Llegó mi cumpleaños número 35. Lo festejé con unos pocos amigos y compañeros de trabajo en un bar, brindando, comiendo algo. Sin gastar demasiado y sin salir del segundo cordón del conurbano bonaerense tuve una noche bastante agradable. Como venía siendo mi vida en ese momento. Bien, mah, masomenos. Nada mal, ponele. Una meseta de mediocridad entre la aceptación de que ya mi mejor momento pasó y el peor no había llegado. En lo profesional no estaba bien pero al menos nunca me faltó nada, ratoneando un par de cosas y sin ir de vacaciones podía vivir bien, alquilando un lugar aceptable, no en el centro claro pero en un barrio normal, cargar la SUBE, ir cada tanto a comer afuera, al cine, a la cancha muy cada tanto, tener internet y ver series, algo normal. Con mi familia lejos y un contacto cariñoso y sentido pero quizás insuficiente por momentos y cómodo por otros. Con mis amigos de la infancia desconectados salvo por algunos mensajes de WhatsApp y con amigos contemporáneos con los que me siento cercano pero no con la confianza de conocerlos toda la vida. Sin amigas, quizás alguna conocida. Habiendo cortado una relación que nació mal, duró un par de años por cobardía compartida y envejeció peor. Sin sexo por un buen tiempo pero con buenos recuerdos y algunas sonrisas todavía por dar. Normal, sin poder quejarme mucho, así era mi vida. Eso pensaba o eso me decía a mí mismo para no frustrarme ante el evidente fracaso que significó siempre para mí estar por debajo de mis expectativas en todos los niveles. Esa desconfianza propia me carcomía por dentro desde siempre y estoy seguro que arruinó mi capacidad de vincularme de alguna forma. En especial con personas del sexo opuesto.
“No puede ser que todo termine en sexo, siempre pensando en sexo, es porque no la pongo hace tiempo, debe ser eso” me dije a mí mismo la mañana siguiente. Cuando vi la fecha en el celular me di cuenta que había pasado un año y medio. Me propuse pensar en otra cosa y pasar de mi sobreautoanálisis angustiante a una estúpida e inexplicable pero útil felicidad. A escuchar música, descargar y comer cosas ricas y poco sanas para satisfacer todas mis otras necesidades que no sean las sexuales. Aquel día fui al local de la firma de diseño gráfico en la que trabajaba y pasé otra tarde aburrida mirando por el vidrio la lluvia cayendo y el viento moviendo las ramas de los árboles. Fotocopias, impresiones, muestras de etiquetas adhesivas, ventas de cinta de papel y no muchas más emociones. Lo habitual para una pyme que si sólo tendría que vivir de sus diseños debería cerrar. Llegando al horario de cierre y sin nadie que entrara al lugar en las últimas dos horas, tras un estruendo seguido de un relámpago las luces de la calle parpadearon y vi algo caer a la vereda justo recto a donde yo estaba mirando. Salí a mirar y la cuadra estaba desierta como era habitual a esa hora y más un día de lluvia. Mojándome vi a mis pies un cuaderno de un tamaño extraño, más tirando a una libreta o anotador. Tenía algo escrito en la parte de adelante en un idioma que parecía oriental y que lógicamente no entendía. Me quedé unos segundos observando que no se mojaba a pesar de caerle las gotas de la lluvia encima. Cuando la levanté del piso sentí un escalofrío recorrer mi espalda y al toque un dolor de cabeza intenso. Entré al local y empecé a cerrar, total ya nadie iba a entrar.
Justo antes de dar vuelta el cartel del lado de “Abierto” al de “Cerrado” entró el cliente más raro que cruzó esa puerta alguna vez. Muy alto, casi de dos metros, manos en los bolsillos, con un buzo oversize negro tapándose la cabeza con la capucha y los ojos con lentes negros. Los pantalones eran tan largos y amplios que no se veían sus zapatillas y respiraba muy fuerte como un fumador agitado. “Me llamo Sekibö” me dijo y le di la bienvenida como a cualquier otro cliente. “Necesitamos hablar en privado” me contestó y ahí supe que algo raro había aunque no podía darme cuenta del tipo de estafa o robo que cometería alguien que llamaba tanto la atención con su aspecto. Otra vez parpadearon las luces, incluso las del local, y ahí el particular personaje se sacó sus anteojos y sonrió. Sus ojos eran amarillos y sus dientes afilados, tenía pupilas de gato y una expresión entre grotesca y bizarra. Me impactó que se me pasara tan rápido el miedo de ver semejante atrocidad ante mi vista, quizás porque pensé que estaba alucinando. “Andá a tu casa y no mires la libreta hasta estar a solas y en un lugar que nadie te pueda ver” me dijo y, juro por mi vida, desapareció en el aire. Conmocionado cerré todo y me fui lo más rápido que pude a mi casa con la libreta en la mochila.
