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156/2📑Mi Sugar Mami - Parte 2

156/2📑Mi Sugar Mami - Parte 2

Era su tercera noche en Punta Cana. Martín pensó que nada podía superar lo vivido: sexo en la playa, en el jacuzzi, en todos los rincones de la suite. Pero Verónica siempre tenía un as bajo la manga.

Esa noche, lo vistió con una camisa blanca abierta al pecho, cadena dorada y pantalón claro. Ella, en cambio, se lucía con un vestido rojo ajustado, sin ropa interior, el escote pronunciado y el perfume más embriagador que conocía.

—Vamos a cenar al restaurante del hotel —le dijo—. Pero no solo vos y yo. Quiero que conozcas a alguien especial.

Cuando llegaron, en una mesa con vista al mar, una mujer los esperaba.

Lucía.

Pelo castaño oscuro, lacio. Ojos verdes, piel canela, vestido negro de seda. Piernas cruzadas, sonrisa felina.

—Así que vos sos el famoso sugar baby —dijo Lucía, mirándolo de arriba abajo sin pudor—. Verito no me mintió… estás delicioso.

Martín se ruborizó, pero el calor entre sus piernas ya lo delataba.

La cena transcurrió entre miradas, copas de vino y risas con doble sentido. Verónica le acariciaba el muslo por debajo de la mesa, mientras Lucía lo observaba con una ceja levantada, como una cazadora impaciente.

Hasta que Verónica habló, con tono suave pero directo:

—Mi amor… quiero compartirte esta noche. Lucía es mi amiga, mi cómplice. Quiero verte darle placer… y verla a ella disfrutarte como yo lo hago. ¿Estás de acuerdo?

Martín tragó saliva, su erección ya pulsaba bajo la mesa.

—Sí… mami.

Ambas mujeres sonrieron. Era hora de volver a la suite.


Apenas cerraron la puerta, Lucía no perdió el tiempo. Se acercó a Martín y lo besó con hambre, mordiéndole el labio, mientras Verónica se sentaba a mirar desde el sillón.

—Quiero probar lo que me prometiste —dijo Lucía, bajándole la ropa y tomándo su pene con una mano—. Mmm… suavecito. Como te gusta tenerlo, ¿eh, Vero?

—Ya sabés, amiga. Me gusta limpio, obediente… y con aguante.

Lucía se arrodilló y comenzó a chuparlo con maestría. Verónica se tocaba al verla, encendida, satisfecha.

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—Ahora montalo, Lu. Es todo tuyo por esta noche.

Y así lo hizo. Lucía se subió sobre él, con sus pechos al aire, cabalgándolo con fuerza, con placer real, moviéndose como una diosa salvaje.

Martín gemía, sudaba, atrapado entre el deseo de ambas mujeres.

Verónica se acercó, se arrodilló detrás de él, y comenzó a acariciarlo, a besarle el cuello.

—No te olvides de quién te trajo al paraíso —susurró—. Ahora te toca darme a mí mi parte.

Se saco la pija de Lucía y Verónica se montó de espaldas, guiándolo directo a su culo, mientras Lucía le chupaba los testículos desde abajo.

—¡Mierda…! —jadeó Martín, al borde del colapso.

—¿Te gusta ser compartido, bebé ? —dijo Verónica, cabalgándolo sin piedad—. ¿Te gusta tener dos mujeres maduras usándote como juguete?

—¡Sí…! ¡Me encanta!

Lucía se sentó a su lado, lo besó mientras Verónica se estremecía sobre él.

Los tres terminaron jadeando sobre la alfombra, desnudos, sudados, temblando.

—¿Y mañana? —preguntó Lucía, sonriendo—. ¿Repetimos?

Verónica acarició el rostro de Martín y dijo:

—Solo si mi bebé se porta bien. Aunque… con esa carita… me dan ganas de compartirlo con todas mis amigas.

Martín ya no era solo un sugar baby.
Ahora era el trofeo privado…
de dos mujeres insaciables.

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La mañana en Punta Cana era perfecta. Sol brillante, olas suaves, y un viento cálido que parecía susurrar promesas indecentes. Verónica y Martín caminaban descalzos por la orilla, ella con un bikini blanco mínimo, gafas negras y pareo transparente que dejaba ver sus caderas generosas moverse con gracia felina. Él iba a su lado, tomado de la mano, bronceado y con la piel aún sensible de tantas caricias.

