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El abismo entre nosotros - CAP 6

El abismo entre nosotros - CAP 6


CAPÍTULO 6: LA CAJA DE ACERO


El fantasma del masaje lo había perseguido durante dos días. Dos días de un exilio autoimpuesto en el que Jack había estado evitando a Sophia con la torpeza de un adolescente culpable, inventando excusas para no coincidir, saliendo del apartamento a horas intempestivas solo para no cruzar su camino. Cada vez que cerraba los ojos, sentía el recuerdo de la piel de ella bajo sus manos, la forma en que su culo se había presionado contra su erección. Era una memoria física, una marca de fuego que le recordaba constantemente su traición y su deseo. Volvía ahora, al amparo de un crepúsculo violeta que sangraba sobre los rascacielos, sintiéndose un impostor en su propia farsa. La fachada de vidrio y acero del edificio reflejaba las luces de la ciudad, un espejo oscuro que le devolvía la imagen de un hombre a la deriva, un hombre hueco.


Y entonces la vio.


Estaba de pie junto a los ascensores, una silueta elegante contra el frío del mármol y el acero. El pelo recogido en una coleta alta y tirante, dejando al descubierto la vulnerable y exquisita línea de su cuello. Su mirada estaba perdida en la distancia, pero había una quietud en ella, una paciencia que no era pasiva, sino expectante. Como un cazador esperando en su puesto.
A sus pies, junto a sus zapatillas de diseño, había una pequeña y elegante bolsa de papel de un color negro satinado. Jack reconoció el logo dorado en relieve al instante. No era una tienda de comestibles. Era una de las lencerías más caras y exclusivas de la ciudad, un lugar donde se vendían promesas de encaje y seda por el precio de su alquiler.


Jack sintió un golpe bajo, una sacudida eléctrica que le recorrió desde la entrepierna hasta la base del cráneo. La imagen de ella, en el sofá, su culo perfecto presionado contra él, volvió con una claridad pornográfica, pero esta vez, la imaginó vistiendo algo de esa bolsa. Algo negro. Algo transparente.
Ella levantó la vista al sentirlo acercar, como si hubiera estado esperando ese preciso instante. Una sonrisa lenta y conocedora se dibujó en sus labios. No era una sonrisa de sorpresa. Era una sonrisa de confirmación. —Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí —su voz, melódica, un veneno dulce—. Parece que el destino, o este ascensor de mierda, quiere que hablemos.


Jack se acercó, el corazón martilleándole contra las costillas como si quisiera escapar. Apoyó una mano en el panel de acero, sintiendo el frío bajo la palma. Necesitaba anclarse a algo real en medio del torbellino que ella provocaba en él. —No te hacía yo de las que salen de noche, Sophia. A no ser que haya alguna sesión de yoga lunar de la que no me haya enterado. —El sarcasmo era una armadura endeble, y la imagen de la flexibilidad de ella durante el masaje hizo que su voz sonara más ronca de lo que pretendía.


Los ojos de ella brillaron con diversión. Su mirada descendió por un instante hasta la bolsa negra a sus pies, un gesto deliberado, una invitación a que él también mirara. —A veces una chica tiene que hacer compras... esenciales —dijo, su voz bajando a un susurro cómplice, cargado de insinuaciones—. Cosas que no se pueden pedir por internet. Hay que sentirlas, probarlas... asegurarse de que el ajuste es perfecto.


Su mirada se encontró de nuevo con la de él, intensa, desafiante. No le estaba hablando de lencería. Le estaba hablando de ellos. Del roce en el sofá, de la tensión en el apagón, del masaje que los había dejado a ambos al borde.
Jack tragó saliva, su garganta de repente seca como el desierto. La imagen de ella, vistiendo cualquier cosa que hubiera en esa bolsa, solo para él, lo asaltó con la fuerza de una alucinación. Encaje negro contra su piel canela, seda roja contrastando con su pelo oscuro. El infierno. —Y tú —continuó ella, inclinándose ligeramente hacia él, su aroma floral envolviéndolo—. ¿Has conseguido ya resolver esos... asuntos tan importantes que tenías? ¿O sigues perdido?