Convencido de que todo había sido una especie de sueño vívido o de un mal viaje producto de alguna droga que metieron en mi bebida durante mi cumpleaños cuando llegué a mi casa hice lo normal. Fui al baño, comí algo, me tiré a ver la tele...Pero no me podía concentrar y me distraía con cualquier ruido o movimiento de afuera o lo que sea. El viento golpeaba la ventana de mi cuarto una y otra vez hasta que me pudrí y la fui a cerrar. Sin poder dar crédito a lo que veían mis ojos vi que arriba de mi escritorio estaba esa libreta cuya portada ahora decía en letras de nuestro alfabeto occidental claramente “Sex Note”. Una ráfaga de viento volvió a abrir la puerta y abrió la libreta haciendo pasar la mayoría de sus páginas. Quedó abierta de par en par en una que decía en un perfecto castellano “REGLAS: 1-Las personas cuyos nombres estén escritos en esta libreta tendrán sexo con el dueño de la misma”
“No puede ser que todo termine en sexo, siempre pensando en sexo, es porque no la pongo hace tiempo, debe ser eso” me dije a mí mismo la mañana siguiente. Cuando vi la fecha en el celular me di cuenta que había pasado un año y medio. Me propuse pensar en otra cosa y pasar de mi sobreautoanálisis angustiante a una estúpida e inexplicable pero útil felicidad. A escuchar música, descargar y comer cosas ricas y poco sanas para satisfacer todas mis otras necesidades que no sean las sexuales. Aquel día fui al local de la firma de diseño gráfico en la que trabajaba y pasé otra tarde aburrida mirando por el vidrio la lluvia cayendo y el viento moviendo las ramas de los árboles. Fotocopias, impresiones, muestras de etiquetas adhesivas, ventas de cinta de papel y no muchas más emociones. Lo habitual para una pyme que si sólo tendría que vivir de sus diseños debería cerrar. Llegando al horario de cierre y sin nadie que entrara al lugar en las últimas dos horas, tras un estruendo seguido de un relámpago las luces de la calle parpadearon y vi algo caer a la vereda justo recto a donde yo estaba mirando. Salí a mirar y la cuadra estaba desierta como era habitual a esa hora y más un día de lluvia. Mojándome vi a mis pies un cuaderno de un tamaño extraño, más tirando a una libreta o anotador. Tenía algo escrito en la parte de adelante en un idioma que parecía oriental y que lógicamente no entendía. Me quedé unos segundos observando que no se mojaba a pesar de caerle las gotas de la lluvia encima. Cuando la levanté del piso sentí un escalofrío recorrer mi espalda y al toque un dolor de cabeza intenso. Entré al local y empecé a cerrar, total ya nadie iba a entrar.
Justo antes de dar vuelta el cartel del lado de “Abierto” al de “Cerrado” entró el cliente más raro que cruzó esa puerta alguna vez. Muy alto, casi de dos metros, manos en los bolsillos, con un buzo oversize negro tapándose la cabeza con la capucha y los ojos con lentes negros. Los pantalones eran tan largos y amplios que no se veían sus zapatillas y respiraba muy fuerte como un fumador agitado. “Me llamo Sekibö” me dijo y le di la bienvenida como a cualquier otro cliente. “Necesitamos hablar en privado” me contestó y ahí supe que algo raro había aunque no podía darme cuenta del tipo de estafa o robo que cometería alguien que llamaba tanto la atención con su aspecto. Otra vez parpadearon las luces, incluso las del local, y ahí el particular personaje se sacó sus anteojos y sonrió. Sus ojos eran amarillos y sus dientes afilados, tenía pupilas de gato y una expresión entre grotesca y bizarra. Me impactó que se me pasara tan rápido el miedo de ver semejante atrocidad ante mi vista, quizás porque pensé que estaba alucinando. “Andá a tu casa y no mires la libreta hasta estar a solas y en un lugar que nadie te pueda ver” me dijo y, juro por mi vida, desapareció en el aire. Conmocionado cerré todo y me fui lo más rápido que pude a mi casa con la libreta en la mochila.
Convencido de que todo había sido una especie de sueño vívido o de un mal viaje producto de alguna droga que metieron en mi bebida durante mi cumpleaños cuando llegué a mi casa hice lo normal. Fui al baño, comí algo, me tiré a ver la tele...Pero no me podía concentrar y me distraía con cualquier ruido o movimiento de afuera o lo que sea. El viento golpeaba la ventana de mi cuarto una y otra vez hasta que me pudrí y la fui a cerrar. Sin poder dar crédito a lo que veían mis ojos vi que arriba de mi escritorio estaba esa libreta cuya portada ahora decía en letras de nuestro alfabeto occidental claramente “Sex Note”. Una ráfaga de viento volvió a abrir la puerta y abrió la libreta haciendo pasar la mayoría de sus páginas. Quedó abierta de par en par en una que decía en un perfecto castellano “REGLAS: 1-Las personas cuyos nombres estén escritos en esta libreta tendrán sexo con el dueño de la misma”

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