hundía más en su culo caliente y ajustado.

—Ahhh, doctor… así… no pare… —gemía entre jadeos, apretando mis hombros con sus uñas.
Yo la sostenía de la cintura, marcando el ritmo, tratando de contenerme para no acabar. La tensión era insoportable, pero a la vez deliciosa.
Después me tomó por sorpresa: apoyó sus manos sobre mi pecho, me miró con esos ojos brillantes y empezó a moverse con más fuerza, más rápido, más profundo. Me montaba con una entrega salvaje, como si quisiera exprimir hasta la última gota de mí.
—Dios… qué pedazo de pija… —susurraba con esa voz dulce, temblorosa, quebrada por el placer.
La giré y la puse en cuatro sobre la cama. Su espalda arqueada, el culo perfecto levantado para mí, y su cara hundida en la almohada. La embestí fuerte, una y otra vez, disfrutando de cómo apretaba, de cómo temblaba todo su cuerpo bajo cada embestida.

—¡Sí… sí, doctor! Ahí… más fuerte… —gritaba sin importarle nada.
Yo jadeaba, el sudor chorreaba por mi frente, mi pecho pegado a su espalda, mis manos apretando sus tetas mientras la follaba con toda mi fuerza.
La puse de costado, con una pierna suya levantada y apoyada sobre mi hombro, y desde esa postura la penetré lento, profundo, mirándole la cara. Sus labios entreabiertos, su respiración agitada, su mano buscándome para que no me detuviera.
—Me vas a volver loca… —dijo entre gemidos, mientras la besaba en el cuello.

Pareció un maratón interminable. Entre posición y posición, sus gemidos eran la música que marcaba el ritmo. A ratos la tenía sobre mí, a ratos contra la pared, otras veces de espaldas con sus piernas apretando mi cintura como si no quisiera soltarme nunca… y siempre fue una cogida por el culo, lo que después me llamó la atención. Esa entrega total, ese placer prohibido, me marcó de una manera que nunca pude olvidar.
Pasaron casi dos horas de puro desenfreno. El teléfono no paraba de sonar… era la empresa, llamándome por otras visitas, pero no le daba bola. No podía concentrarme en otra cosa que no fuera ella, su culo apretando mi pija, sus gemidos dulces llenando la habitación. Todo lo demás había dejado de existir.
Ambos ya habíamos acabado varias veces; estábamos exhaustos, bañados en sudor, con la piel brillando por el calor del encuentro.
Ella se dejó caer sobre la cama, jadeando, con una sonrisa pícara. Yo apenas podía respirar, aún con mi pija palpitando y húmeda… impregnada con ese rico olorcito a mezcla de ojete y vaselina perfumada, un aroma intenso, prohibido, que se me quedó grabado en la memoria y que sabía que no iba a olvidar jamás.
Se reincorporó lentamente, tomó su remera y se la puso con calma, sin dejar de mirarme. Y mientras se acomodaba el pelo, me soltó con esa voz dulce y traviesa:
—Mire doctor como me dejó?— me dice.

—Y? doctor… ¿tiene algún diagnóstico? —preguntó, divertida.
—Sí… —le respondí agotado, con una media sonrisa—. Yo veo todo bien… hermosamente bien.

Yo me iba vistiendo, todavía agitado, mientras ella seguía jugando con su concha como si no quisiera que ese momento terminara.
Intenté seguir la charla, pero me llevó el dedo índice a la boca en un gesto juguetón. Tenía el gustito ácido de su concha, mezclado con mi propio semen.
—Shhh… —me interrumpió, clavándome la mirada—. El doctor todavía tiene que seguir trabajando…
Se levantó con calma, me acompañó hasta la puerta y, con esa misma sonrisa cómplice, me invitó a retirarme de su casa.
Yo, con el deseo aún encendido, alcancé a balbucear:
—¿Me pasás tu núm…?
Ella sonrió, negó suavemente con la cabeza y, mostrando esas tetas que me iban a quedar grabadas para siempre, dijo con picardía:
—Chau, doctor me saluda mostrandome sus tetas.

