
Tokio se vestía de luces y agua esa noche. El sonido de la lluvia sobre los techos de madera era hipnótico
En su viaje a Japón, Julián, un joven fotógrafo Latino, conoce a Aiko, una misteriosa mujer japonesa de 25 años, dueña de una casa de té tradicional. Lo que comienza como una sesión fotográfica se convierte en una obsesión mutua. Bajo la delicadeza de su voz y la timidez de su sonrisa, Aiko oculta un deseo ardiente que explota una noche de tormenta.
Aiko lo había invitado a su casa de té después de la sesión de fotos. Llevaba puesto un kimono granate, que abrazaba sus curvas con delicadeza. Su caminar era silencioso, sus pies descalzos sobre el tatami apenas hacían ruido.
—Puedes quedarte si quieres —dijo con su acento dulce—. Lloverá toda la noche.
Julián no respondió. Solo la miraba. Aiko se acercó con pasos suaves, se arrodilló frente a él, y le sirvió un poco de té. Pero sus ojos no estaban en la taza, sino en su mirada.
—¿No te molesta que te mire así? —preguntó él.
—Solo si no haces nada más que mirar —respondió ella, y entonces el mundo se detuvo.
Él la besó despacio. Sus labios eran tibios, pequeños, pero su lengua sabía moverse con precisión. Aiko lo guio hacia el futón, sin perder esa calma contenida que solo encendía más su deseo.
Se arrodilló frente a él, abrió su kimono lentamente, revelando su cuerpo sin ropa interior, perfecto, pálido, los pezones firmes como pequeñas cerezas. Julián no pudo contenerse: le besó las tetas, la bajó de a poco hasta que la tuvo debajo, sus piernas abiertas como una flor mojada.
—Házmelo —susurró ella, en su acento quebrado—. Todo. Quiero sentirte.
Él le lamió la vagina con suavidad, saboreándola como una fruta dulce y tibia. Aiko gemía bajito, con vergüenza, tapándose la boca con una mano. Pero cuando él se bajo el pantalón y la penetró de golpe, su cuerpo tembló y la mano cayó.
—Ah… J-Julian… —dijo entre jadeos.
Lo abrazó con sus piernas, lo apretó con fuerza mientras él la embestía con ritmo firme. Después lo empujó hacia atrás y se subió encima, moviéndose con lentitud, controlando todo. Su cabello largo caía sobre su rostro mientras montaba su pija sin parar, goteando placer. Dandole las tetas para que el las besara.
Cuando Julián le pidió tomarla de espaldas, Aiko se puso en cuatro, con la espalda arqueada, mirándolo por encima del hombro.
—Hazlo… más fuerte —pidió—. Lléname. Toda.
Él la tomó así, metiendole la pija en su concha, golpeando con fuerza, una y otra vez, hasta que los dos se derritieron juntos, jadeando, empapados, y no solo por la lluvia que seguía cayendo afuera.
Después, ella se acurrucó en su pecho, y dijo con una sonrisa apenas visible:
—Mañana… otra vez, ¿sí?

La lluvia había cesado. El aroma a tierra mojada se mezclaba con el incienso suave que flotaba por toda la casa de té. La luz del sol matinal entraba tímida por las persianas de papel shoji, dibujando sombras tenues sobre el futón revuelto.
Julián se despertó desnudo, cubierto apenas por una sábana fina. Aiko ya estaba en pie, en silencio, como un susurro en el aire. Caminaba descalza, envuelta apenas por la parte inferior de su kimono, dejando su espalda al descubierto.
—Buenos días —dijo ella, mirándolo por encima del hombro.
—Con esa vista… es imposible que el día no sea bueno.
Aiko sonrió y se acercó, sin decir más. Se arrodilló junto a él, le corrió la sábana con una lentitud provocadora, y al ver su pene medio erecto, lo tomó con ambas manos, admirándolo con ojos brillantes.
—Me encanta —susurró en su japonés cargado de lujuria—. Tu… pene sudamericano es demasiado para mí.
Julián se incorporó y la besó con hambre. Ella se subió sobre él , dejando que su concha humeda engullera por completo su dura pija.
—Aiko… —jadeó él, mientras ella comenzaba a moverse—. Me vas a volver loco.
Ella solo sonrió, con el cabello suelto cayéndole por las tetas.
—Eso quiero.
Lo cabalgó con ritmo lento y profundo, sus caderas danzando como en un ritual sagrado. Aiko se inclinó hacia adelante, mordisqueándole el cuello, mientras se aferraba a sus hombros con fuerza.
—Quiero que me recuerdes siempre —susurró.
—Lo haré. Aunque me vuelva viejo. Aunque me case. Aunque me muera. Nunca voy a olvidar esto.
Ella gimió bajito, estremeciéndose. Cuando terminaron, se recostaron un rato más, uno abrazado al otro. Julián no podía dejar de mirarla. Era belleza y misterio. Calidez y fuego.