Todo iba bien… hasta que apareció ella.

Una chica joven, morena, cabello rizado, cuerpo atlético, tanga diminuta y top ajustado. Caminó justo frente a ellos, saludó con una sonrisa al pasar… y Martín la miró.

Solo un par de segundos. Pero suficientes.

Verónica lo notó. Se detuvo en seco.

—¿Te gustó? —preguntó con tono bajo, pero cargado de fuego.

—¿Qué? No… solo vi que—

—No me mientas. Te vi babeándote. Te olvidaste que venís con tu mami.

Martín intentó disculparse, pero ya era tarde. Verónica lo tomó del brazo con fuerza, lo guió entre la gente, de regreso al hotel.

—Vas a aprender a no faltarme el respeto —murmuró entre dientes, mientras caminaban—. Nadie mira a otra cuando está conmigo.
Nadie.


Apenas entraron a la suite, ella lo empujó contra la cama.

—Sacate todo. Ya.

Martín obedeció. Ella se quitó el pareo, el corpiño, se trepó sobre él sin más palabras y se lo metió de un solo movimiento en la concha, húmeda, caliente, furiosa.

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—¿Te gusta mirar culitos nuevos, bebé? —gruñó mientras comenzaba a cabalgarlo con fuerza salvaje—. ¿Querés algo joven? Pues yo te voy a dejar seco.

Se movía como una tormenta, rebotando sobre su pija, apretándolo con todo su interior, haciéndolo gritar. Le apretó el pecho con las uñas, le mordió el cuello.

—¡Ahhh! ¡Mami…!

—¡Eso! Así me gusta, decilo.

Y mientras lo montaba con intensidad, comenzó a darle palmadas en los testículos, controlados, excitantes, que lo hacían estremecerse aún más.

—Esto es para que aprendas. Cada vez que mires a otra, te castigo con más placer.
Y te dejo sin alma.

—¡Perdón…! ¡Solo vos, mami! ¡Solo vos me volvés loco!

—Ya lo sé, bebé —dijo sin detenerse—. Pero necesitaba recordártelo.

El ritmo aumentó. Los gemidos llenaron la habitación. El agua de la ducha goteaba al fondo. Ella lo montaba con rabia… y con amor oculto.

Cuando Martín se vino, su cuerpo se sacudió debajo de ella, exhausto. Verónica jadeaba, el sudor bajándole entre los pechos, los muslos húmedos, la mirada clavada en él.

—¿Quién es tu única mami?

—¡Vos, Verónica! Vos sos todo lo que quiero.

Ella sonrió con fuego en los ojos. Se inclinó, le dio un beso largo, lento, húmedo.

—Entonces portate bien. Porque no pienso compartirte.
Y si lo hacés otra vez…
no te castigo con celos.
Te castigo con un día entero de castigos sexuales.

Martín tragó saliva. Y sonrió.

—Creo que me lo voy a merecer a propósito…

Verónica rió, y lo montó una vez más, esta vez… más lento, más profundo, y más suyo que nunca.

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Martín seguía tumbado en la cama, desnudo, con el pecho agitado y los muslos temblando por el castigo placentero que Verónica le había dado. Ella aún montaba su torso, sentada sobre él como una reina satisfecha, pasando sus dedos por su abdomen sudado.

Silencio.

Hasta que Martín abrió la boca, todavía con la respiración entrecortada.

—Tengo una duda…

—¿Sí, bebé?

—¿Por qué te pusiste así de loca solo porque miré un culo en la playa… si vos me compartiste con Lucía?

Verónica entrecerró los ojos, le sonrió con una ceja alzada… y se inclinó hacia él, a centímetros de su boca.

—Ay, mi amor… —susurró— no es lo mismo.

—¿Cómo que no?

Ella le tomó la cara con una mano, firme, sin dejar de mirarlo.

—Con Lucía fue mi idea. Yo tenía el control.
La invité, la dirigí, te vi disfrutar… con mi permiso.

—Pero en la playa fue solo una mirada…

—¡Exacto! Y no fue con mi permiso —le dijo, dándole una pequeña nalgada en la entrepierna, apenas un golpecito que lo hizo estremecer—. Fue espontáneo, fue natural… y eso me jodió. Porque no podía controlar lo que pensaste. Y eso me calienta… y me enferma.