No me quedó otra que tomar mis cosa y despedirme. Nunca más supe de ella. Cada vez que la empresa me llamaba para una nueva visita domiciliaria, en el fondo de mi pecho esperaba que fuera a esa dirección… pero ese llamado nunca volvió a llegar.
Y así terminó una de las experiencias más intensas y prohibidas que viví en mis visitas.
Si te gustó esta historia, coméntame que te pareció , te hice acabar?. Regalame tus puntos y seguime para más relatos, morbos y cositas mías.
¿Tenés alguna fantasía o historia que quieras compartir? Escribime.
¿Querés ver a una amiga o amigo “desnudo” en palabras o por foto? Mandame la foto y yo me encargo de desvestir la imaginación.
Quinto A. Toqué el portero eléctrico y escuché una voz femenina, joven, algo tímida.
—La puerta está abierta, pase doctor —me gritó desde adentro.
Entré con cuidado. —Permiso —dije.
—Sí, adelante. Estoy en la pieza —contestó.

Cuando crucé el marco de la puerta, me la encontré: una chica de unos veinticinco años, estudiante, sola en su departamento. Llevaba una remera clara y una pollera, una vestimenta que no encajaba con la de una paciente que espera consulta médica.
—Hola, mi nombre es… cuéntame, ¿qué te anda pasando? —pregunté, intentando sonar profesional.
Ella bajó la mirada, nerviosa.
—Me da mucha vergüenza, doctor… soy muy pudorosa. Pero me molesta una zona… —se detuvo, tragó saliva y apenas susurró—. La cola.
Yo asentí en silencio, dándole espacio. Ella siguió hablando rápido, como para sacarse las palabras de encima.
—Perdón, me da mucha vergüenza… pero anoche tuve relaciones, y desde entonces me duele mucho.
—Tranquila —respondí con tono calmo—. No te preocupes, para eso estoy aquí. Pero voy a tener que revisarte.
Me miró fijamente, como si esa frase hubiera abierto otra puerta.
—¿Revisarme…? —dijo casi en un susurro.
—Sí, de lo contrario no sabré cómo ayudarte.
Ella respiró hondo otra vez y sonrió, nerviosa, como si una parte de ella hubiera estado esperando ese momento.
—Bueno… entonces supongo que tendré que ponerme más cómoda —contestó, mientras se levantaba lentamente la falda.

— Woooh! me dije.
— ¿La remera tambien?— dice.
— No hace fal.... No llegue a terminar la frase que ella se la estaba levantando.

Bueno pero a ver así no te puedo examinar le digo yo vas a tener que acostarte sobre la cama.
Ella me miró con una mezcla de nervios y picardía.
—¿Querés que me quite la ropa? Así vas a poder examinarme mejor —dijo, bajando la voz.
—Bueno… dale, perfecto —respondí, intentando disimular la ansiedad que me atravesaba.
Con una calma provocadora, levantó lentamente la remera y dejó asomar sus hermosas tetas, firmes, mientras la pollera se deslizaba hacia arriba con la misma naturalidad. Se recostó sobre la cama y me regaló una mirada directa, acompañada de una sonrisa que disipaba cualquier duda: aquello estaba lejos de ser una simple consulta.

—¿Cómo querés que me ponga? ¿Así está bien? —preguntó, mientras se acomodaba en la cama. Se quedó sentada, con el torso erguido, mirándome fijo, y sus tetas apuntando hacia mí como una invitación imposible de ignorar.
Yo, algo nervioso, le dije en voz baja:
—Vas a tener que ponerte de costado.
Ella se incorporó despacio, se dio vuelta y apoyó los brazos sobre la cama, arqueando la espalda para ofrecerme la vista de su silueta.

—¿Así? —preguntó con una mezcla de ingenuidad y picardía—. Usted dígame, doctor… ¿cómo quiere que me ponga? Necesito que me ayude.