Era un golpe directo. Le estaba recordando su fracaso, su dependencia, pero no con crueldad. Era un recordatorio de su posición, de su vulnerabilidad. De lo mucho que tenía que perder. —Todo resuelto —mintió él, devolviéndole el juego. No iba a mostrarle debilidad. No ahora.
El "ding" del ascensor sonó en ese momento, una interrupción tan oportuna que parecía escrita en un guion. Las puertas de acero se abrieron con un siseo suave, revelando la cabina vacía e iluminada. Sophia recogió la bolsa del suelo con una gracia fluida. —Bueno, parece que nuestro momento ha terminado —dijo, entrando en el ascensor. Se giró hacia él, manteniendo la puerta abierta con una mano—. ¿O acaba de empezar?


No era una pregunta. Era una oferta. Entrar en ese ascensor con ella no era simplemente subir al apartamento. Era cruzar una línea. Era aceptar la invitación que sus ojos, sus palabras y esa puta bolsa de lencería le estaban extendiendo.


Jack la miró. Vio la promesa de un placer prohibido, la emoción de un peligro que no había sentido en años. Vio el abismo del que ella le había hablado, y esta vez, el vértigo era una adicción. Con una sonrisa torcida, una rendición total a la tormenta que ella había despertado en él, dio un paso adelante y entró en la cabina. Las puertas de acero se cerraron tras él, sellándolos en un pequeño mundo privado de luz artificial, espejos y una tensión sexual tan palpable que casi podía saborearla en el aire. Estaban solos. Y subiendo.
El sonido de las puertas de acero cerrándose fue un veredicto. Un golpe metálico que selló su decisión y los encerró en una caja de espejos y luz artificial que de repente se sentía tan íntima como una alcoba y tan expuesta como un escenario. El suave zumbido del ascensor al comenzar su ascenso era el único sonido, un murmullo cómplice que ascendía con ellos hacia el pecado.


Las paredes espejadas multiplicaban sus figuras hasta el infinito. Jack se vio a sí mismo, tenso, la mandíbula apretada, los ojos oscuros por un deseo que ya no intentaba ocultar. Y la vio a ella. Vio docenas de Sophias, cada una más serena y peligrosa que la anterior. Se dio la vuelta, dándole la espalda, y se apoyó ligeramente en la pared del fondo, fingiendo mirar su reflejo. Sostenía la pequeña bolsa negra como si fuera un arma ceremonial.


El aire era espeso, denso. Jack podía sentir el pulso en su garganta, un tambor salvaje contra el zumbido monótono del elevador. Cada planta que pasaban era un peldaño más hacia el punto de no retorno. Quería decir algo, romper el hechizo, pero las palabras se habían evaporado. Esto es una locura. Estamos a punto de joderlo todo. Sabía que si lo decía, ella se reiría.
Fue entonces cuando ella empezó su verdadero juego. No se movió hacia él. No tocó ningún botón. Simplemente, cambió su postura. Con una lentitud deliberada, arqueó la espalda. El movimiento fue sutil, pero en el espacio reducido del ascensor, fue un terremoto. Sus leggings negros se tensaron, y su culo, ese monumento a la perfección, se proyectó hacia atrás, una ofrenda descarada. Se quedó así, fingiendo ajustarse la coleta, pero Jack sabía, y ella sabía que él sabía, que lo estaba haciendo para él. Podía ver el rostro de ella en el espejo, sus ojos encontrándose con los de él, una chispa de desafío y diversión en ellos.


—Este ascensor es tan lento... —susurró ella, su voz un murmullo de seda que pareció acariciarle la piel—. A veces desearía que se detuviera. Solo por un momento. Para recuperar el aliento.
La polla de Jack se contrajo con una violencia dolorosa. Era una invitación. La más directa y peligrosa que le habían hecho en la vida. Su mano se crispó. Quería estirarla y presionar el botón rojo de emergencia. Quería detener el mundo. Pero el rostro de Kennen, sonriente, confiado, apareció en su mente. La lealtad. La amistad. La culpa.