Cuando por fin se vistió para irse, sacó su cámara, vacilante.
—¿Puedo pedirte algo?
—Claro —respondió ella.
—Una foto… para mí. De recuerdo. Desnuda, como estás ahora.
Aiko no se sonrojó. Se desató el kimono, se colocó de perfil frente al ventanal, la luz matinal delineando su figura. Se soltó el cabello y levantó la barbilla.
—Tómala. Pero prométeme que no la compartirás. Es solo tuya.

Julián apuntó. Disparó. Luego bajó la cámara y la miró a los ojos.
—Gracias.
Ella se acercó, le acarició la mejilla y lo besó lento, profundo, como si sellara un pacto.
—Regresa mañana. Tengo algo más para enseñarte…
Esa tarde, Julián volvió a la casa de té sin preguntar nada. Solo entró y la vio esperándolo, vestida con un kimono corto de seda blanca, tan fino que dejaba entrever sus pezones erguidos. Aiko lo tomó de la mano en silencio y lo guió a través de un pasillo hasta una habitación llena de vapor.
El ofuro, el tradicional baño japonés, lo esperaba con agua tibia y aroma a jazmín. El cuarto entero era de madera de cedro, y la luz tenue creaba una atmósfera de ensueño.
—Desnúdate —le dijo Aiko con suavidad.
Él obedeció. Ella también dejó caer su kimono, revelando su cuerpo pequeño, firme, y provocador.
—Hoy quiero enseñarte cómo bañamos a un hombre en Japón —susurró con una sonrisa pícara.
Lo sentó en un pequeño banco de madera y comenzó a enjabonar su cuerpo con una esponja suave y delicada. Cada movimiento era lento, dedicado. Pasó por sus hombros, su pecho, su espalda, bajando por su vientre.
Cuando llegó a su pija, se detuvo un segundo. Lo miró con ternura y deseo.
—¿Sabías que para nosotros los japoneses… el pene masculino es algo sagrado?
Julián tragó saliva. Aiko tomó su pija entre las manos enjabonadas y empezó a masajearlo con firmeza pero con cariño.
—Simboliza la vida, la energía, la conexión entre el cielo y la tierra. No es solo sexo… —le murmuró, subiendo y bajando la mano con ritmo delicioso—. Es un ritual, Julián.
Él cerró los ojos, embriagado por el calor del agua, el olor del jabón y las caricias de esa mujer.
Aiko se arrodilló frente a él y, sin dejar de masajearlo, comenzó a lamerlo despacio, como si lo adorara. La lengua rodeando la punta, los labios envolviéndolo con devoción.
Julián gimió. Se apoyó contra la pared de madera, sin fuerzas para resistirse.
—Eres mi dios esta noche —le susurró ella antes de meterlo entero en su boca y comenzar a moverse con pasión creciente, húmeda, desvergonzada.
Cuando él estuvo a punto, ella lo miró a los ojos y le dijo:
—Derrámate en mí… quiero tu energía.
Y así lo hizo.
Luego, ambos entraron al agua caliente, flotando uno frente al otro. Ella se sentó sobre él bajo el agua, uniéndose otra vez en silencio, en una nueva ola de placer lento y profundo.
—Esto es más que sexo —dijo Julián.
—Lo sé —respondió Aiko, acariciándole el pecho—. Pero no preguntes qué es. Solo… siente.

