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Miedo a la oscuridad

posdata: ¡Feliz Halloween!.

En una aldea perdida entre bosques espesos y rocas de todos los tamaños, lejos del bullicio de la ciudad, la vida transcurría bajo reglas antiguas. Las casas de adobe y tejas se alzaban humildes, habían médicos y enfermeras que venían de la ciudad hasta la aldea, teníamos mercados y siembras de hortalizas y los ancianos dictaban justicia. Los castigos eran implacables: ahorcamiento, guillotina o la hoguera.
Éramos apenas adolescentes, mi amigo y yo, inseparables, explorando los senderos y el río, siempre curiosos, siempre al borde de lo desconocido. Desde hace años, en el corazón de la aldea, se construía una casa distinta, elegante, con detalles que no encajaban con nuestra simplicidad. Nadie sabía quién la habitaría, hasta que ella llegó. Una mujer extraña, alta, de piel pálida como la luna, con un cuerpo que despertaba susurros: curvas generosas, pechos grandes y duros y un andar descalzo que desafiaba la lógica. Sus pies hermosos y perfectos, siempre impecables, nunca se manchaban de tierra a pesar de que siempre andaba descalza. Su cabello negro, corto y liso, enmarcaba un rostro que parecía tallado en misterio. Vestía de negro, con ropas que se adherían a su figura como una segunda piel, y su presencia era un imán para las miradas y los rumores.

Una tarde, mientras pescaba en el río, la vi sentada sobre una roca, leyendo un libro. Sus pies descalzos con un color rosa, se notaba a simple vista su suavidad, delicados, casi hipnóticos. Me sonrió, y aunque la saludé con un gesto tímido, algo en su mirada me hizo apresurar el paso. Las mujeres de nuestra aldea eran morenas, de piel curtida por el sol; ella era un contraste imposible, una aparición que no pertenecía a nuestro mundo.
Miedo a la oscuridad

Mi amigo, sin embargo, parecía hechizado. Esa misma tarde, con los ojos brillando, me contó que ella lo había invitado a su casa a pasar la noche. No dijo más, pero su voz temblaba de excitación. Al día siguiente, corrí a su casa para saber qué había pasado. Sentado en el borde de su cama, con una mezcla de asombro y nerviosismo, me relató su noche:
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—“Llegué a su casa, y todo era... extraño. Había una caja que proyectaba personas diminutas, como si estuviera viva. Pensé que era una bruja, pero ella se rio y dijo que en la ciudad esas cosas eran comunes. Su perfume me mareaba, un aroma dulce, embriagador. No sé cómo explicarlo, pero mi cuerpo reaccionó, mi pene estaba duro, y ella lo notó. Se acercó, mordiéndose el labio, y dijo que me ayudaría a ‘bajar la fiebre’ si le daba mi ‘leche’ la cual la mantenía joven. No entendía nada, pero cuando bajó mis pantalones, su lengua recorrió mi piel, desde la punta hasta los testículos, como si saboreara cada centímetro. Luego lo chupó, con una intensidad que me hizo temblar. Me sentía perdido, fuera de mí. Después, se desnudó y se puso de rodillas en la cama, como un animal en celo. Me guio con sus manos, y cuando penetré su vagina, sentí todo húmedo, caliente, apretado. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando dije que sentía algo, como si fuera a orinar, ella me detuvo. ‘No adentro’, susurró. Luego, con un movimiento lento saco mi pene palpitante, puso saliva en su ano y me pidió que la tomara por ahí. Era... diferente, más estrecho, y sentía más ganas de orinar cada vez que metía y sacaba por allí. No duré mucho. Cuando volví a advertirle, me dijo que lo sacara y que lo derramara sobre sus pies. Lo hice, y vi el líquido blanco cubrir esos pies perfectos. Su ano quedó abierto, dilatado, una circunferencia al grosor de mi pene. Exhausto, me dormí a su lado. Pero al despertar, estaba en mi casa. ¿Cómo llegué? No lo sé pero se lo preguntaré, ya que esta noche volveré a su casa, y si quieres puedes venir a espiar... Pero en silencio.”
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Sus palabras me dejaron inquieto. Había deseo en su voz, pero también un matiz de miedo que no podía ignorar. Esa noche, después de la cena, mientras hablaba con mis padres sobre la extraña mujer, me di cuenta de que era tarde. Recordé la invitación de mi amigo y salí corriendo hacia la casa de ella. La aldea estaba sumida en una oscuridad densa, el silencio roto solo por el crujir de las hojas bajo mis pies. Al llegar, me acerqué a la cerca de madera y, a través de un pequeño agujero, vi a la mujer. Vestía de negro, como siempre, de pie junto a una olla grande sobre el fuego. Pero no veía a mi amigo. Mi mirada se fijó en la olla, y un escalofrío me atravesó: una mano humana sobresalía del borde, flotando en el líquido hirviente.
Miedo a la oscuridad

El pánico me cegó. Corrí, tropezando, hasta que el vómito me detuvo en medio de la calle. Un vigilante nocturno, alertado por el ruido, me encontró. Le conté todo, balbuceando, y aunque al principio no me creyó, lo convencí de volver conmigo. Cuando miró por el agujero, su rostro palideció. La mujer estaba allí, devorando un pie humano, arrancando la carne con los dientes como si fuera un manjar. El vigilante me ordenó regresar a casa y corrió a buscar refuerzos. Esa noche no dormí. Gritos de una mujer y voces de hombres furiosos resonaban en la distancia, mezclados con un llanto que helaba la sangre.

Al amanecer, la aldea estaba en caos. Los ancianos convocaron un juicio en la casa grande. Mi familia y yo estábamos allí, junto a la madre de mi amigo, que lloraba desconsolada. Frente a la corte, una anciana encadenada, con una soga al cuello, reemplazaba a la mujer joven que todos conocíamos. Un sacerdote, con el rostro grave, declaró que había usado agua bendita y que, ante sus ojos, la mujer hermosa se había transformado en esa figura decrépita. “Es un demonio”, afirmó. El vigilante también testificó, relatando lo que vio gracias a mí. El cielo se oscureció, cubierto de nubes grises, mientras la sentencia se ejecutaba. La ahorcaron frente a todos. Su risa, aguda y sobrenatural, resonó hasta que la soga la silenció. Luego, quemaron su cuerpo en una hoguera. Comprendí, con el corazón roto, que mi amigo había sido devorado por esa criatura.
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Esa tarde, buscando consuelo, caminé hacia el arroyo. Pero al llegar, el aire se volvió frío. A lo lejos, bajo un árbol, estaba ella. O algo que se le parecía. Una figura envuelta en un velo negro y transparente que dejaba ver su cuerpo desnudo, lascivo, perfecto. Con un gesto, creó fuego de la nada, como si la magia fluyera de sus manos. Me miró, sonrió y me llamó con un movimiento lento de su mano, invitándome a acercarme. Su cuerpo parecía prometer placer, pero sus ojos destilaban algo más oscuro.
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Corrí, gritando, hasta que los guardias llegaron. Revisaron el lugar, pero no encontraron nada. Solo yo sabía que algo maligno aún acechaba.Desde entonces, la oscuridad me persigue. Cada sombra, cada rincón sin luz, me recuerda a ella. Y aunque la aldea intentó olvidar, yo nunca lo hice. Porque en la noche, a veces, escucho susurros, aún escucho su risa... Aún tengo miedo a la oscuridad.

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