Sophia debió ver la lucha en el rostro de él a través del espejo. Una sonrisa casi imperceptible tiró de la comisura de sus labios. —Tantos botones... —continuó, su voz ahora un ronroneo—. Es fácil equivocarse. Imagina que alguien, por accidente, presionara el incorrecto. Sería un desastre, ¿no crees?
Se inclinó aún más, supuestamente para dejar la bolsa de lencería en el suelo, un movimiento que hizo que su culo se levantara aún más, una visión tan perfecta y obscena que Jack sintió que su cerebro se desconectaba. La tela de los leggings se estiró hasta su límite, dibujando cada contorno, cada curva, la promesa de la carne prohibida debajo.


Y eso fue todo. La última barrera se hizo añicos.
Con un gruñido animal que no reconoció como propio, Jack se abalanzó. Su mano se estrelló contra el panel de control, su palma abierta golpeando el botón rojo de parada de emergencia con una fuerza que hizo que el metal vibrara.


El ascensor se detuvo con una sacudida brusca que los hizo tambalearse. El zumbido cesó. El silencio que cayó fue absoluto, profundo, casi violento. Estaban atrapados. Suspendidos en el tiempo y el espacio entre la planta catorce y la quince. La decisión había sido tomada. Por él.
Ella se giró lentamente, la bolsa de lencería olvidada en el suelo. En su rostro no había sorpresa. Había triunfo. —Te has decidido, Jack —dijo, su voz baja, un ronroneo gutural que vibró directamente en la entrepierna de él.
Él no respondió con palabras. La acorraló contra la pared de espejos, su cuerpo aprisionando el de ella. El aire abandonó los pulmones de Sophia en un jadeo. Una de las manos de Jack se apoyó en la pared junto a su cabeza, mientras la otra, con una urgencia que lo consumía, bajó y se cerró sobre su culo con una fuerza posesiva, brutal. Apretó la carne firme a través de la fina tela de los leggings, levantándola ligeramente, empujándola contra su erección pétrea, que palpitaba con una violencia dolorosa contra la cremallera de sus pantalones.


Ella gimió, un sonido bajo, de placer y de rendición, y frotó su pelvis contra la de él, un movimiento circular y lascivo que casi lo hizo correrse allí mismo. No hubo besos. No hubo declaraciones. Solo el sonido de sus respiraciones agitadas y el roce de sus cuerpos. La mano de Jack empezó a amasar su nalga, sus dedos hundiéndose en la carne, mientras su otra mano bajaba y se deslizaba por su vientre, sus dedos buscando la humedad que sabía que encontraría.


Podía sentirla mojada a través de la tela. Estaba a punto de arrancarle los leggings, a punto de tomarla allí mismo, contra la fría pared de acero. La tensión era insoportable, un nudo de deseo a punto de estallar.
Pero entonces, la mano de ella se deslizó entre sus cuerpos y se posó sobre la de él, deteniéndolo. No lo apartó. Simplemente lo detuvo. Sus ojos se encontraron en el reflejo del espejo. Estaban llenos de una lujuria oscura, pero también de una advertencia. Aquí no. Aún no.


Con la misma calma deliberada con la que lo había provocado, su otra mano se dirigió de nuevo hacia el panel de control. Volvió a pulsar el botón de parada de emergencia.


El zumbido regresó. El ascensor dio una pequeña sacudida y continuó su ascenso.


Se separaron, jadeando, desaliñados, la tensión sexual no resuelta vibrando entre ellos como una cuerda de guitarra a punto de romperse. Se miraron en el espejo. Eran dos cómplices, con los ojos brillantes por una lujuria satisfecha a medias y una promesa de mucho más.


Sophia se agachó y recogió la bolsa negra del suelo. Se recompuso la ropa con una calma que a Jack le pareció aterradora. —Te lo dije —dijo, su voz un susurro ronco—. El apartamento es más... cómodo.


Un "ding" suave anunció su llegada. Las puertas de acero se abrieron, revelando el pasillo silencioso y vacío de su planta. El camino estaba despejado. Jack salió primero, su cuerpo un nudo de frustración y deseo. Sophia lo siguió.


Y al final del pasillo, la puerta de su apartamento se abrió. Kennen apareció en el umbral, sonriente, ajeno a todo. —¡Hey, chicos! ¡Justo a tiempo! Estaba a punto de pedir una pizza. ¿Se apuntan?


El hechizo se rompió. La burbuja de pecado explotó. Y la tensión, ahora, tendría que esperar.


Continuara... 


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