—Sí, sí… perfecto —alcancé a decir, aunque me quedé inmóvil por unos segundos. Eran apenas instantes, pero quería grabar esa imagen en mi memoria, como una fotografía imposible de borrar.
Tragué saliva y añadí, intentando recuperar el control:
—Pero vas a tener que acostarte en la cama.
Ella giró despacio, dejándose caer sobre el colchón con una naturalidad provocadora. Me miró desde ahí, arqueando apenas las cejas.

—¿Así, doctor? —susurró, con un brillo travieso en los ojos.
—Mejor ponete de este costado… —le indiqué con un hilo de voz.
—Ah… está bien… ¿así, doctor? —respondió ella, con esa voz dulce, casi de niña traviesa, que me desarmaba por completo.
Cada vez que pronunciaba la palabra doctor me recorría un escalofrío, como si jugara a provocar lo que yo intentaba controlar. Sentía mi pija reaccionar, la excitación creciendo sin permiso. Y para colmo, con el pantalón fino del ambo, sabía que cualquier movimiento podía delatarme.
—A ver… ponete de costado, acostate en la cama —le pedí con la voz entrecortada.

Ella obedeció despacio, recostándose y dejando su cadera apuntando directamente hacia mí. La escena me desbordaba: el corazón me latía fuerte y la excitación me quemaba por dentro. Sentía el calor subiendo, la pija ya me explotaba el pantalon, incluso empece a mojar la tela del pantalon. Ya no sabia como manejar esa situación y ella se daba cuenta.
La acomodé del otro costado para observar mejor y, tras unos segundos, murmuré:
—Mirá… no veo nada, no noto ninguna fisura. ¿Te duele?
Ella me clavó los ojos y, con un dejo de picardía, contestó:
—Doctor… si no me toca, ¿cómo va a saber si me duele?
Su respuesta me atravesó. Respiré hondo para mantener la calma.
—Está bien —le dije, intentando sonar firme—. Voy a ponerme los guantes y revisarte.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza. Me acerqué y, con suavidad, comencé a separar su piel delicada. Le advertí en voz baja:
—Puede que te moleste un poco.
—No hay problema, doctor —susurró—. Usted haga lo que tenga que hacer.
Entonces lo noté: al introducir suavemente una falange, su cuerpo reaccionó de inmediato. Su respiración se volvió más honda, más agitada, como un suspiro contenido que crecía con cada segundo. La tensión en el ambiente era insoportable, casi eléctrica.
—¿Estás bien? —le pregunté, intentando mantener la calma en mi voz.
—Sí… sí —respondió entrecortada, con un dejo de entrega en la mirada—. Usted siga, doctor.
Continué despacio, dejando que la segunda falange avanzara.
—¡Ahhh! —soltó un gemido ahogado, arqueando la espalda.
—¿Te duele? —pregunté con cautela, conteniendo la respiración.
—No… no, doctor… siga… siga —respondió con urgencia, su voz temblando entre placer y entrega.
No sentía resistencia, al contrario: ese ano parecía invitarme a continuar. La calidez que me envolvía me dejaba claro que podía ir más allá… incluso que otro dedo más tendría lugar.
—A ver, date vuelta —le pedí con voz baja.