Martín tragó saliva, mirando cómo ella bajaba la mano hasta su miembro flácido, ya recuperándose.

—¿Estás diciendo que… que te pone celosa de verdad?

Verónica lo masturbó con lentitud, mirándolo directo a los ojos.

—Sí, idiota lindo. Me gustás. Y no solo por tu cuerpo. Me gusta cómo me mirás cuando te vengo encima. Cómo decís “mami”.
Y si otra llega a hacerte gemir así…
la destruyo.

Martín se irguió un poco, tomándola de la cintura.

—Entonces no me compartas más.

Verónica sonrió.

—Pero si sé que te encanta cuando lo hago.

—Puede ser… —respondió él, con una sonrisa pícara—, pero me gusta más cuando te ponés celosa y me cabalgás como si quisieras matarme de placer.

Ella lo besó con fuerza, volviendo a mover su cadera lentamente sobre su erección.

—¿Querés que me ponga más celosa todavía?

—Sí, mami… hacelo. Rompeme otra vez.

Verónica lo guió dentro de sí, profunda, apretando con fuerza.

—Te voy a dejar seco, nene.
Y después…
te voy a marcar con mi perfume…
para que ninguna zorrita se te acerque.

Y lo montó otra vez. Furiosa. Apasionada. Más suya que nunca.

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El jet privado aterrizó en silencio, suave, como si respetara el estado en que venían. Verónica y Martín no habían dormido en todo el vuelo de regreso: entre copas de vino, besos profundos y caricias bajo la manta, la tensión sexual se mantuvo encendida desde Punta Cana hasta la pista de aterrizaje.

Ya dentro de la camioneta de lujo, de regreso a la mansión, el silencio entre ellos era cómodo. Verónica miraba por la ventana, pensativa, con sus gafas oscuras y una sonrisa suave en los labios.

Martín la miraba de reojo, todavía con la piel ardiendo de todo lo que vivieron esos días. Hasta que ella rompió el silencio:

—Bebé… —dijo, sin girar la cabeza—. Estuve pensando en el vuelo…

—¿Sí?

—Ya no te voy a compartir.

Martín se quedó quieto. Ella se quitó las gafas, lo miró de frente, seria pero encendida.

—Lo de Lucía fue un capricho. Quería probar si te gustaba. Y sí… te gustó. Pero no más.

—¿Estás celosa otra vez?

—Mucho. —Verónica le tomó la mano y la llevó entre sus piernas, que ya estaban húmedas bajo el vestido de vuelo—. Y cuando me pongo celosa… me caliento.
Y cuando me caliento… te domino.

Martín sonrió. Le gustaba esa versión de ella. Salvaje. Propietaria.

—Entonces… ¿solo tuyo?

—Solo mío. —Le acarició el rostro—. Tu boca, tu cuerpo, tu leche, tus gemidos. Todo. Me pertenecés.
Y si alguna más vuelve a probarte… juro que la dejo sin lengua.

Martín se inclinó, le besó el cuello y susurró:

—Entonces soy todo tuyo, mami. Desde hoy, sin nadie más.

Ella lo miró, con ese brillo fiero en los ojos.

—Perfecto. Porque cuando lleguemos… te voy a marcar.
No con fuego.
Con mi olor. Con mi jugo. Con mi amor sucio.

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Esa noche, en la mansión, no hubo juegos compartidos ni miradas ajenas. Solo Verónica. Solo Martín.

Ella lo llevó a la cama como si fuera su altar. Lo besó lento. Lo montó despacio. Le mordió los pezones. Lo hizo suyo de nuevo… sin apuros. Lo cabalgó suave al principio, como quien se reencuentra con lo que le pertenece. Luego con más fuerza, más húmeda, más salvaje.

—¿Quién es tu dueña?

—¡Vos!

—¿Quién te calienta como yo?

—¡Nadie, mami!

Ella sonrió, le lamió el pecho, y mientras lo montaba, lo acarició entre las piernas con ternura… y autoridad.

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—Entonces decilo fuerte.

—¡Verónica es mi única mami! ¡Mi diosa! ¡Mi reina!

Ella se vino gritando su nombre, y él… segundos después, sintió que se vaciaba dentro de ella como nunca.

Verónica lo besó en la frente, satisfecha.

—Así me gusta.
Marcado. Mojado. Atado a mí.

Y lo abrazó hasta el amanecer.

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