El vapor aún flotaba en el aire cuando Aiko salió primero del ofuro, envuelta en una toalla ligera que apenas cubría su cintura. Julián la siguió, todavía con la piel húmeda y los sentidos embotados por el éxtasis anterior. Pero algo dentro de él hervía más que el agua caliente.
—Aiko… —dijo él, con la voz ronca—. Quiero más. Quiero todo de ti.
Ella lo miró por encima del hombro, deteniéndose frente al futón extendido sobre el tatami. Soltó la toalla sin decir nada. Estaba desnuda, completamente entregada.
—¿Todo? —preguntó ella, ladeando la cabeza, con esa mezcla exquisita de ternura y perversidad.
Julián asintió. Caminó hacia ella y la tomó con fuerza por la cintura, besándola con deseo urgente. La empujó suavemente hacia el colchón, donde ella se tendió de espaldas, abriendo las piernas sin pudor.
La penetró con hambre. Aiko soltó un jadeo ahogado, aferrándose a sus hombros mientras él embestía su concha con ritmo firme. El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la habitación.
—Más... —susurró ella—. Quiero que me tengas por completo.
Julián entendió. La giró con suavidad, colocándola de rodillas, arqueada sobre el futón. Ella se ofrecía sin vergüenza, como una flor abierta, como una promesa que se cumple.
Él le metió la pija en el culo, lento al principio. Aiko apretó los puños, los labios, y soltó un gemido que le erizó la piel. Julián se adentró más, mientras ella se aferraba al futón, estremecida, rendida ante su potencia.

—¡Kami-sama…! —exclamó con un suspiro que era mitad placer, mitad rendición.
No había más palabras. Solo los movimientos húmedos, los cuerpos sudados, los gemidos ahogados y el crujido suave del tatami bajo sus rodillas.
Cuando terminó, ella se giró y lo besó despacio, como si quisiera guardar su sabor para siempre.
—Tienes algo que ningún hombre japonés tiene —le susurró, con los ojos entrecerrados—. No es solo tu cuerpo… es tu fuego.
Julián sonrió. La abrazó. Y se quedaron allí, desnudos, entre el vapor que aún danzaba en el aire.

El vuelo de Julián salía al anochecer. En las horas previas, el cielo de Tokio amanecía cubierto de nubes tenues, como si presintiera lo que iba a ocurrir.
Aiko lo esperaba desnuda en su habitación, arrodillada sobre el tatami, su cuerpo bañado por la luz suave del día. Había perfumado su piel con flores de sakura, y llevaba solo un lazo de seda roja atado a la cintura, como envolviéndose para él.
—Hoy es tu último día aquí… —susurró, con los ojos bajos.
—Sí. Pero aún no me quiero ir.
—Entonces… no digas nada. Solo ven.
Julián se arrodilló frente a ella. Aiko bajó la cabeza, desató el lazo, y su cuerpo quedó totalmente expuesto. Le tomó la pija con ambas manos y comenzó a adorarlo lentamente, mamándolo con una devoción que lo dejó sin aliento, como si ese momento fuera una ceremonia íntima. Sus labios recorrían cada rincón de él, saboreándolo como si quisiera memorizarlo para siempre.
Luego lo guió al suelo. Se montó sobre él, guiando su pija a su concha, y ofreciendole sus tetas, lo cabalgó con fuerza, con dulzura, con desesperación, con lágrimas contenidas. Cada movimiento era una despedida, una súplica muda para que el tiempo se detuviera.
Después, se giró y se ofreció por completo, de espaldas, dejándose tomar con una entrega que estremecía. Julián la cogia por el culo, profundo, mientras ella apretaba los dientes y gemía su nombre como si fuera un rezo. La tomó fuerte, intenso, hasta que ambos se derrumbaron sudados y exhaustos sobre el tatami.

El silencio posterior solo lo rompía su respiración agitada.
Aiko se levantó sin decir palabra. Fue hasta el ropero, tomó algo doblado con cuidado, y volvió junto a él. Era un pequeño pañuelo blanco, de seda fina, con una flor bordada en un rincón.
—Para que nunca me olvides —le dijo, extendiéndoselo—. Para que si alguna vez vuelves… me encuentres.
Julián lo tomó con reverencia. Lo llevó a los labios. Luego la abrazó con fuerza. Ninguno lloró, pero los ojos de ambos brillaban.
Horas después, ya en el aeropuerto, él abrió la mochila para guardar el pasaporte… y ahí estaba el pañuelo. Todavía con su aroma.
Cerró los ojos. Y por un momento, volvió a sentir su cuerpo temblando bajo el suyo, su voz jadeando en japonés, sus uñas marcándolo con deseo.

“Aiko…”, pensó.
Tokio quedaba atrás. Pero su recuerdo… ardía en su piel.


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