Ella obedeció despacio, subiendo una pierna y dejándose caer de espaldas sobre la cama.
—Ay… perdón, me da mucha vergüenza —susurró, ruborizada, mientras llevaba la mano instintivamente para cubrirse la concha.
Sonreí, intentando sonar profesional aunque la tensión era evidente.
—No te preocupes, estoy acostumbrado…
—Si querés, pongo una toalla para taparte —le dije, tratando de aliviar su pudor.
Ella negó suavemente con la cabeza, sus ojos brillando con algo más que vergüenza. Esa negativa fue clara: no quería ocultarse, quería mostrarse.
Pero lo cierto es que la atmósfera ya estaba saturada de deseo. La excitación se respiraba en cada silencio, en el roce de las miradas, en ese gesto tímido suyo que decía mucho más que cualquier palabra. El clima ya estaba escrito: no hacía falta que ella dijera nada más.
—Ya… a ver, doctor, pruebe de nuevo, a ver si me duele —me susurró, mirándome con esa mezcla imposible de pudor y descaro.
Deslicé otra vez el dedo dentro de ella: primero una falange, luego la segunda, hasta hundir por completo el índice. Estaba acostada de espaldas, con las piernas abiertas y yo en el medio, invadiendo su intimidad. Al meterle el dedo en el orto nuevamente y avanzar en su interior tuve que apoyar, sin querer, el pulgar sobre su clítoris. En ese instante su respiración cambió: más honda, más rápida, casi temblorosa.
Yo ya no podía más. El control se me escapaba entre las manos, y su cuerpo lo recibía con una naturalidad que me desarmaba por completo.
—Ahí, doctor… —gimió con un tono que me atravesó entero—. Qué rico se siente… no me duele nada… al contrario.
Después de eso, empecé con el pulgar a hacer movimientos giratorios sobre su concha, sintiendo cómo se humedecía al instante bajo mi roce. Ella arqueó la espalda, soltando un gemido más profundo, más intenso, dejándose llevar sin reservas.
Su cuerpo se ofrecía con cada suspiro, con cada temblor que recorría su piel. Y ahí fue… la línea entre paciente y deseo se rompió por completo.
Mi pija parecía que iba a estallar, dura, palpitando. Entonces ella, con picardía, estiró la pierna y empezó a frotármela con el pie, como si estuviera puliendo la lámpara de Aladino. Esa fricción a través del ambo me hizo gemir sin querer.
—Métemelo ya en el ojete, dale… —susurró con esa misma dulzura peligrosa, que contrastaba con lo sucio de sus palabras.
No dudé ni un segundo. Me bajé el pantalón y el bóxer de un tirón, y mi pija salió disparada como una catapulta, dura, venosa, apuntando directo hacia ella.
—Métemelo ya! en el ojete, dale… —suplicó, encendida, sin dudar.
Tenía a mano un pomo de vaselina, pero ella se incorporó de golpe y me detuvo con una sonrisa traviesa.
—Esperá… tengo algo mejor.
Abrió el cajón de su mesa de luz y sacó un frasco con un gel espeso, brillante, con un olorcito dulce y provocador. En ese momento confirmé lo que ya sospechaba: no era la primera vez que alguien le cogía bien el culo.
Se lo introduje con calma, disfrutando cada segundo. Ella me sostenía la mirada, profunda, fija en mis ojos, mientras mi pija se iba abriendo paso en su culo, centímetro a centímetro. Esa conexión era brutal: me apretaba tan perfecto que sentía que iba a explotar.
Primero la tuve arriba mío, cabalgándome con una cadencia deliciosa. Sus caderas se movían en círculos lentos, su melena cayendo sobre mi pecho, y esos gemidos dulces que me perforaban los oídos. Cada vez que bajaba, sentía cómo mi pija se hundía más en su culo caliente y ajustado.

—Ahhh, doctor… así… no pare… —gemía entre jadeos, apretando mis hombros con sus uñas.
Yo la sostenía de la cintura, marcando el ritmo, tratando de contenerme para no acabar. La tensión era insoportable, pero a la vez deliciosa.
Después me tomó por sorpresa: apoyó sus manos sobre mi pecho, me miró con esos ojos brillantes y empezó a moverse con más fuerza, más rápido, más profundo. Me montaba con una entrega salvaje, como si quisiera exprimir hasta la última gota de mí.
—Dios… qué pedazo de pija… —susurraba con esa voz dulce, temblorosa, quebrada por el placer.
La giré y la puse en cuatro sobre la cama. Su espalda arqueada, el culo perfecto levantado para mí, y su cara hundida en la almohada. La embestí fuerte, una y otra vez, disfrutando de cómo apretaba, de cómo temblaba todo su cuerpo bajo cada embestida.

