Hay un lugar en Concepción que huele a sexo aunque nadie lo diga en voz alta. Un motel escondido entre calles húmedas, con luces rojas titilando y habitaciones que siempre suenan a gemidos detrás de las paredes delgadas. Para muchos es un sitio de paso; para mí, es casi un segundo hogar.
Cada vez que cruzo su puerta sé en lo que me convierto. Ya no soy la chica de 25 años que camina apurada por el centro. Allí adentro soy la puta que se rinde, la que espera órdenes, la que tiembla antes de obedecer.
Esa noche él me tomó del brazo en silencio y me llevó directo a la pieza que siempre pedíamos: cama grande, espejo en el techo y una lámpara roja que bañaba todo de un calor sucio. Apenas cerró la puerta, me empujó contra la pared. Su mano en mi cuello, su boca sobre la mía, el sabor a cigarro mezclado con deseo. Yo me dejé llevar, como siempre.

De rodillas, maraca —ordenó.


Me arrodillé sobre la alfombra áspera, con los ojos bajos y la respiración acelerada. Sentí sus dedos enredarse en mi cabello, tirando fuerte, guiándome sin piedad. El encaje de mi vestido rozaba mis pezones endurecidos, y cada jadeo suyo era una orden silenciosa. Allí abajo, entre mis labios húmedos, lo sentí imponerse.

Eso, traga, puta… buena perra. —me gruñó mientras me empujaba contra su cadera.
Las lágrimas de placer empezaban a correr con el rímel. Yo obedecía, gemía ahogada, sintiéndome usada como lo que era: su puta.

Cuando ya me tenía temblando, me levantó de un tirón y me lanzó sobre la cama. El colchón crujió, el espejo reflejó mi cuerpo arqueado, vulnerable, ofrecido. Levantó mi falda y me golpeó las nalgas con fuerza.
—Mira cómo te dejo el culo, culiá rica. —me dijo, y el ardor me arrancó un gemido que lo encendió más.


Me sujetó de las muñecas, clavándome contra las sábanas húmedas de sudor y olor a cuerpos pasados. Entró en mí con violencia, con hambre.
—Ándate a cuatro, perra… eso, así me gusta.


Yo me abrí entera, entregada, rogando más. Cada embestida hacía retumbar la cama contra la pared, y los gemidos de otra pareja en la habitación contigua parecían mezclarse con los míos.

—Me perdí en esa danza de golpes, jadeos y suplicas. Mi cuerpo ardía, mi garganta gritaba, mi piel estaba marcada por sus manos. Era puta, era sumisa, era todo lo que él quisiera que fuera.
Al terminar, quedé tumbada boca abajo, el maquillaje destruido, la piel pegajosa de sudor. Él se encendió un cigarro, y yo, temblando, me arrastré hasta apoyarme en sus piernas. Como siempre, buscando la caricia que cerraba la escena.
Ese motel es mi confesionario. Entre sus paredes manchadas he aprendido que mi verdad no está en el amor ni en la ternura, sino en el placer de rendirme, de obedecer, de ser la puta sumisa que soy.
Cada vez que cruzo su puerta sé en lo que me convierto. Ya no soy la chica de 25 años que camina apurada por el centro. Allí adentro soy la puta que se rinde, la que espera órdenes, la que tiembla antes de obedecer.
Esa noche él me tomó del brazo en silencio y me llevó directo a la pieza que siempre pedíamos: cama grande, espejo en el techo y una lámpara roja que bañaba todo de un calor sucio. Apenas cerró la puerta, me empujó contra la pared. Su mano en mi cuello, su boca sobre la mía, el sabor a cigarro mezclado con deseo. Yo me dejé llevar, como siempre.

De rodillas, maraca —ordenó.


Me arrodillé sobre la alfombra áspera, con los ojos bajos y la respiración acelerada. Sentí sus dedos enredarse en mi cabello, tirando fuerte, guiándome sin piedad. El encaje de mi vestido rozaba mis pezones endurecidos, y cada jadeo suyo era una orden silenciosa. Allí abajo, entre mis labios húmedos, lo sentí imponerse.

Eso, traga, puta… buena perra. —me gruñó mientras me empujaba contra su cadera.
Las lágrimas de placer empezaban a correr con el rímel. Yo obedecía, gemía ahogada, sintiéndome usada como lo que era: su puta.

Cuando ya me tenía temblando, me levantó de un tirón y me lanzó sobre la cama. El colchón crujió, el espejo reflejó mi cuerpo arqueado, vulnerable, ofrecido. Levantó mi falda y me golpeó las nalgas con fuerza.
—Mira cómo te dejo el culo, culiá rica. —me dijo, y el ardor me arrancó un gemido que lo encendió más.


Me sujetó de las muñecas, clavándome contra las sábanas húmedas de sudor y olor a cuerpos pasados. Entró en mí con violencia, con hambre.
—Ándate a cuatro, perra… eso, así me gusta.


Yo me abrí entera, entregada, rogando más. Cada embestida hacía retumbar la cama contra la pared, y los gemidos de otra pareja en la habitación contigua parecían mezclarse con los míos.

—Me perdí en esa danza de golpes, jadeos y suplicas. Mi cuerpo ardía, mi garganta gritaba, mi piel estaba marcada por sus manos. Era puta, era sumisa, era todo lo que él quisiera que fuera.
Al terminar, quedé tumbada boca abajo, el maquillaje destruido, la piel pegajosa de sudor. Él se encendió un cigarro, y yo, temblando, me arrastré hasta apoyarme en sus piernas. Como siempre, buscando la caricia que cerraba la escena.
Ese motel es mi confesionario. Entre sus paredes manchadas he aprendido que mi verdad no está en el amor ni en la ternura, sino en el placer de rendirme, de obedecer, de ser la puta sumisa que soy.
2 comentarios - Confesiones de una Puta: El motel de siempre