—¡Sí… sí, doctor! Ahí… más fuerte… —gritaba sin importarle nada.
Yo jadeaba, el sudor chorreaba por mi frente, mi pecho pegado a su espalda, mis manos apretando sus tetas mientras la follaba con toda mi fuerza.
La puse de costado, con una pierna suya levantada y apoyada sobre mi hombro, y desde esa postura la penetré lento, profundo, mirándole la cara. Sus labios entreabiertos, su respiración agitada, su mano buscándome para que no me detuviera.
—Me vas a volver loca… —dijo entre gemidos, mientras la besaba en el cuello.

Pareció un maratón interminable. Entre posición y posición, sus gemidos eran la música que marcaba el ritmo. A ratos la tenía sobre mí, a ratos contra la pared, otras veces de espaldas con sus piernas apretando mi cintura como si no quisiera soltarme nunca… y siempre fue una cogida por el culo, lo que después me llamó la atención. Esa entrega total, ese placer prohibido, me marcó de una manera que nunca pude olvidar.
Pasaron casi dos horas de puro desenfreno. El teléfono no paraba de sonar… era la empresa, llamándome por otras visitas, pero no le daba bola. No podía concentrarme en otra cosa que no fuera ella, su culo apretando mi pija, sus gemidos dulces llenando la habitación. Todo lo demás había dejado de existir.
Ambos ya habíamos acabado varias veces; estábamos exhaustos, bañados en sudor, con la piel brillando por el calor del encuentro.
Ella se dejó caer sobre la cama, jadeando, con una sonrisa pícara. Yo apenas podía respirar, aún con mi pija palpitando y húmeda… impregnada con ese rico olorcito a mezcla de ojete y vaselina perfumada, un aroma intenso, prohibido, que se me quedó grabado en la memoria y que sabía que no iba a olvidar jamás.
Se reincorporó lentamente, tomó su remera y se la puso con calma, sin dejar de mirarme. Y mientras se acomodaba el pelo, me soltó con esa voz dulce y traviesa:
—Mire doctor como me dejó?— me dice.

—Y? doctor… ¿tiene algún diagnóstico? —preguntó, divertida.
—Sí… —le respondí agotado, con una media sonrisa—. Yo veo todo bien… hermosamente bien.

Yo me iba vistiendo, todavía agitado, mientras ella seguía jugando con su concha como si no quisiera que ese momento terminara.
Intenté seguir la charla, pero me llevó el dedo índice a la boca en un gesto juguetón. Tenía el gustito ácido de su concha, mezclado con mi propio semen.
—Shhh… —me interrumpió, clavándome la mirada—. El doctor todavía tiene que seguir trabajando…
Se levantó con calma, me acompañó hasta la puerta y, con esa misma sonrisa cómplice, me invitó a retirarme de su casa.
Yo, con el deseo aún encendido, alcancé a balbucear:
—¿Me pasás tu núm…?
Ella sonrió, negó suavemente con la cabeza y, mostrando esas tetas que me iban a quedar grabadas para siempre, dijo con picardía:
—Chau, doctor me saluda mostrandome sus tetas.

No me quedó otra que tomar mis cosa y despedirme. Nunca más supe de ella. Cada vez que la empresa me llamaba para una nueva visita domiciliaria, en el fondo de mi pecho esperaba que fuera a esa dirección… pero ese llamado nunca volvió a llegar.
Y así terminó una de las experiencias más intensas y prohibidas que viví en mis visitas.
Si te gustó esta historia, coméntame que te pareció , te hice acabar?. Regalame tus puntos y seguime para más relatos, morbos y cositas mías.
¿Tenés alguna fantasía o historia que quieras compartir? Escribime.
¿Querés ver a una amiga o amigo “desnudo” en palabras o por foto? Mandame la foto y yo me encargo de desvestir la imaginación.
1 comentarios - Consultorio anal: la paciente.
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